San Bernardo de Claraval
Reformador de la Orden Cisterciense. Doctor de la Iglesia.1153.
Nació en el año 1090, en Fontaine, cerca de Dijon, Francia. Sus padres fueron Tescelin, Señor de Fontaine y Aleth de Montbard, pertenecientes ambos a la alta nobleza de Borgoña. Bernardo, tercero de una familia de 7 hijos, 6 de los cuales eran varones, fue educado con un cuidado especial porque aún antes de nacer un hombre devoto le había vaticinado un gran destino. Cuando tenía 9 años, Bernardo fue enviado a una famosa escuela en Chatillon-sur-Seine que seguía la antigua regla de San Vorles.
Bernardo se fue al Convento de monjes benedictinos llamado Cister, y pidió ser admitido. El Superior, San Esteban, lo aceptó con gran alegría pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos nuevos. Bernardo volvió a su familia a contar la noticia y todos se opusieron. Los amigos le decían que esto era desperdiciar una gran personalidad para irse a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de ninguna manera. Pero aquí, sí que apareció el poder tan sorprendente que este hombre tenía para convencer a los demás e influir en ellos y ganarse su voluntad. Empezó a hablar tan maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la vida religiosa, que logró llevarse al convento a sus 4 hermanos mayores, a su tío y casi a todos los jóvenes de los alrededores, y junto con 31 compañeros llegó al Convento de los Cistercienses a pedir ser admitidos de religiosos. Pero antes en su finca los había preparado a todos por varias semanas, entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser unos fervorosos religiosos. Tenía 22 años. Su papá, su hermano Nirvardo, el cuñado y la hermana, irán llegando uno por uno a pedir ser recibidos como religiosos.
Tres años despué,s San Esteban envió al joven Bernardo, el tercero en dejar Cîteaux, al frente de un grupo de monjes para fundar una nueva comunidad en el Valle de Absinthe, o Valle de la Amargura, en la diócesis de Langres.
Durante la ausencia del Obispo de Langres, Bernardo fue investido como Abad por Guillermo de Champeaux, Obispo de Châlons-sur-Marne, que vio en él al hombre predestinado, siervo de Dios.
Los comienzos de Claraval fueron confusos y penosos. El régimen era tan austero que afectó a la salud de Bernardo y solamente la autoridad de Guillermo de Champeaux, y la del Capitulo General, pudieron hacer que mitigase sus austeridades. Sin embargo, el monasterio progresó rápidamente. Acudieron gran número de discípulos deseosos de ponerse bajo la dirección de Bernardo.
Su padre, el anciano Tescelin, y todos sus hermanos entraron en Claraval como religiosos, quedando en el mundo solamente Humbeline, su hermana, que ingresó pronto en el Convento Benedictino de Jully, con el consentimiento de su marido. Claraval se quedó pronto pequeño para los religiosos que acudieron, siendo necesario enviar grupos a fundar nuevas comunidades.
Los monjes de Cluny habían visto, con satisfacción, que los de Cîteaux no destacaban entre las Órdenes religiosas por regularidad y fervor. Por esta razón los "Monjes Negros" cayeron en la tentación de acusar a las reglas de la nueva Orden de impracticables. A petición de Guillermo de San Thierry, Bernardo se defendió a sí mismo publicando su "Apología", que consta de dos partes. En la primera parte, prueba su inocencia respecto a las invectivas contra Cluny que le habían sido atribuidas, y en la segunda, expone las razones de su ataque contra los abusos. Declara su profunda estima a los Benedictinos de Cluny, a quien ama igual que a las demás órdenes religiosas. Pedro el Venerable, Abad de Cluny, respondió al Abad de Claraval sin ofender a la caridad lo más mínimo, y le aseguró su gran admiración y sincera amistad. Entretanto, Cluny estableció una reforma, y el mismo Suger, Ministro de Luis el Gordo y Abad de San Denis, se convirtió por la apología de Bernardo, terminando de inmediato su mundanal vida y restaurando la disciplina en su monasterio.
La influencia del Abad de Claraval se notó pronto en los asuntos provinciales. Defendió los derechos de la Iglesia frente a las intromisiones de reyes y príncipes, y recordó sus deberes a Enrique, Arzobispo de Sense, y a Esteban de Senlis, Obispo de París.
A la muerte de Honorio II, que ocurrió en 1130, un Cisma quebró a la Iglesia al ser elegidos dos Papas, Inocencio II y Anacleto II. Inocencio II desterrado de Roma por Anacleto se refugió en Francia. El Rey Luis el Gordo convocó un Concilio Nacional de los Obispos de Francia en Etampes, y Bernardo, emplazado allá con el beneplácito de los Obispos, fue elegido para juzgar entre los dos Papas rivales. Él decidió a favor de Inocencio II, motivando su reconocimiento por los principales poderes católicos. Fue con él a Italia, serenó los ánimos que agitaban el país, reconcilió Pisa con Génova, y a Milán con el Papa y con Lotario. Por deseo de éste, el Papa fue a Lieja a consultar con el Emperador sobre las mejores medidas a tomar para su regreso a Roma, pues allí Lotario iba a recibir la corona imperial de manos del Papa.
Desde Lieja el Papa volvió a Francia, visitó la Abadía de San Denis, y después la de Claraval, donde su recibimiento tuvo un carácter simple y puramente religioso. Toda la Corte Pontificia quedó impresionada por la santa conducta de esta comunidad de monjes. En el refectorio solo se encontraron unos cuantos peces para el Papa y, en lugar de vino, se sirvió zumo de hierbas como bebida, dice el cronista de Cîteaux. No se sirvió al Papa y a sus seguidores un banquete festivo, sino una fiesta de virtudes. El mismo año, Bernardo estuvo otra vez al lado de Inocencio II, para quien era un oráculo, en el Concilio de Reims; y luego en Aquitania, donde consiguió de momento separar a Guillermo, Conde de Poitiers, de la causa de Anacleto.
En 1132, Bernardo acompañó a Inocencio II a Italia y en Cluny, el Papa abolió los derechos que Claraval pagaba a esa famosa Abadía, acción que dio lugar a una disputa entre los "Monjes Blancos" y los "Monjes Negros" durante 20 años.
En el mes de mayo, el Papa apoyado por la armada de Lotario entró en Roma, pero sintiéndose Lotario demasiado débil para resistir a los partidarios de Anacleto, se retiró tras los Alpes, e Inocencio solicitó refugio en Pisa en septiembre de 1133. Entretanto el Abad había vuelto a Francia en junio y continuó trabajando a favor de la paz que comenzó en 1130. A finales de 1134 hizo un segundo viaje a Aquitania, donde Guillermo X había recaído en el Cisma. Éste hubiera muerto por sí solo si Guillermo hubiera estado desapegado de la causa de Gerardo, que había usurpado la Sede de Burdeos y retenido la de Angulema. Bernardo invitó a Guillermo a la misa que celebró en la iglesia de La Couldre. En el momento de la comunión, colocando la Sagrada Forma sobre la patena, fue a la puerta de la iglesia donde estaba Guillermo y, apuntando hacia la Sagrada Forma, conjuró al Duque a no menospreciar a Dios como hacía con sus sirvientes. Guillermo cedió y el Cisma terminó. Bernardo marchó otra vez a Italia, donde Roger de Sicilia estaba tratando de apartar a los de Pisa de su obediencia a Inocencio. Recuperó a la ciudad de Milán para la obediencia, ya que había sido seducida y descarriada por el ambicioso prelado Anselmo, Arzobispo de Milán, recusó a éste y volvió finalmente a Claraval.
En 1137 fue forzado de nuevo a abandonar su soledad, por orden del Papa, para poner fin a la querella entre Lotario y Roger de Sicilia. En la Conferencia de Palermo, Bernardo convenció a Roger sobre los derechos de Inocencio II y acalló a Pedro de Pisa que apoyaba a Anacleto. Éste murió apesadumbrado y decepcionado en 1138, y con él el Cisma. De nuevo en Claraval, Bernardo se ocupó en enviar comunidades de monjes desde su atestado monasterio a Alemania, Suecia, Inglaterra, Irlanda, Portugal, Suiza e Italia.
En el año 1140 encontramos a Bernardo comprometido en otros asuntos que perturbaron la paz de la Iglesia. El tratado de Abelardo sobre la Trinidad había sido condenado en 1121 y él mismo había quemado su libro. Pero en 1139 propugnó nuevos errores. Bernardo, informado de ello por Guillermo de San Thierry, escribió a Abelardo, quién le contestó de una manera insultante. Bernardo le denunció al Papa, ocasionando un Concilio General a celebrar en Sens. Abelardo pidió un debate público con Bernardo; éste mostró los errores de su oponente con tal claridad y lógica que fue incapaz de responder, y fue obligado a jubilarse tras ser condenado. El Papa confirmó el dictamen del Concilio, Abelardo se sometió sin resistencia y se retiró a Cluny, donde vivió bajo la autoridad de Pedro el Venerable, muriendo dos años después.
Inocencio II murió en 1143. Sus dos sucesores, Celestino II y Lucio, reinaron poco tiempo, y a continuación, Bernardo vio a uno de sus discípulos, Bernardo de Pisa, Abad de las Tres Fuentes y conocido después como Eugenio III, elevado a la Silla de San Pedro.
Por entonces llegaron alarmantes noticias del Este. Edesa había caído en manos de los turcos, y Jerusalén y Antioquía estaban amenazadas con parecido desastre. Delegaciones de los Obispos de Armenia solicitaron ayuda al Papa y el Rey de Francia también envió embajadores. El Papa encomendó a Bernardo predicar una nueva Cruzada y concedió para ella las mismas indulgencias que Urbano II había otorgado a la primera. Se convocó un parlamento en Vezelay, Burgundia, en 1134, y Bernardo predicó antes de la asamblea.
El Rey Luis el Joven, la Reina Leonor y los Príncipes y Señores presentes se postraron a los pies del Abad de Claraval para recibir la cruz. El santo se vio obligado a usar porciones de su hábito para hacer cruces con las que satisfacer el celo y ardor de la multitud, que deseaba tomar parte en la Cruzada.
Bernardo se trasladó a Alemania y los milagros que se multiplicaban casi a cada paso contribuyeron indudablemente al éxito de la misión. El Emperador Conrado y su nieto, Federico Barbarroja, recibieron la cruz de los peregrinos de manos de Bernardo, y el Papa Eugenio fue en persona a Francia para alentar la empresa.
Con motivo de esta visita se celebró un Concilio en París, en 1147, en el que fueron examinados los errores de Gilberto de la Porée, Obispo de Poitiers. Él insinuó que la esencia y los atributos de Dios no son Dios, que las propiedades de las Personas de la Trinidad no son las personas mismas, en resumen que la Naturaleza Divina no se ha encarnado. La discusión se acaloró por ambas partes. La decisión se pospuso para el Concilio que tuvo lugar en Reims el año siguiente (1148) y en el cual Eon de l'Etoile era uno de los jueces. Bernardo fue elegido por el Concilio para redactar una profesión de fe exactamente opuesta a la de Gilberto, quien por último declaró a los Padres: "Si creéis y afirmáis algo distinto que yo, estoy dispuesto a creer y decir lo que vosotros ".
Los últimos años de la vida de Bernardo se vieron entristecidos por el fracaso de la Cruzada que había predicado, cuya completa responsabilidad recayó sobre él. Él había acreditado la empresa con milagros, pero no había garantizado su éxito contra el extravío y perfidia de los que participaron en ella. La falta de disciplina y presunción de las tropas alemanas, las intrigas del Príncipe de Antioquía y de la Reina Leonor y, finalmente, la avaricia y evidente traición de los nobles cristianos de Siria, impidiendo la toma de Damasco, parecen haber sido la causa del desastre. Bernardo consideró su deber enviar una apología al Papa, y ésta figura en la II parte del "Libro de Meditación". Allí explica como con los Cruzados, al igual que con los hebreos, en cuyo favor el Señor había multiplicado sus prodigios, sus pecados fueron la causa de sus infortunios y desgracias.
Bernardo murió a los 63 años, tras pasar 40 en el claustro. Fundó 163 monasterios en diferentes partes de Europa; a su muerte alcanzaban los 343. Fue el primer monje cisterciense inscrito en el calendario de los santos y fue canonizado por Alejandro III en 1174. El Papa Pío VIII le concedió el título de Doctor de la Iglesia.
La corriente de los "Puros"
A partir del año 1.100, el nombre de "Cátaros" (los Puros) pasaría a designar a todos los heréticos occidentales emplazados fuera de la Iglesia Romana; se aplicó con frecuencia a los Patarinos, y posteriormente a todas las sectas de Italia. Los cátaros fueron muy numerosos y activos en Toscana y en Umbría. Dominaban las magistraturas de Siena y Asís, e hicieron de Orvieto una "verdadera plaza fuerte de la herejía" (tanto en Roma como en Verona existían escuelas de cátaros).
La difusión de las doctrinas cátaras fue recibida con entusiasmo en diferentes medios sociales. No solo tuvo cabida entre los pobres de las ciudades o los burgueses, sino también entre los grandes Señores. Se caracterizaron por una renuncia total a los bienes terrenales y su enconada resistencia hacia el poder de la Iglesia Romana. Las diversas iglesias cátaras de Francia, Italia, Dalmacia y de Oriente se mantuvieron unidas en esta resistencia. Y con el tiempo se abrieron escuelas cátaras en Toscana, Poggibonsi, San Gimignano y Poppi, en el Arno.
Pero para avanzar sobre este tema, es necesario primero ciertas aclaraciones, que nos ayudarán a entender de manera más cabal, la esencia, las ramificaciones y las consecuencias que han tenido estas herejías cátaras, desde la antigüedad. Dentro de los cátaros, hay muchos autores que señalan una diferenciación entre los heréticos "Monarquianos" (Bogomilitas, por ejemplo) y los "Panteístas" (Patarinos).
Los "monarquianos" veían en la figura de Satanás, una criatura de Dios, que a través de toda la duración de este mundo mantendría el dominio sobre los hombres. Al final de los tiempos el Diablo (también llamado Satanás o el Dragón) sería precipitado hacia las profundidades del infierno y el Tercer Reino despuntaría en el horizonte.
En este grupo se formaron también las sectas fraternales del quiliasmo pacifista y el Joaquinismo. Impugnaban el servicio de las armas; veían en la procreación y el matrimonio un mal que alargaba innecesariamente el reinado de Satanás. Otra de las orientaciones cátaras dualistas fue la de los "Moderados", que veneraban en Satanás al hijo mayor o menor de Dios, el hermano de Cristo que sería aguardado al final de los siglos. En Oriente, según señala Josef Leo Seifert "esta orientación ha sobrevivido hasta hoy en los "luciferinos" o "adoradores del Diablo".
Los moderados creían que las almas de las mujeres habrían de reencarnarse finalmente en el cuerpo de un "superior" masculino, antes de poder unirse con Dios. Para ellos el origen del mal era la mujer (pecado genérico) por eso creían que el hombre tenía que "escapar del matrimonio como del fuego". Estas creencias son interesantes, fundamentalmente porque en ellas está presente la concepción de la transmigración de las almas.
Todas estas consideraciones sobre el papel dado a la mujer dejan en evidencia, que el dualismo está enraizado en el culto lunar de los pueblos matriarcales. Sus conceptos fueron investidos por Manes, con elementos cristianos, pero hubo quienes conservaron las antiguas creencias. Pese a que para muchas herejías, la mujer era la encarnación del mal hubo otras, incluso la religión católica que profesaron una actitud devota hacia la figura femenina. De hecho, la veneración a María, como Madre de Dios es el reflejo de una adoración mucho más antigua de diosas paganas progenitoras: Isis y Horus, de Egipto o la Mater Matuta de Roma.
En algunos países occidentales, la derivación de los moderados se desarrolló con el "Monismo", en sus dos figuras: el espiritualismo (Panteísmo) y el materialismo. En otro orden, la orientación dualista de los "Severos'' admitía dos dioses completamente independientes entre sí y con iguales poderes (doctrina que fue avalada en el siglo XII por Juan de Lugio según la cual ambos dioses creaban almas humanas: las del Dios bueno serian bendecidas y las del Dios malo, condenadas). Esta teoría guarda relación, no solo con el fatalismo, (que sería adoptado por más de una herejía) sino también con la posterior doctrina de la Predestinación esbozada entre otros, por Martín Lutero y Calvino.
Dentro de las sectas que formaron el grupo de los cátaros existieron doctrinas de inspiración oriental; admitían la vigencia de dos principios el Bien y el Mal. Al primero pertenecía el alma y al segundo el cuerpo. Creían que para defender el alma creada por Dios era preciso destruir al cuerpo, símbolo de impureza. Por eso, aconsejaban el suicidio y condenaban al matrimonio. Creían también en la transmigración del alma, la que luego de abandonar el cuerpo solía pasar al de un animal. Es por este motivo, que se privaban de matar animales y consumir carne, leche y huevos.
La Cruzada de los albigenses
Durante el siglo XII en el sur de Francia se desarrolló la herejía de los "Albigenses", a quienes se llamó así' por el pueblo de Albi, lugar de donde provienen sus primeros seguidores. Los albigenses poseían una clase clerical propia y célibe a la que se le confería una particular reverencia.
Rechazaban la doctrina de la Trinidad, el parto virginal, el Infierno y el Purgatorio. Estos herejes habían consolidado un pacto de unión con los sarracenos, destinado a sojuzgar Occidente. Tamaña empresa suscitó la alarma y preocupación de los Emperadores, no solo porque los albigenses ponían en duda y contrariaban las doctrinas de la Iglesia, sino fundamentalmente por semejante proyecto geopolítico, insuflado por las profundas divisiones sociales y alentado por las clases campesinas. Si bien dicho proyecto nunca llegó a concretarse, no pudo evitarse una virulenta lucha nacional, en el Mediodía de Francia, ni tampoco el enfrentamiento racial entre el Norte y el Sur.
El Papa Inocencio III, pese a su ambigua y otras veces enconada oposición contra los albigenses ha sido un personaje que ha logrado seducir la curiosidad de los historiadores, por atacar los escándalos y abusos cometidos por la Iglesia; lo que por otra parte le hizo sostener una encarnizada contienda con el Emperador, por la cuestión de las investiduras, a fin de librar a la Institución eclesiástica de las influencias seculares.
En su lucha contra los albigenses, en primera instancia se mostró paciente con las actividades de estos herejes y con el Conde Raimundo VI de Toulousse; pero el punto detonante estuvo dado cuando los albigenses asesinaron al Legado Pontificio Pierre de Castelnau. Esto fue la mecha que prendió el fuego.
El Papa Inocencio III, con su paciencia dilatada ordenó que se iniciara una Cruzada contra los albigenses. "Si es necesario -dijo- suprímanlos con la espada".
Como Generalísimo de esta guerra fue nombrado Simón de Montfort. La lucha tuvo variadas alternancias para ambos partidos hasta el año 1.229 cuando fue concertada la Paz de Meaux, con Raimundo VII, hijo de Raimundo VI de Toulousse. El Conde fue obligado a una feroz penitencia y sus dominios pasaron, en parte al poder del Rey de Francia.
Ya en la última fase de la guerra, también tomó parte Inglaterra, que había concertado una alianza con el conde de Touloussse. Los herejes huyeron en bandadas hacia Italia, llegando inclusive a ocupar gran parte de los territorios de Bosnia. Los Cruzados católicos mataron a 20.000 hombres, mujeres y niños, en Béziers, Francia. Después del gran derramamiento de sangre y acallado el ánimo independentista de los albigenses, esta secta fue desarticulada tras la firma del Concilio de Narbona que, entre otras cosas "prohibió que los legos poseyeran parte alguna de las Sagradas Escrituras".
Albigenses (combatidos por Bernardo):
Una secta neo-maniquea que floreció en el sur de Francia en los Siglos XII y XIII. El nombre de albigenses, que les dio el Concilio de Tours (1163) prevaleció hacia el fin del Siglo XII y fue durante mucho tiempo aplicado a todos los herejes del sur de Francia. También se les llamó cátaros (katharos, puro), aunque en realidad fueron sólo una rama del movimiento cátaro.
El surgimiento y
extensión de la nueva doctrina en la Francia meridional fue favorecido por
diversas circunstancias, entre las cuales pueden mencionarse: la fascinación
ejercida por el fácilmente comprensible principio dualista; el residuo de
elementos doctrinales judíos y mahometanos; la riqueza, ocio, y mente
imaginativa de los habitantes de Languedoc; su desprecio por el clero católico,
causada por la ignorancia y la vida mundana, demasiado frecuentemente
escandalosa, de éste; la protección de una abrumadora mayoría de la nobleza, y
la íntima combinación local de aspiraciones nacionales y sentimientos
religiosos.
Principios Doctrinales:
Los albigenses afirmaban la coexistencia de dos principios opuestos entre sí, uno bueno, y el otro malo. El primero es el creador del mundo espiritual, el segundo del material.
Al mal principio, deben serle atribuidos fenómenos naturales, como el crecimiento de las plantas, o bien extraordinarios como los terremotos, al igual que los desórdenes morales (guerra) . Él creó el cuerpo humano y es el autor del pecado, que nace de la materia y no del espíritu. El Antiguo Testamento debe serle parcial o totalmente atribuido; mientras que el Nuevo Testamento es la revelación del Dios benefactor. Este último es el creador de las almas humanas, a las que el mal principio encerró en cuerpos materiales tras haberles engañado para dejar el reino de la luz. Esta tierra es un lugar de castigo, el único infierno que existe para el alma humana. El castigo, sin embargo, no es eterno; pues todas las almas, al ser de naturaleza divina, deben ser liberadas a la larga.
Para llevar a cabo esta liberación, Dios envió a la tierra a Jesucristo, quien, aunque perfectísimo, como el Espíritu Santo, es aun así una mera criatura. El Redentor no habría podido tomar un cuerpo humano genuino, porque de ese modo habría caído bajo el control del principio del mal. Su cuerpo fue, por tanto, de esencia celestial, y con ella penetró por la oreja de María. Sólo aparentemente nació de ella y sólo aparentemente padeció. Su redención no fue operativa, sino solamente instructiva.
Para disfrutar de sus beneficios, uno debía hacerse miembro de la Iglesia de Cristo (los Albigenses). Aquí abajo, no son los sacramentos católicos sino la peculiar ceremonia de los albigenses conocida como consolamentum, o “consolación”, la que purifica el alma de todo pecado y asegura su inmediata vuelta al cielo. La resurrección del cuerpo no tendrá lugar, puesto que por su naturaleza toda carne es mala.
El dualismo de los albigenses fue también la base de su enseñanza moral. El hombre, enseñaban, es una contradicción viviente. De ahí que la liberación del alma de su cautividad en el cuerpo sea la verdadera finalidad de nuestro ser. Para alcanzar ésta, el suicidio es recomendable; era costumbre entre ellos en la forma de la endura (inanición). La extinción de la vida corporal en el mayor grado compatible con la existencia humana es también una finalidad perfecta. Como la generación propaga la esclavitud del alma al cuerpo, debe practicarse la castidad perpetua. La relación matrimonial es ilegal; el concubinato, al ser de naturaleza menos permanente, es preferible al matrimonio.
El abandono de la mujer por su marido, o viceversa, es deseable. La generación era aborrecida por los albigenses incluso en el reino animal. Por consiguiente, se ordenaba la abstención de todo alimento animal, excepto el pescado. Su creencia en la metempsicosis, o trasmigración de las almas, resultado lógico de su rechazo del Purgatorio, suministra otra explicación para la misma abstinencia. A esta práctica añadieron largos y rigurosos ayunos. La necesidad de absoluta fidelidad a la secta era fuertemente inculcada. La guerra y el castigo capital eran absolutamente condenados.
El contacto del Cristianismo con la mente y las religiones orientales había producido varias sectas (Gnósticos, Maniqueos, Paulicianos, Bogomiles) cuyas doctrinas eran semejantes a los dogmas de los albigenses. Pero la relación histórica entre los nuevos herejes y sus predecesores no se puede averiguar claramente. En Francia, donde fueron introducidas por una mujer de Italia, las doctrinas neo-maniqueas se difundieron secretamente durante varios años antes de que aparecieran, casi simultáneamente, cerca de Toulouse y en el Sínodo de Orleáns (1022).
Comienzos:
No existe fundamento histórico sobre la leyenda del maniqueo Fontanus, uno de los oponentes de San Agustín. Se dice que Fontanus llegó al Castillo de Montwimer (Montaimé en la diócesis de Châlons-sur-Marne) y desde allí extendió los principios dualísticos. Se considera que Montwimer fue quizá el más antiguo de los centros de cátaros en Francia y ciertamente el principal en el país norteño de Loire. Se ubicó como componente central de Francia en lo que llegó a ser la primera manifestación importante del catarismo.
En un Concilio celebrado en 1022, en Orleans, en presencia del Rey Roberto el Piadoso, 13 cátaros fueron condenados a la hoguera. Diez de ellos habían sido Canónicos en la Iglesia de la Santa Cruz, y otro había sido Confesor de la Reina Constanza. Aproximadamente en la misma época (1025), herejes de similar condición, que reconocieron haber sido discípulos del italiano Gundulf, aparecieron en Liege y Arras. Con base en su arrepentimiento, quizá más aparente que real, se les dejó libres.
Los sectarios aparecieron de nuevo en Châlons bajo el Obispado de Roger II (1043-65) quien en 1045 acudió a su compañero el Obispo Wazo de Liège, en búsqueda de consejo respecto al tratamiento que se les debía dar. Este último sugirió indulgencia. No se registra manifestación de herejías en el norte de Francia durante la segunda parte del Siglo XI. No debe dudarse, sin embargo de su existencia secreta. Una nueva manifestación del mal ocurrió en el Siglo XII tanto en Francia como en Bélgica. En 1114 varios herejes que habían sido capturados en la diócesis de Soissons fueron quemados por el populacho mientras sus casos estaban en discusión aún en el Consejo de Beauvais.
Otros resultaron amenazados con recibir un trato similar o bien corrieron la misma suerte en Liège en 1144. Algunos de ellos fueron liberados sólo debido a la enérgica intervención del Obispo local, Adalbero II. Durante el resto del Siglo XII, los cátaros aparecieron en rápida sucesión en lugares diferentes. En 1162, el Arzobispo de Reims, mientras estaba de visita en Flandes, los encontró ampliamente extendidos en esa parte de la provincia eclesiástica. Luego de haber sido rechazados en un soborno que le ofrecieron por 600 marcos, que deseaban entregar a cambio de tolerancia, los herejes apelaron al Papa Alejandro III, quien se inclinó por tener misericordia, a pesar de que el Rey Luis VII se avocaba por imponer rigurosas medidas.
En Vézelay en Burgundy, 7 herejes fueron quemados en 1167. Hacia el final de ese siglo, el Conde de Flanders, Felipe I, fue notable por la severidad mostrada hacia ellos. El Arzobispo de Reims, Guillaume de Champagne (1176-1202), vigorosamente secundó sus esfuerzos. La confiscación, el exilio, y la muerte fueron las penalidades que se les impusieron por Hugues, Obispo de Auxerre (1183-1206). La ejecución de cerca de 180 herejes en Montwimer, en mayo de 1239, fue un duro golpe para el catarismo en esos países.
El sur de Francia, donde los adherentes al catarismo fueron conocidos como Albigenses, fue el principal bastión cátaro en Europa Occidental. De allí se estima que este movimiento llegó a las provincias del norte de España: Cataluña, Aragón, Navarra y León. Partidarios de la herejía existieron en la península en 1159.
Al principio del siglo XIII, el Rey Pedro II de Aragón personalmente condujo sus tropas para asistir a Raymundo VI de Toulouse contra los cruzados católicos, y cayó en la batalla de Muret en 1213. Durante ese siglo ocurrieron pocas manifestaciones esporádicas de la herejía, en Castelbo, en 1225, y otra vez en 1234,en León en 1232. Los cátaros sin embargo, nunca ganaron un establecimiento firme en el país y no se mencionan, sino después de 1292.
La región alta de Italia fue, luego del sur de Francia, el principal lugar de asentamiento de los cátaros. Entre 1030-1040 se encontró aquí una importante comunidad cátara en el Castillo de Monteforte, cerca de Asti en Piedmont. Algunos de sus miembros fueron apresados por el Obispo de Asti y un cierto número de nobles de lugares vecinos, ante su negativa a retractarse, fueron quemados. Otros, por orden del Arzobispo de Milán, Eriberto, fueron llevados a esa ciudad arzobispal, donde se esperaba que fueron convertidos. Ellos respondieron ante sus infructuosos esfuerzos, mediante actos que buscaban hacer proselitismo, después de ello, los magistrados les dieron la opción de escoger entre la cruz o la estaca. La mayoría prefirió la muerte a la conversión.
En el siglo XII, luego de prolongados silencios, los registros históricos nuevamente hablan del catarismo, y lo muestra como una fuerte organización. Lo encontramos muy poderoso en 1125 en Orvieto, una ciudad perteneciente a los Estados Papales, la cual a pesar de las medidas tomadas, se sorprendió de tener allí a la herejía, la cual estaba desde hacía muchos años. Milán fue la más grande capital de los herejes, y escasamente había alguna parte de Italia, donde la herejía no estuviera presente.
Penetró en Calabria, Sicilia, y Cerdeña, y aún en Roma. Las prohibiciones, penalidades que impusieron las autoridades civiles y eclesiásticas del siglo XIII, no fueron suficientes para detener el mal. Todo ello a pesar de que Federico II no tuvo misericordia ocupando el trono, y que los Papas Inocencio III, Honorio III, y Gregorio IX, no escatimaron esfuerzos a fin de suprimir la secta.
Para prevenir el refuerzo de la ley contra ellos, los miembros de la secta, llegaron a recurrir al asesinato, como está probado en las muertes de San Pedro Parenzo (1199) y San Pedro de Verona (1252), o la de Pungilovo, quien luego de su muerte (1269), fue temporalmente honorado como un santo, por parte de la población católica local. Muchos en el exterior observaban prácticas católicas, mientras que permanecían fieles al catarismo.
De acuerdo con el Inquisidor dominico Rainier Sacconi, él mismo habiendo sido un adherente de la herejía, había a mediados del siglo XIII, cerca de 4.000 cátaros en el mundo. San Vicente Ferrer aún descubrió y convirtió a algunos cátaros en 1403 en Lombardía y también en Piedmont. Allí, en 1412 fueron ejecutados algunos de ellos. No hay definitivas referencias de ellos luego de esa fecha.
En términos comparativos, el catarismo no fue muy importante en Alemania e Inglaterra. En Alemania apareció principalmente en las tierras del Rin. Algunos miembros fueron aprehendidos en 1052 en Goslar en Hanover y ahorcados por orden del Emperador Henry III. Cerca del 1110, algunos herejes, posiblemente cátaros, y dentro de ellos dos sacerdotes, aparecieron en Trier, pero no aparecen como sujetos a ninguna pena. Algunos años más tarde (1143) cátaros fueron descubiertos en Colonia. Algunos de ellos se retractaron, pero el Obispo de la secta y su socio, no estaban dispuestos a cambiar sus creencias y fueron citados ante un tribunal eclesiástico. Durante el juicio, ellos, contra la voluntad de los jueces, fueron llevador por una turba y quemados. La iglesia herética parece haber tenido una completa organización en esta parte de Alemania, tal y como la presencia de un Obispo parece confirmarlo.
Sobre estos eventos tenemos la refutación a la herejía, escrita por San Bernardo, quien lo hizo a requerimiento de Everwin, Abad de Steinfeld. En 1163 la ciudad de Rhenish, fue testigo de otra ejecución y una escena similar tuvo lugar casi simultáneamente en Bon. Otros distritos que también habían sido infectados fueron los de Bavaria, Suabia, y Suiza. No obstante, la herejía no pudo enraizarse firmemente en esas áreas y desapareció casi completamente en el siglo XIII.
Aproximadamente en 1159, 30 cátaros, alemanes por su lengua y raza, dejaron un lugar desconocido, posiblemente Flandes, buscando refugio en Inglaterra. Sus esfuerzos proselitistas fueron compensados por la conversión de una mujer. Ellos fueron detectados en 1166 y entregados al poder secular de los Obispos del Consejo de Oxford. Por órdenes de Henry II fueron azotados y marcados con hierro en la frente, y fueron lanzados a la intemperie en medio del frío del invierno. Se prohibió que alguna persona les ayudara. Todos perecieron por hambre o por exposición al frío.
En cierto momento histórico, Europa del Este, parece haber sido el territorio en el cual inicialmente se manifestó el catarismo, y ciertamente fue la región en la cual persistió hasta su final. Los Bogomili, quienes fueron representantes de las herejías en su forma mitigada, quizá existieron desde inicios del siglo X, y mucho después se encontraban numerosamente en Bulgaria. Bosnia fue otro centro catarista. A fines del siglo XII, Kulin, el Gobernante civil de Bosnia (1168-1204) se convirtió a la herejía, y 10.000 de sus súbditos siguieron su ejemplo.
Los esfuerzos realizados por la Iglesia Católica, bajo la dirección de los Papas Inocencio III, Honorio III, y Gregorio IX, a fin de erradicar el mal, no fueron permanentemente exitosos. Un trabajo noble se acompañó con las misiones de los franciscanos que fueron enviados a Bosnia por el Papa Nicolás IV (1288-92). No obstante, aunque se utilizaron armas y persuasión contra los herejes, ellos continuaron con su movimiento en forma floreciente. Como esos territorios fueron durante largo tiempo dependencia de Hungría, se insertaron en el contexto en el cual los húngaros mostraron fuerte resistencia a la nueva fe.
Todo esto resultó en ser una fuente de debilidad para la Iglesia Católica, debido entre otras consideraciones, a que la causa religiosa se identificó con la independencia nacional. Cuando en el siglo XV, el Rey de Bosnia, Thomas, se convirtió a la fe católica, los estrictos edictos que lanzó contra sus anteriores correligionarios, no tuvieron mayor poder contra el mal. Los cátaros, con un número de 40,000 para entonces, dejaron Bosnia y pasaron a Herzegovina (1446). Los herejes desaparecieron únicamente luego de las conquistas de estos territorios por los turcos, en la segunda mitad del siglo XV. Varios miles de los cátaros se unieron a la Iglesia Ortodoxa, mientras que otros se convirtieron al Islam.
El Papa Eugenio III, envió un Legado, el Cardenal Alberico de Ostia a Languedoc (1145), y San Bernardo secundó los esfuerzos del Legado. Pero su predicación no produjo efectos duraderos. El Concilio de Reims (1148) excomulgó a los protectores “de los herejes de Gascuña y Provenza”. El de Tours (1163) decretó que los albigenses debían ser encarcelados y sus propiedades confiscadas. Se celebró una discusión religiosa en Lombez (1165), con el habitual resultado insatisfactorio de tales conferencias. Dos años después, los albigenses celebraron un Concilio General en Toulouse, su principal centro de actividad. El Cardenal Legado Pedro hizo otro intento de arreglo pacífico (1178), pero fue recibido con burlas. El III Concilio Ecuménico de Letrán (1179) renovó las severas medidas anteriores y publicó un llamamiento a usar la fuerza contra los herejes, que estaban saqueando y devastando Albi, Toulouse, y los alrededores.
A la muerte en 1194, del católico Conde de Toulouse, Raimundo V, su sucesión recayó en Raimundo VI, que favorecía la herejía. Con el acceso de Inocencio III en 1198 la obra de conversión y represión fue emprendida vigorosamente. En 1205-6 tres acontecimientos auguraban el buen éxito de los esfuerzos hechos en esa dirección. Raimundo VI, frente a las amenazadoras operaciones militares emprendidas contra él por Inocencio III, prometió bajo juramento desterrar de sus dominios a los disidentes. El monje Fulco de Marsella, anteriormente un trovador, se convirtió ahora en Arzobispo de Toulouse en 1205. Dos españoles, Diego, Obispo de Osma y su compañero, Domingo de Guzmán (Santo Domingo), volviendo de Roma, visitaron a los Legados Papales en Montpellier. Por consejo suyo, el excesivo esplendor externo de los predicadores católicos, que ofendía a los herejes, fue reemplazado por una austeridad apostólica. Se reanudaron las disputas religiosas. Santo Domingo, percibiendo las grandes ventajas derivadas para sus oponentes de la cooperación de mujeres, fundó en 1206 en Pouille, cerca de Carcassonne, una Congregación Religiosa para mujeres, cuyo objeto era la educación de las chicas más pobres de la nobleza.
No mucho después de esto, fundó la Orden Dominicana. Inocencio III, en vista de la inmensa extensión de la herejía, que infectaba unas 1000 ciudades o pueblos, pidió ayuda en 1207, al Rey de Francia, como soberano del condado de Toulouse, para utilizar la fuerza. Renovó su apelación al recibir la noticia del asesinato de su Legado, Pierre de Castelnau, un monje cisterciense en 1208, que a juzgar por las apariencias, atribuyó a Raimundo VI. Numerosos Barones del norte de Francia, Alemania, y Bélgica se unieron a la Cruzada. Se puso a los Legados Papales al frente de la expedición, Arnaldo, Abad del Císter, y dos Obispos. Raimundo VI, aún bajo la pena de excomunión pronunciada contra él por Pierre de Castelnau, ofreció ahora someterse, se reconcilió con la Iglesia, y se puso en campaña contra sus antiguos amigos. Roger, Vizconde de Béziers, fue atacado en primer lugar, y sus principales fortalezas; Béziers y Carcassonne, fueron tomadas en 1209.
Las monstruosas palabras: “Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos”, que supuestamente habría proferido el Legado Papal en la captura de Béziers, no fueron pronunciadas nunca. Se le dio a Simón de Monfort, Conde de Leicester, el control del territorio conquistado, y se convirtió en el caudillo militar de la Cruzada. En el Concilio de Aviñón (1209) Raimundo VI fue de nuevo excomulgado por no cumplir las condiciones de la reconciliación eclesiástica. Fue a Roma en persona, y el Papa ordenó una investigación. Tras infructuosos intentos en el Concilio de Arles en 1211 de un acuerdo entre los Legados Papales y el Conde de Toulouse, éste abandonó el Concilio y se preparó a resistir. Fue declarado enemigo de la Iglesia y sus posesiones dadas como prenda a cualquiera que las conquistara.
Lavaur, departamento del Tarn, cayó en 1211, en medio de una terrible carnicería, en manos de los Cruzados. Estos, exasperados por el rumor de la matanza de 6.000 de sus seguidores, no perdonaron ni edad ni sexo. La Cruzada degeneró ahora en una guerra de conquista, e Inocencio III, a pesar de sus esfuerzos, fue impotente para volverla a llevar a su finalidad original. Pedro de Aragón, cuñado de Raimundo, se interpuso para obtener su perdón, pero sin éxito. Entonces tomó las armas para defenderle. Las tropas de Pedro y de Simón de Montfort se enfrentaron en Muret en 1213. Pedro fue derrotado y muerto. Los aliados del Rey caído estaban tan debilitados ahora que ofrecieron someterse. El Papa envió como su representante al Cardenal diácono Pedro de Santa María in Aquiro, quien llevó a cabo sólo parte de sus instrucciones, recibiendo de hecho a Raimundo, a los habitantes de Toulouse, y a otros de vuelta en la Iglesia, pero promoviendo al mismo tiempo los planes de conquista de Simón.
Este jefe continuó la guerra y fue nombrado por el Concilio de Montpellier (1215) Señor de todo el territorio adquirido. El Papa, informado de que era el único medio efectivo de aplastar la herejía, aprobó la elección. A la muerte de Simón en 1218, su hijo Amalrico heredó sus derechos y continuó la guerra pero con poco éxito. Finalmente el territorio fue cedido casi totalmente al Rey de Francia tanto por Amalrico como por Raimundo VII, mientras que el Concilio de Toulouse en 1229, confiaba a la Inquisición, que pronto pasó a manos de los Dominicos (1233), la represión de la herejía albigense. La herejía desapareció hacia el fin del siglo XIV.
Los miembros de la secta se dividían en dos clases: Los “perfectos”(perfecti) y los meros “creyentes” (credentes). Los “perfectos” eran los que se habían sometido al rito de iniciación (consolamentum). Eran pocos en número y eran los únicos obligados a la observancia de la rígida ley moral arriba descrita. Mientras que los miembros femeninos de esta clase no viajaban, los hombres iban, por parejas, de sitio en sitio, realizando la ceremonia de iniciación. El único lazo que ligaba a los “creyentes” al albigenismo era la promesa de recibir el consolamentum antes de la muerte. Eran muy numerosos, podían casarse, hacer la guerra, etc., y generalmente cumplían los 10 mandamientos. Muchos seguían siendo “creyentes” durante años y sólo se iniciaban en su lecho de muerte. Si la enfermedad no terminaba fatalmente, la inanición o el veneno impedían con bastante frecuencia subsiguientes transgresiones morales.
En algunos casos la reconsolatio se administraba a los que, tras la iniciación, habían recaído en el pecado. La jerarquía consistía en Obispos y diáconos. La existencia de una Papa albigense no es universalmente admitida. Los Obispos eran elegidos de entre los “perfectos”. Tenían dos ayudantes, el hijo mayor y el menor, y eran sucedidos generalmente por el primero. El consolamentum, o ceremonia de iniciación, era una especie de bautismo espiritual, análogo en rito y equivalente en significado a varios de los sacramentos católicos (Bautismo, Penitencia, Orden). Su recepción, de la que estaban excluidos los niños, era precedida, si era posible, por un cuidadoso estudio religioso y prácticas penitenciales. En este periodo de preparación, los candidatos realizaban ceremonias que tenían un chocante parecido con el antiguo catecumenado cristiano. El rito esencial del consolamentum era la imposición de manos. El compromiso que los “creyentes” tomaban para ser iniciados antes de la muerte era conocido como la convenenza (promesa).
Propiamente hablando, el albigenismo no fue una herejía cristiana, sino una religión extra-cristiana. La autoridad eclesiástica, después de que la persuasión hubo fracasado, adoptó una dirección de severa represión, que condujo a veces a lamentables excesos.
Simón de Montfort tuvo al principio buenas intenciones, pero después utilizó el pretexto de la religión para usurpar el territorio de los Condes de Toulouse. La pena de muerte fue, realmente, infligida demasiado libremente a los albigenses, pero debe recordarse que el código penal de la época era considerablemente más riguroso que el nuestro, y que los excesos fueron a veces provocados. Raimundo VI y su sucesor, Raimundo VII, estaban siempre dispuestos, cuando estaban en apuros, a prometer, pero nunca a enmendarse seriamente. El Papa Inocencio III estaba justificado al decir que los albigenses eran “peores que los sarracenos”; y aun así aconsejó moderación y desaprobó la egoísta política adoptada por Simón de Montfort. Lo que la Iglesia combatía eran principios que conducían directamente no sólo a la ruina del cristianismo, sino a la propia extinción de la raza humana.
Pedro Abelardo
Polemista, filósofo y teólogo, nacido en 1079; muerto en 1142. Pedro Abelardo, nació en la pequeña aldea de Pallet, a unas 10 millas al este de Nantes, en Bretaña. Su padre, Berengario, era el Señor de la aldea, su madre se llamaba Lucía; ambos abrazaron más tarde el estado monástico. Pedro, el mayor de sus hijos, estaba destinado a la carrera militar, pero como él mismo nos cuenta, abandonó a Marte por Minerva, la profesión de las armas por la del saber. Así pues, a temprana edad, dejó el Castillo de su padre y buscó instrucción como estudiante itinerante en las escuelas de los más renombrados maestros de aquellos días. Entre esos maestros estaba Roscelin el Nominalista, en cuya escuela de Locmenach, cerca de Vannes, Abelardo pasó con seguridad algún tiempo antes de continuar a París.
Aunque la Universidad de París no existió como institución organizada hasta más de medio siglo después de la muerte de Abelardo, florecían en su época en París, la Escuela de la Catedral, la Escuela de Ste. Geneviève, y la de St. Germain des Prés, las precursoras de las escuelas universitarias del siglo siguiente. La Escuela de la Catedral era indudablemente la más importante de ellas, y allá dirigió sus pasos el joven Abelardo para estudiar dialéctica con el renombrado maestro Guillermo de Champeaux. Pronto, sin embargo, el joven provinciano, al que el prestigio de un gran nombre estaba lejos de inspirar temor, no sólo se aventuró a objetar la enseñanza del maestro parisino, sino que intentó establecerse como maestro rival.
Encontrando que esto no era asunto fácil en París, estableció su escuela primero en Melun y luego en Corbeil. Esto fue, probablemente, en el año 1101. El par de años siguientes Abelardo los pasó en su lugar natal "casi aislado de Francia", como él dice. La razón de este retiro forzoso de la lucha dialéctica fue la falta de salud. Al volver a París volvió a ser de nuevo alumno de Guillermo de Champeaux con el propósito de estudiar retórica. Cuando Guillermo se retiró al Monasterio de San Víctor, Abelardo, que mientras tanto había reanudado su enseñanza en Melun, se apresuró a ir a París para conseguir la cátedra de la Escuela de la Catedral. Habiendo fracasado en esto, estableció su escuela en el Monte de Ste. Geneviève en 1108. Allí y en la Escuela de la Catedral, en la que finalmente en 1113 logró obtener una cátedra, disfrutó de un gran renombre como maestro de retórica y dialéctica.
Antes de empezar la tarea de enseñar teología en la Escuela de la Catedral, fue a Laon, donde se presentó al Venerable Anselmo de Laon como estudiante de teología. Pronto, sin embargo, la petulante inquietud bajo control se impuso una vez más a sí mismo, y no estuvo contento hasta que hubo desconcertado tan completamente al maestro de teología de Laon como había acosado con éxito al maestro de retórica y dialéctica de París. Partiendo del propio relato de Abelardo del incidente, es imposible no echarle la culpa de la temeridad que le hizo enemigos tales como Alberico y Lodulfo, discípulos de Anselmo, que, más tarde, se manifestaron contra Abelardo. Los "estudios teológicos" seguidos por Abelardo en Laon fueron lo que hoy llamaríamos el estudio de la exégesis.
No puede dudarse de que la carrera de Abelardo como maestro en París, de 1108 a 1118, fue excepcionalmente brillante. En su "Historia de mis calamidades" (Historia Calamitatum) nos cuenta como los alumnos acudían en tropel a él de todos los países de Europa, una afirmación que es corroborada por la autoridad de sus contemporáneos. Fue, de hecho, el ídolo de París; elocuente, vivaz, bien parecido, poseedor de una voz inusualmente rica, lleno de confianza en su propio poder de agradar, tuvo, como nos dice, el mundo entero a sus pies. Que Abelardo era excesivamente consciente de estas ventajas se admite por sus más ardientes admiradores; de hecho, en la "Historia de mis calamidades" confiesa que en ese periodo de su vida estaba henchido de vanidad y orgullo. A esas faltas atribuye su caída, que fue tan repentina y trágica, como lo fue todo, al parecer, en su meteórica carrera.
Nos cuenta en lenguaje gráfico la historia que ha llegado a formar parte de la literatura amorosa clásica, cómo se enamoró de Eloísa, sobrina del Canónigo Fulberto; no nos ahorra ningún detalle de la historia, refiere todas las circunstancias de su trágico fin, la brutal venganza del Canónigo, la huida de Eloísa a Pallet, donde nació su hijo, al que llamó Astrolabio, la boda secreta, el retiro de Eloísa al Convento de monjas de Argenteuil, y su abandono de la carrera académica. Él era en esa época un clérigo con órdenes menores, y había, naturalmente, deseado ansiosamente una distinguida carrera como maestro eclesiástico. Tras su caída, se retiró a la Abadía de St. Denis, y, habiendo Eloísa tomado el velo en Argenteuil, él tomó el hábito de monje benedictino en la Abadía real de St. Denis. Él, que se había considerado "el único filósofo superviviente en todo el mundo" estaba deseoso de ocultarse definitivamente, según pensaba en la soledad monástica.
Pero cualesquiera que fueran los sueños que hubiera forjado de una paz final en su retiro monástico, fueron pronto rotos. Se peleó con los monjes de St. Denis, siendo la ocasión su irreverente crítica de la leyenda de su santo patrono, y fue enviado a una institución filial, un priorato o cella, dónde una vez más atrajo la desfavorable atención por el espíritu de la enseñanza que impartía en filosofía y teología.
"Más sutil y más erudito que nunca", como lo describe un contemporáneo (Otto de Freising) reanudó la antigua disputa con los discípulos de Anselmo. Por influencia de ellos, su ortodoxia, especialmente sobre la doctrina de la Santísima Trinidad fue atacada, y fue llamado a presentarse ante un Concilio en Soissons, en 1121, presidido por el Legado Papal, Kuno, Obispo de Praeneste. Aunque no es fácil determinar exactamente lo que tuvo lugar en el Concilio, está claro que no hubo condena formal de las doctrinas de Abelardo, pero fue con todo condenado a recitar el Credo de Atanasio, y a quemar su libro sobre la Trinidad. Aparte, fue sentenciado a prisión en la Abadía de St. Médard, a instancias, al parecer, de los monjes de St. Denis, cuya enemistad, especialmente la de su Abad Adam, era implacable. En su desesperación, huyó a un lugar desierto en las proximidades de Troyes. Allí comenzaron pronto a acudir en tropel los alumnos, se construyeron cabañas y tiendas para recibirlos, y se erigió un oratorio, bajo la advocación de "El Paráclito", y allí se renovó su antiguo éxito como maestro.
Después de la muerte de Adam, Abad de St. Denis, su sucesor, Suger, absolvió a Abelardo de la censura, y así le restauró su rango de monje. Habiendo la Abadía de St Gildas de Rhuys, cerca de Vannes, en la costa de Bretaña, perdido a su Abad en 1125, eligió a Abelardo para ocupar su puesto. Al mismo tiempo se dispersó la comunidad de Argenteuil, y Eloísa alegremente ingresó en el oratorio del Paráclito, donde llegó a ser Abadesa.
Como Abad de St. Gildas, Abelardo tuvo, según su propio relato, una época muy turbulenta. Los monjes, considerándolo demasiado estricto, intentaron de varias formas liberarse de su gobierno, e incluso intentaron envenenarlo. Finalmente le hicieron abandonar el Monasterio. Conservando el título de Abad, residió por un tiempo en las cercanías de Nantes y después (probablemente en 1136) reanudó su carrera como maestro en París y revivió, hasta cierto punto, el renombre de los días en que, 20 años antes, reunía a "toda Europa" para oír sus lecciones. Entre sus discípulos en esta época se hallaban Arnaldo de Brescia y Juan de Salisbury. Ahora comienza el último acto de la tragedia de la vida de Abelardo en la que San Bernardo tuvo parte conspicua.
El monje de Clairvaux, el hombre más poderoso de la Iglesia en aquellos días, estaba alarmado por la heterodoxia de la enseñanza de Abelardo, y cuestionó la doctrina trinitaria contenida en los escritos de Abelardo. Hubo admoniciones por una parte y desafíos por otra.
San Bernardo, habiendo advertido primero en privado a Abelardo, procedió a denunciarlo a los Obispos de Francia. Abelardo, subestimando la capacidad e influencia de su adversario, solicitó una reunión, o Concilio de obispos, ante el que Bernardo y él, discutirían los puntos en disputa. Por consiguiente, se celebró un Concilio en Sens en 1141. En vísperas del Concilio, se celebró una reunión de Obispos, en la que estuvo presente Bernardo, pero no Abelardo, y en esa reunión se seleccionó un cierto número de proposiciones de los escritos de Abelardo y se las condenó. Cuando, a la mañana siguiente, esas proposiciones fueron leídas en solemne Concilio, Abelardo, informado, según parece, de los hechos de la tarde anterior, rehusó defenderse, declarando que apelaba a Roma. Consiguientemente, las proposiciones fueron condenadas, pero Abelardo conservó su libertad.
San Bernardo escribió entonces a los miembros de la Curia Romana, con el resultado de que Abelardo había llegado sólo hasta Cluny en su camino a Roma cuando le llegó el decreto de Inocencio II confirmando la sentencia del Concilio de Sens. Pedro el Venerable de Cluny se hizo cargo ahora del caso, obtuvo de Roma una mitigación de la sentencia, le reconcilió con San Bernardo, y le dio honorable y amistosa hospitalidad en Cluny.
Allí pasó Abelardo los últimos años de su vida, y allí encontró por fin la paz que había buscado en vano en otras partes. Tomó el hábito de los monjes de Cluny y llegó a ser maestro de la escuela del Monasterio. Murió en Chalôns-sur-Saône en 1142 y fue enterrado en el Paráclito.
En 1817 sus restos y los de Eloísa fueron trasladados al Cementerio del Père La Chaise, en París, donde descansan actualmente. Para nuestro conocimiento de la vida de Abelardo contamos con la "Historia de mis calamidades", una autobiografía escrita en forma de carta a un amigo, evidentemente destinada a la publicación. A esto se pueden añadir las cartas de Abelardo y Eloísa, que estaban también destinadas a la circulación entre los amigos de Abelardo. La "Historia" fue escrita hacia el año 1130.
Cruzadas:
Las Cruzadas fueron expediciones emprendidas, en cumplimiento de un solemne voto, para liberar los Lugares Santos de la dominación mahometana. El origen de la palabra remonta a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas iniciativas.
Desde la Edad Media el significado de la palabra Cruzada se extendió para incluir a todas las guerras emprendidas en cumplimiento de un voto, y dirigidas contra infieles: (ej contra mahometanos, paganos, herejes, o aquellos bajo edicto de excomunión). Las guerras emprendidas por los españoles contra los moros constituyeron una Cruzada incesante del siglo XI al XVI; en el norte de Europa se organizaron Cruzadas contra los prusianos y lituanos; el exterminio de la herejía albigense se debió a una Cruzada, y, en el siglo XIII los Papas predicaron Cruzadas contra Juan Lackland y Federico II.
La idea de la Cruzada corresponde a una concepción política que se dio sólo en la Cristiandad del siglo XI al XV; esto supone una unión de todos los pueblos y soberanos bajo la dirección de los Papas. Todas las Cruzadas se anunciaron por la predicación. Después de pronunciar un voto solemne, cada guerrero recibía una cruz de las manos del Papa o de su Legado, y era desde ese momento considerado como un soldado de la Iglesia. A los cruzados también se les concedían indulgencias y privilegios temporales, tales como exención de la jurisdicción civil, inviolabilidad de personas o tierras, etc. De todas esas guerras emprendidas en nombre de la Cristiandad, las más importantes fueron las Cruzadas Orientales.
Hubo 8 Cruzadas:
1° Cruzada: la de 1095 a
1101.
2° Cruzada: encabezada por
el Rey Luis VII. (1145/47).
3° Cruzada: conducida por
los Reyes Luis Augusto y Ricardo Corazón de León. (1188/92)
4° Cruzada: en esta, Constantinopla fue tomada. (1204).
5° Cruzada: incluyó la
conquista de Damieta. (1217).
6° Cruzada: conducida por el
Rey Federico II (1228/1239).
7° Cruzada: liderada por el
Rey San Luis. (1249/1252).
8° Cruzada: también bajo la
dirección de San Luis. (1270).
Origen:
El origen de las Cruzadas remonta directamente a la condición moral y política de la Cristiandad Occidental en el siglo XI. En aquel tiempo, Europa estaba dividida en muchos Estados, cuyos soberanos estaban absortos en tediosas y fútiles disputas territoriales mientras el Emperador, en teoría la cabeza temporal de la Cristiandad, gastaba su energía en disputas sobre Investiduras. Solo los Papas habían mantenido una justa noción de unidad cristiana; ellos veían a que grado los intereses de Europa eran amenazados por el Imperio Bizantino y por las tribus mahometanas, y solo ellos tenían una política extranjera, cuyas tradiciones se formaron bajo León IX y Gregorio VII.
La reforma efectuada en la Iglesia y el Papado bajo la influencia de los monjes de Cluny había aumentado el prestigio del Romano Pontífice ante todas las naciones cristianas; por tanto nadie sino el Papa podía inaugurar el movimiento internacional que culminó en las Cruzadas. Pero a pesar de su eminente autoridad nunca habría podido el Papa persuadir a los pueblos occidentales de armarse para la conquista de la Tierra Santa de no haber sido porque las relaciones inmemoriales entre Siria y Occidente favorecieron su plan.
Los europeos escucharon la voz de Urbano II porque sus propias inclinaciones y tradiciones históricas los impulsaban hacia el Santo Sepulcro. Desde fines del siglo V no había habido ninguna ruptura en su comunicación con Oriente. Desde el primer período cristiano colonias de sirios habían introducido las ideas religiosas, arte, y cultura de Oriente en las grandes ciudades de Galia y de Italia. Los cristianos occidentales a su vez viajaron en grandes cantidades a Siria, Palestina, y Egipto, sea para visitar los Lugares Santos o para seguir la vida ascética de los monjes de la Tebaida o del Sinaí.
Aun existe el itinerario de un peregrinaje de Burdeos a Jerusalén, que data de 333; en 385 San Jerónimo y Santa Paula fundaron los primeros Monasterios latinos en Belén. Ni siquiera la invasión bárbara pareció desalentar el ardor por las peregrinaciones a Oriente. El Itinerario de Santa Silvia (Etheria) muestra la organización de esas expediciones, que eran dirigidas por clérigos y escoltadas por tropas armadas.
En el año 600, San Gregorio el Grande hizo erigir un Hospicio en Jerusalén para el alojamiento de los peregrinos, envió sus designios a los monjes del Monte Sinaí, y, aunque la condición deplorable de la Cristiandad Oriental después de la invasión árabe hizo esta comunicación más difícil, de ninguna manera cesó.
Ya desde el siglo VIII, anglosajones sufrieron las más grandes dificultades para visitar Jerusalén. El viaje de San Willibaldo, Obispo de Eichstädt, tomó 7 años (722-29) y proporciona una idea de las variadas y severas tribulaciones a las que los peregrinos eran sometidos. Después de su conquista de Occidente, los Carolingias trataron de mejorar la condición de los latinos establecidos en Oriente. En 762 Pipino el Breve, entró en negociaciones con el Califa de Bagdad. En Roma, en el año 800, el mismo día en el que León III invocó el arbitraje de Carlomagno, Embajadores de Haroun al-Raschid entregaron al Rey de los Francos las llaves del Santo Sepulcro, el estandarte de Jerusalén, y unas preciosas reliquias; esto fue un reconocimiento del protectorado franco sobre los cristianos de Jerusalén.
Que se edificaron iglesias y monasterios pagados por Carlomagno, es certificado por una especie de censo de los monasterios de Jerusalén del año 808, esas instituciones eran todavía muy prósperas, y se ha demostrado con abundancia que se enviaban limosnas periódicamente de Occidente a Tierra Santa. En el siglo X justo cuando el orden político y social de Europa estaba más perturbado, Caballeros, Obispos, y Abades, actuando por devoción y gusto de la aventura, estaban acostumbrados a visitar Jerusalén y orar en el Santo Sepulcro sin ser vejados por los mahometanos.
De repente, en 1009, Hakem, el Califa fatimí de Egipto, en un ataque de locura ordenó la destrucción del Santo Sepulcro y de todos los establecimientos cristianos en Jerusalén. Por años después de esto, los cristianos fueron cruelmente perseguidos. En 1027 el protectorado Franco fue derrocado y reemplazado por el de los Emperadores bizantinos, a cuya diplomacia se debió la reconstrucción del Santo Sepulcro. Incluso se cercó el barrio cristiano con un muro, y unos comerciantes Amalfi, vasallos de los Emperadores griegos, construyeron hospicios para peregrinos en Jerusalén, entre ellos, el Hospital de San Juan, cuna de la Orden de los Hospitalarios.
En vez de disminuir, el entusiasmo de los cristianos occidentales por el peregrinaje a Jerusalén pareció más bien aumentar durante el siglo XI. No solos Príncipes, Obispos, y Caballeros, sino aun hombres y mujeres de las más humildes clases emprendieron la jornada santa. Ejércitos enteros de peregrinos cruzaron Europa, y en el valle del Danubio se establecieron hospicios donde podían completar sus provisiones. En 1026, Ricardo Abad de Saint-Vannes, condujo 700 peregrinos a Palestina con gasto de Ricardo II, Duque de Normandía. En 1065 más de 12,000 alemanes que cruzaron Europa bajo el mando de Günther, Obispo de Bamberg, en su camino a Palestina tuvieron que buscar refugio en una fortaleza en ruinas, donde se defendieron contra una banda de beduinos.
Así es evidente que a fines del siglo XI la ruta de Palestina le era bastante familiar a los cristianos occidentales que tenían al Santo Sepulcro como a la reliquia más venerada y estaban listos a afrontar cualquier peligro para visitarlo. El recuerdo del protectorado de Carlomagno aun vivía, y un rastro de él se encuentra en la leyenda medieval del viaje de este Emperador a Palestina. El ascenso de los turcos seleúcidas, sin embargo, comprometió la seguridad de los peregrinos e incluso amenazó la independencia del Imperio Bizantino y de toda la Cristiandad. En 1070 Jerusalén fue tomada, y en 1091 Diógenes, el Emperador griego, fue derrotado y hecho cautivo en Mantzikert.
Asia Menor y toda Siria se volvieron la presa de los turcos. Antioquía sucumbió en 1084, y para 1092 ni una de las grandes sedes metropolitanas de Asia permanecía en posesión de los cristianos.
Aunque separados de la comunión de Roma desde el Cisma de Miguel Cerulario (1054), los Emperadores de Constantinopla suplicaron por la ayuda de los Papas; en 1073 se intercambiaron cartas sobre el asunto entre el Emperador Miguel VII y el Papa Gregorio VII. El Papa seriamente contempló el liderar una fuerza de 50.000 hombres a Oriente para restablecer la unidad cristiana, repeler a los turcos, y rescatar el Santo Sepulcro. Pero la idea de la cruzada constituía sólo una parte de este magnífico plan. El conflicto sobre las Investiduras en 1076 obligó al Papa a abandonar sus proyectos; los Emperadores Nicéphoro Botaniates y Alejo Comneno eran desfavorables a una unión religiosa con Roma: finalmente la guerra estalló entre el Imperio Bizantino y los Normandos de las Dos Sicilias.
Fue el Papa Urbano II quien asumió los planes de Gregorio VII y les dio una forma más definida. Una carta de Alejo Comneno a Roberto, Conde de Flandes, parece dar a entender que la Cruzada fue instigada por el Emperador bizantino, pero esto se ha probado falso. Alejo sólo había querido enrolar 500 Caballeros flamencos en el ejército imperial. El honor de iniciar la Cruzada se ha atribuido también a Pedro el Ermitaño, un solitario de Picardía, quien, después de un peregrinaje a Jerusalén y una visión en la iglesia del Santo Sepulcro, fue a ver a Urbano II y fue comisionado por él para predicar la Cruzada. Sin embargo, aunque testigos oculares de la Cruzada mencionan su predicación, no le atribuyen el papel tan importante que le asignan más tarde varios cronistas.
La idea de la Cruzada se atribuye principalmente al Papa Urbano II (1095), y los motivos que lo llevaron actuar son claramente mostrados por sus contemporáneos: "Observando el enorme daño que todos, clero o pueblo, causaron a la fe cristiana. . . a la noticia de que las provincias rumanas habían sido tomadas de los cristianos por los turcos, conmovido con compasión e impulsado por el amor de Dios, cruzó las montañas y descendió en la Galia". Por supuesto es posible que para aumentar sus fuerzas, Alejo Comneno haya solicitado ayuda en Occidente; sin embargo, no fue él, sino el Papa quien incitó al gran movimiento que llenó a los griegos de ansiedad y terror.
Después de viajar a través de Borgoña y el sur de Francia, Urbano II convocó un Concilio en Clermont-Ferrand, en Auvernia. Asistieron 14 Arzobispos, 250 Obispos, y 400 Abades; también un gran número de Caballeros y hombres de todas condiciones vinieron y acamparon en la llanura de Chantoin, al este de Clermont, del 18 al 28 de noviembre de 1095. El Papa se dirigió a las multitudes congregadas, las exhortó a ir adelante y rescatar el Santo Sepulcro. Entre un entusiasmo maravilloso y gritos de "¡Dios lo quiere!", todos corrieron hacia el Pontífice a obligarse por voto a partir para Tierra Santa y recibir la cruz de material rojo que llevarían en el hombro. Al mismo tiempo el Papa envió cartas a todas las naciones cristianas, y el movimiento rápidamente avanzó en toda Europa.
Predicadores de la Cruzada aparecieron por dondequiera, y por todos lados surgieron desorganizas, indisciplinadas, hordas sin dinero, casi sin equipo, que, saliendo hacia el este por el valle del Danubio, pillaron a lo largo del camino y asesinaron a los judíos en las ciudades alemanas.
Una de esas bandas, encabezada por Folkmar, un clérigo alemán, fue asesinado por los húngaros. Pedro el Ermitaño, sin embargo, y el Caballero alemán, Walter Sin-un-cinco (Gautier Sans Avoir), llegaron por fin a Constantinopla con sus desorganizadas tropas. Para preservar la ciudad del pillaje, Alejo Comneno los mandó llevar a través del Bósforo (agosto, 1096); en Asia Menor volvieron a saquear y fueron casi todos masacrados por los turcos. Entretanto se organizaba la Cruzada regular en Occidente y, según un bien concebido plan, los 4 ejércitos principales debían reunirse en Constantinopla.
Godofredo de Bouillon (Duque de Baja Lorena a la cabeza del pueblo de Lorena), los alemanes, y los franceses del norte, siguieron el valle del Danubio, cruzaron Hungría, y llegaron a Constantinopla en 1096.
Hugo de Vermandois (hermano del Rey Felipe I de Francia), Roberto Courte-Heuse, (Duque de Normandía), y el Conde Esteban de Blois, llevaron bandas de franceses y normandos por los Alpes y echaron vela de los puertos de Apulia para Dyrrachium (Durazzo o Durrës), de donde tomaron la "Via Egnatia" hacia Constantinopla y se reunieron allí en mayo de 1097.
Los franceses del sur, bajo la dirección de Raimundo de San-Gilles, (Conde de Tolosa), y de Ademar de Monteil, (Obispo de Puy y Legado Papal), empezaron a avanzar batallando por los valles longitudinales de los Alpes Orientales y, después de conflictos sangrientos con los eslavos, llegaron a Constantinopla a fines de abril de 1097.
Por último, los Normandos de Italia del sur, atraídos por el entusiasmo de las bandas de cruzados que pasaban por su país, embarcaron para Epiro bajo el mando de Bohemundo y Tancredo, (uno era el hijo mayor, el otro el sobrino), de Roberto Guiscardo.
Cruzando el Imperio Bizantino, consiguieron llegar a Constantinopla en abril de 1097. La aparición de los ejércitos Cruzados en Constantinopla creó la más grande inquietud, y provocó los futuros e irremediables malos entendidos entre los cristianos griegos y los latinos. La invasión no pedida de estos últimos, alarmó a Alejo, quien trató de prevenir la concentración de todas esas fuerzas en Constantinopla transportando a Asia Menor cada ejército occidental en el orden de su llegada; además, él trató de arrancar de los jefes de la Cruzada la promesa de que restaurarían al Imperio Griego las tierras que iban a conquistar. Después de resistir a las súplicas imperiales durante el invierno, Godofredo de Bouillon, confinado en Pera, aceptó al fin tomar el juramento de fidelidad. Bohemundo, Roberto Courte-Heuse, Esteban de Blois, y los otros jefes cruzados sin dudar hicieron la misma promesa; Raimundo de St-Gilles, sin embargo, permaneció firme.
Transportados a Asia Menor, los Cruzados sitiaron la ciudad de Nicea, pero Alejo negoció con los turcos, que le entregaron la ciudad, y prohibió entrar a los cruzados (junio de 1097). Después de vencer a los turcos en la batalla de Dorilea en julio de 1097, los cristianos entraron en las mesetas altas de Asia Menor. Sin cesar fueron hostigados por un implacable enemigo, agobiados por el extremo calor, y abatidos bajo el peso de sus armaduras de cuero cubiertas de placas de hierro, sus sufrimientos eran casi intolerables.
En septiembre de 1097, Tancredo y Balduino, hermanos de Godofredo de Bouillon, dejaron el grueso del ejército y entraron en territorio armenio. En Tarsus una pelea casi estalla entre ellos, pero afortunadamente se reconciliaron. Tancredo tomó posesión de las ciudades de Cilicia, mientras Balduino, llamado por los armenios, cruzó el Éufrates en octubre de 1097, y, después de casarse con una Princesa armenia, fue proclamado Señor de Edesa.
Entretanto los Cruzados, reaprovisionados por los armenios de la región de Taurus, fueron a Siria y en octubre de 1097, llegaron a la ciudad fortificada de Antioquía, que estaba protegida por una pared flanqueada de 450 torres, abastecida por el Amel Jagi-Sian con inmensas cantidades de provisiones. Gracias a la ayuda de carpinteros e ingenieros de una flota genovesa que había llegado a la boca del Orontes, los Cruzados pudieron construir arietes e iniciaron el sitio de la ciudad. Por fin, Bohemundo negoció con un jefe turco que entregó una de las torres, y en la noche del 2 de junio de 1098, los Cruzados tomaron Antioquía por asalto. Al día siguiente fueron sitiados dentro de la ciudad por el ejército de Kerbûga, Amel de Mosul. Plaga y hambre cruelmente diezmaron sus rangos, y muchos de ellos, entre otros Esteban de Blois, escaparon bajo cubierto de la noche.
El ejército estaba al borde del desaliento cuando de repente se reanimó su valor por el descubrimiento de la Lanza Santa, resultado del sueño de un sacerdote provenzal llamado Pedro Bartolomé. El 28 de junio de 1098, el ejército de Kerbûga fue efectivamente rechazado, pero, en lugar de marchar sin retraso a Jerusalén, los jefes gastaron varios meses en disputas por la rivalidad entre Raimundo de San-Gilles y Bohemundo, ambos exigiendo el derecho a Antioquía. No fue sino hasta abril de 1099, que empezó la marcha hacia Jerusalén. Bohemundo quedó en posesión de Antioquía mientras que Raimundo tomó Trípoli. El 7 de junio los Cruzados empezaron el sitio de Jerusalén.
Su dificultad habría sido seria, en efecto, de no haber sido por la llegada de otra flota genovesa a Jaffa y, como en Antioquía, suministró los ingenieros necesarios para un sitio. Después de una procesión general que los Cruzados hicieron descalzos alrededor de las murallas de la ciudad entre insultos y encantamientos de hechiceros mahometanos, el ataque comenzó el 14 de julio de 1099. Al día siguiente los cristianos entraron en Jerusalén por todos lados y asesinaron a sus habitantes sin consideración de edad ni sexo.
Habiendo cumplido su peregrinaje al Santo Sepulcro, los Caballeros eligieron como Señor de la nueva conquista a Godofredo de Bouillon, quien se llamó a sí mismo "Defensor del Santo Sepulcro". Tuvieron entonces que rechazar un ejército egipcio, que fue derrotado en Ascalón, el 12 de agosto de 1099. Su situación era sin embargo muy insegura.
Alejo Comneno amenazó el principado de Antioquía, y en 1100 Bohemundo mismo fue hecho prisionero por los turcos, mientras que la mayor parte de las ciudades en la costa estaban todavía bajo control mahometano.
Antes de su muerte, el 29 de julio de 1099, Urbano II una vez más proclamó otra Cruzada. En 1101 tres expediciones cruzaron Europa bajo la dirección del Conde Esteban de Blois, del Duque Guillermo IX de Aquitania, y de Welf IV, Duque de Baviera. Los tres lograron llegar a Asia Menor, pero fueron masacrados por los turcos.
A su salida de prisión, Bohemundo atacó al Imperio Bizantino, pero fue rodeado por el ejército imperial y forzado a aceptar ser el vasallo de Alejo. A la muerte de Bohemundo en 1111, sin embargo, Tancredo se negó a respetar el tratado y retuvo Antioquía. Godofredo de Bouillon murió en Jerusalén el 18 de julio de1100. Su hermano y sucesor, Balduino de Edesa, fue coronado Rey de Jerusalén en la Basílica de Belén el 25 de diciembre de 1100. En 1112 con la ayuda de noruegos bajo el mando de Sigurd Jorsalafari y el apoyo de flotas genovesa, pisana, y veneciana, Balduino inició la conquista de los puertos de Siria, que completó en 1124 con la captura de Tiro. Solo Ascalón mantuvo una guarnición egipcia hasta 1153.
En ese período los estados cristianos formaban un territorio extenso y continuo entre el Éufrates y la frontera egipcia, e incluían 4 Principados casi independientes: el Reino de Jerusalén, el Condado de Trípoli, el Principado de Antioquía, y el Condado de Rohez (Edesa).
Estos pequeños estados eran, por así decir, la propiedad común de toda la Cristiandad y, como tal, estaban subordinados a la autoridad del Papa. Además, los Caballeros franceses y comerciantes italianos establecidos en las recientemente conquistadas ciudades pronto predominaron. La autoridad de los soberanos de estos diferentes principados estaba restringida por los dueños de feudos, los vasallos, y los sub-vasallos que constituían la Corte de Lieges, o Suprema Corte. Esta asamblea tenía total autoridad en asuntos legislativos; ningún estatuto ni ley se podía proclamar sin su acuerdo; ningún Barón podía ser privado de su feudo sin su decisión; su jurisdicción se extendía por encima de todos, incluso el Rey, y también controlaba la sucesión al trono.
Una "Corte de Burgueses" tenía jurisdicción similar sobre los ciudadanos. Cada feudo tenía un tribunal igual compuesto de caballeros y ciudadanos, y en los puertos había policía y cortes mercantiles. La autoridad de la Iglesia también ayudaba a limitar el poder del Rey; las 4 sedes metropolitanas de Tiro, Cesárea, Bessan, y Petra estaban sujetas al Patriarca de Jerusalén, de la misma manera 7 sedes subordinadas y un número de Abadías, entre ellas el Monte Sion, el Monte de los Olivos, el Templo de Josafat, y el Santo Sepulcro. A través de ricas y frecuentes donaciones, el clero se volvió el más grande dueño de propiedades del reino; también recibió de los Cruzados importantes propiedades en Europa.
A pesar de las antes mencionadas restricciones en el siglo XII, el Rey de Jerusalén tenía un gran ingreso. Los impuestos aduanales establecidos en los puertos y administrados por nativos, los peajes impuestos a las caravanas, y el monopolio de ciertas industrias eran una fecunda fuente de ingresos. Desde un punto de vista militar todo vasallo debía un servicio de tiempo ilimitado al Rey, aunque éste estaba obligado a indemnizarlos, pero para llenar las líneas del ejército era necesario enrolar nativos que recibían una anualidad de por vida. De esta manera se reclutó la caballería ligera de los "Turcoples", armados a la manera sarracena. En total estas fuerzas eran poco mas de 20.000 hombres, y aún así los vasallos poderosos que las comandaban, eran casi independientes del Rey.
Fue la gran necesidad de tropas regulares para defender los dominios cristianos la que provocó la creación de una institución única, las Ordenes religiosas de Caballería, a saber: los Hospitalarios, (que al principio cumplían su deber en el Hospital de San Juan fundado por los antes citados comerciantes de Amalfi, y fueron organizados luego por Gerardo du Puy como una milicia que podía luchar contra los sarracenos en 1113); y los Templarios, (9 de quienes en 1118 se congregaron con Hugues de Payens y recibieron la Regla de San Bernardo).
Estos miembros, ya sean Caballeros de la nobleza, alguaciles, empleados, o capellanes, pronunciaron los tres votos monacales pero era sobre todo para la guerra contra los sarracenos a lo que se comprometían. Siendo favorecidos con muchos privilegios espirituales y temporales, fácilmente ganaron reclutas entre los hijos más jóvenes de casas feudales y adquirieron tanto en Palestina como en Europa una considerable propiedad.
Sus Castillos, construidos en los principales puntos estratégicos, Margat, El Krak, y Tortosa, eran ciudadelas fuertes protegidas por varios cercos concéntricos. En el Reino de Jerusalén estas Órdenes militares virtualmente formaron dos comunidades independientes. Finalmente, en las ciudades, se dividió el poder público entre los ciudadanos nativos y los colonos italianos, genoveses, venecianos, pisanos, y también los marselleses a quienes, a cambio de sus servicios, se les dio poder supremo en ciertos distritos en pequeñas comunidades autogobernadas que tenían sus cónsules, sus iglesias, y en las orillas sus granjas, utilizadas para el cultivo de algodón y caña de azúcar.
Los puertos sirios eran visitados regularmente por flotas italianas que obtenían allí las especias y sedas traídas por caravanas de Extremo Oriente. Así, durante la primera mitad del siglo XII los estados cristianos de Oriente estaban completamente organizados, y aun eclipsaron en riqueza y prosperidad a la mayor parte de los estados occidentales.
Destrucción de los Estados Cristianos:
Muchos peligros, por desgracia, amenazaban esa prosperidad. En el sur los Califas de Egipto, en el este los ámeles seleúcidas de Damasco, Hama y Alepo, y en el norte los Emperadores Bizantinos, ávidos de realizar el proyecto de Alejo Comneno de tener a los estados latinos bajo su poder. Además, en presencia de tantos enemigos los estados cristianos faltaban de cohesión y disciplina. La ayuda que recibían de Occidente era demasiado dispersa e intermitente. Sin embargo esos Caballeros occidentales, aislados en medio de mahometanos y forzados debido al tórrido clima, a llevar una vida muy diferente de aquella a la que estaban acostumbrados en casa, desplegaron valentía y energía admirables en su esfuerzo por preservar las colonias cristianas.
En 1137, Juan Comneno Emperador de Constantinopla, se presentó delante de Antioquía con un ejército, y obligó al Príncipe Raimundo a rendirle homenaje. A la muerte de este potentado en 1143, Raimundo trato de quitarse ese molesto yugo e invadió el territorio bizantino, pero fue encerrado por el ejército imperial y obligado en 1144, a humillarse en Constantinopla delante del Emperador Manuel.
El Principado de Edesa, completamente aislado de los otros estados cristianos, no pudo resistir a los ataques de Imad-al-Din Zangi, el Príncipe de Mosul, que forzó su guarnición a capitular en 1144. Después del asesinato de Imad-al-Din Zangi, su hijo Nur-al-Din continuó las hostilidades contra los estados cristianos.
Ante estas noticias, Luis VII de Francia, la Reina Leonor de Aquitania, y un gran número de caballeros, conmovidos por las exhortaciones de San Bernardo, se enrolaron bajo la cruz en marzo de 1146. El Abad de Claraval se convirtió en el Apóstol de la Cruzada y concibió la idea de instar a toda Europa a atacar a los infieles simultáneamente en Siria, en España, y más allá del Elba. Al principio encontró una fuerte oposición en Alemania. Finalmente el Emperador Conrado III accedió a su deseo y adoptó el estandarte de la cruz en la Dieta de Spira, en diciembre de 1146. Sin embargo, no había el entusiasmo que predominó en 1095.
Al mismo tiempo que los Cruzados comenzaban su marcha, el Rey Roger de Sicilia atacó al Imperio Bizantino, pero su expedición sólo frenó el progreso de la invasión de Nur-al-Din. Los sufrimientos soportados por los Cruzados mientras cruzaban Asia Menor les impidió el avanzar a Edesa. Se contentaron con acosar Damasco, pero fueron obligados a retirarse al cabo de varias semanas en julio de 1148.
Esta derrota causó gran descontento en Occidente; además, los conflictos entre los griegos y los Cruzados sólo confirmaron la opinión general de que el Imperio Bizantino era el obstáculo principal al éxito de las Cruzadas. Sin embargo, Manuel Comneno trató de fortalecer los vínculos que unían el Imperio Bizantino a los principados italianos. En 1161 se casó con María de Antioquía, y en 1167 dio la mano de una de sus sobrinas a Amaury, Rey de Jerusalén. Esta alianza dio por resultado el frustrar el progreso de Nur-al-Din, que, habiendo llegado a ser amo de Damasco en 1154, se abstuvo desde entonces de atacar los dominios cristianos.
El Rey Amaury aprovechó esa tregua para intervenir en los asuntos de Egipto, puesto que los únicos representante restantes de la dinastía fatimí eran niños, y dos Visires rivales se disputaban el poder supremo en medio de condiciones de anarquía absoluta. Uno de esos rivales, Shawer, siendo desterrado de Egipto, se refugió con Nur-al-Din, que envió a su mejor General, Shírkúh, a reinstalarlo. Después de su conquista del Cairo, Shírkúh trató de poner Shawer en desgracia con el Califa; Amaury, aprovechándose de esto, se alío con Shawer. En dos ocasiones, en 1164 y 1167, forzó Shírkúh a salir de Egipto; un cuerpo de Caballeros francos fue estacionado en una de las puertas del Cairo, y Egipto pagó un tributo de 100,000 dinares al Reino de Jerusalén.
En 1168 Amaury hizo otro intento de conquistar Egipto, pero falló. Después de ordenar el asesinato de Shawer, Shírkúh se proclamó a sí mismo Gran Visir. A su muerte en marzo de 1169, su sucesor fue su sobrino, Salah-al-Din (Saladino). Durante ese año Amaury, ayudado por una flota bizantina, invadió Egipto una vez más, pero fue derrotado en Damietta.
Saladino tuvo total control de Egipto y no nombró ningún sucesor al último Califa fatimí, que murió en 1171. Además, Nur-al-Din murió en 1174, y, mientras sus hijos y sobrinos se disputaban la herencia, Saladino tomó posesión de Damasco y conquistó toda Mesopotamia, excepto Mosul.
Así, cuando Amaury murió en 1173, dejando el poder real a Balduino IV, "el Leproso", un niño de 13 años, el reino de Jerusalén estaba amenazado por todos lados. Al mismo tiempo dos facciones, conducidas respectivamente por Guido de Lusiñan, cuñado del Rey, y Raimundo, Conde de Trípoli, competían por el poder.
Balduino IV murió en 1184, y fue pronto seguido a la tumba por su sobrino Balduino V. A pesar de una viva oposición, Guido de Lusiñan fue coronado Rey, en julio de 1186. Aunque la lucha contra Saladino estaba ya en marcha, fue desgraciadamente conducida sin orden ni disciplina. A pesar de la tregua concluida con Saladino, Renaud de Châtillon, un poderoso Señor feudal de la región transjordanica, que incluía al dominio de Montreal, el gran Castillo de Karak, y Aïlet, un puerto en el Mar Rojo, buscó desviar la atención del enemigo atacando las ciudades santas de los mahometanos.
Navíos sin remos fueron traídos a Aïlet a lomo de camello en 1182, y una flotilla de 5 galeras recorrió el Mar Rojo por un año entero, asolando las costas hasta Adén. Un cuerpo de Caballeros incluso intentó tomar Medina. Al fin esa flotilla fue destruida por Saladino, y, al gran júbilo de los mahometanos, mataron a los prisioneros francos en la Meca. Atacado en su Castillo en Karak, Renaud por dos veces rechazó las fuerzas de Saladino (1184-86).
Una tregua se firmó entonces, pero Renaud la rompió de nuevo y se apoderó de una caravana en la que iba la propia hermana del Sultán. En su exasperación, Saladino invadió el Reino de Jerusalén y, aunque Guido de Lusiñan reunió todas sus fuerzas para rechazar el ataque, el 4 de julio de 1187, el ejército de Saladino aniquiló el de los cristianos en las orillas del Lago Tiberíades. El Rey, el Gran Maestro del Templo, Renaud de Châtillon, y los hombres más poderosos del reino fueron hechos prisioneros. Después de matar a Renaud con sus propias manos, Saladino marchó sobre Jerusalén. La ciudad capituló el 17 de septiembre. Tiro, Antioquía, y Trípoli fueron los únicos lugares en Siria que permanecieron en poder de los cristianos.
Cruzada contra San Juan de Acre:
Las noticias de estos eventos causaron gran consternación en la Cristiandad, y el Papa Gregorio VIII se esforzó en poner fin a todas las disensiones entre los Príncipes cristianos. En enero de 1188, Felipe Augusto, Rey de Francia, y Enrique II, Plantagenet, se reconciliaron en Gisors y tomaron la cruz. En marzo en la Dieta de Mainz, Federico Barbarroja y un gran número de Caballeros alemanes hicieron un voto para defender la causa cristiana en Palestina. En Italia, Pisa hizo la paz con Génova, Venecia con el Rey de Hungría, y Guillermo de Sicilia con el Imperio Bizantino. Además, una armada escandinava de 12.000 guerreros navegando por las costas de Europa, al pasar por Portugal, ayudó a recuperar Alvor de los mahometanos.
El entusiasmo por la Cruzada era de nuevo de un alto nivel; pero, en cambio, la diplomacia y los planes de Reyes y Príncipes tenían cada vez más importancia en su organización. Federico Barbarroja inició negociaciones con Isaac Angelus, Emperador de Constantinopla, con el Sultán de Iconium, y aun con el mismo Saladino. Era, además, la primera vez que se unían bajo un solo jefe todas las fuerzas mahometanas. Saladino, mientras se predicaba la guerra santa, organizó contra los cristianos algo así como una contra cruzada. Federico Barbarroja, que fue el primero en prepararse para la empresa, y a quien los cronistas atribuyen un ejército de 100.000 hombres, salió de Ratisbona, en mayo de 1189.
Después de cruzar Hungría tomó los Estrechos Balcánicos por asalto y trató de flanquear los movimientos hostiles de Isaac Angelus, atacando Constantinopla. Finalmente, después del saqueo de Adrianópolis, Isaac Angelus se rindió, y en marzo de 1190, los alemanes consiguieron cruzar el Estrecho de Galípoli. Como de costumbre, la marcha a través de Asia Menor fue muy difícil. Con la idea de reabastecerse en provisiones, el ejército tomó Iconium por asalto. A su llegada a la región de Taurus, Federico Barbarroja trató de cruzar el Selef (Kydnos) a caballo y se ahogó. Enseguida, muchos Príncipes alemanes regresaron a Europa; los otros, conducidos por el hijo del Emperador, Felipe de Suabia llegaron a Antioquía y prosiguieron luego a San Juan de Acre. Fue delante de esta ciudad que al fin todas las tropas cruzadas se reunieron.
En junio de 1189, el Rey Guido de Lusiñan, que había sido liberado de cautividad, se presentó allí con el resto del ejército cristiano, y, en septiembre del mismo año, llegó la armada escandinava, seguida por las flotas inglesa y flamenca, comandadas respectivamente por el Arzobispo de Canterbury y Jacques d'Hvesnes. Este heroico sitio duró dos años. En la primavera de cada año llegaban refuerzos de Occidente, y una verdadera ciudad cristiana surgió fuera de las murallas de Acre. Pero los inviernos fueron desastrosos para los Cruzados, cuyas líneas eran diezmadas por enfermedades traídas por las inclemencias de la estación lluviosa y la falta de comida.
Saladino vino a ayudar a la ciudad, y se comunicó con ella por medio de palomas mensajeras. Máquinas lanza misiles, impulsadas por poderosas maquinarias, fueron utilizadas por los Cruzados para demoler las murallas de Acre, pero los mahometanos también tenían artillería poderosa. Este sitio famoso había durado ya dos años cuando Felipe Augusto, Rey de Francia, y Ricardo Corazón de León, Rey de Inglaterra, llegaron a la escena. Después de largas deliberaciones habían salido juntos de Vézelay, en julio de 1190. Ricardo embarcó en Marsella, Felipe en Génova, y se reunieron en Messina. Durante su estancia en ese lugar, que duró hasta marzo de 1191, casi se pelean, pero finalmente concluyeron un tratado de paz. Mientras Felipe llegaba a Acre, Ricardo naufragó en la costa de Chipre, entonces independiente bajo Isaac Comneno.
Con ayuda de Guido de Lusiñan, Ricardo conquistó esta isla. La llegada de los Reyes de Francia e Inglaterra delante de Acre provocó la capitulación de la ciudad, en julio de 1191.
Pronto, sin embargo, la disputa de los Reyes francés e inglés estalló de nuevo, y Felipe Augusto dejó Palestina, el 28 de julio. Ricardo fue entonces el Jefe de la Cruzada, y, para castigar a Saladino por no cumplir con las condiciones del tratado dentro del tiempo estipulado, mandó matar a los rehenes mahometanos. Luego, pensó atacar Jerusalén, pero, luego de engañar a los cristianos durante las negociaciones, Saladino trajo muchas tropas de Egipto. La empresa falló, y Ricardo compensó sus reveses con brillantes pero inútiles hazañas que hicieron su nombre legendario entre los mahometanos.
Antes de partir vendió la Isla de Chipre, primero a los Templarios, que fueron incapaces de establecerse allí, y después a Guido de Lusiñan, que renunció al Reino de Jerusalén en favor de Conrado de Montferrat en 1192. Después de una última expedición para defender Jaffa contra Saladino, Ricardo declaró una tregua y embarcó para Europa, en octubre de 1192, pero no llegó a su reino inglés hasta después de haber sufrido una humillante cautividad en las manos del Duque de Austria, quien vengó de esta manera los insultos que se le hicieron frente a San Juan de Acre.
Mientras Capetos y Plantagenets, olvidando la Guerra Santa, arreglaban en casa sus disputas territoriales, el Emperador Enrique VI, hijo de Barbarroja, tomó a su cargo la dirección suprema de la política cristiana en Oriente. Coronado Rey de las Dos Sicilias, en diciembre de 1194, tomó la cruz en Bari en mayo de 1195, y preparó una expedición que, pensó, recuperaría Jerusalén y arrebataría Constantinopla al usurpador Alejo III.
Ansioso de ejercer su autoridad imperial hizo a Amaury de Lusignan, Rey de Chipre y a León II, Rey de Armenia. En septiembre de 1197, los Cruzados alemanes partieron para Oriente. Desembarcaron en San Juan de Acre y marcharon sobre Jerusalén, pero fueron detenidos delante del pequeño pueblo de Tibnin en noviembre de 1197, a febrero de 1198. Al levantar el sitio, supieron que Enrique VI había muerto, en Messina, donde había reunido la armada que iba a llevarlo a Constantinopla. Los alemanes firmaron una tregua con los sarracenos, pero su futura influencia en Palestina fue asegurada por la creación de la Orden de los Caballeros Teutónicos. En 1143 un peregrino alemán había fundado un hospital para sus compatriotas; los religiosos que lo servían se trasladaron a Acre y, en 1198, se organizaron imitando el proyecto de los Hospitalarios, su regla fue aprobada por Inocencio III en 1199.
Cruzada contra Constantinopla:
En los muchos intentos hechos para fundar los estados cristianos, los esfuerzos de los Cruzados se habían dirigido solo hacia el objetivo por el que la Guerra Santa había sido instituida. La Cruzada contra Constantinopla, muestra la primera desviación del propósito original. Para quienes trataban de lograr sus fines arrancando la dirección de las Cruzadas de las manos del Papa, este nuevo movimiento era, por supuesto, un triunfo, pero para la Cristiandad fue una causa de confusión.
Apenas había sido elegido Papa Inocencio III, en enero de 1198, inauguró una política para el Oriente que siguió a lo largo de todo su pontificado. Subordinó todo lo demás al rescate de Jerusalén y a la reconquista de la Tierra Santa. En sus primeras Encíclicas convocó a todos los cristianos a unirse a la Cruzada e incluso negoció con Alejo III, el Emperador Bizantino, tratando de convencerlo de reintegrar la comunión con Roma y utilizar sus tropas para la liberación de Palestina. Pedro de Capua, el Legado Papal, motivó una tregua entre Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León, en enero de 1199, y predicadores populares, entre otros el cura párroco Foulques de Neuilly, atrajeron grandes multitudes.
Durante un torneo en Ecry-sur-Aisne, en noviembre de 1199, el Conde Teobaldo de Champaña y un gran número de Caballeros, tomaron la cruz; en Alemania del sur, Martín, Abad de Pairis, cerca de Colmar, atrajo muchos a la Cruzada. Parecía, sin embargo, que, desde el principio, el Papa perdió el control de esta empresa. Sin ni siquiera consultar a Inocencio III, los Caballeros franceses, que habían elegido a Teobaldo de Champaña como su jefe, decidieron atacar a los mahometanos en Egipto y en marzo de 1201, concluyeron con la República de Venecia, un contrato para el transporte de tropas en el mediterráneo. A la muerte de Teobaldo, los Cruzados eligieron como su sucesor a Bonifacio, Marqués de Montferrat, y primo de Felipe de Suabia, entonces en conflicto abierto con el Papa.
Justo en ese momento el hijo de Isaac Angelus, el destronado Emperador de Constantinopla, buscó refugio en Occidente y le pidió a Inocencio III y a su propio cuñado, Felipe de Suabia, el reintegrarlo en el trono imperial. Se ha planteado la cuestión de si fue un acuerdo previo entre Felipe y Bonifacio de Montferrat para desviar la Cruzada hacia Constantinopla, y un pasaje en la "Gesta Innocentii", indica que la idea no era nueva para Bonifacio de Montferrat cuando, en la primavera de 1202, la dio a conocer al Papa.
Entretanto los Cruzados reunidos en Venecia no podían pagar la cantidad exigida por su contrato, así, a manera de intercambio, los venecianos sugirieron que ayudaran a recuperar la ciudad de Zara en Dalmacia. Los Caballeros aceptaron la propuesta, y, después de unos días de sitio, la ciudad capituló en noviembre de 1202. Pero fue en vano que Inocencio III instó a los Cruzados a salir para Palestina. Habiendo obtenido la absolución por la captura de Zara, y a pesar de la oposición de Simón de Montfort y una parte del ejército, en mayo de 1203, los jefes ordenaron la marcha sobre Constantinopla. Ellos habían concluido con Alejo, el pretendiente bizantino, un tratado por el cual éste prometía obtener el retorno de los griegos a la comunión con Roma, dar a los cruzados 200.000 marcos, y participar a la Guerra Santa.
En junio la flota de los cruzados se presentó delante de Constantinopla; el 7 de julio tomaron posesión de un suburbio de Galacia y forzaron su entrada en el Cuerno de oro; el 17 de julio atacaron simultáneamente las murallas marinas y las murallas terrestres del Blachernæ. Las tropas de Alejo III intentaron una infructuosa salida, y el usurpador huyó, después de lo cual Isaac Angelus fue liberado de prisión y se le permitió compartir la dignidad imperial con su hijo, Alejo IV. Pero aunque éste último hubiera sido sincero habría sido incapaz de respetar las promesas hechas a los Cruzados. Después de unos meses de tediosa espera, aquellos de entre los cruzados acuartelados en Galacia perdieron paciencia con los griegos, que no sólo se negaban a respetar su acuerdo, sino que incluso los trataban con abierta hostilidad.
En febrero de 1204, Alejo IV e Isaac Angelus fueron destronados por una revolución, y Alejo Murzuphla, un usurpador, emprendió la defensa de Constantinopla en contra de los cruzados latinos que se prepararon a asediar Constantinopla por segunda vez. Por un tratado concluido en marzo de 1204, entre los venecianos y los jefes cruzados, se pusieron de acuerdo por adelantado para compartir los despojos del Imperio griego.
En abril de 1204, Constantinopla fue tomada por asalto, y al día siguiente comenzó el cruel pillaje de sus iglesias y palacios. Obras maestras de la antigüedad, amontonadas en lugares públicos y en el Hipódromo, fueron completamente destruidas. Clérigos y caballeros, en su avidez por adquirir famosas e inestimables reliquias, tomaron parte en el saqueo de las iglesias. Los venecianos recibieron la mitad del botín; la parte de cada cruzado fue determinada según su grado de Barón, Caballero, o Alguacil, y la mayor parte de las iglesias de Occidente se enriquecieron con los ornamentos despojados de las de Constantinopla.
La ciudad fue saqueada durante varios días. Los cronistas se hacen eco de las atrocidades perpetradas por los conquistadores. Del saqueo no se libraron las iglesias ni los monasterios, y en la misma Santa Sofía fueron destruidos el iconostasio de plata y varios libros y objetos de culto.
Mataron y destruyeron a su antojo. Saquearon sólo en moneda lo equivalente a 900.000 marcos de plata pura y varias toneladas de oro. Bustos antiguos, miles de estatuas, miles de columnas y sarcófagos de mármol, copas y coronas de oro enjoyadas, piedras preciosas y tesoros de todo tipo.
En el Foro arramplaron con todas las estatuas de bronce existentes (las de Constantino, su madre, las cruces, Hera, Atenea, Poseidón, César, Augusto, Escipión, Mario, el Ninphaeum con los tritones, hipocampos, que era la fuente enfrente del Senado) y toda la plata de las iglesias para hacer moneda.
Los cruzados profanaron el Apostoleion y saquearon el sarcófago de Justiniano. Según las crónicas de Nicetas Choniates encontraron el cuerpo de Justiniano incorrupto. Abrieron también el sarcófago del emperador Heraclio y robaron su corona de oro arrancada con los pelos de la cabeza, que acabó en Venecia ( al igual que los caballos del Hipódromo y el León de San Marcos).
Caballos del Hipódromo de Constantinopla en Venecia
León de San Marcos de Constantinopla en Venecia
Las fuentes occidentales no dan pistas del destino de los restos mortales de Constantino, cuya tumba estaba situada muy cerca. Hoy sólo se conserva un fragmento de su sarcófago en el Museo Arqueológico de Estambul, mientras que el sarcófago de su madre Helena está en el Museo Vaticano (Pio-Clementino).
Según relata Nicetas Coniates: “Destrozaron las santas imágenes y arrojaron las sagradas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenza mencionar, esparciendo por doquier el cuerpo y la sangre del Salvador. En cuanto a la profanación de la Gran Iglesia, destruyeron el altar mayor y repartieron los trozos entre ellos e introdujeron caballos y mulas a la iglesia para poder llevarse mejor los recipientes sagrados, el púlpito, las puertas y todo el mobiliario que encontraban; y cuando algunas de estas bestias se resbalaban y caían, las atravesaban con sus espadas, ensuciando la iglesia con su sangre y excrementos. Una vulgar ramera fue entronizada en la silla del Patriarca para lanzar insultos a Jesucristo y cantaba canciones obscenas y bailaba inmodestamente en el lugar sagrado. Tampoco mostraron misericordia con las matronas virtuosas, las doncellas inocentes e incluso las vírgenes consagradas a Dios".
La ocupación se alargó hasta el año 1261 cuando los bizantinos niceanos volvieron a reconquistar la capital. La población decreció a menos de la mitad y algunos edificios romanos quedaron hechos una ruina. Los bizantinos tuvieron un impuesto (durante 800 años) para preservar los monumentos de la ciudad hasta el año 1204. Algunos príncipes francos usaron el maderamen de los palacios para calentarse en invierno durante más de 50 años...
Este saqueo arruinó Bizancio y la dejó herida de muerte. Desaparecieron en el proceso el Senado romano como entidad (Synkletos) y las carreras de cuadrigas....De hecho, el Hipódromo mismo quedó hecho una ruina y saqueado de columnas y estatuas, incluyendo la sustracción de las láminas de bronce que recubrían el obelisco de Constantino VII. Aquella fue la verdadera muerte de la Antigüedad. La segunda muerte de Homero y Platón.
En mayo de 1204, un Colegio Electoral, constituido por prominentes cruzados y venecianos, se congregó para elegir un Emperador. Dandolo, Dogo de Venecia, rechazó el honor, y no se consideró a Bonifacio de Montferrat. Al fin Balduino, Conde de Flandes, fue elegido y solemnemente coronado en Santa Sofía.
Constantinopla y el imperio fueron divididos entre el Emperador, los venecianos, y el Jefe de los Cruzados; el Marqués de Montferrat recibió Tesalónica y Macedonia, con el título de Rey; Enrique de Flandes fue hecho Señor de Adramyttion; Luis de Blois fue hecho Duque de Nicea, y se otorgaron feudos a 600 Caballeros. Entretanto, los venecianos se reservaron los puertos de Tracia, el Peloponeso, y las islas. Se eligió como Patriarca a Tomas Morosini, un sacerdote veneciano.
Ante las noticias de estos eventos tan extraordinarios, en los que no había tenido ninguna influencia, Inocencio III se plegó como en sumisión a los designios de la Providencia y, en el interés de la Cristiandad, se decidió a obtener lo mejor de la nueva conquista. Su principal objetivo fue de acabar con el Cisma Griego y poner las fuerzas del nuevo Imperio latino al servicio de la Cruzada. Por desgracia, el Imperio latino de Constantinopla estaba en una condición demasiado precaria para proporcionar cualquier apoyo material a la política papal. El Emperador era incapaz de imponer su autoridad a los Barones.
En Nicea no lejos de Constantinopla, el ex gobierno bizantino reunió los restos de su autoridad y sus partidarios. Se proclamó Emperador a Teodoro Lascaris. En Europa Joannitsa, Zar de los valaquitas y de los búlgaros, invadió Tracia y destruyó el ejército cruzado frente a Adrianópolis, en abril de 1205. Durante la batalla cayó el Emperador Balduino. Su hermano y sucesor, Enrique de Flandes, dedicó su reino (1206-16) a interminables conflictos con los búlgaros, los lombardos de Tesalónica, y los griegos de Asia Menor. A pesar de eso, consiguió fortalecer la conquista latina, formó una alianza con los búlgaros, y estableció su autoridad incluso sobre los propietarios feudales de Morea; sin embargo, lejos de conducir una Cruzada en Palestina, tuvo que solicitar ayuda de Occidente, y fue obligado a firmar tratados con Teodoro Lascaris e incluso con el Sultán de Iconium.
Los griegos no se reconciliaron con la Iglesia de Roma. La mayor parte de sus Obispos abandonaron sus sedes y se refugiaron en Nicea, dejando sus iglesias a los Obispos latinos nombrados para reemplazarlos. Los Conventos griegos fueron reemplazados por Monasterios cistercienses, por Comanderías de Templarios y Hospitalarios, y por Capítulos de Canónigos.
Con raras excepciones, sin embargo, la población nativa permaneció hostil y tomó a los conquistadores latinos como extranjeros. Habiendo fallado en todos sus intentos por instigar en los Barones del imperio latino el emprender una expedición contra Palestina, y entendiendo por fin la causa del fracaso de la Cruzada en 1204, Inocencio III decidió en 1207, organizar una nueva Cruzada sin tomar en cuenta la opinión de Constantinopla. Las circunstancias, sin embargo, eran desfavorables.
En lugar de concentrar las fuerzas de la Cristiandad contra los mahometanos, el Papa los desbandó proclamando en 1209, una Cruzada contra los albigenses en el sur de Francia, y contra los Almorávides de España (1213), los paganos de Prusia, y Juan Lackland de Inglaterra. Al mismo tiempo ocurrieron estallidos de emoción mística semejantes a los que habían precedido la primera Cruzada.
En 1212 un joven pastor de Vendôme y un joven de Colonia reunieron miles de niños a quienes les propusieron conducirlos a la conquista de Palestina. El movimiento se extendió a través de Francia e Italia. Esta "Cruzada de los Niños" llegó por fin a Brindisi, donde comerciantes vendieron a muchos de los niños como esclavos a los moros, mientras que casi todos los demás morían de hambre y agotamiento.
En 1213 Inocencio III había predicado una Cruzada en todas partes de Europa y enviado al Cardenal Pelagius a Oriente para obtener, si era posible, el regreso de los griegos al seno de la unidad romana. En julio de 1215, Federico II, después de su victoria sobre Otón de Brunswick, tomó la cruz en la tumba de Carlomagno en Aquisgrán. En noviembre de 1215, Inocencio III inauguró el IV Concilio de Letrán con una exhortación a todo los fieles para participar en la Cruzada, cuya salida se fijó para 1217. Al momento de su muerte en 1216, el Papa Inocencio pensó que se había iniciado un gran movimiento.
La Cruzada del Siglo XIII:
En Europa sin embargo, la predicación de la Cruzada encontró gran oposición. Los Príncipes temporales se oponían fuertemente a la pérdida de jurisdicción sobre los súbditos que tomaban parte en las Cruzadas. Absortos en intrigas políticas, eran reacios a enviar tan lejos las fuerzas militares en las que dependían. Rápidamente, en diciembre de 1216, se le concedió a Federico II la primera moratoria en el cumplimiento de su voto. La Cruzada tal como se predicó en el siglo XIII ya no fue el gran movimiento entusiasta de 1095, sino una serie de empresas irregulares e intermitentes.
Andrés II, Rey de Hungría, y Casimiro, Duque de Pomerania, se hicieron a la vela de Venecia y Spalato, mientras un ejército escandinavo pasaba por Europa. Los Cruzados llegaron a San Juan de Acre en 1217, pero se limitaron a incursiones en territorio musulmán, después de lo cual, Andrés de Hungría regresó a Europa. Recibiendo refuerzos en la primavera de 1218, Juan de Brienne, Rey de Jerusalén, se decidió a ejecutar un ataque en Tierra Santa pasando por Egipto. Los Cruzados en acuerdo llegaron a Damietta en mayo de 1218, y, después de un asedio marcado por muchos actos de heroísmo, tomaron la ciudad por asalto, en noviembre de 1219. En lugar de aprovechar esta victoria, desperdiciaron más de un año en disputas inútiles, y no fue sino hasta mayo de 1221, que salieron para el Cairo.
Rodeado por los sarracenos en Mansura, el 24 de julio, el ejército cristiano fue derrotado. Juan de Brienne fue obligado a comprar la retirada con la entrega de Damietta a los sarracenos. Entretanto el Emperador Federico II, que debía ser el Jefe de la Cruzada, se había quedado en Europa y continuaba en importunar al Papa con nuevos aplazamientos de su salida. En noviembre de 1225, se casó con Isabel de Brienne, heredera del Reino de Jerusalén. La ceremonia se produjo en Brindisi. Ignorando completamente a su suegro, asumió el título de Rey de Jerusalén.
En 1227 sin embargo, no había salido todavía para Palestina. Gregorio IX, elegido Papa en 1227, exigió a Federico el cumplir con su voto. Por fin, en septiembre, el Emperador embarcó pero pronto regresó; por consiguiente, el 29 de septiembre, el Papa lo excomulgó. Sin embargo, Federico se hizo a la vela de nuevo el 18 de junio de 1228, pero en lugar de conducir una Cruzada, solo ejecutó un juego diplomático. Persuadió a Malek-el-Khamil, Sultán de Egipto, que estaba en guerra con el Príncipe de Damasco, y concluyó un tratado con él en Jaffa, en febrero de 1229, según el cual: Jerusalén, Belén, y Nazaret serían regresadas a los cristianos. En marzo de 1229, sin ninguna ceremonia religiosa, Federico asumió la corona real de Jerusalén en la iglesia del Santo Sepulcro.
Al volver a Europa, se reconcilió con Gregorio IX, en agosto de 1230. El Pontífice ratificó el Tratado de Jaffa, y Federico envió Caballeros a Siria a que tomaran posesión de las ciudades y obligar a todos los Señores feudales a rendirle homenaje. Una lucha ocurrió entre Ricardo Filangieri, el Mariscal del Emperador, y los Barones de Palestina, cuyo jefe era Juan d'Ibelin, Señor de Beirut. Filangieri vanamente intentó obtener posesión de la isla de Chipre. Y, cuando Conrado, hijo de Federico II e Isabel de Brienne, llegó a la mayoría de edad en 1243, la Suprema Corte, antes descrita, nombró como Regente a Alix de Champaña, Reina de Chipre. De esta manera se abolió el poder alemán en Palestina.
Entretanto el Conde Teobaldo IV de Champaña había conducido una infructuosa Cruzada en Siria en 1239. De la misma manera, el Duque de Borgoña y Ricardo de Cornualles, hermano del Rey de Inglaterra, que había emprendido el recuperar Ascalón, concluyeron una tregua con Egipto (1241).
Europa estaba ahora amenazada por un desastre más doloroso. Después de conquistar Rusia, los mongoles bajo la dirección de Gengis Kan se presentaron en 1241 en las fronteras de Polonia, derrotaron al ejército del Duque de Silesia en Liegnitz, aniquilaron el de Béla, Rey de Hungría, y llegaron al Adriático.
Palestina sufrió las consecuencias de esta invasión. Los mongoles habían destruido el imperio musulmán de Kharizm en Asia Central. Huyendo delante de sus conquistadores, 10.000 kharizmianos ofrecieron sus servicios al Sultán de Egipto, y entre tanto se apoderaron de Jerusalén cuando pasaban por allí, en septiembre de 1244.
Las noticias de esta catástrofe crearon un gran revuelo en Europa, y en el Concilio de Lyon (junio-julio de 1245) el Papa Inocencio IV proclamó una Cruzada, pero la falta de armonía entre él y el Emperador Federico II predestinó al Pontífice a la desilusión. Excepto por Luis IX, Rey de Francia, que tomó la cruz en diciembre de 1244, nadie mostró ninguna buena voluntad para conducir una expedición a Palestina. Informado que los mongoles estaban bien dispuestos hacia la Cristiandad, Inocencio IV les envió Giovanni di Pianocarpini, un franciscano, y Nicolás Ascelin, un dominicano, como embajadores. Pianocarpini estuvo en Karakorum en abril de 1246, el día de la elección del Gran Khan, pero nada resultó de este primer intento de crear una alianza con los mongoles contra los mahometanos.
Sin embargo, cuando San Luis, que salió de París en junio de 1248, había llegado a la Isla de Chipre, recibió allí a una embajada amical del Gran Khan y, en retorno, le envió a dos dominicanos. Alentado, quizás, por esta alianza, el Rey de Francia decidió atacar Egipto. En junio de 1249, tomó Damietta, pero fue sólo 6 meses más tarde que marchó sobre el Cairo. En diciembre su avanzada, comandada por su hermano, Roberto de Artois, empezó imprudentemente a combatir en las calles de Mansura y fue exterminado. Al Rey mismo le cortaron la comunicación con Damietta y lo hicieron prisionero en abril de 1250.
Al mismo tiempo, la dinastía Ayubí fundada por Saladino fue derrocada por la milicia mameluca, cuyos ámeles tomaron posesión de Egipto. San Luis negoció con éste último y fue puesto en libertad a condición de entregar Damietta y pagar un rescate de un millón de besantes de oro. Se quedó en Palestina hasta 1254; negoció con los ámeles egipcios por la liberación de prisioneros; mejoró el equipo de las fortalezas del reino, San Juan de Acre, Cesárea, Jaffa, y Sidón; y envió a Fray Guillermo de Rubruquis como embajador al Gran Kan. Entonces, a la noticia de la muerte de su madre, Blanca de Castilla, que había actuado como Regente, volvió a Francia.
Desde la Cruzada contra San Juan de Acre, un nuevo estado Franco, el reino de Chipre, fue formado en el Mediterráneo frente a Siria y llegó a ser un valioso punto de apoyo para las Cruzadas. Por una pródiga distribución de tierras y franquicias, Guido de Lusiñan consiguió atraer colonos a la isla: caballeros, hombres de armas, y civiles; sus sucesores establecieron un gobierno modelado en el Reino de Jerusalén.
El poder del Rey era limitado por la Suprema Corte, compuesta de todos los caballeros, vasallos, o bajo-vasallos, con sede en Nicosia. Sin embargo, los feudos eran menos extensos que en Palestina, y los Señores feudales podían heredar sólo en línea directa. La isla de Chipre fue pronto poblada con colonos franceses que consiguieron predominar sobre los griegos, a quienes incluso impusieron su lengua. Iglesias construidas en el estilo francés y castillos fortificados aparecieron por todos lados. La Catedral de Santa Sofía en Nicosia, erigida entre 1217 y 1251, era casi una copia de una iglesia en Champaña. En fin, la actividad comercial se convirtió en una característica pronunciada de las ciudades de Chipre, y Famagusta se convirtió en uno de los más activos puertos mediterráneos.
Pérdidas de las Colonias Cristianas de Oriente:
Sin mas ayuda de fondos de Occidente, y desgarradas por desórdenes internos, las colonias cristianas debieron su salvación temporal a los cambios en la política musulmana y a la intervención de los mongoles. Los venecianos sacaron a los genoveses de San Juan de Acre y trataron la ciudad como territorio conquistado; en una batalla en la que cristianos lucharon contra cristianos, y en la que pelearon Hospitalarios contra Templarios, 20.000 hombres perecieron. Por venganza los genoveses se aliaron con Miguel Paleólogo, Emperador de Nicea, cuyo General, Alejo Strategopulos, no tuvo ningún problema para entrar en Constantinopla y derrocar al Emperador latino, Balduino II, en julio de 1261.
La conquista del Califato de Bagdad por los mongoles en 1258 y su invasión de Siria, donde tomaron Alepo y Damasco, aterró a los cristianos y a los mahometanos; pero el Amel mameluco, Baybars el Arbelester, derrotó a los mongoles y les arrebató Siria en septiembre de 1260.
Proclamado Sultán como consecuencia de una conspiración, en 1260, Baybars inició una guerra implacable contra los estados cristianos restantes. En 1263 destruyó la Iglesia de Nazaret; en 1265 tomó Cesárea y Jaffa, y al fin capturó Antioquía en mayo de 1268. La cuestión de una Cruzada seguía discutiéndose en Occidente, pero excepto entre hombres con una visión religiosa, como San Luis, ya no se le daba ninguna seriedad al asunto entre los Príncipes europeos. Veían la Cruzada como un instrumento político, que se utilizaba sólo cuando servía sus propios intereses.
Para impedir la predicación de una Cruzada contra Constantinopla, Miguel Paleólogo le prometió al Papa trabajar por la unión de las iglesias; pero Carlos de Anjou, hermano de San Luis, a quien la conquista de las Dos Sicilias había hecho uno de los Príncipes más poderosos de la Cristiandad, emprendió el llevar a cabo para su beneficio propio los designios orientales hasta allí acariciados por el Hohenstaufen.
Mientras María de Antioquía, nieta de Amaury II, le dejó los derechos que ella reivindicaba a la corona de Jerusalén, él firmó el tratado de Viterbo con Balduino II en 1267, que le aseguró eventualmente la herencia de Constantinopla. De ninguna manera preocupado por estas combinaciones diplomáticas, San Luis pensó sólo en la Cruzada. En un parlamento tenido en París, en marzo de 1267, él y sus tres hijos tomaron la cruz, pero, a pesar de su ejemplo, muchos Caballeros se opusieron a las exhortaciones del predicador Humberto de Romans.
Escuchando los informes de los misioneros, Luis se decidió a ir a Tunicia cuyo Príncipe esperaba convertir al cristianismo. Se ha afirmado que San Luis fue conducido a Tunicia por Carlos de Anjou, pero en vez de alentar la ambición de su hermano, el santo se empleó a frustrarla. Carlos había tratado de aprovecharse de la vacancia de la Santa Sede entre 1268 y 1271 para atacar Constantinopla, ya que las negociaciones de los Papas con Miguel Paleólogo por la unión religiosa se lo habían impedido hasta ese momento. San Luis recibió la embajada del Emperador griego muy cortésmente y ordenó a Carlos de Anjou de reunirse con él en Tunicia.
Los Cruzados, entre quienes estaba el Príncipe Eduardo de Inglaterra, llegaron a Cartago en julio de 1270, pero la peste se declaró en su campamento, y el 25 de agosto, San Luis murió por la peste. Carlos de Anjou concluyó entonces un tratado con los mahometanos, y los Cruzados reembarcaron. Solo el Príncipe Eduardo, decidido a cumplir su voto, salió para San Juan de Acre; sin embargo, después de unas razias en territorio sarraceno, concluyó una tregua con Baybars.
El campo estaba ahora despejado para Carlos de Anjou, pero la elección de Gregorio X, quien era favorable a la Cruzada, de nuevo frustró sus planes. Mientras los emisarios del Rey de las Dos Sicilias atravesaban la península balcánica, el nuevo Papa esperaba la unión de las iglesias Occidental y Oriental, evento que se proclamó solemnemente en el Concilio de Lyon, en 1274; Miguel Paleólogo prometió tomar la cruz.
En mayo de 1275, Gregorio X realizó una tregua entre este soberano y Carlos de Anjou. Entretanto Felipe III, Rey de Francia, el Rey de Inglaterra, y el Rey de Aragón hicieron el voto de ir a Tierra Santa. Por desgracia la muerte de Gregorio X llevó estos planes a la nada, y Carlos de Anjou reasumió sus antiguos proyectos. En 1277 envió a Siria a Rogelio de San Severino, quien consiguió plantar su estandarte en el Castillo de Acre y en 1278 tomó posesión del Principado de Achaia en el nombre de su nuera Isabel de Villehardouin.
Miguel Paleólogo no había podido realizar la unión del clero griego con Roma, y en 1281 el Papa Martín IV lo excomulgó. Habiendo firmado una alianza con Venecia, Carlos de Anjou se preparó a atacar Constantinopla, y su expedición fue fijada para abril de 1283. En marzo de 1282, sin embargo, ocurrió la rebelión conocida como las Vísperas Sicilianas, y una vez más se frustraron sus proyectos. Para dominar a sus propios insubordinados sujetos y emprender la guerra contra el Rey de Aragón, Carlos fue obligado por fin a abandonar sus planes en Oriente.
Entretanto Miguel Paleólogo quedó como amo de Constantinopla, y la Tierra Santa fue dejada sin defensa. En 1280 los mongoles intentaron una vez más invadir Siria, pero fueron rechazados por los egipcios en la batalla de Hims; en 1286 los habitantes de San Juan de Acre expulsaron al Senescal de Carlos de Anjou y pidieron la ayuda de Enrique II, Rey de Chipre.
Kelaoun, el sucesor de Baybars, rompió entonces la tregua que había concluido con los cristianos, y se apoderó de Margat, la fortaleza de los Hospitalarios. Trípoli se rindió en 1289 y en 1291, Malek-Aschraf, hijo y sucesor de Kelaoun, se presentó delante de San Juan de Acre con 120.000 hombres.
Los 25.000 cristianos que defendían la ciudad ni siquiera tenían un Comandante supremo; no obstante resistieron con heroico valor, llenaron las brechas de las murallas con estacas y sacos de algodón y lana, y se comunicaron por mar con el Rey Enrique II, quien les llevó ayuda de Chipre. Sin embargo, el 28 de mayo, los mahometanos ejecutaron un ataque general, penetraron dentro la ciudad, y sus defensores escaparon en sus navíos. La más fuerte oposición fue presentada por los Templarios, la guarnición de cuya fortaleza resistió 10 días más, sólo para ser completamente aniquilada. En julio de 1291, los últimos pueblos cristianos en Siria capitularon, y el reino de Jerusalén dejó de existir.
La Invasión Otomana:
La pérdida de San Juan de Acre no llevó a los Príncipes de Europa a organizar una nueva Cruzada. Los pensamientos de los hombres estaban de hecho, como de costumbre, dirigidos hacia el Este, pero en los primeros años del siglo XIV la idea de una Cruzada inspiraba principalmente los trabajos de teóricos que veían en ella los mejores medios para reformar la Cristiandad. El tratado de Pierre Dubois, funcionario legal de la corona en Coutances, se parece al trabajo de un soñador, aunque algunas de sus opiniones son verdaderamente modernas. El establecimiento de la paz entre príncipes cristianos por medio de un tribunal de arbitraje, la idea de hacer a un príncipe francés Emperador hereditario, la secularización del Patrimonio de San Pedro, la consolidación de las Ordenes de Hospitalarios y Templarios, la creación de un disciplinado ejército cuyos diferentes cuerpos deberían tener un uniforme especial, la creación de escuelas para el estudio de lenguas orientales, y el matrimonio mixto de doncellas cristianas con sarracenos eran las ideas principales que él propuso en 1307.
En cambio los escritos de hombres de mayor actividad y más grande experiencia sugerían métodos más prácticos para efectuar la conquista de Oriente. Persuadidos que la derrota cristiana en Oriente era principalmente debida a las relaciones mercantiles que las ciudades italianas Venecia y Génova continuaban a tener con los mahometanos, estos autores deseaban el establecimiento de un bloqueo comercial que, en unos años, ocasionaría la ruina de Egipto y causaría que cayese bajo control cristiano. Con este propósito se recomendó que una gran armada fuera preparada al costo de los Príncipes cristianos para efectuar una labor de vigilancia en el mediterráneo y prevenir el contrabando.
Carlos II insistió en la consolidación de las órdenes militares. Muchas otras memorias, sobre todo la de Hayton, Rey de Armenia, consideraban que una alianza entre los cristianos y los mongoles de Persia era indispensable al éxito. De hecho, desde fines del siglo XIII muchos misioneros habían penetrado en el Imperio mongol; en Persia como en China, su propaganda floreció. San Francisco de Asís, y Raimundo Lully habían esperado sustituir la Cruzada bélica por una conversión pacífica de los mahometanos al Cristianismo.
Raymundo Lully, nacido en Palma, Isla de Mallorca, en 1235, empezó en 1275 su "Gran Arte", que, por medio de un método universal para el estudio de lenguas orientales, equipararía a los misioneros para entrar en polémicas con los doctores mahometanos. El mismo año, él predominó sobre el Rey de Mallorca para fundar el Colegio de Estudios Superiores de la Santísima Trinidad en Miramar, donde los Frailes Menores podrían aprender las lenguas orientales. Él mismo tradujo tratados catequéticos al árabe y, después de pasar su vida viajando por Europa tratando de convencer a Papas y Reyes a sus ideas, sufrió el martirio en Bougie, donde había empezado su trabajo de evangelización (1314).
Entre los mahometanos esta propaganda encontró dificultades insuperables, mientras que los mongoles, algunos de los cuales eran todavía miembros de la iglesia nestoriana, lo recibían de buena gana. Durante el pontificado de Juan XXII (1316-34) se establecieron misiones franciscanas y dominicanas permanentes en Persia, China, Tataria y Turkestán, y en 1318 se creó el Arzobispado de Sultanieh en Persia.
En China Giovanni de Monte Corvino, creado Arzobispo de Cambaluc (Pekin), organizó la jerarquía religiosa, fundó monasterios, y convirtió al Cristianismo a hombres de marca, quizá al mismo Gran Khan. El reporte de viaje del bienaventurado Orderico de Pordenone a través de Asia, entre 1304 y 1330, nos muestra que la Cristiandad tenía una posición establecida en Persia, India, Asia Central y China del sur.
Llevando así a una alianza entre mongoles y cristianos contra los mahometanos, la Cruzada había producido el efecto deseado. A principios del siglo XIV el desarrollo futuro del Cristianismo en Oriente parecía asegurado. Por desgracia, sin embargo, los cambios internos que ocurrieron en Occidente, la disminución de la influencia política de los Papas, la indiferencia de los Príncipes temporales a los que no afectaba directamente sus intereses territoriales hicieron inútiles todos los esfuerzos para el restablecimiento del poder cristiano en Oriente.
Los Papas obraron para asegurar el bloqueo de Egipto, prohibiendo el intercambio comercial con los infieles y organizando un escuadrón para prevenir el contrabando, pero los venecianos y genoveses en provocación enviaron sus navíos a Alejandría y vendieron esclavos y provisiones militares a los mamelucos. Además, no se pudo efectuar la consolidación de las órdenes militares.
Por la supresión de los Templarios en el Concilio de Viena en 1311, el Rey Felipe el Justo asestó un cruel revés a la Cruzada; en lugar de dar a los Hospitalarios la inmensa riqueza de los Templarios, la confiscó.
La Orden Teutónica se estableció en Prusia en 1228, en Oriente quedaron solo los Hospitalarios. Después de la captura de San Juan de Acre, Enrique II, Rey de Chipre, les había ofrecido refugio en Limassol, pero allí se encontraron en muy estrechas circunstancias. En 1310 tomaron la Isla de Rodas, que había llegado a ser una guarida de piratas, y la hicieron su morada permanente. En fin, la contemplada alianza con los mongoles nunca se realizó totalmente.
Fue en vano que Argoun, Khan de Persia, envió al monje Nestoriano, Raban Sauma, como embajador al Papa y a los Príncipes de Occidente (1285-88); sus propuestas obtuvieron solo vagas respuestas. En 1299, Cazan, sucesor de Argoun, derrotó a los cristianos en Hims, y capturó Damasco, pero no pudo retener sus conquistas, y murió en 1304 al momento de preparar una nueva expedición. Los Príncipes occidentales tomaron la cruz afín de destinar para su uso propio los diezmos que, para pagar los gastos de la Cruzada, recaudaban en las propiedades del clero. Para estos soberanos la Cruzada ya no tenía mas que un interés fiscal.
En 1336, el Rey Felipe VI de Francia, a quien el Papa había nombrado Jefe de la Cruzada, reunió una flota en Marsella y se preparaba a ir a Oriente cuando las noticias de los planes de Eduardo III lo obligaron a regresar a París. La guerra estalló entonces entre Francia e Inglaterra, y fue un obstáculo insuperable al éxito de cualquier Cruzada justo cuando las fuerzas combinadas de toda la Cristiandad no habrían sido bastante poderosas para resistir a la nueva tempestad que se preparaba en Oriente.
Desde fines del siglo XIII una banda de turcos otomanos, sacados de Asia Central por las invasiones mongoles, había fundado un estado militar en Asia Menor y ahora amenazaba con invadir Europa. Capturaron Éfeso en 1308, y en 1326 Osmán, su Sultán, estableció su residencia en Bursa (Prusia) en Bitinia bajo Ourkhan, además, organizó las guardias regulares a pie de los jenizaros, contra las que las indisciplinadas tropas de caballeros occidentales no podían ganar.
Los turcos entraron en Nicomedia en 1328 y en Nicea en 1330; cuando amenazaron a los Emperadores de Constantinopla, éstos reanudaron negociaciones con los Papas con vista a la reconciliación de las Iglesias griega y romana, por cuyo propósito se envió a Barlaam como embajador a Aviñón, en 1339. Al mismo tiempo los mamelucos egipcios destruyeron el puerto de Lajazzo, centro comercial del Reino de Armenia Menor, donde los restos de las colonias cristianas habían buscado refugio después de la toma de San Juan de Acre (1337).
El bienestar comercial de los venecianos mismos fue amenazado; con su apoyo el Papa Clemente VI en 1344 consiguió reorganizar la liga marítima cuyo funcionamiento había sido impedido por la guerra entre Francia e Inglaterra. Génova, los Hospitalarios, y el Rey de Chipre todos enviaron sus contingentes, y, en octubre de 1344, los Cruzados tomaron Esmirna, que fue confiada al cuidado de los Hospitalarios. En 1345 refuerzos dirigidos por Humberto, Delfín de Viena, se presentaron en el Archipiélago, pero el nuevo jefe de la cruzada estaba absolutamente incapacitado para el trabajo que se le asignó; incapaces de resistir a la piratería de los turcos ámeles, los cristianos concluyeron una tregua con ellos en 1348. En 1356 los Otomanos capturaron Galípoli y cortaron la ruta a Constantinopla.
La causa de la Cruzada encontró entonces un defensor imprevisto en Pedro I, Rey de Chipre, quien, llamado por los armenios, consiguió sorprender y tomar por asalto la ciudad de Adalia en la costa Ciliciana en 1361. Incitado por su Canciller, Felipe de Mézières, y Pierre Thomas, el Legado Papal, Pedro I emprendió un viaje a Occidente (1362-65) con la esperanza de reavivar el entusiasmo de los Príncipes cristianos. El Papa Urbano V le ofreció una magnífica bienvenida, como también lo hizo Juan el Bueno, Rey de Francia, que tomó la cruz en Aviñón, en marzo de 1363; el ejemplo de este ultimo fue seguido por el Rey Eduardo III, el Príncipe Negro, el Emperador Carlos IV, y Casimiro, Rey de Polonia.
Por doquier se ofrecieron al Rey Pedro, hermosas promesas, pero cuando, en junio de 1365, embarcó en Venecia no lo acompañaba casi nadie excepto sus propias fuerzas. Después de reunirse con la flota de los Hospitalarios, se presentó inesperadamente frente al Viejo Puerto de Alejandría, desembarcó sin resistencia, y saqueó la ciudad durante dos días, pero ante la aproximación de un ejército egipcio, sus soldados lo forzaron a retirarse en octubre de 1365. De nuevo en 1367 saqueó los puertos de Siria, Trípoli, Tortosa, Laodicea, y Jaffa, destruyendo así el comercio de Egipto. Luego, durante otro viaje a Occidente, hizo un gran esfuerzo para interesar a los príncipes a la Cruzada, pero a su retorno a Chipre, fue asesinado, como resultado de un complot. Entretanto los otomanos continuaron su progreso en Europa, tomaron Filipolis en 1363 y, en 1365, capturaron Adrianópolis, que fue hecha la capital de los Sultanes.
Ante el ruego del Papa Urbano V, Amadeo VII, Conde de Saboya, tomó la cruz y en agosto de 1366, su armada tomó Galípoli; luego, después de rescatar al Emperador Griego, Juan V, tenido cautivo por los búlgaros, regresó a Occidente. A pesar del heroísmo desplegado durante esas expediciones, los esfuerzos hechos por los Cruzados fueron demasiado intermitentes para producir resultados durables. Felipe de Mézières, un amigo y admirador de Pedro de Lusiñan, ansioso de encontrar un remedio a los males de la Cristiandad, soñó en fundar una nueva milicia, la Orden de la Pasión, una organización cuyo carácter era el ser simultáneamente clerical y militar, y cuyos miembros, aunque casados, llevarían una vida casi monacal consagrándose a la conquista de la Tierra Santa. Bien recibido por Carlos V, Felipe de Mézières se estableció en París y propagó sus ideas entre la nobleza francesa.
En 1390, Luis II, Duque de Borbón, tomó la cruz, y a instigación de los genoveses fue a sitiar el-Mahadia, una ciudad africana en la costa de Tunicia. En 1392, Carlos VI que había firmado un tratado de paz con Inglaterra, parecía haber sido ganado para la Cruzada justo antes de volverse loco. Pero el momento de las expediciones a la Tierra Santa había pasado, y de allí en adelante la Europa cristiana fue forzada a defenderse a sí misma contra las invasiones otomanas.
En 1369, Juan V Paleólogo, fue a Roma y abjuró del Cisma; de allí en adelante los Papas trabajaron valientemente para preservar los restos del Imperio Bizantino y los estados cristianos en los Balcanes. Habiéndose vuelto amo de Serbia en la batalla del Kosovo en 1389, el Sultán Bajazet impuso su soberanía sobre Juan V y obtuvo posesión de Filadelfia, la última ciudad griega en Asia Menor.
Sigismundo, Rey de Hungría, alarmado ante el progreso de los turcos, le envió una embajada a Carlos VI, y un gran número de Señores franceses, entre ellos el Conde de Nevers, hijo del Duque de Borgoña, se enrolaron bajo el estandarte de la cruz y, en julio de 1396, se les unieron en Buda, caballeros ingleses y alemanes. Los Cruzados invadieron Serbia, pero a pesar de sus prodigios de valor, Bajazet los derrotó completamente frente a Nicópolis, en septiembre de 1396. El Conde de Nevers y un gran numero de Señores fueron hechos prisioneros de Bajazet y liberados solo bajo la condición de rescates enormes. A pesar de esta derrota, debida a la impetuosidad mal dirigida de los Cruzados, una nueva expedición salió de Aigues-Mortes en junio de 1399, bajo el mando del Mariscal Boucicault y consiguió romper el bloqueo que los turcos habían establecido alrededor de Constantinopla. Además, entre 1400 y 1402, Juan Paleólogo hizo otro viaje a Occidente para pedir refuerzos.
Un inesperado evento, la invasión por Timur y los mongoles, salvó a Constantinopla por el momento. Aniquilaron el ejército de Bajazet en Ancyra, en julio de 1402, y, dividieron el Imperio Otomano entre varios Príncipes, reduciéndolo a un estado de vasallaje. Los gobernantes occidentales, Enrique III, Rey de Castilla, y Carlos VI, Rey de Francia, enviaron embajadores a Timur, pero las circunstancias no eran favorables, como lo habían sido en el siglo XIII.
La rebelión nacional en China que derrocó a la dinastía mongol en 1368 había dado por resultado la destrucción de las misiones cristianas en Extremo Oriente. En Asia Central los mongoles se habían convertido al mahometismo, y Timur mostró su hostilidad a los cristianos tomando Emirna a los Hospitalarios.
El Mariscal Boucicault se aprovechó del abatimiento en el que la invasión mongol había dejado los poderes mahometanos para saquear los puertos de Siria, Trípoli, Beirut, y Sidón en 1403, pero fue incapaz de retener sus conquistas. Timur, en cambio, pensaba sólo en obtener posesión de China y volvió a Samarcanda, donde murió en 1405.
Las guerras civiles que estallaron entre los Príncipes otomanos dieron unos años de respiro a los Emperadores bizantinos, pero Murat II, habiendo restablecido el poder turco, sitió Constantinopla de junio a septiembre de 1422, y obligó a Juan VIII Paleólogo a pagarle tributo. En 1430 Murat quitó Tesalónica a los venecianos, forzó la muralla del Hexamilion, que Manuel había erigido para proteger el Peloponeso, y subyugó Serbia.
La idea de la cruzada era siempre popular en Occidente, y, en su lecho de muerte, Enrique V de Inglaterra lamentó el no haber tomado Jerusalén. En sus cartas a Bedford, el Regente, y al Duque de Borgoña, Juana de Arco aludió a la unión de la Cristiandad contra los sarracenos, y la creencia popular expresada en la poesía de Christine de Pisan era que, después de liberar Francia, la Doncella de Orleans guiaría a Carlos VII a Tierra Santa. Pero esto era sólo un sueño, y las guerras civiles en Francia, la Cruzada contra los husitas, y el Concilio de Constanza, impidieron el tomar cualquier acción contra los turcos.
Sin embargo, en 1421 Felipe el Bueno, Duque de Borgoña, envió a Gilberto de Lannoy, y en 1432, a Bertrand de la Brocquière, a Oriente como emisarios confidenciales para reunir información que pudiera ser de valor para una futura Cruzada. Al mismo tiempo se reanudaron negociaciones por la unión religiosa que facilitaría la Cruzada entre los Emperadores Bizantinos y los Papas. El Emperador Juan VIII vino en persona a asistir al Concilio convocado por el Papa Eugenio IV en Ferrara, en 1438. Gracias a la buena voluntad de Bessarión y de Isidoro de Kiev, los dos prelados griegos que el Papa había elevado al Cardenalato, el Concilio, que se transfirió a Florencia, estableció la armonía en todos los puntos, y en julio de 1439, se proclamó solemnemente la reconciliación. La reunión fue mal recibida por los griegos y esto no llevó a los Príncipes occidentales a tomar la cruz.
Aventureros de todas nacionalidades se enrolaron bajo las órdenes del Cardenal Giuliano Cesarini y fueron a Hungría a sumarse a los ejércitos de János Hunyadi, Voivoda de Transilvania, que acababa de repeler a los turcos en Hermanstadt, de Ladislao Jagellón, Rey de Polonia, y de Jorge Brankovitch, Príncipe de Serbia. Habiendo derrotado a los turcos en Nis, en de noviembre de 1443, los aliados pudieron conquistar Serbia, gracias a la defección de los albaneses dirigidos por Jorge Castriota, su Comandante nacional.
Murat firmó una tregua de 10 años y abdicó el trono, en julio de 1444, pero Giuliano Cesarini, el Legado Papal, no favorecía la paz y quiso seguir adelante hasta Constantinopla. A causa de su instigación, los Cruzados rompieron la tregua e invadieron Bulgaria, por lo cual Murat de nuevo tomó el comando, cruzó el Bósforo en galeras genovesas, y aniquiló el ejército cristiano en Varna, en noviembre de 1444. Esta derrota dejó a Constantinopla sin defensa. En 1446, Murat consiguió conquistar Morea, y cuando, dos años más tarde, János Hunyadi trató de ir a ayudar Constantinopla fue derrotado en Kosovo. Solo Scanderbeg consiguió mantener su independencia en Epiro y, en 1449, rechazó una invasión turca.
Mehmet II, que sucedió a Murat en 1451, se preparaba a sitiar Constantinopla cuando, en diciembre de 1452, el Emperador Constantino XI decidió proclamar la unión de las iglesias en presencia de los Legados Papales. La esperada Cruzada, sin embargo, no se produjo; y cuando, en marzo de 1453, las fuerzas armadas de Mehmet II con 160.000 hombres, completamente rodearon Constantinopla; los griegos tenían sólo 5.000 soldados y 2.000 caballeros occidentales, comandados por Giustiniani de Génova.
A pesar de esta seria desventaja, la ciudad resistió durante dos meses contra el enemigo, pero en la noche del 28 de mayo de 1453, Mehmet II ordenó un ataque general, y después de una desesperada batalla, en la que pereció el Emperador Constantino XI, los turcos entraron en la ciudad por todas partes y perpetraron una matanza espantosa. Mehmet II pasó a caballo por encima de montones de cadáveres y montado entró a la Iglesia de Santa Sofía, y la transformó en una mezquita.
La captura de la "Nueva Roma" fue la más espantosa desgracia sufrida por la Cristiandad desde la toma de San Juan de Acre. Sin embargo, la agitación que las noticias de este hecho causaron en Europa fue más aparente que genuina. Felipe el Bueno, Duque de Borgoña, dio un espectáculo alegórico en Lille en el que la Santa Iglesia solicitaba la ayuda de Caballeros que pronunciaban los votos más extravagantes delante de Dios y un faisán.
Aneas Sylvius, Obispo de Siena, y San Juan Capistrano, el franciscano, predicaron la Cruzada en Alemania y Hungría; las Dietas de Ratisbona y Francfort prometieron ayuda, y se formó una liga entre Venecia, Florencia, y el Duque de Milán, pero nada se obtuvo de ella. El Papa Calixto III consiguió reunir una armada de 16 galeras, que, bajo las órdenes del Patriarca de Aquilea, protegió el archipiélago. Sin embargo, la derrota de los turcos frente a Belgrado en 1457, gracias a la bravura de János Hunyadi, y la sangrienta conquista del Peloponeso en 1460 parecieron por fin reanimar a la Cristiandad de su apatía.
Aeneas Sylvius, ahora Papa bajo el nombre de Pío II, multiplicó sus exhortaciones, declarando que él mismo conduciría la Cruzada, y a fines de 1463 bandas de Cruzados empezaron a reunirse en Ancona. El Dogo de Venecia había cedido a las súplicas del Papa, mientras que el Duque de Borgoña se contentaba con enviar a 2.000 hombres. Pero cuando, en junio de 1464, el Papa fue a Ancona a asumir el comando de la expedición, cayó enfermo y murió, después de lo cual la mayor parte de los Cruzados, desarmados, faltos de municiones, y amenazados de inanición, regresaron a sus propios países. Los venecianos fueron los únicos que invadieron el Peloponeso y saquearon Atenas, pero veían la cruzada sólo como un medio de promover sus intereses comerciales.
Bajo Sixto IV tuvieron la osadía de utilizar la Armada Papal para la captura de mercancía guardada en Esmirna y Adalia; asimismo compraron los derechos de Catalina Cornaro al reino de Chipre. Por fin, en 1480, Mehmet II dirigió un triple ataque contra Europa. En Hungría, Matías Corvino resistió a la invasión turca, y los Caballeros de Rodas, dirigidos por Pedro d'Aubusson, se defendieron victoriosamente, pero los turcos consiguieron tomar Otranto y amenazaron con conquistar Italia.
En una asamblea que se tuvo en Roma y presidida por Sixto IV, los embajadores de los Príncipes cristianos otra vez prometieron ayuda; pero la situación de la Cristiandad habría sido en verdad crítica si no hubiera sido por la muerte de Mehmet II que ocasionó la evacuación de Otranto, en tanto que el poder de los turcos disminuía por varios años a causa de las guerras civiles entre los hijos de Mahoma.
Al momento de la expedición de Carlos VIII en Italia en 1492, se hablaba de nuevo de una Cruzada; según los planes del Rey de Francia, la conquista de Nápoles sería seguida por la de Constantinopla y Oriente. Por esta razón el Papa Alejandro VI le entregó el Príncipe Djem, hijo de Mehmet II y pretendiente al trono, que había tomado refugio con los Hospitalarios. Cuando Alejandro VI se ligó con Venecia y Maximiliano contra Carlos VIII, la razón oficial de la alianza era la Cruzada, pero se había vuelto imposible el tomar en serio tales proyectos. Las ligas por la Cruzada no eran ya mas que combinaciones políticas, y la predicación por la Guerra Santa no parecía a la gente nada más que un medio para obtener dinero. Antes de su muerte el Emperador Maximiliano tomó la cruz en Metz con la debida solemnidad, pero esas demostraciones no podían llevar a ningún resultado satisfactorio. Las nuevas condiciones que entonces controlaban la Cristiandad hicieron la cruzada imposible.
A partir del siglo XVI solo los intereses de los estados influenciaban la política europea. Así a los estadistas, la idea de una Cruzada les parecía anticuada. Egipto y Jerusalén habían sido conquistadas por el Sultán Selim, en 1517. El Papa León X hizo supremos esfuerzo por restablecer la paz indispensable a la organización de una Cruzada. El Rey de Francia y el Emperador Carlos V prometieron su cooperación; el Rey de Portugal sitiaría Constantinopla con 300 barcos, y el Papa conduciría la expedición. Justo en ese momento hubo problemas entre Francisco I y Carlos V; esos planes por consiguiente fallaron completamente.
Los jefes de la Reforma eran desfavorables a la Cruzada, y Lutero declaró que la guerra contra los turcos era un pecado porque Dios los había hecho sus instrumentos para castigar los pecados de su gente. Por consiguiente, aunque la idea de la Cruzada no se perdió totalmente de vista, tomó una forma nueva y se ajustó a las nuevas condiciones.
Los Conquistadores, que desde el siglo XV habían salido a descubrir nuevas tierras, se consideraron como los auxiliares de la cruzada. El Infante Don Enrique, Vasco de Gama, Cristóbal Colón, y Albuquerque llevaron la cruz en su pecho y, cuando buscaban los medios de rodear África o de llegar a Asia por rutas del este, pensaron en atacar a los mahometanos por detrás; además, contaban con la alianza de un fabuloso soberano que se decía era cristiano, el Preste Juan.
Los Papas, también, alentaban con fuerza esas expediciones. Por otra parte, entre las potencias de Europa la Casa de Austria, que dominaba Hungría, donde era directamente amenazada por los turcos, y que tenía supremo control del mediterráneo, se dio cuenta de que sería para su ventaja el mantener un cierto interés en la cruzada. Hasta fines del siglo XVII, cuando se reunió una dieta de los Príncipes alemanes en Ratisbona, se agitó con frecuencia la pregunta de la guerra contra los turcos, y Lutero mismo, modificando su primera opinión, exhortó a la nobleza alemana a defender la Cristiandad (1528-29). La guerra en Hungría siempre participó del carácter de una Cruzada y, en diferentes ocasiones, nobles franceses se enrolaron bajo el estandarte imperial. Así el Duque de Mercoeur fue autorizado por Enrique IV a entrar al servicio húngaro.
En 1664 Luis XIV ansioso de extender su influencia en Europa, envió un contingente al Emperador que, bajo las órdenes del Conde de Coligny, rechazó a los turcos en la batalla de San Gotardo. Pero tales demostraciones no tenían importancia porque, en la época de Francisco I y para mantener el equilibrio del poder en Europa frente a la Casa de Austria, los Reyes de Francia no habían dudado en entrar en tratados de alianza con los turcos.
Cuando, en 1683, Kara Mustapha avanzó sobre Viena con 30.000 turcos o tártaros, Luis XIV no respondió, y fue a Juan Sobieski, Rey de Polonia, a quien el Emperador debió su seguridad. Éste fue el esfuerzo supremo hecho por los turcos en Occidente. Agobiados por las victorias del Príncipe Eugenio a fines del siglo XVII, se volvieron de allí en adelante una potencia pasiva.
En el Mediterráneo, Génova y Venecia vieron su monopolio comercial destruido en el siglo XVI por el descubrimiento de continentes nuevos y de nuevas rutas marítimas hacia las Indias, mientras que su poder político era asimilado por la Casa de Austria. Sin dejar que los cruzados los estorbaran en sus empresas continentales, los Habsburgos soñaban con obtener el control del Mediterráneo paralizando a los piratas de Berbería y deteniendo el progreso de los turcos.
Cuando, en 1571, la isla de Chipre fue amenazada por los otomanos, que cruelmente masacraron las guarniciones de Famagusta y Nicosia, luego de que estas ciudades se habían rendido de acuerdo a términos pactados, el Papa Pío V consiguió formar una liga de potencias marítimas contra el Sultán Selim, y obtuvo la cooperación de Felipe II por haberle otorgado el derecho a los diezmos de la Cruzada, mientras que él mismo equipó algunas galeras.
En octubre de 1571, una armada cristiana de 200 galeras, con 50.000 hombres bajo el mando de Don Juan de Austria, se enfrentó con la flota otomana en los estrechos de Lepanto, la destruyó completamente, y liberó a miles de cristianos.
Esta expedición tuvo el carácter de una Cruzada. El Papa, considerando que la victoria había salvado a la Cristiandad, para conmemorarla instituyó la fiesta del Santo Rosario, que se celebra el primer domingo de octubre.
Pero los aliados no llevaron más allá sus ventajas. Cuando, en el siglo XVII, Francia reemplazó a España como la gran potencia mediterránea, se esforzó, a pesar de los tratados que la ligaban con los turcos, a defender los últimos restos de fuerzas cristianas en el Oriente. En 1669, Luis XIV envió al Duque de Beaufort con una armada de 7000 hombres a la defensa de Candía, una provincia veneciana, pero, a pesar de algunas brillante salidas, sólo consiguió retrasar su captura por unas semanas.
Sin embargo, la acción diplomática de los Reyes de Francia con respecto a los cristianos Orientales que eran súbditos turcos fue más eficaz. El régimen de "Capitulaciones", establecido bajo Francisco en 1536, renovado bajo Luis XIV en 1673, y Luis XV en 1740, garantizó a los católicos la libertad religiosa y la jurisdicción del embajador francés de Constantinopla. A todos los peregrinos occidentales se les autorizó el acceso a Jerusalén y al Santo Sepulcro, que se confió al cuidado de los Frailes Menores. Tal fue el modus vivendi finalmente establecido entre la Cristiandad y el mundo mahometano.
A pesar de estos cambios puede decirse que, hasta el siglo XVII, la imaginación de la Cristiandad Occidental todavía estaba obsesionada por la idea de las Cruzadas. Aun el menos quimérico de los estadistas, tal como el Padre José de Tremblay, el amigo de confianza de Richelieu, a veces acariciaba tales esperanzas, mientras que el plan de la memoria que Leibniz dirigió en 1672 a Luis XIV sobre la conquista de Egipto era el de una Cruzada normal. Por fin, allí estaba como la reliquia respetable de un pasado glorioso, la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, fundada en el siglo XI y que continuó existiendo hasta la Revolución Francesa. A pesar de los esfuerzos valerosos de su Gran Maestre, Villiers de l'Isle Adam, los turcos los habían expulsado de Rodas en 1522, y habían tomado refugio en Italia.
En 1530, Carlos V les obsequió la isla de Malta, admirablemente situada desde un punto de vista estratégico, de donde podían ejercer vigilancia sobre el Mediterráneo. Se obligaron a prometer dejar Malta al momento de recuperar Rodas, y también a hacer la guerra a los piratas de Berbería.
En 1565, los Caballeros de Malta resistieron un furioso ataque de los turcos. También mantuvieron un escuadrón capaz de hacer huir a los piratas de Berbería. Reclutados entre los más jóvenes hijos de las familias más nobles de Europa, poseían inmensos patrimonios en Francia y en Italia, y cuando la Revolución Francesa estalló, la Orden rápidamente perdió terreno. Se les confiscó la propiedad que poseían en Francia en 1790, y cuando, en 1798, el directorio emprendió una expedición a Egipto, Bonaparte, de pasada, se apoderó de la isla de Malta, cuyos Caballeros se habían puesto ellos mismos bajo la protección del Zar Paulo I. La ciudad de Valetta se rindió a la primera llamada, y la Orden se desbandó; sin embargo, en 1826 fue reorganizada en Roma como una asociación caritativa.
La historia de las Cruzadas está por lo tanto, íntimamente relacionada con la de los Papas y la Iglesia. Estas Guerras Santas fueron esencialmente una empresa papal. La idea de mitigar todas las disensiones entre cristianos, de unirlos bajo el mismo estandarte y enviarlos en contra de los mahometanos, fue concebida en el siglo XI, es decir, en una época en la que aún no había ningún Estado organizado en Europa, y cuando el Papa era el único potentado en posición de saber y entender los intereses comunes de la Cristiandad.
En esa época los turcos amenazaban con invadir Europa, y el Imperio Bizantino parecía incapaz de resistir a los enemigos que lo rodeaban. Urbano II entonces aprovechó la veneración en la que los Lugares Santos eran tenidos por los cristianos de Occidente y rogó a estos de dirigir sus combinadas fuerzas contra los mahometanos y, por un ataque audaz, detener su avance. El resultado de ese esfuerzo fue la creación de los Estados cristianos en Siria.
Mientras la autoridad de las Papas era indiscutible en Europa, estaban en posición de proveer a esas colonias cristianas la ayuda que requerían; pero cuando esa autoridad era discutida por disensiones entre el sacerdocio y el Imperio, el ejército cruzado perdía la unidad de mando tan indispensable al éxito.
Las potencias marítimas de Italia, cuya ayuda era indispensable a los ejércitos cristianos, pensaban sólo en usar las Cruzadas para fines políticos y económicos. Otros Príncipes, primero el Hohenstaufen y después Carlos de Anjou, siguieron este precedente. La Cruzada de 1204 fue la primera rebelión abierta contra la voluntad pontifical. Por fin, cuando, al fin de la Edad Media, se había definitivamente abandonado toda idea de monarquía cristiana, cuando la política estatal era la única influencia que ponía en movimiento a las Potencias de Europa, la Cruzada parecía un respetable pero molesto sobreviviente.
En el siglo XV, Europa dejó que los turcos tomaran Constantinopla, y los Príncipes estaban muchos menos preocupados de partir hacia el Oriente que de encontrar una manera de no cumplir sus votos de cruzados sin perder la buena opinión del público. Después de eso todo intento de Cruzada participó de la naturaleza de los esquemas políticos.
A pesar de su derrota final, las Cruzadas ocupan un lugar muy importante en la historia del mundo. Esencialmente obra de los Papas, estas Guerras Santas antes que nada ayudaron a fortalecer la autoridad pontifical; ofrecieron a los Papas la oportunidad de interferir en las guerras entre príncipes cristianos, mientras que los privilegios temporales y espirituales que otorgaron a los Cruzados virtualmente hicieron de estos último sus súbditos. Al mismo tiempo ésta fue la razón principal por la cual tantos gobernantes civiles se negaron a unirse a las cruzadas. Se debe decir que las ventajas así adquiridas por los Papas fueron por la seguridad común de la Cristiandad.
Desde el principio las Cruzadas fueron guerras defensivas y detuvieron el avance de los mahometanos que, por dos siglos, concentraron sus fuerzas en una lucha en contra de las colonias cristianas en Siria. Así Europa es ampliamente deudora de las Cruzadas por el mantenimiento de su independencia. Además, las cruzadas tuvieron consecuencias en las que los Papas nunca habían soñado, y que fueron quizás las más importantes de todas. Restablecieron el tráfico entre el Occidente y Oriente, que, después de haber estado interrumpido durante varios siglos, se reanudó entonces con una energía aun más grande; fueron una manera de sacar a los Caballeros occidentales de las profundidades de sus provincias respectivas, introducirlos en los más civilizados países asiáticos revelándoles así un mundo nuevo, y regresarlos a sus tierras natales llenos de ideas nuevas; fueron instrumentales en extender el comercio de las Indias, del que las ciudades italianas por mucho tiempo tuvieron el monopolio, así como el de los productos que transformaron la vida material de Occidente.
Además, desde fines del siglo XII, el desarrollo de la cultura general en Occidente fue el resultado directo de esas Guerras Santas. En fin, es con las Cruzadas que debemos asociar el origen de las exploraciones geográficas hechas por Marco Polo y Orderico de Pordenone, los italianos que llevaron a Europa el conocimiento de Asia y China continentales. Si, de hecho, la civilización cristiana de Europa ha llegado a ser una cultura universal, en el sentido más alto, la gloria redunda, en gran medida, a las cruzadas.
Excesos en laa Cruzadas:
La primera conquista de Jerusalén ocurre en 1099 con más de 60.000 victimas (judíos, musulmanes, hombres, mujeres, niños). En las palabras de un testigo: "Allí, en frente del Templo de Salomón, hubo tal carnicería que nuestra gente estaba hasta los tobillos de la sangre de nuestros enemigos", y después de eso, "felices y llorando de gozo nuestra gente marchó hacia la tumba de Nuestro Salvador, para honrarlo y pagarle nuestra deuda de gratitud.
El Arzobispo de Tyre, testigo ocular relata: “Era imposible mirar al vasto número de muertos sin horrorizarse; por todos lados habían tirados fragmentos de cuerpos humanos, y hasta el mismo piso estaba cubierto de la sangre de los muertos. No era solamente el espectáculo de cuerpos sin cabeza y extremidades mutiladas tiradas por todas direcciones que inspiraba el terror a todos los que miraban; más horripilante aun era ver a los victoriosos mismos chorreando de sangre de pie a cabeza, una omnipotente estampa que inspiraba el terror a todos los que los veían. Se reporta que dentro del Templo mismo murieron alrededor de 10.000 infieles."
El cronista cristiano Eckehard de Aura escribió que "hasta durante el siguiente verano todo aire de Palestina continuaba contaminado del olor a descomposición". Un millón de víctimas en la primera cruzada solamente. Con el grito de "Deus lo vult" (¡es la voluntad de Dios!) y sabiendo que Cristo estaba a su lado, los cruzados cristianos medievales marcaron la historia humana para siempre cometiendo las más viles atrocidades, matando hombres, mujeres y niños, moros y judíos por igual.
Se estima que el día que Jerusalén fue conquistada por los cristianos 70.000 víctimas pagaron con sus vidas el “glorioso” acontecimiento. El Santo Patrono de los Cruzados era San Jacobo, Exterminador de árabes o el Patrón Santiago, como lo llamarían los españoles a su Santo Exterminador después del descubrimiento de América, asegurando de esta forma, la continuación de las atrocidades a través de las eras.
La caída de Constantinopla:
Los habitantes a la caída de la tarde, mientras Mehmet II dispara cañonazos contra las murallas de Teodosio se refugian en la Catedral de Santa Sofía y se ponen a cantar salmos, a invocar la misericordia divina. El Patriarca que a la luz de las velas celebra la última misa y para animar a los más aterrorizados grita: “¡No tengáis miedo! ¡Mañana estaréis en el Reino de los Cielos y vuestros nombres sobrevivirán hasta la noche de los tiempos!”. Los niños lloran, las madres que les dicen entre sollozos: “¡Calla, hijo, calla!. ¡Morimos por nuestra fe en Jesucristo!. ¡Morimos por nuestro Emperador Constantino XI, por nuestra patria!”.
Las tropas otomanas que tocando sus tambores entran por las brechas abiertas en las desmoronadas murallas, arrollan a los defensores genoveses, venecianos y españoles, los masacran a todos a golpes de cimitarra, irrumpen después en la Catedral y decapitan hasta a los recién nacidos. Y con sus cabecitas apagan las velas…
La matanza duró desde el alba hasta el anochecer. Solo se interrumpió cuando el Gran Visir subió al púlpito de Santa Sofía y les dijo a los matarifes: “Descansad. Este templo ya pertenece a Alá”.
Mientras, la ciudad ardía, la soldadesca crucificaba y empalaba. Los jenízaros violaban y después degollaban a las monjas (4.000 en unas pocas horas) o encadenaban a los supervivientes para venderlos en el mercado de Ankara.
Los cortesanos preparaban el Banquete de la Victoria. Aquel banquete en el que (ante las barbas del Profeta) Mehmet II se emborrachó con los vinos de Chipre, y dado que sentía debilidad por los jovencitos hizo llevar a su presencia al primogénito del Gran Duque greco ortodoxo Notaras. Un adolescente de 14 años famoso por su belleza. Delante de todos lo estupró, y después de haberlo violado se hizo traer a los demás Notaras. A sus padres, a sus abuelos, a sus tíos, a sus primos. Delante de él, los decapitó. Uno a uno.
También hizo destruir todos los altares, fundir todas las campanas, transformar todas las iglesias en mezquitas o en bazares. Así fue como Constantinopla, se convirtió en Estambul.
Ordenes Religiosas Militares
Hospitalarios de San Juan de Jerusalén
(Caballeros de Malta)
La más importante de las Órdenes Militares, tanto por su extensión física como por su duración. Se dice que existió desde antes de las Cruzadas, y aún no se ha extinguido. En su larga vida ha cambiado de nombre en varias ocasiones; conocidos como Hospitalarios de Jerusalén hasta 1309, fueron llamados Caballeros de Rodas de 1309 a 1522, y Caballeros de Malta desde 1530 a la fecha.
El origen de esta Orden es un tema en que los eruditos no se ponen de acuerdo; ha dado origen a leyendas ficticias y a peligrosas conjeturas. Sin lugar a dudas, el fundador fue un tal Gerald o Gerard, cuyo lugar de nacimiento y apellido se han investigado en vano. Por otra parte, su título de fundador está autentificado por un documento contemporáneo, la Bula de Pascual II, fechado en 1113 y dirigido a "Geraudo institutori ac praeposito Hirosolimitani Xenodochii". Ciertamente, este no fue el primer establecimiento de su clase en Jerusalén. Aún antes de las Cruzadas, los mesones eran indispensables para albergar a los peregrinos que acudían en tropel a los Lugares Santos y, al principio, los “hospitia o xenodochia” no eran otra cosa. Pertenecían a diferentes naciones; se habla de un hospicio francés en la época de Carlomagno; se dice también que el hospicio húngaro data de la época del Rey San Esteban (año 1000).
Sin embargo, el más famoso fue un hospicio italiano creado aproximadamente en el año 1050 por los mercaderes de Amalfi, quienes en esa época tenían relaciones comerciales con Tierra Santa. Se ha tratado de conectar el origen de los Hospitalarios de San Juan con esa fundación, pero es obvio que los Hospitalarios tenían a San Juan Bautista por patrono, mientras que el hospicio italiano estaba dedicado a San Juan de Alejandría. Además, los primeros adoptaron la Regla de San Agustín, mientras que los segundos ejercieron la Regla Benedictina.
Como la mayoría de las casas similares de ese tiempo, el hospicio de Amalfi dependía de un Monasterio; en cambio, el de Gerard fue autónomo desde el principio. Antes de las Cruzadas, el hospital italiano decayó, sostenido únicamente por limosnas recolectadas en Italia; pero Gerard se benefició con la presencia de los Cruzados y la gratitud de éstos hacia su hospitalidad, que le valieron la adquisición de territorios e ingresos no sólo en el nuevo Reino de Jerusalén, sino en Europa, Sicilia, Italia y Provenza. En las donaciones que quedaron registradas no se menciona a los enfermos, sólo a los pobres y a los extranjeros. Desde este punto de vista, el hospicio de Gerard no difería de otros.
Gracias a los recursos acumulados por Gerard, su sucesor Raymond de Provenza (1120-60) erigió edificios más espaciosos cerca de la iglesia del Santo Sepulcro y, de ahí en adelante, el hospicio se convirtió en un hospital atendido por una comunidad de gente de hospital, en el sentido moderno de la palabra.
Por lo tanto, para ser exactos, los Hospitalarios de Jerusalén nacieron con Raymond de Provenza, autor de la regla (que establece sólo su conducta como religiosos y enfermeros, sin mencionar lo de caballeros). Dicha regla establece, principalmente, que el hospital mantendrá permanentemente, y a su propia cuenta, a 5 médicos y 3 cirujanos. Los Hermanos debían realizar las funciones de enfermeros.
Aproximadamente en 1150, un peregrino calculó el número de enfermos que recibían cuidados en 2000, una cifra evidentemente exagerada, a menos que incluyera a las personas hospedadas durante todo el año. Raymond continuó recibiendo donaciones, lo que le permitió complementar su fundación con una segunda innovación. Para acompañar, y defender cuando fuera necesario, a los peregrinos que llegaban y partían, sufragó el costo de una escolta armada, que con el tiempo se convirtió en un verdadero ejército formado por caballeros reclutados entre los cruzados de Europa, quienes servían como caballería pesada, y turcoples reclutados entre los nativos de sangre mixta, quienes hacían las funciones de caballería ligera armados a la usanza turca. Con esta innovación se originaron los grados militares más antiguos de la Orden: el de Mariscal, para comandar a los caballeros, y el de Copler para dirigir a los turcoples. Posteriormente, los grandes Maestres mismos participaron en batallas.
Gosbert (hacia 1177), quinto sucesor de Raymond, se distinguió como hombre de armas, y Roger de Moulins pereció gloriosamente en el campo de batalla en 1187. De esta forma, la Orden de San Juan se convirtió imperceptiblemente en una Orden Militar, sin perder su carácter hospitalario. Los estatutos de Roger de Moulins (1187) tratan exclusivamente sobre el servicio a los enfermos; la primera mención acerca del servicio militar aparece en los estatutos del noveno Gran Maestre, Alfonso de Portugal (aproximadamente 1200). En estos se hace una marcada distinción entre los Caballeros seculares, externos a la Orden, quienes servían sólo por un tiempo, y los Caballeros declarados, unidos a la Orden mediante un voto perpetuo, y poseedores de los mismos privilegios espirituales que los otros religiosos. De ahí en adelante, la Orden nombraba dos clases de miembros: los Hermanos militares y los Hermanos enfermeros. Los Hermanos capellanes, a quienes se les confiaba el divino servicio, formaban una tercera clase.
La Orden de San Juan se convirtió en una Orden mixta, en tanto que la Orden de los Templarios era puramente militar al principio, y en este punto puede reclamar prioridad, a pesar de las aseveraciones contrarias de los Hospitalarios. Los Templarios seguían otra regla monástica y vestían un hábito diferente: el hábito blanco de los Cistercienses (cuya regla obedecían) con una cruz roja, mientras que los Hospitalarios usaban el manto negro con una cruz blanca. Cuando iban a la guerra, los Hermanos Caballeros vestían sobre su armadura un sobretodo rojo con una cruz blanca.
Estos dos grupos que se emularon desde el principio pronto se convirtieron en rivales, y dicha antipatía tuvo mucho que ver con el rápido declive del Reino de Jerusalén. Desde otros puntos de vista, ambas Órdenes tenían el mismo rango en la Iglesia y en el Estado; eran reconocidas como Ordenes regulares y el Papa les concedía grandes privilegios, absoluta independencia de cualquier autoridad espiritual y temporal (salvo la de Roma), exención de diezmos, con derecho a tener sus propias capillas, clero y cementerios. A ambas se les asignó la defensa militar de Tierra Santa, y las más formidables fortalezas del país, cuyas espléndidas ruinas aún existen, fueron ocupadas por alguna de las dos. En el campo de batalla compartían los puestos más peligrosos, tomando por turnos la vanguardia y la retaguardia.
La historia de los Hospitalarios de Jerusalén está relacionada con la del Reino Latino del mismo nombre, con el que compartía la prosperidad y la adversidad. Cuando el Reino se encontraba en su esplendor, los Hospitalarios poseían no menos de 7 fortalezas, algunas situadas en la costa, otras en las montañas; entre ellas, Margat y Krals, en el territorio de Trípoli, son las más famosas. Disfrutaban de los ingresos provenientes de más de 140 Estados (casalia) de Tierra Santa. En cuanto a sus posesiones europeas, un escritor del siglo XIII les acreditó cerca de 19.000 casas o fincas. Fue necesario organizar una administración financiera para asegurar el cobro regular de los ingresos provenientes de estas posesiones tan dispersas. Esta fue la tarea de Hugo de Ravel, XVII° Gran Maestre de Tierra Santa (hacia 1270). Las tierras unidas a una sola casa fueron puestas bajo el control de un caballero de la Orden, quien al principio fue llamado preceptor pero luego tomó el título de Comandante. Este oficial estaba encargado de recolectar las rentas, una proporción de las cuales servía para sostener a su comunidad, formada por un Capellán y algunos Hermanos; la otra parte estaba destinada a las casas de Tierra Santa. Esta última consistía en un impuesto anual e invariable llamado "Responsions".
Gracias a estos recursos traídos de Europa, la Orden pudo sobrevivir a la caída del Reino de Jerusalén, que implicó la pérdida de todas sus posesiones en Asia. Tras la captura de Jerusalén por parte de Saladino en 1187, la Orden Hospitalaria pudo conservar solamente las posesiones que tenía en el Principado de Trípoli, las cuales perdió un siglo más tarde por la caída de Acre en 1291.
Sus miembros fueron obligados a buscar refugio, bajo las órdenes de su Gran Maestre, Jean de Villiers, en el Reino de Chipre, donde ya tenían algunas posesiones. El Rey Amaury les asignó como lugar de residencia el pueblo costero de Limasol. Al convertirse en isleños, los Hospitalarios se vieron obligados a modificar sus artes de guerra. Equiparon flotas para pelear contra los musulmanes en el mar y para proteger a los peregrinos, quienes no cesaban de visitar los Lugares Santos. Pero fue principalmente la conquista de la isla de Rodas, por el Gran Maestre Foulques de Villaret, lo que produjo una completa transformación de la Orden.
Los Caballeros de Rodas (1309-1522)
Los Caballeros de Rodas, sucesores de los Hospitalarios de San Juan, se distinguían de estos últimos de muchas maneras. En primer lugar, el Gran Maestre de la Orden fue de ahí en adelante soberano temporal de la isla, la cual constituía un verdadero principado eclesiástico bajo la soberanía de los Emperadores del Este. En segundo lugar, aunque la primera preocupación de Villaret fue construir un nuevo hospital, el cuidado de los enfermos tomó un lugar secundario, ya que los miembros de la Orden tenían poco tiempo para dedicarse a atender enfermos, salvo a los miembros de la comunidad. De ahí que el nombre de Caballeros prevaleciera sobre el de Hospitalarios.
Esta característica se acentuó con la fusión de los Hospitalarios con los pocos Templarios restantes después de la supresión de estos últimos en 1312. Al mismo tiempo, esta fusión incrementó la riqueza de la Orden, a la cual el Papa asignó las propiedades de los Templarios en todos los países excepto en Aragón y Portugal. En Francia, donde Felipe el Bueno se había apropiado de dichos bienes, la Orden logró la restitución sólo mediante grandes indemnizaciones al Rey. A partir de esta época, la organización de la Orden tomó su forma definitiva: un cuerpo dividido en Lenguas, Prioratos y Encomiendas. Las Lenguas, o naciones, eran 8 y tenían su propio administrador; a cada una se le reservaba uno de los 8 grados supremos (a Provenza, el de Gran Comendador; a Auvernia, el de Mariscal; a Francia, Gran Hospitalario; a Italia, Almirante; a Aragón, Abanderado; a Castilla, Gran Canciller; a Alemania, Gran Administrador; a Inglaterra, Turcopolier.
El Gran Maestre podía ser elegido de cualquier Lengua; ejercía una autoridad suprema, pero bajo el control del Gran Cabildo y con ayuda de varios consejeros. Cada lengua estaba dividida en Prioratos, y la cabeza de cada uno de ellos tenía derecho a recibir nuevos caballeros y visitar las Encomiendas. Los Prioratos eran 24, y las encomiendas, o subdivisiones de los prioratos, 656. Estos puestos eran asignados por antigüedad; después de 3 campañas, conocidas como "caravanas", se tenía derecho a una encomienda.
Un cambio importantísimo en el carácter de la Orden fue la transformación de los caballeros en corsarios. La piratería practicada por los musulmanes fue el flagelo del Mediterráneo, especialmente del comercio cristiano. Los Caballeros de Rodas, por su parte, armaron cruceros no solamente para perseguir a los piratas, sino para tomar represalias contra los comerciantes turcos. Cada vez con mayor audacia hicieron incursiones en las costas y saquearon los puertos más ricos del Oriente, tales como Esmirna (1341) y Alejandría (1365). Sin embargo, en esta época surgió una nueva fuerza musulmana (los Turcos Otomanos de Iconio) que tomó la ofensiva contra los cristianos.
Tras apoderarse de Constantinopla, Mehmet II dirigió su atención a la tarea de destruir esta guarida de piratas que hacía de Rodas el terror del mundo musulmán. De ahí en adelante la Orden, tirada a la ofensiva, vivió en constante alerta. Una vez, bajo las órdenes de su Gran Maestre Pierre d' Aubusson, repelió a todas las fuerzas de Mehmet II (hacia 1480).
En 1522, Solimán II regresó al ataque con una flota de 400 barcos y un ejército de 140.000 hombres. Los caballeros sufrieron esta furiosa embestida con su habitual valor durante un período de 6 meses bajo las órdenes de su Gran Maestre Villiers de L' Isle Adam, y no se rindieron hasta que sus provisiones se agotaron por completo.
Les fue perdonada la vida, y se les permitió replegarse. En homenaje a su heroísmo, Solimán II les prestó sus barcos para regresar a Europa. Se dispersaron a sus encomiendas y suplicaron a Carlos V que les concediera la isla de Malta, la cual dependía de su Reino de Sicilia, y esta soberanía les fue concedida en 1530, bajo el poder de los Reyes España.
Los Caballeros de Malta (1530-1798)
Los Caballeros de Malta reasumieron inmediatamente la forma de vida que habían practicado durante dos siglos en Rodas. Con una flota que no contaba con más de 7 galeras, resistieron a los piratas de Berbería que infestaron la cuenca occidental del Mediterráneo. Formaron un valioso contingente durante las grandes expediciones de Carlos V contra Túnez y Argel y en la memorable victoria de Lepanto. También se les permitió equipar una galera, corriendo ellos con los gastos, para cazar a las galeras turcas. Estas empresas atrajeron nuevos ataques de los Otomanos.
Lamentando su generosidad, Solimán II reunió por segunda vez a todas las fuerzas de su Imperio para sacar a los corsarios cristianos de su refugio. El sitio de Malta, tan famoso como el de Rodas, duró aproximadamente 4 meses en 1565.
Cuando Malta fue entregada por un ejército de relevo proveniente de España, los turcos ya habían tomado posesión de una parte de la isla, destruido casi la totalidad de la vieja ciudad, matado a la mitad de los caballeros y a casi 8.000 soldados. Se dice que al retirarse, los turcos dejaron 30.000 muertos. Se tuvo que construir una nueva ciudad (la actual ciudad de La Valeta), nombrada en memoria del Gran Maestre que resistió el sitio. Sin embargo, Malta no se deshizo de su adversario más peligroso hasta la batalla de Lepanto en 1571, cuando la flota otomana sufrió un fatal golpe final.
A partir de ese momento, la historia de Malta se reduce a una serie de encuentros marítimos con los corsarios de Berbería, cuyos intereses eran puramente locales. En la lucha participaron principalmente los caballeros jóvenes, quienes tenían prisa por completar sus 3 "caravanas" para merecer alguna encomienda vacante. Era una existencia llena de peligros de todo tipo: ataques repentinos, aventuras, éxitos y derrotas. La vida y la libertad estaban en constante riesgo, y esta última podía recuperarse solamente mediante enormes rescates. Sin embargo, cuando llegaba el éxito la empresa se volvía lucrativa; no solamente compensaba los gastos sino también enriquecía al capitán. El mejor resultado era la entrega de cientos de esclavos cristianos, encadenados como remeros en las galeras turcas. Como represalia, los turcos derrotados eran reducidos a esclavos y vendidos a las galeras cristianas que necesitaban remeros.
Así, Malta siguió siendo un mercado de esclavos hasta bien entrado el siglo XVIII. Se necesitaban 1.000 esclavos sólo para equipar las galeras de la Orden, las cuales eran un infierno para los desafortunados. Se entiende fácilmente que el hábito de vivir en medio de estas escenas de violencia y brutalidad ejerciera una mala influencia en la moralidad de los Caballeros de la Orden. La disciplina se relajó y el cargo de Gran Maestre se volvió un honor cada vez más arriesgado, pues las rebeliones eran frecuentes. En 1581 el Gran Maestre Jean de la Cassière fue hecho prisionero por sus propios caballeros, cuya principal queja era la expulsión de algunas mujeres impúdicas.
El voto de obediencia era un poco más respetado que el de castidad. Una vez en posesión de alguna Encomienda situada en el continente, los caballeros se independizaban de la autoridad del Gran Maestre y su relación con la Orden era de lo más remota. En lo que concierne al voto de pobreza, los caballeros eran reclutados solamente de entre la nobleza, y las pruebas de su ascendencia eran examinadas con más rigor que su disposición religiosa. Naturalmente, la riqueza de la Orden era el único motivo de estas vocaciones.
Su declive empezó con la confiscación de sus posesiones. Un efecto del protestantismo fue el enrarecimiento de un gran grupo de Encomiendas asignadas a la nobleza protestante, como en el caso de Bailiwick de Sonenburgo en Prusia. En otros países protestantes, la Orden fue simplemente suprimida. En los países católicos, los soberanos mismos asumían cada vez más el derecho a disponer de las Encomiendas ubicadas dentro de su jurisdicción. Finalmente Malta, el centro de la Orden comandada por su Gran Maestre, el Conde von Hompesch, tuvo que rendirse al General Bonaparte cuando éste realizó su expedición a Egipto (en 1798).
Estado Actual de la Orden
La Revolución Francesa extendió la secularización de las propiedades de la Orden desde los países protestantes hasta el mayor número de países católicos. Por otro lado, el Zar Paulo de Rusia les asignó bastantes propiedades en sus dominios en 1797, y a cambio fue elegido Gran Maestre, pero su elección no fue reconocida por el Papa. Desde ese momento el Papa ha nombrado al Gran Maestre de la administración. De 1805 a 1879 no hubo Gran Maestre, pero León XIII restableció el cargo, otorgándolo a un austríaco: Geschi di Sancta Croce.
En 1910, cuando Galeazzo von Thun Hohenstein desempeñaba el cargo, los requisitos de admisión a la Orden eran: nobleza, fe católica, mayoría de edad, integridad de carácter y la posición social correspondiente. Existían sólo 4 Prioratos: uno en Bohemia y 3 en Italia. Aún entonces existían encomiendas y varias clases de caballeros con diferentes insignias, pero con la misma cruz de Malta de 8 puntas.
El Convento de Santa María del Priorato, en el Monte Aventino de Roma, el cual domina el Tíber y tiene desde sus jardines una de las vistas más encantadoras de la ciudad, pertenece a la Orden de los Caballeros de Malta. Las paredes del convento están adornadas con retratos de los caballeros, y en los archivos abundan los registros de la Orden. Son interesantes las tumbas de los caballeros en el convento. La Orden fue convocada a asistir a la Convención de Ginebra en 1864, en igualdad de dignidad que las grandes potencias.
En Prusia, la encomienda protestante Baliwick de Sonenburgo desapareció en 1810, después de la secularización de sus propiedades. Sin embargo, Federico Guillermo IV creó una nueva fraternidad llamada "Evangelical Johannittes" en 1852, bajo las órdenes de un Maestro (Herrenmeister) siempre elegido de entre la familia real y con un gran número de cargos adicionales.
Para ser admitido en la Orden, un aspirante debía cumplir un gran número de condiciones: nobleza por varias generaciones, posición social correspondiente, una cuota de admisión de 900 marcos, prueba de por lo menos 4 años de caballero de honor, con lo cual se confiere el título de Caballero de Justicia. La primera obligación de los miembros era recolectar las contribuciones para el sostenimiento de los hospitales. Así, esta rama protestante de la Orden regresó al ideal de su fundador en la época de la Primera Cruzada. Además, en tiempos de guerra, y desde 1870, la Orden ha estado dedicada al servicio de ambulancias en el campo de batalla.
Caballeros De la Cruz
Famosa Orden religiosa en la historia de Bohemia, y acostumbrada desde el principio al uso de las armas, una costumbre que fue confirmada en 1292 por un Embajador del Papa Nicolás IV. El Gran Maestre aun es investido con una espada la cual lleva su propia reflexión, y la Congregación ha sido reconocida como una Orden Militar por el Papa Clemente X e Inocencio XII, así como por varios Emperadores.
Hay muchas discusiones sobre el verdadero origen de esta Orden, algunas autoridades, entre las cuales los Bolandistas, lo remontan de nuevo a Palestina donde los primeros miembros de la Orden fueron llevados a levantar las armas contra los Sarracenos. Por otro lado, sin embargo, existía la costumbre de establecer una Congregación Religiosa en el momento de la fundación de un hospital, esta es una mejor teoría que la primera, ya que existe el hecho de que no hay documento alguno donde haya algún rastro de los Caballeros de la Cruz que estuvieron en Palestina yendo a Bohemia. Por otro lado, en un pergamino del Breviario de la Orden con fecha de 1356, da ha conocer que la fundación no contiene ninguna alusión a ese linaje.
La Orden primero es fundada en Bohemia como una fraternidad adherida al Hospital de Praga que estaba a cargo de la comunidad de Clarisas, establecida por la Princesa Abadesa Agnes, hija de Przemysl Ottokar I y la Reina Constantina, en 1233. En 1235 el hospital fue generosamente donado por la Reina entregándolo formalmente como propiedad de la Orden alemana, un regalo confirmado por el Papa Gregorio IX en 1236, quien estipuló que las utilidades deberían ser divididas con el Monasterio de las Clarisas. Después de 3 años, durante los cuales la cabeza de la Congregación fue a Roma como representante acreditado de la Abadesa Agnes (Superiora de las Clarisas), y la congregación había sido constituida formalmente en una Orden bajo la Regla de San Agustín por Gregorio IX (1238), la Abadesa en 1239 resignó toda jurisdicción sobre el hospital y lo dejó a manos de la Santa Sede. 12 días después el Papa asignó formalmente lo que las Clarisas resignaron a los recientemente confirmados Caballeros de la Cruz, quienes se sostendrían con fidelidad eterna a la Santa Sede, bajo la condición de un pago anual de una suma representativa. La Abadesa Agnes bendijo a la Orden con un nuevo hospital en el puente Praga, el cual fue utilizado como una maternidad, y a título de la Orden se le inscribió “in latere pede pontis (Pragenis)” (a los pies del puente de Praga). Ella también hizo una petición a la Santa Sede por una marca para estos caballeros que los distinguiera de los otros crucíferos, con quienes se les confundía porque tenían en común una Cruz Roja. Por esto el Obispo Nicolás de Praga le adhirió, con autorización del Papa, una estrella roja de 6 puntas en 1250, probablemente en principio para la armadura del Primer General, Albrecht von Sternberg.
La Orden, que por el año 1253 tenía extensas posesiones en Bohemia, pronto se expandiría a tierras vecinas. La casa Breslau en particular fue el punto de partida de muchas más fundaciones. En Bohemia, de manera especial, los caballeros rindieron incalculables servicios. Su éxito en el trabajo en el hospital es evidente por la rapidez con la cual se multiplicaron sus casas, y el frecuente testimonio del cual hablan los documentos de Reyes y Emperadores.
Luego de dos décadas de su fundación el cuidado de las almas, llegó a ser tan importante como su trabajo en el hospital, fue así que la mayoría de hermanos laicos fueron reemplazados por sacerdotes. Numerosas iglesias se estructuraron por toda Bohemia, particularmente en el lado Oeste, donde formaron un baluarte de la fe durante los ataques de la herejía en esa región; los Taboritas asesinaron al pastor de San Esteban en Praga, y los Husitas destruyeron la maternidad y casi llevó a la Orden al punto de disolverse, pero logró recuperarse lo suficiente para una vigorosa y resistente oferta ante el avance de las enseñanzas reformadas.
En la guerra contra Suecia, los miembros de la Orden justificaron su titulo de Caballeros durante el asedio de Eger, luchando lado a lado con los pobladores.
Su Hospital en Praga fue también el refugio para otras Órdenes que venían a trabajar por las almas de Bohemia, entre ellos estuvieron los Jesuitas (1555) y los Capuchinos (1599).
Por más de 150 años, el Arzobispo de Praga mantuvo la posta de Gran Maestro y fue enteramente apoyado por los réditos de la Orden. Solo durante la restauración de las posesiones de la arquidiócesis al final del siglo XVII fue elegido de nuevo, entre los miembros, el Gran Maestro, y un General de la reforma instituida. George Ignatius Paspichal (1694-99), fue elegido como el primer Gran Maestro en el nuevo régimen, mostrando un gran celo por la restauración de los primeros ideales, especialmente el de la caridad. Incluso en el presente, el Monasterio de Praga apoya a 12 pensionistas y distribuye la entonces llamada “porción hospital” a 40 pobres.
Muchos caballeros han ganado envidiable reputación en el mundo del saber, entre ellos Nicholas Kozarz Kozarowa (1592), célebre matemático y astrónomo: John Francis Bekowsk (1725), quien estableció en Praga un herbario el cual aun existe, y Zimmermann, el historiador.
Actualmente además de la maternidad en Praga, hay cerca de 26 parroquias incorporadas, y 85 miembros profesos, de los cuales muchos son contratados para las secundarias y la Universidad de Praga. Se encuentran en Hadrisk, Viena, donde la Orden se ha establecido desde el siglo XIII, Eger, Brüx y Schaab.
Orden de los Caballeros de Cristo
Una Orden Militar que surgió a partir de la famosa Orden del Templo (Caballeros Templarios). Tal como Portugal fue el primer país en Europa donde se instalaron los Templarios en 1128, así también fue el último en preservar los postreros remanentes de esa Orden.
Los Templarios portugueses habían contribuido a la conquista de Algarve de los musulmanes; ellos estaban todavía defendiendo esa conquista cuando fueron suprimidos en 1312 por el Papa Clemente V. El Rey Diniz, que entonces regía a Portugal, lamentó la pérdida de aquellos valiosos auxiliares sobre todo porque, en los juicios a que había sido sometida la Orden en toda la Cristiandad, los Templarios de Portugal habían sido declarados inocentes por la corte eclesiástica del Obispo de Lisboa.
Para ocupar su lugar, el Rey instituyó una nueva Orden, bajo el nombre de Christi Militia en 1317. Obtuvo entonces para esta Orden la aprobación del Papa Juan XXII, quien, por una Bula de 1323, daba a estos caballeros la regla de los Caballeros de Calatrava y los puso bajo el control del Abate Cisterciense de Alcobaca. Más tarde, por otra Bula (1323), el mismo Papa autorizó al Rey Diniz para hacer entrega a la nueva Orden de Cristo de las propiedades portuguesas de los extintos Templarios, y, la gran precipitación por convertirlos en Caballeros de Cristo, puede claramente ser explicado como el fundamento de Don Diniz en su intención tanto en lo personal como en lo territorial de una continuación en Portugal de la Orden del Temple. Instalados primero en Castro Marino, y más tarde en 1357 establecidos definitivamente en el Monasterio de Thomar, cerca de Santarem.
Para esta época, sin embargo, Portugal ya había liberado su suelo del musulmán, y parecía que la Orden de Cristo sería un despilfarro de fuerzas en ociosidad, cuando el Príncipe Enrique el Navegante, hijo del Rey Joao I, abrió un nuevo campo para su utilización llevando la guerra contra el Islam dentro de África.La conquista de Ceuta en 1415 fue la primera etapa hacia la formación de un gran Imperio portugués más allá de los mares. Esto puede en el presente ser aceptado como demostrado, y que el motivo que esta gran empresa no fue mercenario, sino religioso, con su pretensión de conquista de África para Cristo y su Fe. Nada podía haber estado más de acuerdo con el espíritu de la Orden, que, bajo el Príncipe Enrique mismo como su Gran Maestre (1417-65), enfrentaba este proyecto con entusiasmo.
Esto explica los extraordinarios favores otorgados por los Papas a la Orden (favores prometidos para fortalecer un trabajo de evangelización). Martín V, por una Bula cuyo texto está perdido, otorgó al Príncipe Enrique, como Gran Maestro de la Orden de Cristo, el derecho de representación de todos los beneficios eclesiásticos para ser instituidos más allá de los mares, junto con una completa jurisdicción y la disposición de ingresos de Iglesia en esas regiones.
Naturalmente, el clero de esas primeras misiones foráneas era reclutado de preferencia entre aquellos sacerdotes que eran miembros de la Orden, y en 1514, una Bula de León X confirmó a ella los derechos de presentación a todos los obispados más allá de los mares, entre cuyos privilegios después surgiría la costumbre entre los titulares de llevar puestas las cruces pectorales de la forma particular de la Orden de Cristo.
Después de esta campaña el Rey Manuel de Portugal, a fin de superar la aversión de los caballeros a permanecer en las guarniciones africanas, estableció 30 nuevas encomiendas en el territorio conquistado. León X, para promover un aumento en el número de establecimientos de la Orden, otorgó un ingreso anual de 20.000 cruzados para ser derivados desde la propiedad de la Iglesia de Portugal, y, como resultado de toda esta asistencia material, de un total de 70 encomiendas de la Orden al inicio del reinado de Manuel se transformaron en 454 a su término, en 1521. Mientras esas expediciones extranjeras mantenían vivo el espíritu militar de la Orden, su disciplina religiosa fue disminuyendo.
El Papa Alejandro VI, en 1492, modificó el voto de celibato por el de castidad conyugal, alegando el predominio entre los caballeros de un concubinato para el que un matrimonio regular era lejos preferible. La Orden se fue haciendo menos monástica y más secular, y fue tomando más y más el carácter de una institución real.
Después del Príncipe Enrique el Navegante, el cargo de Gran Maestre fue siempre sostenido por un Principe real; bajo Manuel esto se hizo definitivamente, como aquellos de Aviz y Santiago, una prerrogativa de la corona; Joao III, sucesor de Manuel, instituyó un Concejo Especial (Mesa das Ordens) para la conducción de esas órdenes en el nombre del Rey.
El Hermano Antonius de Lisboa, en un intento de reforma, resultó causante de la completa aniquilación de la vida religiosa entre los Caballeros de la Orden. Los sacerdotes de la Orden de Cristo fueron forzados a recluirse en vida conventual en Thomar, el convento mismo se convirtió en un claustro con el cual los caballeros desde entonces mantenían sólo una conexión remota.
El joven Rey, Don Sebastián, trató de revertir este nocivo cambio en 1574, pero la gloriosa, aunque inútil muerte, en África, del último de los cruzados en 1578 detuvo el cumplimiento de sus proyectos. Durante el período de la dominación española (1580-1640) otro intento de revitalizar el carácter monástico de toda la Orden resultó en los estatutos emanados por un Capítulo General, en Thomar en 1619, y promulgados por Felipe IV de España, en 1627. Los 3 votos fueron reestablecidos, incluso para los caballeros que no vivían en las casas de la Orden, aunque con ciertas mitigaciones, el matrimonio, por ejemplo, sería permitido para aquellos que podían obtener una dispensa papal.
Las condiciones de admisión eran un noble nacimiento y ya sea dos años de servicio en África o tres años con la flota, pero las encomiendas podían ser dirigidas sólo por aquellos que habían servido tres años en África o 5 con la flota.
El último intento de una reforma para la Orden fue la de la Reina Doña María, hecha con la aprobación de Pío VI en 1789. Este, el más importante de todos los esquemas de reforma diseñados para el beneficio de la Orden, hizo del convento de Thomar una vez más el cuartel general de toda la Orden, y en lugar del Prior conventual, quien, desde 1551, había sido elegido por sus hermanos por un término de 3 años, ahora habría un Gran Prior de la Orden, reconocido por todos los rangos e investido con todos los privilegios y la total jurisdicción antiguamente otorgada por los Papas. El soberano, sin embargo, se mantuvo como Gran Maestre, y los últimos Grandes Priores de la Orden de Cristo, como oficiales subordinados de la corona, no demoraron en entrar en los enredos políticos del siglo XIX.
El último de todos, Furtado de Mendoça, fue identificado con el partido miguelista en las revueltas de 1829-32, y eso llevó a la confiscación general de las propiedades monásticas que siguieron a la derrota de Don Miguel con el convento de Thomar y las 450 encomiendas perdidas. El Rey de Portugal es todavía oficialmente "Gran Señor de la Orden de Nuestro Señor Jesús Cristo", y como tal confiere la calidad de miembro o socio titular de la Orden, junto a la condecoración de la cruz carmesí ornamentada con otra cruz blanca, más pequeña.
La Orden de Cristo, como condecoración papal, u orden al mérito, es también una supervivencia histórica del derecho, antiguamente reservado a la Santa Sede, de aceptar nuevos miembros en la Orden portuguesa.
Orden
Militar de Alcántara
Alcántara, un pueblo a orillas del Tajo (en el cruce de un puente o cantara, de ahí su nombre), está situado en la planicie de Extremadura, un gran campo de conflicto entre los musulmanes y cristianos de España durante el siglo XII. Tomada primero por el Rey de León en 1167, Fernando II, Alcántara cayó de nuevo en 1172 en las manos del fiero Yusuf, el tercero de los Almohades africanos; no fue recuperada sino hasta 1214 cuando fue tomada por Alonso de León, el hijo de Fernando. Para poder defender esta conquista en una frontera expuesta a muchos asaltos, el Rey recurrió a las Ordenes Militares.
La Edad Media no conocía los ejércitos permanentes ni las guarniciones, una carencia que las Ordenes Militares abastecían, combinando como lo hicieron el entrenamiento militar con la entereza monástica.
Alcántara fue encomendada primero en 1214 al cuidado de los Caballeros Castellanos de Calatrava, quienes habían dado muchas pruebas de su valentía en la famosa batalla de Las Navas de Tolosa contra los almohades en 1212. Alonso de León deseaba fundar en Alcántara una rama especial de esta famosa Orden para su reino. Pero 4 años más tarde estos Caballeros sintieron que el puesto estaba demasiado lejos de sus cuarteles castellanos. Renunciaron al esquema y transfirieron el castillo, con el permiso del Rey, a una peculiar Orden leonesa todavía en un estado de formación, conocida como “Los Caballeros de San Julián de Pereiro”. Su origen es oscuro, pero de acuerdo a algunas tradiciones cuestionables.
San Julián de Pereiro fue un ermitaño del país de Salamanca donde, bajo su consejo, algunos reyes construyeron un castillo a orillas del Tajo para oponerse a los musulmanes. Son mencionados en 1176, en una concesión del Rey Fernando de León, pero sin aludir a su carácter militar. Son conocidos por primera vez como Orden Militar por un privilegio del Papa Celestino III en 1197. A través de su pacto con los Caballeros de Calatrava, aceptaron la regla cisterciense y el traje, un manto blanco con una cruz escarlata, y se sometieron al derecho de introspección y corrección del Maestro de Calatrava. Esta unión no duró mucho. Los Caballeros de Alcántara, bajo su nuevo nombre, adquirieron muchos castillos y estados, gran parte de ellos a cuenta de los musulmanes.
Amasaron una gran fortuna de los botines durante la guerra y por donaciones piadosas. Fue un giro en sus carreras. Sin embargo, la ambición y las disputas se incrementaron entre ellos. El cargo de Gran Maestro se convirtió en la meta de aspirantes rivales. Emplearon la espada unos contra otros, a pesar del voto de hacerlo únicamente en guerra contra los infieles.
En 1318, el Castillo de Alcántara presentaba el lamentable espectáculo del Gran Maestre, Ruy Vaz, siendo sitiado por sus propios Caballeros, apoyados por el Gran Maestro de Calatrava. Esta división, en conjunto, mostraba no menos de 3 grandes maestros en contienda, apoyados respectivamente por los Caballeros, los cistercienses y por el Rey.
Tales ejemplos mostraban claramente en lo que se había convertido el espíritu monástico. Todo lo que se puede decir para atenuar tal escándalo es que las Ordenes Militares perdieron el principal objetivo de su vocación cuando los moros fueron expulsados de su última posición en España.
Algunos autores asignan como causas de su desintegración la reducción de los claustros a causa de la Peste Negra en el siglo XIV, y la laxitud con la que los reclutaban de los sujetos más pobremente calificados. Finalmente, hubo una revolución en la guerra, cuando el crecimiento de la artillería moderna y la infantería superaron a la caballería armada de los tiempos feudales, las Ordenes todavía se ceñían a su manera obsoleta de pelear. Las Ordenes, sin embargo, por sus riquezas y numerosos vasallos, permanecieron tremendamente poderosas en el reino, y en poco tiempo se vieron envueltas en profundas agitaciones políticas. Durante el cisma fatal entre Pedro el Cruel y su hermano, Enrique el Bastardo, el cual dividió media Europa, los Caballeros de Alcántara fueron divididos a su vez en dos facciones que lucharon una contra la otra.
Los Reyes, por su lado, no dudaron en tomar parte activa en la elección del Gran Maestro, quien podría darle un valioso apoyo a la autoridad real. En 1409, el Regente de Castilla triunfó al lograr que su hijo, Sancho, un niño de 8 años, se convirtiera en el Gran Maestro de Alcántara. Estas intrigas continuaron hasta 1492, cuando el Papa Alejandro VI invistió al Rey Católico, Fernando de Aragón, con la Gran Maestría de Alcántara de por vida. Adriano VI fue más lejos, a favor de su pupilo, Carlos V, ya que en 1522 le otorgó las 3 Maestrías de España a la Corona, y aún le permitió que fuesen heredadas a través de la línea femenina.
Los Caballeros de Alcántara fueron liberados del voto de celibato por la Santa Sede en 1540, y los vínculos de vida en común fueron separados. La Orden fue reducida a un sistema de dotes a disposición del Rey, de las cuales se aprovechó él mismo para recompensar a sus nobles. Había no menos de 37 “Encomiendas”, con 53 castillos o poblados.
Bajo el dominio francés, las rentas de Alcántara fueron confiscadas, en 1808, y fueron regresadas sólo en parte en 1814, después de la restauración de Fernando VII. Las Encomiendas desaparecieron finalmente durante las subsecuentes revoluciones españolas y desde 1875 la Orden de Alcántara es solamente una condecoración personal, conferida por el Rey por servicios militares.
Orden
Teutónica
Orden Militar medieval organizada como los Hospitalarios de San Juan, que cambió de residencia tan a menudo como esta última. Estas residencias, que marcan varias etapas en su desarrollo, son: Acre, su cuna en Palestina (1190-1309); Marienburg, Prusia, el centro de sus dominios temporales como principado militar (1309-1525); Mergentheim en Franconia, que heredó las posesiones restantes tras la pérdida de Prusia (1524-1805); finalmente, Viena en Austria, donde la Orden ha reunido los restos de sus rentas y sobrevive como Orden puramente hospitalaria. Una rama protestante subsiste igualmente en Holanda.
Hubo ya un hospital teutónico para peregrinos procedentes de Alemania en el Reino Latino de Jerusalén, con una iglesia dedicada a la Santísima Virgen, que aún es la patrona de la Orden y de la cual procede el nombre de Marianos que a veces es dado a sus miembros. Pero este establecimiento, que se encontraba bajo la jurisdicción del Gran Maestre de San Juan, fue destruido tras la conquista de Jerusalén por Saladino en 1187.
Durante la III Cruzada, peregrinos alemanes procedentes de Bremen y Lübeck establecieron con el Duque de Holstein un hospital provisional bajo las murallas sitiadas de Acre, constituido por una gran tienda construida con las velas de sus barcos, en la cual eran recibidos los enfermos de sus países en 1190. Tras la captura de Acre, este hospital se estableció permanentemente en la ciudad, con la colaboración de Federico de Suabia, jefe de la cruzada alemana, al tiempo que le fueron asignados monjes caballeros para la defensa de los peregrinos.
La Orden de los Caballeros Teutónicos fue y ocupó su sede después de las otras dos Órdenes de Jerusalén, los Hospitalarios y los Templarios. Tan pronto como en 1192 le fueron asignados por el Papa Celestino III los mismos privilegios que a la Orden de San Juan, cuya regla hospitalaria adoptaron, y que a la Orden del Temple, de la cual tomó su organización.
El Papa Inocente III en 1205 les otorgó el uso de hábitos blancos con una cruz negra. Los Emperadores de la casa de Suabia les colmaron de favores. Además, se pusieron del lado de Federico II incluso después de que hubiera roto con el Papado, en oposición a las otras dos Órdenes Militares.
Durante la IV Cruzada, cuando las puertas de Jerusalén fueron por última vez abiertas a los cristianos, bajo el comando de este Emperador, los Caballeros Teutónicos pudieron tomar de nuevo posesión de su primera casa, Santa María de los Alemanes en 1229. Pero no fue por mucho tiempo, y antes del fin de aquel siglo abandonaron Palestina, que había caído nuevamente bajo el yugo del Islam en 1291.
Una nueva etapa fue abierta por su celo religioso y militar en Europa Oriental, contra los paganos de Prusia. Esta costa del Báltico, de difícil acceso, había resistido hasta entonces a los esfuerzos de los misioneros, muchos de los cuales habían dejado allí sus vidas. Para vengar a estos cristianos fue predicada una Cruzada.
Una Orden militar fundada con este objeto, la de los Schwertzbrüder (Portadores de Espada), no habían tenido mucho éxito, cuando un Duque polaco, Conrado de Masovia, determinó pedir ayuda a los Caballeros Teutónicos, ofreciéndoles a cambio el territorio de Culm con todo aquello que pudieran arrebatar a los infieles. Hermann de Salza, cuarto Gran Maestre de la Orden, fue autorizado para realizar este cambio por Honorio III y el Emperador Federico II, quien, además, le elevó al rango de Príncipe del Imperio en 1230.
El caballero Hermann Balk, nombrado Provincial de Prusia, con 28 de sus hermanos caballeros y un ejército de cruzados alemanes comenzó esta lucha que duró 25 años y fue seguida por la colonización. Debido a los privilegios asegurados a los colonos alemanes, nuevos pueblos crecieron en todas partes y con el tiempo germanizaron un país cuyos nativos pertenecían a la raza leto-eslava. Desde entonces la historia de este principado militar se identifica con la de Prusia. En 1309 el quincuagésimo Gran Maestre, Sigfrido de Feuchtwangen, transfirió su residencia desde Venecia, donde en esta época los caballeros tenían su casa principal, hasta el castillo de Marienburg, donde construyeron una formidable fortaleza.
El número de caballeros nunca superó el millar, pero la totalidad del país se organizó militarmente, y con la constante llegada de nuevos cruzados, la Orden fue capaz de sostenerse entre sus vecinos, especialmente los habitantes de Lituania, que eran de la misma raza que los nativos de Prusia y, como ellos, paganos.
En la batalla de Rudau en 1307, los lituanos fueron derrotados, y se convirtieron pocos años después con su gran Duque Jagellon, que abrazó el cristianismo al casarse con la heredera del Reino de Polonia en 1386. Con este acontecimiento, que puso fin al paganismo en esta zona de Europa, los Caballeros Teutónicos perdieron su razón de ser.
Desde entonces su historia consistió en una sucesión de incesantes conflictos con el Rey de Polonia. Jagellon les infligió una derrota en Tannenberg en 1410, que les costó 600 caballeros y arruinó sus finanzas; con el fin de repararlas, la Orden se vio obligada a tomar recursos de exacciones, lo que hizo alzarse a la nobleza nativa y a las ciudades, proporcionando a los polacos una nueva oportunidad para interferir contra la Orden.
Una nueva guerra costó a la Orden la mitad de sus territorios, y la otra mitad pudo ser sostenida solamente bajo el vasallaje del Rey de Polonia (Tratado de Thorn, 1466). La pérdida de Marienburg provocó la transferencia de la residencia del Gran Maestre a Königsberg. Para mantenerse frente a los Reyes de Polonia, la Orden tuvo que depender de Alemania y confiar el cargo de Gran Maestre a Príncipes alemanes. Pero el segundo de estos, Alberto de Brandenburgo en 1511, abusó de su posición y secularizó Prusia, al tiempo que abrazaba el luteranismo en 1525. Esto hizo de Prusia un feudo hereditario de su casa bajo el vasallaje de la Corona de Polonia.
Sin embargo, los dignatarios de la Orden en el resto de Alemania preservaron fielmente sus posesiones, y habiendo roto con el apóstata, eligieron un nuevo Gran Maestre, Gualterio de Cronenberg, que fijó su residencia Mergentheim, en Franconia en 1526. Tras la pérdida de Prusia, la Orden mantenía aún 12 bailías en Alemania, que fueron perdiéndose una por una.
La secesión de Utrecht en 1580, significó la pérdida de la bailía de ese nombre en los Países Bajos. El Rey Luis XIV secularizó sus posesiones en Francia. El tratado de Lunéville de 1801 les quitó sus posesiones en la orilla izquierda del Rin, y en 1809, Napoleón otorgó sus posesiones en la orilla derecha a sus aliados de la Confederación del Rin. Los Caballeros Teutónicos conservaron únicamente la bailía del Tirol en Austria.
De esta forma la Orden pasó a ser exclusivamente austríaca, bajo la suprema autoridad del Emperador de Austria, que reservaba la dignidad de Gran Maestre para un Archiduque de su casa. Desde 1894 fue ostentada por el Archiduque Eugene.
A principios del siglo XX, había 20 caballeros profesos ligados por el celibato que disfrutaban de un beneficio de la Orden, y 30 caballeros de honor que no estaban ligados por esa observancia, pero que debían proporcionar una cuota de entrada de 1500 florines y una contribución anual de 100 florines. Además, su admisión exigía una prueba de nobleza.
Las rentas de la Orden se destinaban a obras religiosas, y estaban a cargo de 50 parroquias, 17 escuelas y 9 hospitales, para lo cual sostenía dos congregaciones de sacerdotes y cuatro de hermanas. Además, proporcionaba una ambulancia en tiempos de guerra; la Orden pagaba el costo de la ambulancia, mientras que el personal lo formaban marianos laicos.
De esta forma, tras diversas vicisitudes, los Caballeros Teutónicos recuperaron su carácter de hospitalarios. Además de esa rama católica en Austria, la Orden tenía una rama protestante en la antigua bailía de Utrecht, cuyas posesiones habían sido preservadas del beneficio de la nobleza del país. Los miembros, elegidos por el capítulo de caballeros, debían dar prueba de nobleza y profesar la religión calvinista, pero estaban dispensados del celibato.
Cuando Napoleón tomó posesión de Holanda en 1811 suprimió esta institución, pero tan pronto como en 1815 el primer Rey de los Países Bajos, Guillermo I de Orange, la restableció, declarándose su protector. La Orden, a principios del siglo XX, comprendía 10 comandantes, Jonkheeren, y aspirantes (expectanten), que pagaban una cuota de admisión de 525 florines y tenían el derecho de portar en el ojal una pequeña cruz de la Orden.
Orden de los Caballeros de Colón
Es una sociedad fraternal de servicio, conformada por hombres católicos, fundada en New Haven, Connecticut, en 1882. Fue incorporada por las leyes de Connecticut en marzo del mismo año. El propósito de la sociedad es desarrollar un catolicismo práctico entre sus miembros, promover la educación católica y las obras de caridad y, a través de su departamento de seguridad, proveer apoyo financiero, al menos temporal, a las familias de los miembros fallecidos.
En mayo del 1882, los organizadores, constituidos en Comité Supremo, fundaron el primer consejo subordinado, San Salvador Número 1, en New Haven. A partir de entonces comenzaron a fundarse consejos subordinados en diferentes ciudades y poblaciones del estado de Connecticut, pero no fue sino hasta 1885, cuando se fundó un consejo subordinado en Westerly, Rhode Island, que la Orden se extendió más allá de las fronteras del estado original. Entonces fue cuando el Comité Supremo emitió una ley dictando la creación del Consejo Supremo. Este debería estar compuesto por los miembros del Comité Supremo y delegados de cada consejo subordinado, en una proporción de un delegado por cada 50 miembros. Al percatarse que ese número era demasiado grande, en mayo de 1886 el Consejo Supremo se convirtió en una Junta de Gobierno integrada por la Junta de Directores (antes llamada Comité Supremo), el Gran Caballero y el Gran Caballero saliente de cada consejo subordinado de la sociedad.
A causa del rápido crecimiento de la sociedad, la Junta de Gobierno, en 1892, organizó los Consejos Estatales, compuestos por dos delegados de cada consejo subordinado de los estados. En 1893 la Junta de Gobierno fue reemplazada por el Consejo Nacional, integrado por el Delegado Estatal y el Delegado Estatal saliente de cada Consejo Estatal, y por un delegado por cada mil miembros de la clase asegurada. Los miembros asociados fueron admitidos a la Orden por primera vez en octubre de 1893. La clase asociada se creó para dar cabida a los ancianos y aquellos que no podían pasar el examen médico, aunque posteriormente se amplió para acoger a todos aquellos que fuesen elegibles pero no quisieran el seguro. En febrero de 1900 tuvo lugar en Nueva York el primer evento de cuarto grado, en el que recibieron ese grado más de 1.200 candidatos provenientes de todos los Estados Unidos.
Actualmente la Orden está establecida en todos los estados y territorios de la Unión Americana, en cada provincia de Canadá, en Newfoundland, las Islas Filipinas, México, Cuba y Panamá. Están por establecerse consejos en Puerto Rico y Sudamérica. La membresía total, dividida en dos clases, asegurados y asociados, hasta 1910, contaba 74.909 miembros asegurados y 160.703 asociados; un total de 235.612.
En el año 2002, los Caballeros de Colón tienen más de 1.6 millones de miembros en Norteamérica y otras partes. En 2001, reunieron y contribuyeron para entidades caritativas una cantidad récord de $125 millones y ofrecieron 58.9 millones de horas de servicio voluntario. Se emiten pólizas de seguro por valor de $1.000, $2.000 y $3.000 dólares contra riesgos incurribles entre las edades de 18 y 60 años. La tasa de cada miembro se incrementa cada cinco años hasta los 60. A partir de ese momento el miembro paga una prima estándar calculada a partir de la edad que tenía al inscribirse. La sociedad ha pagado a los beneficiarios de sus miembros fallecidos un total de $4,438,728.74 dólares.
En 2002, los Caballeros de Colón sumaron $45,600 millones de seguros para sus miembros y sus familias. El año anterior la suma fue de $42,900 millones. Al inicio del 2003, hay 1.5 millones pólizas de vida vigentes; sólo 1.4 millones al finalizar 2001. Las primas de las rentas vitalicias aumentaron 61.2 por ciento en 2002. Las rentas vitalicias y los seguros de depósitos para 2002 fueron de $332 millones, superior a los $206 millones de 2001.
Los Caballeros de Colón han hecho un trabajo admirable en los campos de la educación católica y de la caridad, promoviendo hogar y escuela para huérfanos católicos, dotando de becas a universidades católicas, organizando conferencias acerca de la doctrina católica, proveyendo camas de hospital, servicios médicos para sus miembros enfermos, sosteniendo bolsas de trabajo y, en general, realizando diversas formas de apostolado seglar. En 1904 la Orden otorgó $50.000 dólares a la Universidad Católica de Washington para la cátedra de Historia Americana, además de varios miles de dólares para su biblioteca, y se comprometió enseguida a obtener $500.000 dólares más para financiar 50 becas en la misma universidad. Los Caballeros patrocinan a atletas de todo el mundo para que participen en las Olimpiadas Especiales del 2003, en Dublín, con una subvención de 1 millón de dólares.
Desde siempre, la Orden ha sentido especial estimación por las conferencias a no católicos acerca de cuestiones de la doctrina católica, y ha logrado grandes éxitos en esa tarea. Las conferencias organizadas siempre han encontrado un éxito notable. Además de que han llevado a muchos no católicos a entender mejor la fe católica y a adoptar una posición más amigable hacia ella. La intolerancia está en declive y ha quedado claro que la mente de los no católicos siempre está abierta a la convicción. Estas conferencias fueron iniciadas por el Obispo J. J. Keane, de Cheyenne, Wyoming, en la ciudad de Denver, en 1909. En la conferencia promovida por los Caballeros de Colón en Cedar Rapids, Iowa, el 85% de los asistentes no eran católicos. La obra ha sido retomada exitosamente en Buffalo, Milwaukee, Houston, Los Angeles. Es un movimiento que no busca atacar las creencias de nadie, sino construir la caridad entre todos los hombres y en las palabras del Obispo Keane "acercarnos a todos a Dios Todopoderoso". Los caballeros han establecido bibliotecas católicas en varias ciudades, y en otras han catalogado los libros católicos de las bibliotecas públicas.
La construcción de un monumento a Cristóbal Colón en la ciudad de Washington, por parte del gobierno de los Estados Unidos, se debe en gran manera al trabajo de los Caballeros de Colón. El "Día de Colón" (12 de octubre, fecha del descubrimiento del continente americano por Cristóbal Colón), que se observa en más de 15 estados (California, Colorado, Connecticut, Illinois, Kentucky, Maryland, Massachusetts, Michigan, Missouri, Montana, Nueva Jersey, Nueva York, Ohio, Pennsylvania y Rhode Island), de la Unión Americana, fue instituido gracias a la insistencia de los Caballeros, que desearían verla en todos los estados. En 1937, el entonces Presidente Franklin Roosevelt instituyó esa fecha como fiesta nacional de los Estados Unidos, pero en 1971 la fecha se movió al segundo lunes de octubre. En otros países también se recuerda en esa fecha el descubrimiento de América, con diferentes nombres.
Orden del Temple o Caballeros Templarios
Los
Caballeros Templarios fueron iniciadores de las Órdenes de Caballería, y son el
prototipo sobre el que se modelaron las demás. Son destacables en la historia
debido a sus comienzos modestos, su maravilloso crecimiento y su trágico final.
1)Sus
comienzos modestos:
b) Los caballeros
toman el nombre de Pobres Caballeros de Cristo.
c) Realizan los tres votos monacales
(pobreza, obediencia y castidad) frente al Patriarca de Jerusalén.
d) Permanecen 9 años
antes de su regreso para el Concilio de Troyes, y oscuros, se mantienen sin
inmiscuirse en las guerras santas en que estaba sumida la zona.
Inmediatamente después del rescate de Jerusalén, los Cruzados regresaron en masa a sus hogares, considerando que sus votos habían quedado cumplidos. Restaba aún la defensa de esta conquista precaria, que estaba rodeada por vecinos mahometanos.
En el año 1118, durante el reinado de Balduino II, el caballero de Champagne, Hugo de Payens y 8 compañeros, se obligaron a defender el reino cristiano, mediante votos perpetuos formulados en presencia del Patriarca de Jerusalén.
El rey de Jerusalén, Balduino II les destina como alojamiento un predio de la ex mezquita de Al-Aqsa, edificada sobre las ruinas de lo que fuera el Templo de Salomón, donde se erigiría una pequeña capilla o templo. Tres cultos sucesivos en el mismo lugar. La mezquita tenía, y tiene, forma octogonal. Y como allí se alojan, los hermanos caballeros, nace el término de los Caballeros del Temple o Caballeros Templarios.
Un hecho que también contiene una cierta dosis de misterio, es que estos primeros caballeros no admitieron a nadie más en la recién creada Orden, durante los 9 primeros años de existencia. Algunas especulaciones relacionan esta decisión con una excavación secreta que llevaban a cabo en los sótanos del Templo, donde pudieron haber buscado el Arca de la Alianza, tarea de la cual solo unos pocos elegidos habrían tenido conocimiento. Así pues, parece ser que durante los primeros 9 años, los Caballeros del Temple no hacen otra cosa que proteger a los peregrinos, sobre todo en el peligroso camino del puerto de Jaffa a las murallas de Jerusalén. Sin embargo, a pesar de su valor y abnegado servicio, no consta que participaran en las campañas de los reyes del nuevo reino cristiano desde el fin de la Primera Cruzada, lo que refuerza la hipótesis anteriormente citada y defendida por algunos historiadores, que les tendría ocupados durante largo tiempo. De todas formas, esto sería entrar en el terreno de la mera suposición.
Eran pobres en verdad, habiéndose reducido a vivir de limosnas y, por ser ellos sólo 9, no estaban preparados para brindar servicios de importancia, salvo como escoltas a los peregrinos en su camino desde Jerusalén a la ribera del Jordán, frecuentado en esa época como sitio de devoción.
Los Templarios aún no tenían hábito o regla distintivos. Hugo de Payens viajó a Occidente para procurar la aprobación de la Iglesia y lograr reclutas. En el Concilio de Troyes de 1128, al cual asistió y en el que San Bernardo fue la figura gravitante, los Caballeros Templarios adoptaron la regla de San Benito, de acuerdo a su reciente reforma por los Cistercienses. Además del voto de los cruzados, aceptaron no sólo los tres votos perpetuos, sino también las reglas austeras concernientes a la capilla, al refectorio y al dormitorio. Asimismo, adoptaron el hábito blanco de los Cistercienses, agregándole una cruz roja.
No obstante lo austero de la regla monástica, los reclutas acudían en tropel a la nueva Orden, que en adelante abarcó cuatro categorías de hermandad: los caballeros, equipados como la caballería de la Edad Media; los escuderos, que constituían una caballería ligera; y dos clases de hombres no combatientes: los granjeros, encargados de administrar lo temporal; y los capellanes, que eran los únicos investidos de las órdenes sacerdotales, para ejercer su ministerio ante las necesidades espirituales de la Orden.
2)Su
Maravilloso Crecimiento:
La Orden debió su rápido crecimiento en popularidad al hecho de combinar el fervor religioso y la hazaña bélica, las dos grandes pasiones del Medioevo. Aún antes de haber demostrado los Templarios su valía, las autoridades eclesiásticas y laicas los colmaron de favores espirituales y temporales de todo tipo. Los Papas los colocaron bajo su inmediata protección, eximiéndolos de toda otra jurisdicción, tanto episcopal como secular. Sus propiedades fueron asimiladas a los bienes eclesiásticos y exentos de toda imposición, aún de los diezmos eclesiásticos, mientras que sus templos y cementerios no podían ser sometidos a interdicto.
Esto pronto provocó conflicto con el clero de Tierra Santa, en la medida que el aumento de los bienes raíces de la Orden condujo, en virtud de su exención del diezmo, a la disminución del ingreso de las iglesias, y los interdictos, a la sazón, objeto del uso y del abuso por el episcopado, devinieron hasta cierto punto inoperantes dondequiera que la Orden poseía iglesias y capillas en la que se celebrase en forma regular el culto Divino.
Ya en el año 1156, el clero de Tierra Santa procuró la restricción de los privilegios exorbitantes de las Órdenes de Caballería, pero cada una de las objeciones fue descartada en Roma, con el resultado de una creciente antipatía del clero secular hacia estas Órdenes. No fueron menos importantes los beneficios temporales recibidos por la Orden de parte de todos los soberanos de Europa. Los Templarios tenían Comandancias en todos los Estados. En Francia formaron nada menos que 11 alguacilazgos, subdivididos en más de 42 Comandancias; en la Palestina, los Templarios extendieron sus posesiones mayormente espada en mano, a expensas de los mahometanos.
Son aún célebres sus castillos, merced a las notables ruinas que quedan de ellos: Safèd, construida en el año 1140; Karak del desierto de 1143; y el más importante de todos, Castillo Peregrino, erigido en el año 1217 para dominar un estratégico desfiladero sobre la costa del mar.
Castillo del Peregrino, Israel.Castillo de Karak, Jordania.
La vida de los Templarios era plena de contrastes en estos castillos, que eran a la vez monasterios y cuarteles de caballería. Un contemporáneo describe a los Templarios como que eran "a su vez leones de guerra y corderos del hogar; rudos caballeros en el campo de batalla, monjes piadosos en la capilla; temibles para los enemigos de Cristo, la suavidad misma para con sus amigos" (Jacques de Vitry).
Por haber renunciado a todos los placeres de la vida, enfrentaban la muerte con indiferencia altiva; eran los primeros en atacar y los últimos en la retirada, siempre dóciles a la voz de su conductor, con la disciplina del monje sumada a la disciplina del soldado. Como ejército, nunca fueron muy numerosos.
Un contemporáneo nos cuenta que había 400 caballeros en Jerusalén a la cumbre de su prosperidad; no cita la cantidad de escuderos, que eran más numerosos. Pero era un cuerpo de hombres escogidos quienes, por su noble ejemplo, alentaron al resto de las fuerzas Cristianas. De tal modo, fueron el terror de los mahometanos. De ser derrotados, era sobre ellos que el vencedor desahogaba su furia, más aún cuando les estaba prohibido ofrecer pago de rescate. De ser tomados prisioneros, rechazaban con desdén la libertad que les era ofrecida a cambio de la apostasía.
En el sitio de Safèd de 1264, en el que hallaron la muerte 90 Templarios, otros 80 fueron tomados prisioneros y, rehusando negar a Cristo, murieron como mártires de la Fe. Esta fidelidad les costó cara. Se ha calculado que, en menos de dos siglos, perecieron en guerra casi 20.000 Templarios, contando caballeros y escuderos.
Estas frecuentes hecatombes dificultaron el crecimiento de la Orden en cantidad de integrantes y también acarreó la decadencia del auténtico espíritu de las Cruzadas. A medida que la Orden se vio forzada a echar mano inmediata de los reclutas, perdiendo vigencia la norma latina originaria que establecía el requisito de un período de prueba. Fueron admitidos aún los hombres que, habiendo sufrido la excomunión, deseaban expiar sus pecados, como era el caso con muchos cruzados. Todo lo que se requería de un nuevo miembro era una obediencia ciega, tan imperiosa en el soldado como en el monje. Debía declararse a sí mismo "serf et esclave de la maison" (texto francés de la regla). Para probar su sinceridad, era sometido a una prueba secreta, sobre cuya naturaleza nada ha sido descubierto jamás, aunque ha dado origen a las acusaciones más extraordinarias.
La gran riqueza de la Orden puede también haber contribuido a una cierta laxitud en la moral, pero los cargos más serios contra ella eran su insoportable orgullo y amor por el poder. En el apogeo de su prosperidad, se decía que poseían 900 propiedades. Con la acumulación de sus ingresos habían amasado una gran fortuna, que estaba depositada en sus templos de París y Londres.
Numerosos príncipes y otras personas habían depositado allí sus bienes personales por la rectitud y el crédito sólido de tales banqueros. En París, se guardaba el tesoro real en el Templo. Bastante independiente, salvo por la lejana autoridad del Papa, y con un poder equivalente al de los principales soberanos temporales, la Orden pronto asumió el derecho de dirigir el débil e indeciso gobierno del Reino de Jerusalén, una monarquía feudal transmisible por línea femenina, expuesto a todas las desventajas de las minorías, regencias y discordias domésticas.
No obstante, los Templarios pronto hallaron la oposición de la Orden de los Hospitalarios, que se habían militarizado a su tiempo, siendo primero imitadores y luego rivales de los Templarios. Esta inoportuna interferencia de las Órdenes en el gobierno de Jerusalén solamente sirvió para multiplicar las disidencias internas, en momentos que el temible poder de Saladino amenazaba la existencia misma del Reino Latino. Mientras los Templarios se sacrificaban con su acostumbrada bravura en esta contienda final, fueron en parte responsables, sin embargo, de la caída de Jerusalén.
Para poner fin a esta mortífera rivalidad entre las Ordenes Militares, había a mano un remedio muy simple: su fusión. Esto fue oficialmente propuesto por San Luis en el Concilio de Lyons de 1274. Nuevamente fue propuesto en 1293 por el Papa Nicolás IV, quien llamó a una consulta general de los Estados cristianos sobre este punto. Esta idea es recogida por todos los publicistas de la época, quienes demandan la fusión de las Órdenes existentes, o bien la creación de una tercera Orden que las suplante. De hecho, la cuestión de los cruzados nunca había sido tomada tan afanosamente como luego de su fracaso.
Como nieto de San Luis, Felipe el Hermoso no podía permanecer indiferente a estas propuestas para una cruzada. Por ser el Príncipe más poderoso de la época, le correspondía dirigir el movimiento. Para asumir tal dirección, todo lo que exigía era la provisión necesaria de hombres y especialmente de dinero. Tal la génesis de su campaña para la supresión de los Templarios. Ha sido enteramente atribuida a su bien conocida codicia. Aún bajo este supuesto necesitaba un pretexto, ya que no podía, sin sacrilegio, poner las manos sobre bienes que formaban parte del dominio eclesiástico. Para justificar tal proceder era necesaria la sanción de la Iglesia, cosa que el Rey sólo podría obtener si mantenía el sagrado propósito al que estaban destinadas las posesiones. Aún admitiendo que fuera suficientemente poderoso como para tomar los bienes de los Templarios en Francia, todavía requería del aval de la Iglesia para asegurar el control sobre sus posesiones en otros países de la Cristiandad. Tal el propósito de la ladina negociación de este porfiado y artero soberano, así como de sus pérfidos consejeros frente a Clemente V, un Papa francés, débil de carácter y fácil de engañar. El rumor sobre un acuerdo previo entre el Rey y el Papa ha sido finalmente descartado. Fue una revelación dudosa, que permitió a Felipe encarar desde la ortodoxia el perseguir a los Templarios como herejes, lo que le dio la oportunidad que ansiaba para invocar la acción de la Santa Sede.
3)Su Trágico Final:
En
el juicio a los Templarios deben distinguirse dos fases: la Comisión Real y la
Comisión Papal.
Primera fase: La comisión real
El Rey Felipe el Hermoso efectuó un interrogatorio preliminar y, con la fuerza de las así llamadas revelaciones de unos pocos miembros indignos y degradados, se enviaron órdenes secretas a través de Francia para arrestar a todos los Templarios en el mismo día (13 de octubre de 1307) y de someterlos a la interrogación más rigurosa.
Se mostró en apariencia que esto fue hecho por el Rey a pedido de los Inquisidores eclesiásticos, pero en la realidad era sin su cooperación. En este interrogatorio se empleó sin piedad la tortura, cuyo uso era autorizado por el cruel procedimiento de la época para el caso de crímenes cometidos sin testigos. A causa de la falta de evidencia, los acusados podían ser condenados solamente por su propia confesión y, para obtener su confesión, el empleo de la tortura era considerado necesario y legítimo.
Existía un rasgo en la organización de la Orden que daba origen a la sospecha, tratándose del secreto con el que se efectuaban los ritos de iniciación. El secreto es explicable, desde que las recepciones se efectuaban siempre durante los capítulos, y debido a los temas delicados y graves tratados, los capítulos eran y debían necesariamente ser realizados en secreto. Una indiscreción en materia de secreto acarreaba la exclusión de la Orden.
El secreto de estas iniciaciones tenía, no obstante, dos graves desventajas. Dado que estas recepciones podían efectuarse dondequiera que existiese una Comandancia, se realizaban sin publicidad y estaban libres de toda supervisión o control de autoridades superiores, quedando las pruebas confiadas a la discreción de subalternos que a menudo eran rudos e incultos. Bajo tales condiciones no es de extrañarse que inadvertidamente hayan entrado abusos. Basta sólo recordar lo que ocurría a diario en las hermandades de artesanos, donde la iniciación de un nuevo miembro era demasiado a menudo tomada como ocasión para una parodia más o menos sacrílega del bautismo o de la Misa.
La segunda desventaja de este secreto era que brindaba una oportunidad a los enemigos de los Templarios, que eran numerosos, para inferir a partir de este misterio toda suposición maliciosa concebible y basar en ella las monstruosas imputaciones. Los Templarios fueron acusados de escupir sobre la Cruz, de negar a Cristo, de tolerar la sodomía, de adorar a un ídolo, todo en el más impenetrable secreto.
Así era la Edad Media, cuando los prejuicios eran tan vehementes que, a fin de destruir al adversario los hombres no rehuían de inventar los cargos más criminales. Bastará con recordar las similares, aunque más ridículas que ignominiosas acusaciones efectuadas contra el Papa Bonifacio VIII por el mismo Felipe el Hermoso.
La mayoría de los acusados se declaró culpable de estos crímenes secretos luego de ser sometidos a tan feroz tortura que muchos de ellos sucumbieron. Algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, es verdad, pero por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo Gran Maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para salvar la vida.
Llevada a cabo sin la autorización del Papa, quien tenía a las Órdenes militares bajo su jurisdicción inmediata, esta investigación era radicalmente corrupta en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos. No sólo introdujo Clemente V una enérgica protesta, sino que anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los Obispos y sus Inquisidores.
No obstante, la ofensa había sido admitida y permanecía como la base irrevocable de todos los procesos subsiguientes. Felipe el Hermoso sacó ventaja del descubrimiento, al hacerse otorgar por la Universidad de París, el título de Campeón y Defensor de la Fe, así como alzando a la opinión pública en contra de lo horrendos crímenes de los Templarios en los Estados Generales de Tours.
Más aún, logró que se confirmaran delante del Papa las confesiones de 72 Templarios acusados, quienes habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el Papa que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la Orden a la Comisión Papal, dejando el juzgamiento de los individuos a las comisiones diocesanas a las que devolvió sus poderes.
Segunda fase: la Comisión Papal
La segunda fase del proceso fue un interrogatorio papal, que no era restringido a Francia, sino que se extendió a todos los países cristianos de Europa y hasta al Oriente. En la mayoría de los demás países (Portugal, España, Alemania, Chipre) los Templarios fueron hallados inocentes; en Italia, salvo por unos pocos distritos, la decisión fue la misma.
Pero en Francia, al reasumir sus actividades las Inquisiciones episcopales, aceptaron los hechos como se habían establecido en el juicio y se limitaron a reconciliar a los arrepentidos miembros culpables, imponiendo diversas penalidades canónicas que se extendían hasta la prisión perpetua.
Sólo aquéllos que persistían en la herejía debían ser entregados al brazo secular, pero debido a una interpretación rígida de esta medida, aquéllos que negaban sus confesiones anteriores eran considerados herejes reincidentes; de tal suerte, 54 Templarios que se habían retractado luego de haber confesado, fueron condenados como reincidentes y quemados públicamente el 12 de mayo de 1310. Subsecuentemente, los demás Templarios que habían sido juzgados, con muy pocas excepciones, se declararon culpables.
Al mismo tiempo la Comisión Papal asignada al examen de la causa de la Orden, había asumido sus deberes y reunió la documentación que habría de ser sometida al Papa y al Concilio General convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Aunque la defensa de la Orden fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la Orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Viena, en Dauphiné el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden.
El Papa, indeciso y hostigado, finalmente adoptó un curso medio: decretó la disolución, no la condenación de la Orden, y no por sentencia penal sino por un Decreto Apostólico (Bula del 22 de marzo de 1312).
Suprimida la Orden, el Papa mismo debía decidir acerca del destino de sus miembros y cómo disponer de sus bienes. Las propiedades fueron entregadas a la rival Orden de Los Hospitalarios para ser usadas en su propósito originario, cual era la defensa de los Santos Lugares. Sin embargo en Portugal y en Aragón, el dominio fue entregado a dos Órdenes nuevas, la Orden de Cristo en Portugal y la Orden de Montesa en Aragón.
En cuanto a los miembros, a los Templarios reconocidos sin culpa se les permitió ya sea unirse a otra Órden Militar o bien regresar al estado secular. En este último caso, se les otorgó una pensión vitalicia, con cargo a los bienes de la Órden. Por otra parte, los Templarios que se habían declarado culpables delante de sus Obispos, habrían de ser tratados "conforme a los rigores de la justicia, atemperados por una misericordia generosa".
El Papa reservó para su propio arbitrio la causa del Gran Maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad; restaba reconciliarlos con la Iglesia, luego que hubieren atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de Notre Dame fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia. Pero en el momento supremo, el Gran Maestre recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los Templarios y la falsedad de sus propias supuestas confesiones.
En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto al sacrificio de su vida. Sabía el destino que le aguardaba. Inmediatamente después de este inesperado “coup-de-théâtre” fue arrestado como herético reincidente junto a otro dignatario que eligió compartir su destino y por orden de Felipe fueron quemados en la estaca frente a las puertas del palacio. Esta valiente muerte impresionó profundamente al pueblo y, dado que tanto el Papa como el Rey fallecieron poco después, corrió la leyenda que el Gran Maestre desde el seno de las llamas los había convocado a los dos a comparecer dentro del año frente al tribunal de Dios.
Tal fue el trágico fin de los Templarios. Si consideramos que la Orden de los Hospitalarios finalmente heredaron, aunque no sin dificultades, las propiedades de los Templarios y recibieron muchos de sus miembros, podríamos decir que el resultado del juicio fue prácticamente equivalente a una largamente postergada unión de dos Órdenes rivales. Pues los Caballeros (primero de Rodas, luego de Malta) recogieron y continuaron en otro lugar el trabajo de los Caballeros del Templo.
Este juicio formidable, el mayor en ser conocido, tanto si consideramos el gran número de acusados, la dificultad en descubrir la verdad en una multitud de sospechas y evidencias contradictorias, o las múltiples jurisdicciones simultáneamente activas en todas partes de la Cristiandad, desde Gran Bretaña a Chipre, aún no ha finalizado.
Todavía es objeto de apasionada discusión por historiadores que se han dividido en dos bandos, a favor y en contra de la Orden. Sin tomar partido en este debate, que no está todavía agotado, podemos observar que los documentos más recientes sacados a la luz, en particular los que ha extraído recientemente Fincke de los archivos del Reino de Aragón, hablan con más y más fuerza a favor de la Orden.
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