San Atanasio de Alejandría
Obispo de Alejandría. Confesor y Doctor de la Iglesia. 373.
Nació en el año 296 en Alejandría, Egipto. Atanasio fue el máximo adalid de la creencia católica en el tema de la Encarnación que la Iglesia haya conocido jamás y durante su vida se ganó el título característico de "Padre de la Ortodoxia", por el cual se ha distinguido desde entonces.
Su carrera casi personifica una crisis en la historia de la Cristiandad. La Alejandría de su mocedad era un epítome, intelectual, moral y políticamente, de ese étnicamente policromo mundo greco-romano en el que la Iglesia de los siglos IV y V estaba comenzando, por fin, con conciencia imperturbada, después de casi 300 años de propagandismo incansable, a materializar su supremacía. Era, además, el más importante centro de comercio en todo el Imperio, y su primacía como emporio de ideas era mayor que el de Roma, Constantinopla, Antioquia o Marsella.
Atanasio parece haber sido puesto, desde pequeño, bajo la supervisión inmediata de las autoridades eclesiásticas de su ciudad natal. No tenemos forma de determinar si su larga familiaridad con el Obispo Alejandro comenzó en la niñez, pero una historia que pretende describir las circunstancias de su primera presentación a ese prelado ha sido preservada para nosotros por Rufino.
El Obispo, dice la historia, había invitado a cierto número de hermanos prelados a encontrarse con él en un desayuno después de una gran función religiosa en el aniversario del martirio de San Pedro, un predecesor reciente en la Sede de Alejandría. Mientras Alejandro esperaba que sus invitados llegaran, estaba asomado a una ventana, mirando a un grupo de niños que jugaban a la orilla del mar, bajo la casa. No los había observado por mucho tiempo cuando descubrió que estaban imitando, a todas luces sin propósito de irreverencia, el elaborado ritual del bautismo cristiano. Mandó a llamar a los niños y traerlos a su presencia. En la investigación que siguió, se descubrió que uno de los niños, que no era otro que el futuro Primado de Alejandría, había actuado en el papel de Obispo, y que, en ese papel, había bautizado de hecho a varios de sus compañeros en el curso del juego. Alejandro, que parece haber estado inexplicablemente perplejo por las respuestas que recibió a sus indagaciones, determinó que los bautismos ficticios fueran reconocidos como genuinos; y decidió que Atanasio y sus compañeros de juego recibieran instrucción que los hiciera aptos para una carrera eclesiástica.
El Obispo Alejandro "invitó a Atanasio a ser su comensal y secretario. Había sido bien educado, y era versado en gramática y retórica, y ya había dado prueba, siendo aun un joven y antes de alcanzar el episcopado, de su sabiduría y discernimiento a aquellos que convivieron con él".
Entre los años 318 y 320, Arrio, un nativo de Libia, sacerdote de la Iglesia de Alejandría, que ya había sido censurado por su participación en los problemas melecianos que brotaron durante el episcopado de San Pedro, y cuyas enseñanzas habían tenido éxito al hacer peligrosos progresos aun entre las "vírgenes consagradas" de la sede de San Marcos, acusó al Obispo Alejandro de sabelianismo. Arrio, quien parece haber dado por supuesto la tolerancia caritativa del primado, fue, a la larga, depuesto, en un Sínodo constituido por más de 100 Obispos de Egipto y Libia. El Heresiarca condenado se retiró primero a Palestina y luego a Bitinia, donde, bajo la protección de Eusebio de Nicomedia, pudo incrementar su ya notoria influencia, mientras sus amigos se esforzaban en preparar el camino para su reinstalación forzosa como sacerdote de la Iglesia de Alejandría.
Atanasio, aunque era sólo un diácono, no debe haber tenido un papel subordinado en estos eventos. Él era el secretario de confianza y consejero de Alejandro, y su nombre aparece en la lista de aquellos que firmaron la carta encíclica emitida posteriormente por el primado y sus colegas para contrarrestar el creciente prestigio de la nueva enseñanza y el impulso que estaba comenzando a adquirir debido al ostentoso patrocinio que extendía al depuesto Arrio la facción de Eusebio.
De hecho, es a este partido y a la influencia que fue capaz de ejercer en la corte del Emperador, que parece deberse principalmente la subsecuente importancia del Arrianismo como un movimiento político, más que religioso. La herejía, por supuesto, tenía su base presuntamente filosófica, que ha sido adscrita por los autores, antiguos y modernos, a las fuentes más opuestas. San Epifanio lo caracteriza como un tipo de aristotelismo redivivo. Su visión y valentía se mostraron como un baluarte de la Iglesia Cristiana en el mundo casi tan eficiente como su singularmente lúcida comprensión del credo tradicional Católico. Su oportunidad llegó en el año 325, cuando el Emperador Constantino, con la esperanza de poner fin a los escandalosos debates que estaban perturbando la paz de la Iglesia, se reunió con los prelados de todo el mundo católico reunidos en Concilio en Nicea.
El gran Concilio convocado en esta coyuntura fue algo más que un evento pivote en la historia de la Cristiandad. Su repentina y, en cierto sentido, casi impremeditada adopción de un término casi filosófico y no perteneciente a las Escrituras (homoousion) para expresar el carácter de creencia ortodoxa en la Persona del Cristo histórico, al definirlo como idéntico en sustancia, o coesencial, con el Padre, junto con su confiado llamamiento al Emperador para prestar la sanción de su autoridad a los decretos y pronunciamientos, mediante la cual esperaba salvaguardar esta más explícita profesión de la antigua Fe, tuvieron consecuencias de la más grave importancia, no sólo para el mundo de las ideas sino también para el mundo de la política. Mediante la promulgación oficial del término “homoöusion”, la especulación teológica recibió un nuevo pero sutil impulso que se hizo sentir mucho después de que Atanasio y sus seguidores murieran; mientras que la invocación al brazo secular inauguró una política que permaneció prácticamente sin cambio en su alcance hasta la publicación de los decretos Vaticanos de nuestro tiempo.
Atanasio, aunque todavía no ordenado sacerdote, acompañó a Alejandro al Concilio en calidad de secretario y consejero teológico. Él no fue, por supuesto, el creador del famoso “homoösion”. El término había sido propuesto, en un sentido no obvio e ilegítimo, por Pablo de Samosata a los Padres de Antioquia, y había sido rechazado por estos por su regusto a concepciones materialistas de la Divinidad.
Su vida no podía transcurrir en un rincón. Cinco meses después de la clausura del Concilio, moría el Primado de Alejandría; y Atanasio, tanto en reconocimiento a su talento como, parece ser, en deferencia a los deseos manifestados en su lecho de muerte por el finado prelado, fue escogido para sucederle. Su elección, a pesar de su extrema juventud y la oposición de un vestigio de las facciones Arriana y Meleciana en la Iglesia de Alejandría, fue bien recibida por todas las clases entre el laicado.
Los únicos eventos dignos de mención, de los cuales la antigüedad suministra cuando menos datos probables, están ligados a los exitosos esfuerzos que hizo para dotar de una jerarquía a la recién implantada iglesia de Etiopía (Abisinia) en la persona de San Frumencio y la amistad que parece haber comenzado en esta época entre él y los monjes de San Pacomio.
Pero las semillas del desastre que la piedad del santo había plantado sin titubear en Nicea estaban comenzando finalmente a generar una inquietante cosecha. Ya estaban teniendo lugar en Constantinopla acontecimientos que iban a hacer de él la figura más importante de su tiempo. Eusebio de Nicomedia, que había caído en desgracia y había sido desterrado por el Emperador Constantino por su participación en las primeras controversias arrianas, había sido llamado del exilio. Tras una hábil campaña de intriga, llevada a cabo principalmente mediante el papel decisivo de las mujeres de la casa imperial, este prelado de suaves modales prevaleció sobre Constantino hasta tal punto que lo indujo a ordenar la llamada de Arrio del exilio. Él mismo envió una característica carta al joven Primado de Alejandría, en la que manifestaba su favor hacia el condenado Heresiarca, quien fue descrito como un hombre cuyas opiniones habían sido mal expuestas.
Estos eventos deben haber sucedido alrededor de finales del año 330. Finalmente, el Emperador fue persuadido para escribir a Atanasio, urgiéndole a que todos aquellos que estuvieran dispuestos a someterse a las definiciones de Nicea deberían ser readmitidos a la comunión eclesiástica. Atanasio se opuso resueltamente a hacer esto, alegando que no podía haber sociedad entre la Iglesia y quien negaba la divinidad de Cristo. El Obispo de Nicomedia presentó entonces varios cargos eclesiásticos y políticos contra Atanasio, los cuales, aun cuando fueron refutados sin lugar a dudas en su primera audiencia, fueron posteriormente reformulados y puestos a servir casi en cada etapa de sus subsecuentes juicios.
Cuatro de estos cargos eran muy precisos, a saber: que no había alcanzado la edad canónica al momento de su consagración; que había impuesto a las provincias un impuesto al lino; que sus oficiales habían profanado, con su connivencia y autoridad, los Sagrados Misterios en el caso de un supuesto sacerdote llamado Ischyras; y, finalmente, que había ejecutado a un tal Arenius y posteriormente desmembrado el cuerpo con propósitos de magia. La naturaleza de los cargos y el método de sustentación de los mismos fueron vívidamente características de la época.
Convocado por la orden del Emperador tras prolongadas demoras que se extendieron por un período de 30 meses, Atanasio consintió finalmente en enfrentar los cargos lanzados contra él, apareciendo ante un Sínodo de prelados en Tiro en el año 335. Cincuenta de sus sufragantes fueron con él para reivindicar su buen nombre, pero la conformación del grupo rector del Sínodo hacía evidente que la justicia hacia el acusado era lo último en lo que se pensaba. Difícilmente puede extrañarnos que Atanasio debiera rehusarse a ser juzgado por tal tribunal. Por lo tanto, se marchó repentinamente de Tiro, escapando en un bote con algunos amigos fieles, que lo acompañaron hasta Bizancio, donde había tomado la determinación de presentarse al Emperador. Las circunstancias en las que el santo y el gran catecúmeno se encontraron fueron bastante dramáticas.
Constantino regresaba de una cacería cuando Atanasio, repentinamente, se le atravesó en medio del camino y solicitó una audiencia. El asombrado Emperador apenas podía dar crédito a sus ojos, y requirió de la confirmación de uno de los asistentes para convencerle de que el peticionario no era un impostor sino el mismísimo Obispo de Alejandría. "Concededme", dijo el prelado, "un tribunal justo, o permítaseme encontrarme con mis acusadores, cara a cara, en vuestra presencia." Su solicitud fue otorgada. Se envió una orden perentoria a los Obispos que habían juzgado y, por supuesto, condenado a Atanasio en ausencia, para que se presentaran inmediatamente en la ciudad imperial.
La orden les llegó mientras iban de camino a la gran fiesta de la dedicación de la nueva iglesia de Constantino en Jerusalén. Naturalmente, causó alguna consternación, pero los más influyentes miembros de la facción Eusebiana nunca carecieron de valor o ingenio. Se le tomó la palabra al santo, y los viejos cargos fueron renovados ante el mismísimo Emperador. Atanasio fue condenado a ir al exilio en Treves, donde fue recibido con la máxima afabilidad por el santo Obispo Máximo y el hijo mayor del Emperador, Constantino. Comenzó su viaje probablemente en el mes de febrero del 336 y llegó a orillas del Mosela a finales del otoño del mismo año. Su exilio duró casi dos años y medio. La opinión pública en su propia diócesis permaneció leal a su persona durante todo este tiempo. No es el menos elocuente testimonio de la valía esencial de su carácter el que fuera capaz de inspirar tal fe. El tratamiento dado por Constantino a Atanasio en esta crisis de su fortuna ha sido siempre difícil de comprender. Fingiendo, por un lado, una muestra de indignación, como si creyera realmente en el cargo político lanzado contra él, se rehusó, por otro lado, a nombrar un sucesor en la Sede de Alejandría, algo que, para ser consistente, podía haberse visto obligado a hacer si hubiera tomado seriamente los procedimientos de condena llevados a cabo por los Eusebianos en Tiro.
Mientras tanto, habían tenido lugar acontecimientos de la máxima importancia. Arrio había muerto en circunstancias sorprendentemente dramáticas en Constantinopla en el 336; y le había seguido la muerte del propio Constantino, el 22 de mayo del año siguiente. Unas tres semanas después, el joven Constantino invitó al prelado exiliado a regresar a su sede, y a finales de noviembre del mismo año Atanasio se estableció nuevamente en su ciudad episcopal. Su regreso fue motivo de gran regocijo. La gente, como él mismo nos cuenta, acudió en multitudes a verlo en persona; las iglesias se entregaron a una especie de jubileo; se ofrecieron acciones de gracias en todas partes; y el clero y los laicos consideraron el día como el más feliz de sus vidas.
Pero ya se estaban fraguando problemas allí donde el santo podía razonablemente haberlos esperado. La facción Eusebiana, que de aquí en adelante causa mucha preocupación como los perturbadores de su paz, logró ganar para su bando al indeciso Emperador Constancio, a quien se le había asignado el Este en la división del Imperio que siguió a la muerte de Constantino. Los viejos cargos fueron renovados con una aun más grave acusación eclesiástica a guisa de cláusula adicional. Atanasio había ignorado la decisión de un Sínodo debidamente autorizado. Había regresado a su sede sin haber sido convocado por una autoridad eclesiástica.
En el año 340, tras el fracaso de los disgustados Eusebianos para asegurarse el nombramiento de un candidato Arriano de dudosa reputación llamado Pisto, el notorio Gregorio de Capadocia fue impuesto a la fuerza en la sede de Alejandría, y Atanasio fue obligado a ocultarse. En espacio de pocas semanas se dirigió a Roma para exponer su caso ante la Iglesia. Había apelado al Papa Julio, quien adoptó su causa con una dedicación que nunca menguó hasta el día de la muerte de ese santo Pontífice. El Papa convocó en Roma un Sínodo de Obispos. Tras un cuidadoso y detallado examen de todo el caso, se proclamó a todo el mundo cristiano la inocencia del primado.
Mientras, el partido Eusebiano se había reunido en Antioquia y había formulado una serie de decretos elaborados con el solo propósito de evitar el regreso del santo a su sede. Este pasó tres años en Roma, durante los cuales la idea de la vida cenobítica, tal y como Atanasio la había visto practicar en los desiertos de Egipto, se predicó a los clérigos del Oeste. Dos años después del Sínodo de Roma, Atanasio fue convocado a Milán por el Emperador Constante, quien le expuso el plan que Constancio había diseñado para una gran unión de las Iglesias Oriental y Occidental. Comenzó entonces una época de extraordinaria actividad para el santo.
A principios del año 343 encontramos al impávido exiliado en la Galia, a donde había ido para consultar al santo Hosio, el gran campeón de la ortodoxia en Occidente. Ambos partieron juntos al Concilio de Sardica, que había sido convocado en deferencia a los deseos del Romano Pontífice. En esta gran reunión de prelados, el caso de Atanasio fue abordado una vez más, y una vez más se reafirmó su inocencia. Se prepararon dos cartas conciliares, una dirigida al clero y los fieles de Alejandría, y la otra a los Obispos de Egipto y Libia, en las que se dio a conocer el deseo del Concilio. Mientras tanto, el partido Eusebiano se había ido a Filipópolis, desde donde emitieron un anatema contra Atanasio y sus seguidores.
La persecución en contra del partido ortodoxo brotó con renovado vigor, y se indujo a Constancio a preparar medidas drásticas contra Atanasio y los sacerdotes que le eran fieles. Se dieron órdenes de que si el Santo intentaba entrar nuevamente en su sede, debería matársele. Atanasio, en consecuencia, se retiró de Sardica a Naisus, en Misia, donde celebró el festival de la Pascua del año 344. Después partió para Aquileia, obedeciendo una convocatoria amistosa de Constante, a quien le había correspondido Italia en la división del Imperio que siguió a la muerte de Constantino. Mientras tanto, había tenido lugar un evento inesperado que hizo el retorno de Atanasio a su sede menos difícil de lo que había parecido durante meses. Gregorio de Capadocia había muerto (probablemente en forma violenta) en junio del 345. La embajada que había sido enviada por los Obispos de Sardica al Emperador Constancio, y que había sido recibida inicialmente con el más insultante de los tratamientos, recibió ahora una audiencia favorable. Constancio fue inducido a reconsiderar su decisión, debido a una amenazadora carta de su hermano Constante y a las condiciones de incertidumbre de los asuntos en la frontera con Persia, por lo que optó por ceder. Pero se requirieron tres cartas distintas para vencer la natural duda de Atanasio. Pasó rápidamente de Aquileia a Treves, de Treves a Roma y de Roma, por la ruta del norte, a Adrianópolis y Antioquia, donde se encontró con Constancio. El vacilante Emperador le concedió una cortés entrevista, y lo envió de vuelta triunfante a su sede, donde comenzó su memorable reinado de una década, que duró hasta su tercer exilio, el del 356. Estos fueron años plenos en la vida del Obispo, pero las intrigas de los bandos Eusebiano o de la Corte pronto se reiniciaron.
El Papa Julio había muerto en el mes de abril del 352, y Liberio lo había sucedido como Sumo Pontífice. Durante dos años, Liberio había sido favorable a la causa de Atanasio, pero, enviado finalmente al exilio, fue inducido a firmar una fórmula ambigua de la que la gran prueba de Nicea, el homoöusion, había sido intencionalmente omitida. En el 355 se llevó a cabo un Concilio en Milán, en el que, pese a la vigorosa oposición de un puñado de prelados leales entre los Obispos occidentales, se anunció al mundo una cuarta condena de Atanasio. Con sus amigos dispersos, el santo Hosio en el exilio y el Papa Liberio denunciado por asentir a las formulaciones arrianas, Atanasio difícilmente podía esperar escapar. En la noche del 8 de febrero del 356, mientras oficiaba los servicios en la Iglesia de Santo Tomás, una banda de hombres armados irrumpieron para asegurar su arresto. Era el comienzo de su tercer exilio.
Mediante la influencia de la facción Eusebiana en Constantinopla, se nombró entonces un Obispo Arriano, Jorge de Capadocia, para gobernar la sede de Alejandría. Atanasio, tras permanecer algunos días en las cercanías de la ciudad, se retiró finalmente a los desiertos del Alto Egipto, donde permaneció por un período de seis años, viviendo la vida de los monjes. Pero a finales del año 360 era aparente un cambio en la composición del partido anti-Niceano. Los arrianos no presentaban ya un frente unido a sus oponentes ortodoxos.
El Emperador Constancio, que había sido la causa de tantos problemas, murió en noviembre del 361, y le sucedió Juliano. La proclamación de la ascensión del nuevo Príncipe fue la señal para una revuelta pagana contra la aun dominante facción Arriana en Alejandría. Jorge, el Obispo usurpador, fue arrojado en prisión y asesinado, en circunstancias de gran crueldad. Un oscuro presbítero, de nombre Pisto, fue inmediatamente escogido por los arrianos para sucederle, cuando llegaron nuevas noticias que llenaron de esperanza al partido ortodoxo. Un edicto había sido emitido por Juliano permitiendo a los exiliados Obispos de los "Galileos" regresar a sus "ciudades y provincias". Atanasio recibió un llamado de su propia grey y, en consecuencia, regresó a su capital episcopal en febrero del 362
Con su característica energía se puso a trabajar para reestablecer las quebrantadas suertes del partido ortodoxo y para purgar la atmósfera teológica de incertidumbre. Para aclarar los malentendidos que habían surgido en el curso de los años previos, se hizo un intento por determinar aún más el significado de las formulaciones niceanas.
Mientras, Julián, que parece haberse puesto repentinamente celoso de la influencia que Atanasio estaba ejerciendo en Alejandría, dirigió una orden a Ecdicio, Prefecto de Egipto, ordenándole en forma perentoria la expulsión del restaurado primado, basándose en que este nunca había sido incluido en el acto imperial de clemencia. El edicto le fue comunicado al Obispo por Pyticodoro Trico quien, aunque descrito en el "Chronicon Athanasium" como un "filósofo", parece haberse comportado con brutal insolencia. En octubre la gente se reunió en torno al Obispo proscrito para protestar contra el decreto del Emperador, pero el santo les urgió a deponer su actitud, consolándoles con la promesa de que su ausencia sería de corta duración. Curiosamente, la profecía se cumplió.
Juliano terminó su corta carrera en junio del 363, y Atanasio regresó en secreto a Alejandría, donde pronto recibió un documento del nuevo Emperador, Joviano, reinstalándolo una vez más en sus funciones episcopales. Su primer acto fue convocar un Concilio que reafirmó los términos del Credo de Nicea. A principios de septiembre partió para Antioquia, llevando una Carta Sinodal en la que se habían materializado los pronunciamientos de este Concilio. En Antioquia se entrevistó con el nuevo Emperador, quien lo recibió graciosamente e incluso le solicitó preparar una exposición de la fe ortodoxa. Pero Joviano murió el siguiente febrero, y para octubre del 364, Atanasio estaba nuevamente en el exilio.
Este artículo no tiene nada que ver con el cambio de tornas que puso en manos de Valentiniano el control del Oriente, pero el ascenso del Emperador dio un nuevo aire de vida al partido Arriano. Emitió un decreto que expulsaba a los Obispos que habían sido depuestos por Constancio pero que habían sido autorizados a regresar a sus sedes por Joviano. Las noticias crearon máxima consternación en la propia ciudad de Alejandría, y el Prefecto, para prevenir serios disturbios, dio garantías públicas de que el muy especial caso de Atanasio sería expuesto ante el Emperador. Pero el santo parece haber adivinado lo que en secreto se preparaba contra él. Sigilosamente partió de Alejandría en octubre, y adoptó como morada una casa de campo en las afueras de la ciudad. Es durante este período que se dice pasó cuatro meses oculto en la tumba de su padre Valentiniano, quien parece haber temido sinceramente las consecuencias de un levantamiento popular, dio orden, pocas semanas después, para el regreso de Atanasio a su sede. Y comienza ahora el último período de comparativo reposo que inesperadamente terminó su agitada y extraordinaria carrera.
Pasó sus restantes días, en forma característica, enfatizando nuevamente el punto de vista de la Encarnación que se había definido en Nicea y que ha sido esencialmente la fe de la Iglesia Cristiana desde su primer pronunciamiento en la Escritura hasta sus últimas manifestaciones en labios de Pío X en nuestro tiempo.
La Cuestión del Papa Liberio:
No se sabe nada cierto sobre su origen ni sobre lo que fue su vida antes de llegar al Episcopado. Fue elevado a la sede de Roma, para suceder al Papa Julio I, el 17 mayo del año 352. El Emperador Constancio, se oponía por entonces a San Atanasio, e intentaba hacer triunfar por todo el Imperio una forma mitigada de Arrianismo llamada “homeísmo”, doctrina que defendía que el Verbo divino es semejante (homoios) y no consustancial (homoousios) al Padre. Esta política le crearía al Papa Liberio un pontificado muy difícil. Los partidarios y adversarios de San Atanasio intentarán ganarle para su causa.
Liberio se daba perfecta cuenta de que, detrás de la persona de Atanasio, estaba en juego el dogma cristológico. Creyó oportuno pedir al Emperador la convocatoria de un Concilio General para decidir esta grave cuestión. Constancio se limitó a reunir en su residencia de Arlés, una Asamblea de Obispos galos, a los que hizo firmar un decreto condenando a Atanasio. Después de haber protestado en un principio, los Legados Pontificios firmaron también este documento. Liberio les desautorizó inmediatamente en una carta a Osio de Córdoba y pidió al Emperador que convocara un nuevo Concilio, pues el primero no había tratado los problemas esenciales y esta vez escogió para Legados a hombres de una fidelidad a toda prueba, a la cabeza de los cuales estaba Lucifer, Obispo de Cagliari.
En el año 355 se reunió efectivamente un Concilio en Milán. Los Obispos, que estaban de parte del Emperador, se opusieron de nuevo a que se abordara el fondo de la cuestión y Constancio planteó a los Padres Conciliares la alternativa de condenar a Atanasio o de ir al destierro. Solamente tres optaron por el destierro: Lucifer de Cagliari, Eusebio de Vercelli y Dionisio de Milán. Liberio les escribió inmediatamente para felicitarles por su valor y pedirles el apoyo de sus oraciones, pues preveía que su suerte sería pronto la misma. No se equivocaba.
El Emperador le rogó que suscribiese la condenación de Atanasio y, como se negase, le hizo prender y le llevó a Milán para comparecer ante él. Liberio se mantuvo firme e inmediatamente fue desterrado a Berea, en Tracia, a fines del año. Constancio hizo elegir en su lugar para ocupar la sede de Roma al Archidiácono. Desgraciadamente, Liberio no se mantuvo con la firmeza de que había dado pruebas hasta entonces. Dos años en el exilio y también sin duda las instancias del Obispo arriano de Berea, Demófilo, terminaron con su resistencia, y acabó abandonando a Atanasio. Sea lo que fuere de las 4 cartas llamadas “de la cautividad”, en las que anuncia su cambio y cuya autenticidad todavía se discute, parece difícil negar tal abandono y que Liberio suscribiera una o varias profesiones de fe de ortodoxia discutida.
Después de esto, fue autorizado para volver a Roma en el año 358. El pueblo, que jamás había aceptado al Antipapa Félix y que no había cesado de reclamar la vuelta de Liberio, le hizo un recibimiento triunfal y expulsó a su rival. La segunda mitad del pontificado de Liberio fue menos accidentada y más firme que la primera. No tomó parte en el Concilio de Rímini en el año 359 y condenó sus decisiones. Pero optó por una actitud conciliadora respecto a los que se habían equivocado en Rímini y reconocieron su error y se negó a seguir a Lucifer de Cagliari en su intransigencia en este punto. Poco antes de su muerte recibió una embajada de homeousianos de Oriente a los que envió cartas de comunión después que hubieran aceptado profesar la fe de Nicea y anatematizar las herejías contrarias.
Para poder volver a Roma en el año 358, Liberio tuvo que plegarse a los deseos de Constancio, abandonando a su amigo San Atanasio y suscribiendo una fórmula de la fe, presentada por los semiarrianos, al parecer de ortodoxia discutida. ¿Cómo calificar la conducta de Liberio en este tema? ¿Fue solamente una falta de firmeza o cedió en un punto de doctrina? Ésta es la famosa “cuestión del Papa Liberio” que ha suscitado no pocas discusiones entre historiadores eclesiásticos y teólogos. Los intentos de solución a este delicado problema han sido numerosos, pero pueden reducirse a dos:
a) Los que consideran que Liberio claudicó, no sólo abandonando a Atanasio sino negando la fe de Nicea y admitiendo doctrinas arrianas. Según esa postura, Liberio cayó en la herejía al firmar la fórmula de Sirmio. En apoyo de esta teoría se traen los testimonios de San Atanasio, de San Jerónimo y de San Hilario de Poitiers, que hablan de una caída de Liberio. Con ocasión de las discusiones sobre la Infalibilidad Pontificia en el Concilio Vaticano I, ésta fue una de las dificultades más esgrimidas por los adversarios de la definición del dogma; los defensores alegaban que, como veremos a continuación, no está demostrado que fuera una caída doctrinal, y que aun suponiendo un error en Liberio, se trataría de una caída meramente personal, no de un error enseñado “ex cathedra”, y, por tanto, no constituía obstáculo serio para la definición del dogma.
b) La mayor parte de los críticos, historiadores y teólogos, afirma que aunque Liberio fue débil, no cayó en herejía, ya que no firmó la 2° fórmula de Sirmio, sino la 3° que era defendida por los semiarrianos, pero que no era doctrinalmente herética, sino ambigua. En otras palabras, Liberio abandonó a Atanasio y dejó de usar la palabra “homousios”, canonizada por el Concilio de Nicea, pero no cayó en el error. Según cuenta Sozomeno, Liberio quiso además poner a salvo su ortodoxia personal añadiendo: “Quien no acepte que el Hijo es semejante al Padre según la esencia y en todo, sea anatema”.
Con esa actitud, no se puede hablar propiamente de un error dogmático, pero el comportamiento de Liberio arroja una luz desfavorable sobre su persona, que se agrava además si en realidad proceden de él las 4 cartas “de la cautividad” que han sido trasmitidas bajo su nombre y en las que se expresa el motivo de su decisión, que era el deseo de librarse de la tristeza del exilio y de poder volver a Roma. Así, pues, Liberio cedió ante sus adversarios admitiendo la fórmula que le presentaban. Esto suponía de alguna manera abandonar la causa que con tanto ardor defendía; pero no era claudicar en la fe, porque esa fórmula no era herética. El mismo San Atanasio, algo más tarde, usó un sistema análogo (aunque con mayor claridad de conducta) con el fin de atraerse a los semiarrianos y llegar a una inteligencia con ellos.
Los Hunos:
El Imperio Romano mantenía sus fronteras más o menos intactas, pese a la presión cada vez mayor de los germanos y los persas. El reino ostrogodo había experimentado una notable expansión en los últimos años. Bajo el gobierno del Rey Hermanarico, se había convertido en un Imperio que dominaba extensos territorios desde el mar Negro hasta el mar Báltico. En realidad esta expansión supuso un debilitamiento para el reino, pues los ostrogodos no se mezclaron con los pueblos conquistados, sino que se dispersaron formando una oligarquía que dominaba a un campesinado eslavo sin ninguna tradición guerrera. Los eslavos, y también los baltos, fueron reducidos a la esclavitud. De hecho, los ostrogodos usaban la palabra "eslavo" con el sentido de "prisionero" o "esclavo", y éste es precisamente el origen de la palabra "esclavo". Los ostrogodos dominaron también a algunos pueblos germánicos, como los hérulos y los gépidos
El Imperio Gupta florecía bajo Samudragupta. Dominaba un extenso territorio al norte de la India. La parte sur nunca pudo ser sometida. Estaba dividida en pequeños reinos florecientes gracias al comercio con Persia, con Arabia, con el Imperio Romano y con otros territorios más atrasados culturalmente. El Imperio Chino estaba amedrentado por el reino Wei fundado al norte de su territorio. Las migraciones de pueblos asiáticos terminaron por expulsar a los hunos, que iniciaron una marcha hacia el oeste. El Himalaya protegió a la India y los condujo hacia el noroeste.
Volviendo al Imperio Romano, la libertad religiosa concedida por Juliano había permitido que los católicos ganaran poder en la parte oriental del Imperio. Los arrianos lograron el apoyo de Valente. Atanasio fue nuevamente desterrado, aunque fue restituido en su cargo un tiempo después. En el año 365 se produjo un levantamiento católico encabezado por Procopio, que no dudó en pedir ayuda a los visigodos. Los visigodos eran paganos en su mayoría, y los pocos cristianos que había entre ellos eran arrianos, pero la idea de apoyar a católicos traidores que les ayudaran a conseguir un buen botín les pareció prometedora, así que aceptaron. Sin embargo, Valente era un buen general y no tuvo dificultad en sofocar la revuelta en el año 366. Procopio resultó muerto, pero la guerra contra los visigodos continuó, al mismo tiempo que Valente luchaba contra los persas por el dominio de Armenia.
Ese mismo año murió Liberio (curiosamente, el primer Obispo de Roma que no ha sido reconocido como santo), y una vez más, facciones opuestas de cristianos eligieron sendos Obispos. Uno se llamaba Dámaso y el otro Ursino. Sin embargo, Dámaso logró el apoyo de Valentiniano y Ursino fue desterrado.
Poco después de que Juliano dejara la Galia, los alamanes habían cruzado el Rin, pero Valentiniano no tardó en expulsarlos del territorio romano e incluso realizó varias incursiones en territorio germano. En el año 367 nombró Augusto a su hijo de 9 años Flavio Graciano. Esto significaba que oficialmente Graciano era Emperador como su padre. En la práctica era una forma de designar un heredero pretendidamente más firme que la usual, consistente en conferirle el título de César. Valentiniano envió a Britania a su mejor general, Flavio Teodosio, donde derrotó a los pictos, reorganizó las tropas romanas y volvió triunfante a Londres. En el año 368 repelió una incursión en la isla por parte de los sajones, un pueblo germano que ocupaba parte de la actual Dinamarca.
En el año 369, los visigodos fueron derrotados definitivamente por Valente y firmaron un tratado de paz. Valentiniano envió a Teodosio a la frontera del Rin, donde siguió prestando brillantes servicios. En el año 370 fue elegido Obispo de Cesárea, Basilio. Había sido amigo de Juliano antes de que fuera nombrado Emperador. Luego había vendido sus bienes y se había retirado a un convento, no sin antes visitar numerosas comunidades de eremitas de Oriente. Desde su cargo de Obispo combatió firmemente al Arrianismo, entrando en una peligrosa pugna con el Emperador Valente. Escribió numerosas obras en las que sentó las bases de la vida monacal.
En Hispania empezó a predicar un eclesiástico llamado Prisciliano, que no tardó en atraerse a las clases populares, especialmente a las mujeres. Prisciliano se oponía a la politización de la Iglesia y a la corrupción que ésta traía consigo. Instaba a la pobreza y al alejamiento del mundo, y proclamaba la igualdad entre el hombre y la mujer. A medida que fue haciéndose popular, se ganó la enemistad de las autoridades eclesiásticas de Hispania.
En el año 372 un jefe bereber conocido como Firmus encabezó una revuelta en África que pronto contó con la adhesión de los donatistas. En el año 373 Valentiniano envió a Teodosio, que inició una sangrienta represión. Por esta época dejó Italia un joven llamado Jerónimo. Procedía de una rica familia cristiana de Dalmacia, y había estudiado en Roma, donde reunió una buena biblioteca de autores clásicos. Ahora había decidido marchar a Oriente atraído por la vida ascética. Se instaló en el desierto de Calcis, en Asia Menor, donde se dedicó a estudiar el hebreo para ser capaz de leer los textos bíblicos. Se impuso severas penitencias para obligarse a renunciar a la literatura pagana. También fue el año de la muerte de Atanasio, el Patriarca de Alejandría.
En el año 374 murió Auxencio, el Obispo de Milán, y se produjo un conflicto entre los partidarios de un Obispo arriano y los partidarios de uno católico. Un catecúmeno llamado Ambrosio defendió tan ardientemente el catolicismo que él mismo fue aclamado como Obispo, si bien ni siquiera era sacerdote. Fue bautizado, ordenado sacerdote y consagrado como Obispo en el plazo de 8 días. Luego continuó sus estudios: aprendió griego y se interesó por las humanidades.
Mientras tanto los hunos llegaban a las fronteras del Imperio Ostrogodo. En su migración habían derrotado a numerosos pueblos, muchos de los cuales se habían visto obligados a unirse a ellos, como los vándalos y los alanos. Un grupo de sármatas huyó hacia adelante, atravesó el Imperio Ostrogodo y trató de traspasar igualmente las fronteras romanas, pero fueron derrotados por Flavio Teodosio, hijo y tocayo del General de Valentiniano, que recibió el cargo de Duque de Mesia. Mientras tanto su padre estaba acabando de sofocar la rebelión de Firmus en África. En el año 375 el caudillo ya no contaba con ningún apoyo y terminó ahorcándose. Este año fueron muchos los gobernantes que murieron por uno u otro motivo. Uno de ellos fue el Rey indio Samudragupta, que fue sucedido por su primogénito Ramagupta, si bien no tardó en ser asesinado por su hermano Chandragupta II. Bajo su reinado el Imperio Gupta llegó a su apogeo. También murió Hermanarico, el Rey ostrogodo, que se suicidó al ver cómo los hunos se apoderaban de su Imperio. Los hunos ocupaban ahora un vasto territorio, pero no puede hablarse de un Imperio, pues carecían de cualquier clase de organización. Eran nómadas que viajaban desde siempre con sus rebaños siguiendo los pastos y, ahora, saqueando cuanto encontraban a su paso y derrotando a cualquier ejército que se les opusiera.
En el curso de unas negociaciones con los cuados, Valentiniano se exasperó y, al parecer, sufrió un ataque al corazón que le causó la muerte. Los soldados eligieron Emperador a su hijo Flavio Valentiniano (Valentiniano II), con la peculiaridad de que sólo contaba con 4 años de edad. En vista de ello, Graciano, que era el heredero designado por el difunto Valentiniano, decidió compartir el gobierno con su hermanastro, que gobernó tutelado por su madre, Justina. En la práctica, Graciano fue el único Emperador de Occidente.
El anciano Rey persa Sapor II, en cambio, todavía resistía. Logró finalmente la sumisión de Armenia, pero a costa de tolerar el cristianismo. En el año 376, Graciano ordenó la ejecución de Teodosio. No se conocen los motivos exactos, pero al parecer el viejo General fue víctima de una confabulación por parte de ciertos funcionarios corruptos que temían ser descubiertos, y lanzaron sobre él falsas acusaciones. Poco después, su hijo Teodosio decidió retirarse a Hispania (su tierra de nacimiento, donde se casó y no tardó en tener dos hijos).
Entre tanto, los visigodos cruzaron el Danubio aterrorizados por los hunos, pero cuando los romanos se presentaron no opusieron resistencia, sino que suplicaron protección. Las condiciones romanas fueron que los visigodos tenían que entregar todas sus armas, y que sus mujeres serían transportadas a Asia como rehenes. A cambio se les dejó asentarse en Mesia y así, varios cientos de miles de visigodos penetraron en el Imperio al tiempo que los hunos llegaban al Danubio. Los ciudadanos romanos que entraron en contacto con los visigodos, humillaron cuanto pudieron a los refugiados. Les hicieron sentir que eran unos cobardes y débiles que se habían salvado por la caridad romana. Les vendieron alimentos a precios abusivos y trataron de explotarlos cuanto pudieron. Finalmente los visigodos lograron hacerse con armas y se rebelaron. Rápidamente pactaron con los hunos, que estuvieron encantados de acoger a los visigodos, si éstos les ayudaban a invadir el Imperio Romano.
Ajenos a esta amenaza, los cristianos de Occidente seguían en sus luchas contra las diversas herejías. Dámaso, el Obispo de Roma, condenó a los macedonianos y a los apolinaristas. Éstos últimos eran seguidores de Apolinar, Obispo de Laodicea, en Asia Menor, que negaba la naturaleza humana de Jesucristo. En el año 378 el reino sabeo recuperó su independencia frente a Abisinia.
Valente firmó una paz desfavorable con los persas y marchó al Danubio a enfrentarse con los godos. Graciano avanzó apresuradamente hacia el este para unirse a él, pero Valente no consideró necesario esperar y presentó batalla a los visigodos cerca de Adrianópolis, en Tracia. El jefe visigodo se llamaba Fritigerno. En el momento en que los romanos se acercaron, la caballería goda estaba lejos, en busca de forraje. Fritigerno sabía que no podía enfrentarse a los legionarios romanos con sus tropas de infantería, así que se rindió. Valente impuso severas condiciones, Fritigerno las aceptó, pero planteó algunas objeciones menores y arguyó incansablemente sobre ellas. Los soldados romanos permanecieron de pie durante varias horas, mientras sus generales parlamentaban. Finalmente, algunos soldados iniciaron la lucha sin esperar órdenes, pero poco después llegó la caballería gótica que Fritigerno había enviado a buscar. Con ella iban también jinetes hunos. Los soldados romanos estaban cansados y no pudieron ofrecer mucha resistencia a la caballería. Al tratar de alejarse se desorganizaron y fueron aniquilados sin dificultad por los godos. El propio Valente murió en el combate.
Los hunos eran asiáticos, de corta estatura, y montaban caballos también asiáticos, también pequeños. Podría parecer que no tenían nada que hacer frente a los robustos germanos, y mucho menos contra los eficientes romanos, pero no era así. Una de sus principales ventajas era que, desde hacía siglos, usaban estribos, los cuales conferían a sus guerreros una estabilidad de la que carecían los jinetes germanos, e incluso los romanos. Un jinete romano podía perder el equilibrio y caer al tratar de esquivar una lanza o una espada esgrimida por un soldado de infantería, por lo que los romanos sólo usaban la caballería como refuerzo, mientras que el grueso del combate descansaba en los soldados de a pie. La caballería sólo era eficiente cuando la infantería había desorganizado suficientemente al enemigo, pues un ataque bien organizado de la infantería sobre la caballería daría inevitablemente la victoria a la primera. Los germanos trataban de imitar la técnica romana lo mejor que podían, pero la disciplina romana era infinitamente superior, y ello era decisivo casi siempre. Por el contrario, los hunos luchaban todos a caballo, y su capacidad de maniobra era tal que la infantería no tenía nada que hacer contra ellos.
La batalla de Adrianópolis supuso el fin de la superioridad militar romana. Los godos habían vencido gracias a una estratagema, pero no tardaron en aprender las técnicas ecuestres de los hunos, con lo que la infantería perdió todo su valor estratégico. Durante los próximos mil años, la caballería sería el núcleo de los ejércitos, y sólo con la invención de la pólvora la infantería recuperaría su importancia. Naturalmente, los romanos también terminaron adaptándose a las circunstancias, pero ahora sus mil años de experiencia militar carecían de valor y sus fuerzas eran iguales a las de sus enemigos. De momento todavía contaban con una ventaja, y era la desorganización de los bárbaros, pero esta ventaja no iba a durar mucho.
Ahora Graciano era en la práctica el único Emperador romano, pues su hermanastro Valentiniano seguía siendo un niño de 8 años. Graciano por su parte sólo tenía 18 años, y no se sintió capaz de reemplazar a Valente, así que en el año 379 llamó a Teodosio, lo nombró Emperador y le confió el gobierno del Imperio Romano de Oriente. Se estableció en Tesalónica, pero no trató de enfrentarse con los godos, que saqueaban a su antojo los territorios al sur del Danubio. En lugar de forzar un enfrentamiento directo, que podría haber sido desastroso, Teodosio trató de enemistar unas facciones con otras.
Tras la muerte de Sapor II el trono persa pasó a manos de su primo y cuñado Ardacher II, que persiguió cruentamente a los cristianos, a quienes ya había perseguido anteriormente cuando era gobernador de una provincia persa.
En el año 380 los ostrogodos que habían participado junto a los hunos en la batalla de Adrianópolis se establecieron en Panonia. Ese mismo año murió San Frumencio, el Obispo de Aksum que había evangelizado Abisinia.
En Hispania, varios Obispos de la Bética y de Lusitania denunciaron a Prisciliano como hereje, y un Concilio celebrado en Zaragoza condenó algunas de sus prácticas rituales, aunque no su doctrina. Pese a ello, sus partidarios lograron que fuera elegido Obispo de Ávila.
En Irlanda subió al trono de Connacht uno de sus reyes más poderosos, llamado Niall el de los Nueve Rehenes, descendiente del Rey Conn, fundador del reino. Dirigió muchas expediciones contra las costas de Britania e incluso tal vez de la Galia.
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