San Agustín de Hipona

                                         Obispo de Hipona. Doctor de la Iglesia. 430.

Agustín nació en Tagaste en el 354. Tagaste, hoy Souk Ahras, era por aquel tiempo una ciudad pequeña y libre de la Numidia preconsular que se había convertido recientemente del Donatismo. Tagaste era una ciudad de clima agradable, circundada de bosques, viñas, olivos, tierras de cereales, frutas y pastos. Tenía una vida social propia, pues contaba con termas, foro y otros lugares propios típicos de la sociedad romana.

 Su familia no era rica aunque sí eminentemente respetable, y su padre, Patricio, uno de los Decuriones de la ciudad, todavía era pagano; sin embargo, las admirables virtudes de Mónica, consiguieron, a la larga, que su esposo recibiera la gracia del bautismo y una muerte santa, alrededor del año 371.

Cuando nace San Agustín la situación del Imperio Romano es ya de decadencia, principalmente por los problemas económicos. Desde Diocleciano, en el siglo III, los Emperadores habían tratado de rehacer el Imperio sin conseguir su objetivo. La clase media desaparece poco a poco, agrandándose las diferencias entre los ricos, cada vez más ricos, y los pobres, una masa social creciente. La familia de San Agustín fue un claro ejemplo de esta situación. Era de clase media y conforme avanzan los años van comenzando a pasar estrecheces y dificultades económicas.

San Agustín tenía dos hermanos: un varón llamado Navigio y una mujer de la que no conocemos el nombre. También sabemos que estudió con dos primos suyos, Rústico y Castidiano, pues nos lo dice en “De Beata Vita”. Era una familia de origen africano completamente romanizada: solamente hablaban latín y no participaron de los movimientos nacionalistas de la época. El mismo Agustín se mostrará como un enamorado del Imperio Romano y de su cultura. En el norte de África además del latín se hablaba el púnico, idioma que desconocía el santo, aunque hablase palabras sueltas de él; sin embargo Agustín más de una vez utilizó los servicios de intérpretes para hablar a los campesinos que lo hablaban. Hoy día no se conserva nada del idioma púnico, que era la lengua norteafricana antes de la colonización romana y quedó anclado en bases sociales menos colonizadas, en zonas rurales.

 Agustín sí estudió el griego, en la Escuela de Madaura, aunque en esa época de primer aprendizaje no le gustaba nada. Quizá por eso no lo llegó a dominar plenamente nunca. La distancia entre el Oriente y el Occidente ya era muy grande en el momento en que vive Agustín. Hacia el siglo III, los habitantes del Mediterráneo era bilingües por lo general, pues además de su lengua hablaban el griego. En Roma, toda la literatura cristiana hasta finales del siglo II se había publicado en griego y la misma liturgia era en esta lengua.  Sin embargo, poco a poco el griego quedó relegado a los ámbitos de las personas cultas. Agustín lo llegó a conocer de forma suficiente para consultar los textos de las Escrituras, corregir los textos latinos cuando no le gustaba las traducciones e incluso para traducir algunos textos de los Padres griegos, de San Jerónimo, de Plotino y de Epifanio de Salamina. De este último llegó a traducir completa la obra “Anakefalaiosis”, pues es una de las fuentes de su libro “Adversus Haereses”.

En el año 361, cuando Agustín tiene 7 años, llega al poder el Emperador Juliano, calificado por la Historia como El Apóstata. En su intento de reflotar el Imperio, trata de imponer las costumbres romanas clásicas. Sin perseguir al cristianismo, sí promulga muchas leyes favorecedoras del paganismo. El campo de la educación será uno de los que se ven más paganizados. En Madaura, la ciudad donde Agustín continúa sus estudios una vez que termina los primarios en Tagaste, esta paganización tiene especial realce, una vez que esta ciudad había permanecido alejada de la influencia cristiana. En ella, las celebraciones paganas eran suntuosas, desenfrenadas, con el desprecio continuo de los valores cristianos en forma irónica.

Agustín recibió una educación cristiana. Su madre hizo que fuera señalado con la cruz e inscrito entre los catecúmenos. Una vez, estando muy enfermo pidió el bautismo pero pronto pasó todo peligro y difirió recibir el sacramento, cediendo así a una deplorable costumbre de la época. Pero una enorme crisis moral e intelectual sofocó todos estos sentimientos cristianos durante cierto tiempo, siendo el corazón el primer punto de ataque. Patricio, orgulloso del éxito de su hijo en las escuelas de Tagaste y Madaura decidió enviarlo a Cartago a preparase para una carrera forense; tenía 16 de vida y vivía disfrutando de un ocio que resultó ser fatal para su virtud, pues se entregó al placer con toda la vehemencia de una naturaleza ardiente.

Al poco tiempo se vio obligado a confesar a Mónica que se había metido en una relación pecaminosa con la persona que dio a luz a su hijo en el año 372, "el hijo de su pecado", un enredo del que tan sólo se redimió a sí mismo en Milán, al cabo de 15 años de esclavitud. No obstante puede decirse que Agustín, incluso en su caída, conservó cierta dignidad y sintió compungimiento, lo que le honra; y desde los 19 años tuvo un sincero deseo de romper con sus costumbres.

En este mismo año, 373, Agustín y su amigo Honorato cayeron en las redes de los maniqueos. Parece mentira que una mente tan extraordinaria hubiera podido caer víctima de las vaciedades orientales sintetizadas en un dualismo tosco y material que el persa Mani (215-276) había introducido en África hacía apenas 50 años. El mismo Agustín nos dice que se sintió seducido por las promesas de una filosofía libre sin ataduras a la fe; por los alardes de los maniqueos, que afirmaban haber descubierto contradicciones en la Sagrada Escritura; y, sobre todo, por la esperanza de encontrar en su doctrina una explicación científica de la naturaleza y sus más misteriosos fenómenos.

Antes de convertirse al Cristianismo, Agustín profesó el Maniqueísmo, una religión mezcla de cristianismo y religiones orientales, que espiritualmente hablando consideraba menos pecaminosas las relaciones homosexuales que las heterosexuales. Y estuvo muy unido a un chico quien al morir de unas fiebres dejó un profundo vacío en el joven San Agustín hasta el punto de que al futuro santo católico “le extrañaba que él mismo siguiera vivo”. Aunque más adelante escribiría también que sintió alivio porque “ese chico me llevaba de cabeza a la perdición”.

A la mente inquisitiva de Agustín le entusiasmaban las Ciencias Naturales, y los maniqueos declaraban que la naturaleza no guardaba secretos para su doctor, Fausto. Además, Agustín se sentía atormentado por el problema del origen del mal y al no resolverlo, reconoció dos principios opuestos. Por añadidura, existía el poderoso encanto de la irresponsabilidad moral en una doctrina que negaba el libre albedrío y atribuía la comisión del delito a un principio ajeno.

Una vez conquistado por esta secta, Agustín se dedicó a ella con toda la fuerza de su ser; leyó todos sus libros, aceptó y defendió todas sus opiniones. Su frenético proselitismo llevó al error a su amigo Alipio, y a Romaniano, el amigo de su padre que fue su mecenas en Tagaste y estaba sufragando los gastos de estudios de Agustín. Fue durante este período maniqueo cuando las facultades literarias de Agustín llegaron a su completo desarrollo, y todavía era estudiante en Cartago cuando abrazó el error. Dejó los estudios que, de haber continuado, lo habrían ingresado en el Forum Litigiosum, pero prefirió la carrera de letras, y Posidio nos cuenta que regresó a Tagaste a "enseñar gramática".  El joven profesor cautivó a sus alumnos y uno de ellos, Alipio, apenas algo más joven que su maestro, sintiéndose reacio a abandonarlo lo siguió hasta el error; después recibió con él, el bautismo en Milán, y más adelante llegó a ser Obispo de Tagaste, su ciudad natal.

Pero Mónica deploraba profundamente la herejía de Agustín y no lo habría aceptado ni en su casa ni en su mesa si no hubiera sido por el consejo de un santo Obispo, quien declaró que "el hijo de tantas lágrimas no puede perecer". Poco después Agustín fue a Cartago, donde continuó enseñando retórica. En este escenario más amplio, su talento resplandeció aún más y alcanzó plena madurez en la búsqueda infatigable de las artes liberales. Se llevó el premio en un concurso poético en el que tomó parte, y el Procónsul Vindiciano le confirió públicamente la corona agonística. Fue en este momento de embriaguez literaria, cuando acababa de completar su primera obra sobre æscetics, ahora perdida, que empezó a repudiar el maniqueísmo.


Las enseñanzas de Mani habían distado mucho de calmar su intranquilidad, incluso cuando Agustín disfrutaba del fervor inicial, y aunque se le haya acusado de haber sido sacerdote de la secta, nunca lo iniciaron ni nombraron entre los "electos", sino que permaneció como "oyente", el grado más bajo de la jerarquía. Él mismo nos explica el porqué de su desencanto. En primer lugar estaba la espantosa depravación de la filosofía maniquea "destruyen todo y no construyen nada"; después, esa terrible inmoralidad que contrasta con su afectación de la virtud; la flojedad de sus argumentos en controversia con los católicos, a cuyos argumentos sobre las Escrituras la única respuesta que daban era: "Las Escrituras han sido falsificadas". Pero lo peor de todo es que entre ellos no encontró la ciencia, en el sentido moderno de la palabra, ese conocimiento de la naturaleza y sus leyes que le habían prometido. Cuando les hizo preguntas sobre los movimientos de las estrellas, ninguno de ellos supo contestarle. "Espera a Fausto", decían, "él te lo explicará todo". Por fin, Fausto de Mileve, el celebrado Obispo maniqueo, llegó a Cartago; Agustín fue a visitarlo y le interrogó; en sus respuestas descubrió al retórico vulgar, un completo ignorante de toda sabiduría científica. Se había roto el hechizo y, aunque Agustín no abandonó la secta inmediatamente, su mente ya rechazó las doctrinas maniqueas. La ilusión había durado 9 años. 

Pero la crisis religiosa de esta gran alma solamente se resolvería en Italia, bajo la influencia de Ambrosio. En el año 383, a la edad de 29 años, Agustín cedió a la irresistible atracción que Italia ejercía sobre él, pero (como su madre sospechara su partida y estaba determinada a no separarse de él) recurrió al subterfugio de embarcarse escabulléndose por la noche. Recién llegado a Roma cayó gravemente enfermo; al recuperarse abrió una escuela de retórica, pero repugnado por las argucias de los alumnos que le engañaban descaradamente con los honorarios de las clases, presentó una solicitud a una cátedra vacante en Milán, la obtuvo y Sínmaco, el Prefecto, lo aceptó. 

Cuando visitó al Obispo Ambrosio se sintió tan cautivado por la amabilidad del santo que comenzó a asistir con regularidad a sus discursos. Sin embargo, antes de abrazar la Fe, Agustín sufrió una lucha de 3 años en los que su mente atravesó varias fases distintas. Primero se inclinó hacia la filosofía de los académicos con su escepticismo pesimista; después la filosofía neoplatónica le inspiró un genuino entusiasmo. Estando en Milán, apenas había leído algunas obras de Platón y, más especialmente, de Plotinio cuando despertó a la esperanza de encontrar la verdad. Una vez más comenzó a soñar que él y sus amigos podrían dedicar la vida a su búsqueda, una vida limpia de todas las vulgares aspiraciones a honores, riquezas o placer, y acatando el celibato como regla (Confesiones, VI). Pero era solamente un sueño; todavía era esclavo de sus pasiones.       

Mónica, que se había reunido con su hijo en Milán, insistió para que se desposara, pero la prometida en matrimonio era demasiado joven y, si bien Agustín se desligó de la madre de Adeodato, enseguida otra ocupó el puesto. Así fue como atravesó un último período de lucha y angustia. Finalmente, la lectura de las Sagradas Escrituras le iluminaron la mente y pronto le invadió la certeza de que Jesucristo es el único camino de la verdad y de la salvación. Después de esto, sólo se resistía el corazón.

Una entrevista con Simpliciano, futuro sucesor de San Ambrosio, que contó a Agustín la historia de la conversión del celebrado retórico neoplatónico Victorino, abrió el camino para el golpe de gracia definitivo que a la edad de 33 años lo derribó al suelo en el jardín, en Milán (septiembre, 386). Unos cuantos días después, estando Agustín enfermo, se aprovechó de las vacaciones de otoño y, renunciando a su cátedra, se marchó con Mónica, Adeudado y sus amigos, a Casicíaco, la propiedad campestre de Verecundo, para allí dedicarse a la búsqueda de la verdadera filosofía que para él ya era inseparable del Cristianismo.


Desde su conversión hasta su episcopado (386-395)

Gradualmente, Agustín se fue familiarizando con la doctrina cristiana, y la fusión de la filosofía platónica con los dogmas revelados se iba formando en su mente. Nos revela los más íntimos detalles de su conversión, el argumento que lo convenció a él (la vida y conquistas de los apóstoles), su progreso dentro de la Fe en la escuela de San Pablo, las deliciosas conferencias con sus amigos sobre la Divinidad de Jesucristo, las maravillosas transformaciones que la fe ejerció en su alma, incluso conquistando el orgullo intelectual que los estudios platónicos habían despertado en él (De la vida feliz), y por fin, la calma gradual de sus pasiones y la gran resolución de elegir la sabiduría como única compañera.

 Lo que Agustín perseguía con el bautismo cristiano era la gracia divina. En el año 387, hacia principios de Cuaresma, fue a Milán y, con Adeodato y Alipio, ocupó su lugar entre los competentes y Ambrosio lo bautizó el día de Pascua Florida o, al menos, durante el tiempo Pascual. Cuenta la tradición que en esta ocasión el Obispo y el neófito, alternándose, cantaron el Te Deum, pero esto es infundado. Sin embargo, esta leyenda ciertamente expresa la alegría de la Iglesia al recibir como hijo a aquel que sería su más ilustre Doctor. Fue entonces cuando Agustín, Alipio, y Evodio decidieron retirarse en aislamiento a África.

Agustín, no hay duda, permaneció en Milán hasta casi el otoño continuando sus obras: "Acerca de la inmortalidad del alma" y "Acerca de la música". En el otoño de 387 estaba a punto de embarcarse en Ostia cuando Mónica fue llamada de esta vida. No hay páginas en toda la literatura que alberguen un sentimiento más exquisito que la historia de su santa muerte y del dolor de Agustín (Confesiones, IX). Agustín permaneció en Roma varios meses, principalmente ocupándose de refutar el Maniqueísmo. Después de la muerte del tirano Máximo en agosto del año 388, navegó a África, y al cabo de una corta estancia en Cartago regresó a Tagaste, su tierra natal. Al llegar allí, inmediatamente deseó poner en práctica su idea de una vida perfecta comenzando por vender todos sus bienes y regalar a los pobres el producto de estas ventas. A continuación, él y sus amigos se retiraron a sus tierras, que ya no le pertenecían, para llevar una vida en común de pobreza, oración, y estudio de las cartas sagradas.

Agustín no pensó en entrar en el sacerdocio y, por temor al episcopado, incluso huyó de las ciudades donde obligatoriamente tenía que elegir. Un día en Hipona, donde lo había llamado un amigo cuya salvación del alma estaba en peligro, estaba rezando en una iglesia cuando de repente la gente se agrupó a su alrededor aclamándole y rogando al Obispo, Valerio, que lo elevara al sacerdocio. A pesar de sus lágrimas, Agustín se vio obligado a ceder a las súplicas y fue ordenado en 391. El nuevo sacerdote consideró esta reciente ordenación un motivo más para volver a su vida religiosa en Tagaste, lo que Valerio aprobó tan categóricamente que puso cierta propiedad de la iglesia a disposición de Agustín, permitiendo así que estableciera un Monasterio en el mismo momento que lo había fundado. Sus 5 años de ministerio sacerdotal fueron enormemente fructíferos; Valerio le había rogado que predicara, a pesar de que en África existía la deplorable costumbre de reservar ese ministerio para los Obispos.

Agustín combatió la herejía, especialmente el maniqueísmo, y tuvo un éxito prodigioso. A Fortunato, uno de sus grandes doctores al que Agustín había retado en conferencia pública, le humilló tantísimo verse derrotado que huyó de Hipona. Agustín también abolió el abuso de celebrar banquetes en las capillas de los mártires. En año 393, tomó parte en el Concilio plenario de África, presidido por Aurelio, Obispo de  Cartago, y a petición de los Obispos se vió obligado a dar un discurso que, en su forma completa, más tarde llegó a ser el tratado de "De Fide et symbolo."


Como Obispo de Hipona (396-430)

Valerio, Obispo de Hipona, debilitado por la vejez, obtuvo la autorización de Aurelio, primado de África, para asociar a Agustín con él, como Coadjutor. Agustín se hubo de resignar a que Megalio, primado de Numidia, lo consagrara. Tenía entonces 42 años y ocuparía la sede de Hipona durante 34 años. El nuevo Obispo supo combinar bien el ejercicio de sus deberes pastorales con las austeridades de la vida religiosa y, aunque abandonó su convento, transformó su residencia episcopal en monasterio, donde vivió una vida en comunidad con sus clérigos, que se comprometieron a observar la pobreza religiosa.

Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él, renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles". 

El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "Abadesa", escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos Canónigos y Canonesas Regulares. El santo Obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados.

La casa episcopal de Hipona se transformó en una verdadera cuna de inspiración que formó a los fundadores de los monasterios que pronto se extendieron por toda África, y a los Obispos que ocuparon las sedes vecinas. Possitio enumera 10 de los amigos del santo y discípulos que ocuparon el trono episcopal. Por esto Agustín ganó el título de Patriarca de los religiosos y renovador de la vida del clero en África.

La controversia maniquea y el problema del mal
Después de ser ordenado Obispo, el entusiasmo que Agustín había demostrado desde su bautismo en acercar a sus antiguos correligionarios a la verdadera Iglesia tomó una forma más paternal, sin llegar a perder el prístino ardor "dejad que se encolericen contra nosotros aquellos que desconocen cuán amargo es el precio de obtener la verdad… En cuanto a mí, os mostraría la misma indulgencia que mis hermanos mostraron conmigo cuando yo erraba ciego por vuestras doctrinas". 

Entre los acontecimientos más memorables ocurridos durante esta controversia, cuenta la gran victoria que en 404 obtuvo sobre Félix, uno de los "electos" de los maniqueos y gran doctor de la secta. Estaba propagando sus errores en Hipona, y Agustín le invitó a una conferencia pública cuyo tema necesariamente causaría un gran revuelo; Félix se declaró derrotado, abrazó la Fe y, junto con Agustín, contribuyó a los actos de la conferencia. Agustín, en sus escritos, sucesivamente refutó a Mani (397), al famoso Fausto (400), a Secundino (405), y alrededor de 415, al fatalista Prisciliano a quien Pablo Orosio había denunciado.

Estos escritos contienen claramente el pensamiento incuestionable del santo sobre el eterno problema del mal, pensamiento basado en un optimismo que, igual que los platónicos, proclama que todo lo que procede de Dios es bueno y la única fuente del mal moral es la libertad de las criaturas. Agustín defiende el libre albedrío, incluso en el hombre como es, con tal ardor que sus obras contra los maniqueos son una inagotable reserva de argumentos en esta controversia todavía en debate.

Los jansenistas han sostenido en vano que Agustín era inconscientemente pelagiano, y que después reconoció la pérdida de la libertad por el pecado de Adán. Los críticos modernos, sin duda desconocedores del complicado sistema del santo y de su peculiar terminología, han ido mucho más lejos. Agustín reconoce que todavía no había comprendido cómo la primera inclinación buena de la voluntad es un don de Dios, pero hay que recordar que nunca se retractó de sus principales teorías sobre el libre albedrío y nunca modificó su opinión sobre lo que constituye la condición esencial, es decir, la plena potestad de elegir o de decidir. ¿Quién se atrevería a decir que cuando revisó sus propios escritos le faltó claridad de percepción o sinceridad en un punto tan importante?

 La controversia donatista y la teoría de la Iglesia

 Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia Católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en África, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios.

El Cisma donatista fue el último episodio en las controversias de Montano y Novato que habían agitado la Iglesia desde el siglo II. Mientras en Oriente se discutían aspectos variados del problema Divino y Cristológico del Verbo, Occidente, sin duda por su carácter más práctico, se ocupó del problema moral del pecado en todas sus formas. El dilema general era la santidad de la Iglesia; ¿Podía ser perdonado el pecador y dejar que continuara en su seno? En África, el dilema concernía especialmente a la santidad de la jerarquía. Los Obispos de Numidia, que en el año 312 habían rehusado aceptar como válida la consagración de Ceciliano, Obispo de Cartago, habían introducido el Cisma por un traditor, y al mismo tiempo propusieron estas graves preguntas: ¿dependen los poderes jerárquicos del mérito moral del sacerdote? ¿Cómo puede la santidad de la Iglesia ser compatible con la falta de mérito de sus ministros?

Cuando Agustín llegó a Hipona, el cisma ya había alcanzado enormes proporciones y se había identificado con las tendencias políticas, quizás con un movimiento nacional contra la dominación romana. De todas formas, es fácil descubrir una oculta corriente de venganza antisocial que los Emperadores tuvieron que combatir con leyes estrictas. La extraña secta conocida por "Soldados de Cristo", y llamadas por los católicos Circumcelliones (bandoleros, vagabundos), era semejante a las sectas revolucionarias de la Edad Media en un momento de destrucción fanática, hecho que no debe perderse de vista si se va a apreciar debidamente la severa legislación de los Emperadores.

La historia de las luchas de Agustín contra los donatistas también es la de su cambio de opinión en cuanto a las rigurosas medidas a emplear contra los herejes; y la Iglesia en África, de cuyos Concilios él había sido el alma, siguió su ejemplo. Este cambio de posición lo atestigua solemnemente el mismo Obispo de Hipona, especialmente en sus Cartas,  (en el año 408). Al principio buscó restablecer la unidad por medio de conferencias y amistosas discusiones. Inspiró varias medidas conciliadoras en los Concilios africanos, y envió embajadores a los donatistas invitándolos a reintegrarse a la Iglesia o, al menos, apremiándolos a que enviaran diputados a una conferencia (403). Al principio los donatistas respondieron con silencio, después con insultos, y por último con una violencia tal que Posidio, Obispo de Calamet, amigo de Agustín, tuvo que huir para librarse de la muerte, el Obispo de Bagaïa quedó cubierto con horribles heridas, y el mismísimo Obispo de Hipona sufrió varios atentados contra su vida. Esta locura, exigía una represión dura y Agustín, siendo testigo de las muchas conversiones que surgieron de todo esto, aprobó a partir de entonces unas rígidas leyes. No obstante, hay que señalar esta importante salvedad: San Agustín jamás deseó que la herejía se castigara con la muerte.

Pero los Obispos aún estaban a favor de celebrar una conferencia con los cismáticos, y en 410, Honorio proclamó un edicto que puso fin a la negativa donatista. En junio de 411 tuvo lugar una conferencia solemne en Cartago, en presencia de 279 Obispos donatistas y 286 católicos. Los portavoces de los donatistas eran Petiliano de Constantinopla, Primiano de Cartago, y Emeritus de Cesárea; los oradores católicos eran Aurelio y Agustín. En cuanto a la cuestión histórica que entonces se debatía, el Obispo de Hipona demostró la inocencia de Cecilio y de su consagrante Félix; y en el debate dogmático estableció la tesis católica de que la Iglesia puede, sin perder su santidad, tolerar bajo su palio a los pecadores a fin de convertirlos. En nombre del Emperador, el Procónsul Marcelino declaró la victoria de los católicos en todos los puntos. Poco a poco el donatismo fue decayendo hasta desaparecer con la llegada de los vándalos.

La Controversia Pelagiana y el Doctor de la Gracia

El final de la lucha contra los donatistas casi coincidió con los comienzos de una gravísima disputa teológica que no sólo iba a exigir la plena atención de Agustín hasta el momento de su muerte, sino que también se convertiría en un eterno problema para los individuos y para la Iglesia.

Pelagio, había rechazado la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a África el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el Sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al Concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones.

África, donde Pelagio y su discípulo Celestio habían buscado refugio después de la toma de Roma por Alarico, fue el centro principal de los primeros desórdenes pelagianos; ya en 412 un Concilio celebrado en Cartago condenó a los pelagianos por sus ataques a la doctrina del pecado original. Entre otros libros que Agustín escribió en contra de ellos estaba el famoso "De naturâ et gratiâ", gracias al cual los Concilios celebrados más tarde en Cartago y Mileve confirmaron la condena a estos innovadores que habían conseguido engañar a un Sínodo reunido en Diospolis en Palestina, condena que fue reiterada después por el Papa Inocencio I (417). Un segundo período de intrigas pelagianas se suscitó en Roma, pero el Papa Zósimo, a quien las estratagemas de Celestio tuvieron momentáneamente cegado hasta que Agustín le hizo abrir los ojos, pronunció la solemne condena de estos herejes en 418.

A partir de entonces el combate se hizo por escrito contra Julián de Eclanum, que asumió el liderazgo del partido y atacó violentamente a Agustín. Hacia 426 se unió a las listas una escuela que después se llamó semipelagiana, sus primeros miembros eran monjes de Hadrumetum en África, a los que siguieron otros de Marsella, dirigidos por Cassian, el celebrado Abad de San Víctor. Sin poder admitir la absoluta gratuidad de la predestinación, buscaron un punto medio entre San Agustín y Pelagio, y sostenían que la gracia se debe otorgar a aquellos que la merezcan y negarla a los demás; por lo tanto, la buena voluntad tiene precedencia, pues desea, pide y Dios recompensa.

Cuando Próspero de Aquitania le informó sobre estas ideas, una vez más, el santo doctor expuso en "De Prædestinatione Sanctorum" cómo incluso estos primeros deseos  de salvación existen en nosotros debido a la gracia de Dios, lo que por tanto controla absolutamente nuestra predestinación.

A raíz del saqueo de Roma por Alarico, en el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, 'La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el año 426. 'La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.


Luchas contra el Arrianismo y los últimos años

 En 426, el santo Obispo de Hipona a los 72 años de edad, deseando ahorrar a su ciudad episcopal la agitación de una elección después de su muerte, hizo que tanto el pueblo como el clero proclamaran la elección del diácono Heraclio como auxiliar y sucesor suyo, y le transfirió la administración de materias externas.

Agustín podría haber disfrutado de algo de descanso en el año 427, si no hubiera sido por la agitación en África debido a la inmerecida desgracia y a la revuelta del Conde Bonifacio. El Conde Bonifacio, que había sido General Imperial en África, cayó injustamente en desgracia de la Regente Placidia, e incitó a Genserico, Rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el Conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos.

San Posidio, por entonces Obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los Obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.

Maximino, un Obispo arriano, entró en Hipona con las tropas imperiales. El santo Doctor defendió la fe en una conferencia pública (428) y en varios escritos. Profundamente apenado por la devastación de África, se afanó por conseguir una reconciliación entre el Conde Bonifacio y la Emperatriz. Efectivamente la paz volvió a establecerse, pero no con Genserico, el Rey vándalo. Vencido Bonifacio, buscó refugio en Hipona, donde muchos Obispos ya habían huido en busca de protección y esta ciudad bien fortificada iba a padecer los horrores de 18 meses de asedio.

Con gran esfuerzo por controlar su angustia, Agustín continuó refutando a Julián de Eclanum pero cuando comenzó el asedio fue víctima de lo que resultó ser una enfermedad mortal, y al cabo de tres meses de admirable paciencia y ferviente oración, partió de esta tierra de exilio en agosto de 430.

Los Adamitas:

Una secta tenebrosa, que data quizás desde el siglo II, la cual profesaba de haber retomado la inocencia primaveral de Adán. San Epifanio y San Agustín hacen mención a Adamites por su nombre, y describen sus prácticas. Llamaban a su Iglesia el Paraíso, condenaban el matrimonio ya que era ajeno al Paraíso, y se desnudaban mientras que oraban. No podían ser numerosos. Se cuentan varias historias sobre su origen. Algunos han pensado que son un apéndice de los gnósticos Carpocratianos, quienes profesaban un misticismo sensual y una completa emancipación de las leyes morales.

Otros, los consideraban ascéticos mal guiados, que se esforzaban en erradicar los deseos carnales por medio del regreso de medios sencillos, y por medio de la abolición del matrimonio. Practicas similares a aquellos se describen que aparecieron en Europa en varias ocasiones en tiempos posteriores. En el Siglo XIII volvieron a surgir en los Países Bajos por Brethren y las Hermanas del Espíritu Libre, y, de una forma más burda, en el XIV por los Beghards en Alemania. Dondequiera que se encontraban con firme oposición. Los Beghards se convirtieron en los Picaros de la Bohemia, que se posesionaron de una isla en el río Nezarka, y se entregaron al vergonzoso comunismo. Ziska, el líder Bussite, casi exterminó a la secta en 1421. Un leve resurgimiento de éstas doctrinas se tomaron parte en Bohemia después de 1781, apegándose al edicto de tolerancia emitido por José II; estos comunistas: Neo-Adamites fueron suprimidos a la fuerza en 1849.


Expansión del Monacato Agustiniano:

La obra monástica de San Agustín desborda ampliamente tanto los límites cronológicos de su vida como los geográficos de su diócesis. Pocas cosas deseó tanto como el florecimiento de la vida común. Durante toda su vida se esforzó por difundirla y perfeccionarla de palabra, por escrito y por medio de sus discípulos. Al morir, escribe Posidio en su vita, “dejó a la Iglesia clero suficientísimo y monasterios llenos de hombres y mujeres que vivían en castidad perfecta. Y ni siquiera la muerte pudo con su afán proselitista. Su palabra ha continuado resonando, con breves pausas, a lo largo de los siglos y todavía hoy encuentra acogida en el corazón de los hombres.

 Ya de simple sacerdote logró establecer un Monasterio en Cartago. Surgió hacia el año 392 al amparo del Metropolitano Aurelio, con el fin, entre otros, de facilitar su apostolado intelectual. Los monjes recogerían y remitirían a Agustín la documentación de los archivos y bibliotecas de Cartago, capital administrativa y cultural de África. Más tarde, monjes formados en Tagaste e Hipona fueron llamados a regir diversas iglesias africanas, y casi todos llevaron consigo el ideal aprendido de Agustín.

Estas promociones episcopales y sacerdotales facilitaron la propagación del ideal monástico agustiniano por diversas ciudades del norte de África. Evodio, Severo, Posidio, Profuturo y Fortunato, Obispos, respectivamente, de Uzala, Milevi, Calama (Guelma) y Cirta o Constantina, fundaron monasterios clericales en sus sedes; y alguno de ellos, también monasterios de laicos y de vírgenes. También Novato y Benenato, Obispos de Sitifis (Stif, Argelia) y Simittu (Chemtou, Tunicia), dieron vida a sendos monasterios en sus sedes episcopales. No consta que fueran discípulos del Santo, pero sí que mantuvieron relaciones con él. Por su parte, Alipio levantó otro monasterio en Tagaste y a su sombra se cobijaron los fundados por Santa Melania la Joven y su marido Piniano en el año 410.

En Hipona, además de los monasterios ya recordados, existían otros dos. Uno era obra del presbítero Leporio; el otro, del Tribuno Eleusino y del presbítero Bernabé. Ambos sacerdotes procedían del monasterio clerical de San Agustín. Las obras del Santo mencionan algunos otros monasterios. Son los de Atanasio y Sebastián, de los cuales no conocemos más que su existencia; y los de Cabrera, que unos identifican con la homónima isla del archipiélago balear y otros con la italiana de Capraia, Cesarea de Mauritania (Cherchell), Adrumeto y Cartago, donde había más de uno. Por Víctor de Vita sabemos de la existencia de un monasterio en Tabarka (Tunicia) hacia el año 455. Excavaciones arqueológicas han descubierto la existencia de otros monasterios en las localidades tunecinas de Ammaedara (Haïdra), Thibar, Thelepte (Medinet el Kdima), etc. También se han descubierto vestigios de probables monasterios en las argelinas de Ain Tamda, Henchir Meglaff y Henchir bou Takrematene, en Henchir Oued y algunos otros lugares de Libia. Noël Duval cree que “prácticamente” no había sede episcopal sin su respectivo monasterio.

La vinculación de estos monasterios con San Agustín variaba mucho de unos a otros. El laical de Tagaste y los dos primeros de Hipona eran obra exclusiva suya. Él les dio el ser, la orientación espiritual y la estructura jurídico material. Otros, por el contrario, sólo mantuvieron con él contactos esporádicos. Este parece ser el caso de los de Cabrera, Adrumeto, Cesarea de Mauritania, los tagastinos de Piniano y Melania y alguno de los de Cartago. Más frecuentes y profundas serían sus relaciones con los fundados por sus discípulos. En cierto sentido, puede decirse que habían nacido y crecido a su sombra benéfica. Sus amigos y discípulos no hicieron más que trasplantar a sus sedes, la experiencia vivida en su compañía. Y, al instalarse en ellas, ninguno rompió los vínculos con Hipona. Agustín continuaba siendo el maestro y mentor del grupo, a quien se acudía en momentos de apuro. Las controversias y los Concilios facilitaron también los encuentros y, en consecuencia, el magisterio de Agustín.

  Estos monasterios no constituían unidad jurídica alguna. No había entre ellos ni reglas comunes ni vínculos legales. Todavía no había sonado en la Iglesia la hora de las Congregaciones. Sólo se sentían ligados entre sí por el origen, las costumbres de la época y el común reconocimiento del magisterio de Agustín. Por lo demás, cada monasterio era una comunidad autónoma, que se gobernaba por estatutos particulares y por la legislación conciliar. Los monasterios clericales dependían del Obispo diocesano.

Gran parte de estos Monasterios desaparecieron durante el largo reinado de Genserico (429-477), que se ensañó muy particularmente con los Obispos y sus monasterios. La persecución afectó de modo especial a los Monasterios de la provincia Proconsular. Los de Numidia, Bizacena y Mauritania escaparon con más facilidad al control de los Vándalos, pero a menudo cayeron en manos de los moros y de campesinos exasperados por los atropellos sufridos en el pasado. El Rey Hunerico (477-484) fue todavía más feroz. En febrero del 484 cerró las iglesias católicas, destruyó sus libros litúrgicos, confiscó sus bienes, deportó a la casi totalidad de los Obispos y “entregó a los moros los monasterios de hombres y mujeres”. Gavigan, de quien tomó gran parte de estas noticias, ha calculado que entre los años 430 y 484, el Episcopado africano perdió casi cien de sus miembros, descendiendo de 675 a 584.

Pero la persecución vándala no acabó con los monasterios africanos. Precisamente, la del año 484, nos descubre la existencia de los de Capsa (Gafsa) y Bigua (Cartago). El primero era un monasterio mixto clerico-laical de la Bizacena, situado en el centro sur de la actual Tunicia y habitado por 7 monjes: “el diácono Bonifacio, los subdiáconos Siervo y Rústico, el Abad Liberato y los monjes Rogato, Séptimo y Máximo”. Todos ellos sellaron su vida con el martirio y fueron enterrados en el monasterio cartaginés de Bigua. La “Passio” de estos mártires descubre la presencia de resonancias agustinianas en este monasterio o, al menos, en su cronista, quien da comienzo a su descripción con un párrafo de indudable matriz agustiniana: “En esas circunstancias fueron apresados también siete monjes que, haciendo vida común, vivían unánimes en el monasterio, pues es bueno y dulce habitar los hermanos unidos”. Consta también de la existencia de cenobios en una isla del archipiélago Kneiss, en el Præsidium Diolele y Adrumeto, así como del monasterio del Abad Pedro, de localización incierta.

Nada se puede afirmar con seguridad sobre el influjo de San Agustín en estos monasterios. Probablemente, sus escritos no estarían totalmente ausentes de sus vidas. En el Concilio de Cartago del año 525 el Abad Pedro alegó algunos pasajes del sermón 356 en defensa de la autonomía de su monasterio. Otro indicio del probable influjo agustiniano puede ser el interés que algunos monjes mostraron por las cuestiones bíblicas y teológicas.

 Con la aparición de San Fulgencio, el influjo de San Agustín crece sensiblemente. Aparece ya en su misma conversión al monacato, causada por una lectura del comentario al salmo 36. Más tarde le imitaría en su celo proselitista y en la nostalgia por la compañía de los hermanos. También él suspiraba por el ocio santo y habría deseado consumir su vida en la soledad, entregado a la contemplación, al estudio y a los ayunos. Pero supo renunciar a estas apetencias e, impulsado por la caridad, se embarcó en multitud de negocios. Al igual que el Hiponense supo armonizar las exigencias de su vocación monacal con las tareas episcopales. En el segundo Monasterio de Cagliari (Cerdeña) instauró un sistema de vida repleto de resonancias agustinianas: amor a la pobreza, delicadeza con cada religioso, preferencia por el trabajo intelectual. Pero San Agustín no fue la única fuente de sus ideas monásticas. Hacia el año 496 entró en contacto con las obras de Casiano, que encendieron en él una gran admiración hacia los Padres del Desierto y fortificaron su amor al ascetismo. Su biógrafo Ferrando recuerda también que, contra lo ordenado por Agustín en su Regla (5, 9-11), solía negar las cosas necesarias a los monjes que se adelantaban a pedirlas. Su vida documenta la existencia de 10 monasterios situados en África, Sicilia y Cerdeña: los del Obispo Fausto y del Abad Félix, situados ambos a unos 20 kilómetros al oeste de Capsa; el de Silvestrio, situado, al parecer, en la franja costera que va de Iunci (Younga) a Ruspe, Mididi (Medded), Ruspe (Rosfa), Cagliari (2) y los insulares del archipiélago Kneiss y del escollo Chilmi, en la isla Circina (Kerkenna).

Con la muerte de Fulgencio, las tinieblas vuelven a adensarse sobre el monacato africano, sin que los esfuerzos de arqueólogos y epigrafistas hayan logrado disiparlas todavía. Algunas alusiones conciliares y cartas aisladas atestiguan la supervivencia del monacato en África durante el siglo VI y hasta permiten localizar algunos monasterios. El panorama cambia en el siglo VII, del que no hay documentación literaria alguna sobre el monacato africano de tradición latina. Los pocos documentos conocidos se refieren todos al monacato griego o bizantino.

Además de los monasterios mencionados al hablar de San Fulgencio, la literatura del siglo VI recuerda algunos otros. El Concilio de Cartago del año 525 menciona los de Adrumeto, del Abad Pedro, Leptis Minor (Lemta), Ruspe y Baccense o Banense, situado, al parecer, no lejos de Ruspe. De los de Ruspe y del Abad Pedro vuelve a ocuparse 9 años más tarde otro Concilio de Cartago. Y el segundo quizá existiese todavía en el año 560. Hacia esas fechas Casiodoro menciona un monasterio del Abad Pedro situado en la Tripolitania. También hay pruebas epigráficas bastante convincentes de la existencia de un monasterio dedicado a San Esteban, situado, al parecer, en Kairuan (Tunicia).

Nuncto y Donato dirigían sendos monasterios hacia el año 570, en que la inseguridad política y los disturbios sociales les empujaron a emigrar a España. El primero se estableció en Mérida, donde al poco tiempo murió a manos de sus propios colonos. Donato desembarcó en las playas levantinas y, con unos 70 monjes y una rica biblioteca, fundó el Monasterio Servitano, emplazado, al parecer, en la actual provincia de Cuenca. Su sucesor, Eutropio, tuvo actuación destacada en el Concilio III de Toledo en el año 589 y fue Obispo de Valencia. No sería difícil que alguno de los códices de Donato contuviera la Regla de San Agustín. Esa presencia explicaría su popularidad en la España visigótica y el origen español de dos de los tres grupos de manuscritos que nos la han transmitido.

 Durante el siglo VI y parte del VII, San Agustín ejerció un influjo dominante en la vida religiosa occidental. Los legisladores de la época copian su Regla, la parafrasean o, al menos, se apropian de sus ideas más características. Abren este periodo Eugipio, Abad de Lucullanum, un monasterio situado en las cercanías de Nápoles, y San Cesáreo de Arlés, ambos bien conocidos en la historia del pensamiento agustiniano. De acuerdo con la mentalidad tradicionalista y nada innovadora de la época, ambos se sirvieron de materiales patrísticos en la composición de sus reglas.

 



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