Beato Contardo Ferrini

 

                                                               Laico. Profesor. 1902.

Estudioso y catedrático de Derecho Romano en las Universidades de Pavía, Mesina y Módena. Nació en Milán en 1859 y murió en Suna de Verbania (Lago Maggiore). Lo beatificó Pío XII en 1947.

Nació el 5 de abril de 1859 en Milán, Italia, hijo de Rinaldo Ferrini y Luigia Buccellati.

Después de recibir su Primera Comunión a los doce años, se unió a la Cofradía del Santísimo Sacramento. Apenas hace la Primera Comunión, siente un ansia insaciable de la Eucaristía. Cuando comulga su hermanita, le escribe lo que él mismo había hecho: "El día de la Primera Comunión es el día de las grandes e inquebrantables promesas, de las resoluciones que habrán de durar por toda la vida. Salgo fiador del resto de toda tu vida con tal que te acerques a la mesa eucarística con las debidas disposiciones".

Rinaldo Ferrini, profesor de matemáticas y ciencias, enseñó a su hijo a una edad temprana. Contardo aprendió a hablar varios idiomas. Su amor por la fe católica hizo que sus amigos lo apodaran “San Aloysius” (después de Aloysius Gonzaga). 

Contardo resultó desde el primer momento un superdotado, alumno de memoria prodigiosa, hábil versificador, inteligencia agudísima para captar las cosas más abstractas. Cuando aún estaba haciendo la enseñanza media se presentó un buen día a Monseñor Ceriani, Prefecto de la célebre Biblioteca Ambrosiana, para pedirle lecciones de hebreo. Aprendido el hebreo, comenzó con el siríaco. 

Ingresó a la Universidad de Pavía a los 17 años y, dos años después, fue nombrado Decano de Estudiantes. Le esperaban duras pruebas. El ambiente del Colegio Borromeo, en el que se iba a hospedar, era un ambiente difícil. 

Sus compañeros vivían continuamente entre conversaciones impuras, a las que él tenía horror. Contardo prefería quedarse solo, en su celda helada, antes que bajar a las salas de estudio a compartir la conversación con sus compañeros. 

Fiel a su lema: "O héroe o réprobo", no declinará un milímetro en la línea que se ha trazado. Su conducta es siempre inmaculada. 

Criticado por condiscípulos desaprensivos o incrédulos, él se mantiene firme en sus convicciones. Se le tacha de falta de respeto a la universidad porque ha llevado el cirio en la procesión del Santísimo Sacramento. Y Contardo, muy tranquilo responde: "¿Lejos de denigrarse, más justo será decir que la universidad, por mí representada, si ustedes así lo quieren, se inclina reverente ante su Dios".


El invierno es frío y húmedo en Pavía, y parece que lo fue de una manera especial en aquella ocasión. Pero la delicadísima virtud de Contardo, que en muchas ocasiones llegó hasta el escrúpulo, prefería pasar por todo antes que poner en peligro su pureza o su fe. 

 A los 21 años se convirtió en Doctor en Derecho en la Universidad. Su tesis doctoral, que relacionaba el derecho penal con la poesía homérica, fue la base de su beca para la Universidad de Berlín, donde se especializó en derecho romano-bizantino, un campo en el que fue reconocido internacionalmente como experto.


Recibió una beca por parte de la Universidad para perfeccionarse en Alemania. 


Durante la estancia de Ferrini en Berlín, escribió sobre su entusiasmo al recibir el Sacramento de la Penitencia por primera vez en un país extranjero. La experiencia le trajo a casa, escribió, la universalidad de la Iglesia Católica Romana.

Para explicarnos todo su valor es necesario hacernos cargo primero del ambiente de tensión religiosa y de fermentación intelectual que atravesaba Italia en la segunda mitad del siglo XIX. Planteada la unidad italiana, puesto en difícil conflicto el católico, que de una parte debía desear la unificación de su patria, y de otra, el triunfo de la Santa Sede; abiertas las inteligencias y los corazones a las corrientes ideológicas más avanzadas, una vida católica normal, no digamos revestida de heroica santidad como la de Contardo, resultaba extraordinariamente difícil. Y mucho más cuando tenía que desarrollarse en el ambiente de las Universidades donde el anticlericalismo reinaba.

Y, sin embargo, Contardo, de naturaleza tímida, de carácter retraído, va a pasar largos años de profesorado universitario viviendo con tal intensidad su catolicismo que llegamos a verle en los altares. 

Es curioso que fuese un luterano, Von Lingenthal, el que más íntimamente influyera sobre él en el aspecto científico. Sin embargo, el juicio de Contardo sobre el protestantismo es severísimo: “Ciertamente hay virtud entre los protestantes, hay sinceros admiradores del Hombre-Dios, hay flores que se embellecen con el rocío celestial y que Dios no rechazará; pero cuanto de bueno hay queda imperfecto, privado de aquella eficacia que tendría del Dios vivo a la sombra de los altares católicos. El protestantismo nos da personas honradas, que en nuestra religión inmaculada serían santos”.

En  1883, a los 24 años, se encarga en la Universidad de Pavía de la cátedra de exégesis de las fuentes del Derecho y de un curso de historia del Derecho Penal Romano. Iniciaba así sus tareas docentes. 

Poco después concursa a una cátedra de Bolonia, que no se le dio por motivos políticos.  En 1887 pasa a enseñar a Mesina, y en 1890 a Módena. Por fin, en 1894, volvía a su amada Facultad de Pavía, en la que había de perseverar hasta la muerte.

En el verano de 1881, previo el consejo de su director espiritual, hizo voto de castidad. Muchísimas veces durante su vida se le ofrecerían partidos brillantes y espléndidas ocasiones de casarse. Pero él murió soltero y fiel al voto hecho entonces.

Los alumnos sabían que podían contar con él a todas horas, seguros de encontrar siempre un consejero leal y un profesor amigo de ayudarles. Independientemente del cumplimiento escrupuloso de sus deberes de catedrático, llevó toda su vida en lo más íntimo de su corazón un apasionado amor a la investigación científica. En veinte años publicó cerca de 200 trabajos de mérito indiscutible. Su prestigio aumenta de día en día.

 Pero, sobre todo, crece sin medida la fama de su virtud cristiana. Para sus alumnos es un amigo con el que cuentan siempre, porque los ayuda con amor inigualable. Su espíritu es de una delicadeza de sentimientos exquisita. Se embelesa con las obras de arte. 

Es un deportista activo, sobre todo en el montañismo por los encumbrados Alpes. Sabe conjugar como nadie el estudio, la enseñanza y la piedad.

Sobre su mesa, y entre los libros, siempre está el rosario de la Virgen, a la que ama con el candor de un niño, y a la que se confía siempre y en todo: "¿Que si quiero a la Virgen María? Ella es la fuerza en las tentaciones, el consejo en las dudas, la santidad para toda nuestra vida". Le apasiona la devoción a la Eucaristía. No deja la Misa por nada del mundo. Y se absorbe ante el Sagrario, porque no resiste la soledad del Señor. No se le cae de los labios una exclamación muy suya: ¡Jesús abandonado! Hombre de oración, escribe: "Yo no entiendo un despertarse por la mañana sin descubrir la sonrisa de Dios; ni un dormirse por la noche en otro lugar que el costado de Jesucristo".

Fiel a sus convicciones y a su fe católica, no tuvo miedo de enfrentarse a los desafíos y cuestionamientos que se le hacía a la Iglesia que él tanto amaba.

En 1895, fue elegido Concejal del Ayuntamiento de Milán. Y en verdad que sus contemporáneos hubieron de reconocer que su actuación resultaba ejemplar. Supo luchar en los difíciles problemas planteados en aquel tiempo contra el divorcio, por la salvación de la infancia abandonada. Pero en este mismo terreno de la política se mostró fiel hijo de la Iglesia. Contardo se mantuvo siempre fiel a las directivas pontificias.

Ferrini murió de un modo imprevisto cuando recién había cumplido los 43 años. Era el verano de 1902, y se encontraba de vacaciones en la localidad de Suna, en el norte de Italia al pie de los Alpes. Hay que notar que Ferrini fue muy aficionado al alpinismo y le gustaba pasear por los montes; en una de esas caminatas acompañado de un amigo, se sintió mal y para reponerse bebió agua de un arroyuelo.

 Enseguida cayó en cama con una altísima fiebre, y se le diagnóstico un tifus que habría contraído al estar contaminada el agua que bebió en su último paseo. 

El tifus no cedió y, finalmente, murió el día 17 de octubre, suscitando la sorpresa de todos sus conocidos y especialmente de sus alumnos que le esperaban para iniciar un nuevo curso académico. Al conocerse la noticia, la reacción espontánea fue “ha muerto un santo”.

La fama de santidad le rodeó muy pronto. Su causa fue introducida en 1924, y en 1947, Pío XII realizaba uno de los deseos más queridos de su antecesor en el solio pontificio: su solemne beatificación. 

Una de sus mayores aspiraciones fue mostrar cómo la ciencia no se contrapone a la fe, como ésta tampoco es enemiga del progreso del conocimiento científico. De allí que fue uno de los primeros en auspiciar la creación en Italia de una Universidad Católica, y por ello se le considera un precursor de la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán, que no llegó a conocer, pero que sí podemos decir que presintió y amó anticipadamente. En aquella capilla, profesores y alumnos aprenden, frecuentándola, a vivir el auténtico ideal del universitario católico.



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