San Cipriano de Cartago
Obispo de Cartago. Mártir. 258.
Nació alrededor de principios del siglo III en África del Norte (Túnez), quizás en Cartago, donde recibió una educación clásica.
Fue famoso como jurista, tenía una considerable riqueza y gozaba, sin lugar a dudas, de una posición privilegiada en la metrópolis de África.
Hacia el año 245, siendo famoso, se convierte al cristianismo con la lectura de la Biblia, algunas obras de Tertuliano y la influencia del presbítero Cecilio. Una vez convertido, renuncia a las letras profanas, de modo que en ninguna de sus obras citará a algún autor pagano. Lo primero que hace es vender parte de sus bienes y darlos a los necesitados. En el ambiente que frecuentaba, la conversión fue un escándalo, y para los cristianos una increíble sorpresa. Escándalo, sorpresa y admiración estuvieron motivados por la radicalidad del cambio en Cipriano. Antes del Bautismo, hizo voto de continencia. Sus nuevas actividades como cristiano le dieron enseguida una gran autoridad moral en la Iglesia de Cartago, siendo ordenado presbítero poco después de su bautismo.
El primer escrito cristiano de Cipriano es "Ad Donatum", un monólogo dirigido a un amigo, sentado bajo la pérgola de una cava. Él cuenta cómo, hasta que la gracia de Dios lo iluminó y fortaleció su conversión, le parecía imposible dominar los vicios en una decadente sociedad romana de la que traza una pintura entristecedora; los espectáculos con gladiadores, el teatro, los tribunales injustos, la vacuidad del éxito político; el único refugio es la templanza, el estudio y la piadosa vida de los cristianos.
En algún momento entre julio de 248 y abril de 249 fue elegido Obispo de Cartago por aclamación popular, tras la muerte del antiguo obispo de Cartago, Donato. Una elección popular entre los pobres, que recordaban su caridad, aunque una parte de los presbíteros se opuso a causa de la riqueza de Cipriano, su diplomacia y su talento literario. Cinco presbíteros se opusieron a esta elección, entre ellos Felicísimo, que más tarde llevaría a cabo una disputa con el propio San Cipriano, dando lugar al cisma de Novato y Felicísimo.
La persecución de Decio
La prosperidad de la Iglesia durante un periodo de paz de 38 años había producido grandes desórdenes. Hasta muchos de los Obispos cedieron a la mundanería y el lucro personal. En octubre del 249, Decio se convirtió en Emperador con el deseo de recuperar la antigua virtud de Roma.
En enero del 250, publicó un edicto contra los cristianos. Se envió a la muerte a los Obispos, muchas personas fueron castigadas y torturadas hasta que abjuraran. El 20 de enero fue martirizado el Papa Fabián.
Casi al mismo tiempo Cipriano tuvo que huir y esconderse en un lugar seguro, hecho que sus enemigos continuamente le reprocharon. Pero permanecer en Cartago era exponerse a la muerte, atraer mayores peligros sobre otros, y dejar a la Iglesia sin gobierno; y en esos tiempos elegir un nuevo Obispo habría sido tan imposible como lo era en Roma. Concedió mucha potestad a un confesor, Rogaciano, para atender a los necesitados. Parte del clero perdió la fe, y otros se dispersaron; Cipriano suspendió sus estipendios para que ejercieran sus ministerios con menos peligro que el Obispo.
Desde su retiro animó a los confesores y escribió elocuentes panegíricos sobre los mártires. 15 murieron pronto en la prisión y uno en las minas.
A la llegada del Procónsul en abril, aumentó la severidad de la persecución. San Mapálico murió gloriosamente el día 17. Los niños eran torturados, las mujeres deshonradas.
Numídico, quien había confortado y animado a muchos, vio quemar viva a su esposa, y él mismo fue medio quemado y luego abandonado para morir; su hija lo encontró aún con vida, se recuperó y Cipriano lo hizo sacerdote. Muchos cristianos, después de haber sido torturados dos veces, fueron destituidos o desterrados, a menudo en la mendicidad.
Pero existía la otra cara de la imagen. En Roma, los aterrorizados cristianos corrieron a los templos para sacrificar. En Cartago la mayoría apostató. Algunos no sacrificarían sino que adquirirían los libelli, o certificados, para lograr la exención de sus familias aún al precio de su propio pecado. De estos libellatici había varios miles en Cartago. De los que cayeron, los hubo que no se arrepintieron, otros se unieron a los herejes, pero los más de ellos clamaron por el perdón y su readmisión en la Iglesia.
Hubo quienes, después de haber sacrificado bajo tortura, se retractaron y regresaron para ser torturados de nuevo. Casto y Emilio fueron quemados por abjurar, otros fueron exiliados; pero casos como estos fueron extremadamente raros.
Unos pocos comenzaron a pagar un castigo canónico. El primero en sufrirlo fue un joven cartaginés, de nombre Celerino. Él se reconcilió y fue convertido en lector por Cipriano. Su abuela y dos tíos habían sido mártires, pero sus dos hermanas apostataron por temor a las torturas, y en su arrepentimiento ellas mismas se ofrecieron para atender a quienes estaban en prisión. Su hermano buscaba con urgencia su readmisión. Su carta enviada desde Roma a Luciano, un confesor en Cartago, aún existe con la respuesta de este último. Luciano consiguió de un mártir de nombre Paulo, poco antes de su pasión, una encomienda para conceder la paz a todo aquel que la pidiera, y distribuyó estas "indulgencias" con una fórmula vaga: "Permitámosle a uno comulgar con su familia". Tertuliano habla en el año 197 de la "costumbre" de aquellos que, sin estar reconciliados con la Iglesia, suplicaban a los mártires esta paz.
Luciano, más tarde, en sus días como Montanista en el 220, exhortaba a que los adúlteros, a quienes el Papa Calixto estaba dispuesto a perdonar después de la debida penitencia, pudieran ya ser readmitidos mediante una simple imploración a los confesores y a aquellos que se encontraban confinados en las minas.
Cipriano escribe desde el destierro desaprobando el proceder de los confesores y las innovaciones de algunos presbíteros que, haciendo causa común con ellos, absolvían precipitadamente a los lapsi ignorando la disciplina penitencial vigente. Algunos confesores y presbíteros desoyen las indicaciones de su obispo, separándose de él y uniéndose al presbítero Novato y el diácono Felicísimo, los dos opositores principales que tuvo Cipriano cuando fue elegido obispo. Felicísimo, abusando de su papel de diácono y aprovechando la ausencia de Cipriano, declaraba que quien aceptase ayudas de Cipriano sería tenido por excomulgado. El obispo le responde: "Que le sea aplicada la sentencia por él dada; que sepa que está excluido de nuestra comunión", y dado que persistían en atraer a los lapsi con la promesa de un perdón fácil, Cipriano les advierte a éstos que si se adhieren a Felicísimo "ya no podrán volver a la Iglesia ni entrar en la comunión de los obispos y del pueblo de Jesucristo", y decide entonces no adoptar soluciones generales hasta poder celebrar un concilio.
Mientras tanto llegaron desde Roma noticias oficiales de la muerte del Papa Fabián, junto con una carta sin firmar y mal escrita dirigida al clero de Cartago de una parte del clero romano, acusando a Cipriano por haber abandonado a su grey y dando consejos sobre la forma de tratar a los lapsos. Cipriano explicó su conducta y envió a Roma copias de 13 de las cartas que escribió a la comunidad de Cartago desde su refugio. Los 5 presbíteros que se opusieron a él estaban ya recibiendo de inmediato a la comunión a todo el que tuviera recomendaciones de los confesores, y estos mismos emitieron una indulgencia general, de acuerdo a la cual los Obispos readmitirían a la comunión a todos aquellos a quienes ellos hubieran examinado.
Esto fue un atropello a la disciplina eclesiástica, y aun Cipriano estaba dispuesto a dar cierto valor a las indulgencias que de esta forma incorrecta se concedían, siempre y cuando todo se hiciera en sumisión al Obispo. Él propuso que los libellatici podrían ser readmitidos, cuando estuvieran en peligro de muerte, por un presbítero o hasta por un diácono, pero el resto debería esperar a que la persecución terminara, cuando pudieran celebrarse Concilios en Roma y Cartago, y se lograra llegar a un acuerdo común sobre el tema. Se tendrían algunas consideraciones sobre las prerrogativas de los confesores, pero la situación de los lapsos no debería ser mejor que la de los que perseveraron, fueron torturados, despojados o exiliados.
Los culpables se aterrorizaron por las maravillas que entonces ocurrieron. Un hombre se quedó sin habla en el mismo Capitolio en donde había renegado de Cristo. Otro se volvió loco en los baños públicos, y se le carcomió la lengua con la que había probado un sacrificio pagano. En presencia del propio Cipriano, un infante que había sido llevado por su niñera a tomar parte de lo ofrecido en un altar pagano y luego al Santo Sacrificio celebrado por el Obispo, fue puesto en tortura y vomitó las Sagradas Especies que había recibido en un cáliz consagrado. Una mujer relapsa de edad avanzada, había caído en un ataque al aventurarse a comulgar indignamente. Otra, al abrir el recipiente en el cual, de acuerdo a la costumbre, había llevado a su casa el Santísimo Sacramento para una Comunión privada, fue disuadida de tocarlo sacrílegamente por un fuego que apareció de repente. Y aun otra mujer encontró dentro de su copón nada más que cenizas.
A principios del año 251, la persecución decayó, debido al surgimiento sucesivo de dos Emperadores rivales. Los confesores fueron liberados y se convocó un Concilio en Cartago.
Por la perfidia de algunos sacerdotes, Cipriano no pudo dejar su refugio hasta después de la Pascua (el 23 de marzo). Pero escribió una carta a su grey denunciando al más infame de los 5 presbíteros, Novato, y a su diácono Felicísimo. A la instrucción de los Obispos de aplazar la reconciliación de los lapsos hasta el Concilio, Felicísimo había replicado con un manifiesto, declarando que ninguno que hubiera aceptado las abundantes limosnas distribuidas por órdenes de Cipriano, podría comulgar con él.
Este celebrado panfleto fue leído por su autor al Concilio con el que se encontró en abril, y en el que pudo obtener el apoyo de los Obispos contra el Cisma iniciado por Felicísimo y Novato, quienes contaban ya con un gran número de seguidores. La unidad de la que San Cipriano trata no es tanto la unidad de toda la Iglesia, cuya necesidad él postula ligeramente, como la unidad que se ha conservado en cada diócesis por la unión con el Obispo; la unidad de toda la Iglesia se mantiene por la estrecha unión de los Obispos quienes están "pegados uno con otro", de aquí que cualquiera que no está con su Obispo está fuera de la unidad de la Iglesia y no puede estar unido a Cristo.
La unidad de la Iglesia
En los días de la apertura del Concilio de Cartago en el 251, llegaron dos cartas desde Roma. Una de ellas, anunciando la elección del Papa San Cornelio, fue leída por Cipriano ante toda la asamblea; la otra contenía acusaciones tan violentas y poco probables contra el nuevo Papa, que pensó que era mejor ignorarla. Pero dos Obispos, Caldonio y Fortunato, fueron enviados a Roma para obtener mayor información, y todo el Concilio tuvo que esperar su regreso con el mismo interés como si se tratara de una elección papal. Mientras tanto se recibió otro mensaje con la noticia de que Novaciano, el presbítero más eminente de todo el clero romano, había sido hecho Papa. Afortunadamente llegaron al mismo tiempo dos prelados africanos, Pompeyo y Stéfano, que habían estado presentes en la elección de Cornelio y pudieron testificar que él había sido elegido válidamente "en el lugar de Pedro", cuando no hubo otro pretendiente.
Fue así posible replicar a las recriminaciones de los mensajeros de Novaciano, y se envió a Roma una breve carta explicando la discusión que había tenido lugar en el Concilio. Poco tiempo después llegó el reporte de Caldonio y Fortunato junto con una carta de Cornelio, en la que este último se quejaba un poco de la tardanza en reconocerlo. Cipriano escribió a Cornelio explicándole su prudente conducta. Además añadió una carta dirigida a los confesores que eran el principal apoyo del Antipapa, dejando a Cornelio la decisión de si debería entregarla o no. También envió copias de sus dos tratados "De Unitate" y "De Lapsis" (este había sido compuesto por él inmediatamente después del otro), y deseaba que los confesores los leyeran en ese orden para que pudieran entender la cosa tan horrible que es el Cisma.
Novacianismo
La reconvención del santo tuvo sus efectos, y los confesores se reunieron en torno a Cornelio. Pero durante dos o tres meses la confusión por toda la Iglesia Católica había sido terrible. Ningún otro evento en estos primeros tiempos nos muestra tan claramente la enorme importancia del Papado en Oriente y en Occidente. San Dionisio de Alejandría unió su gran influencia a la del primado cartaginés, y muy pronto pudo escribir que Antioquía, Cesárea y Jerusalén, Tiro y Laodicea, toda Cilicia y Capadocia, Siria y Arabia, Mesopotamia, el Ponto y Bitinia, habían regresado a la unidad y que sus Obispos estaban todos en armonía.
De esto podemos calcular el área de los disturbios. Cipriano dice que Novaciano "asumió la primacía" y envió a sus nuevos apóstoles a muchas ciudades: y en todas las provincias y ciudades en las que desde mucho tiempo atrás se habían establecido Obispos ortodoxos, probados en la persecución, se atrevió a crear nuevos Obispos con la intención de sustituirlos, como si quisiera abarcar por completo el mundo. Tal fue el poder asumido por este Antipapa del siglo III.
Cabe recordar que en los primeros días del Cisma no surgió ningún problema de herejía, y que Novaciano solamente proclamó su negativa de conceder el perdón a los lapsos hasta después de que él mismo se hizo Papa. Las razones de Cipriano para sostener a Cornelio como el Obispo legítimo están abundantemente detalladas en la Epístola LV que envió a un Obispo, quien al principio había dado la razón a los argumentos de Cipriano y que había sido comisionado para informar a Cornelio que "ahora comulgaba con él, que es con la Iglesia Católica", pero que más tarde había vacilado. Esto implica, evidentemente, que si él no comulgaba con Cornelio, podría estar fuera de la Iglesia Católica.
Escribiendo al Papa, Cipriano se disculpa por su tardanza en reconocerle; y que, por lo menos, ha exhortado a todos aquellos que navegan hacia Roma para asegurarse de que reconozcan y se mantengan fieles a la cuna y raíz de la Iglesia Católica. Cipriano continua y agrega que él esperó un reporte formal de los Obispos que habían sido enviados a Roma, antes de comprometer a los Obispos de África, Numidia y Mauritania a tomar una decisión, la que, cuando ya no quedaran dudas entre sus colegas "pudiera firmemente demostrar y sostener su comunión, que es la unidad y la caridad de la Iglesia Católica".
Es cierto que San Cipriano sostuvo que quien estaba en comunión con un Antipapa sostenido fuera de la raíz de la Iglesia Católica, no se alimentaba de su pecho, no bebía de su fuente. Era tan poco el rigor de Novaciano con los lapsos y esto fue lo que originó su Cisma y su principal partidario no podía ser otro que Novato, quien en Cartago había readmitido indiscriminadamente a los lapsos sin cumplir ninguna penitencia. Al parecer él llegó a Roma poco después de la elección de Cornelio, y su incorporación al partido de los rigoristas tuvo el curioso resultado de acabar con la oposición a Cipriano en Cartago. Es verdad que Felicísimo luchó resueltamente durante algún tiempo; llegó a nombrar a 5 Obispos, todos excomulgados y depuestos, fue él quien consagró para el partido a un cierto Fortunato opuesto a San Cipriano, con el fin de no ser relegado por los seguidores de Novaciano, quien ya tenía un Obispo rival en Cartago. La facción inclusive apeló a San Cornelio, y Cipriano tuvo que escribir al Papa una larga relación de circunstancias, ridiculizando su presunción de "navegar a Roma, la Iglesia principal (ecclesia principalis), la Cátedra de Pedro, de donde brotó la unidad del Episcopado, y ni siquiera pensaron que aquellos son los mismos Romanos cuya fe alabó San Pablo a los que no debería tener acceso la perfidia". Pero esta embajada no fue exitosa, y el partido de Fortunato y Felicísimo al parecer ha tenido que desaparecer.
Los Lapsos
Con respecto a los lapsos, el Concilio decidió que cada caso tendría que ser juzgado sobre sus méritos, y los libellatici deberían ser readmitidos después de cumplir periodos de penitencia variados y prolongados, mientras aquellos que de hecho tuvieron que sacrificar, luego de pagar una penitencia de por vida, podrían recibir la Sagrada Comunión a la hora de su muerte. Pero todo aquel que demorara la aflicción y la penitencia hasta el momento de estar enfermo, tendría que ser excluido de toda Comunión. La decisión fue la más severa.
Un recrudecimiento de la persecución, anunciado ya, según nos cuenta Cipriano, por numerosas visiones, motivó la reunión de otro Concilio en el verano del 252, en el que se decidió readmitir enseguida a todos aquellos que estuvieran haciendo penitencia, con objeto de que pudieran ser fortalecidos por la Sagrada Eucaristía ante la prueba que se avecinaba.
En esta persecución de Gayo y Volusiano, la Iglesia de Roma fue nuevamente probada, pero esta vez Cipriano pudo felicitar al Papa por la firmeza mostrada. Toda la Iglesia de Roma, dice él, ha confesado unánimemente, y una vez más su fe, alabada por el Apóstol, se ha celebrado por todo el mundo.
Hacia junio del 253, Cornelio fue exiliado, y murió siendo contado entre los mártires por Cipriano y el resto de la Iglesia. Su sucesor, Lucio, fue enviado de inmediato al mismo lugar al momento de su elección, pero pronto le fue permitido regresar, y Cipriano le escribió para felicitarlo. Murió en el 254, y fue sucedido por Esteban.
Rebautismo
de los herejes
Mucho tiempo antes, Tertuliano esgrimió el argumento de que los herejes no tienen el mismo Dios, ni el mismo Cristo como los católicos, por lo tanto su bautismo es nulo. La Iglesia Africana adoptó este punto de vista en un Concilio celebrado bajo un predecesor de Cipriano, Agripino, en Cartago.
En Oriente, existía la costumbre de Cilicia, Capadocia y Galacia de rebautizar a los Montanistas que regresaron a la iglesia. Un cierto Obispo, Magno, escribió para preguntar si el bautismo de los Novacianos sería respetado. La respuesta de Cipriano puede datarse al 255; niega que ellos se distingan de cualquier otro de los herejes. Posteriormente encontramos una carta en este mismo sentido, probablemente de la primavera del 255 de un Concilio de 31 Obispos realizado bajo la presidencia de Cipriano, dirigida a 18 Obispos Numidios; aparentemente este fue el principio de la controversia.
Parece ser que los Obispos de Mauritania no siguieron la costumbre del África Proconsular y Numidia, y que el Papa Esteban les envió una carta aprobando su adhesión a la costumbre romana. Cipriano, siendo consultado por un Obispo Numidio, Quinto, le envió la Epístola LXX, y respondió a sus preguntas. El Concilio celebrado en Cartago durante la primavera del año 256, fue más numeroso que lo usual, y 61 Obispos firmaron la carta conciliar dirigida al Papa explicando sus razones para rebautizar, y afirmando que era una cuestión sobre la cual los Obispos eran libres de diferir.
Este no era el punto de vista del Papa Esteban, y de inmediato publicó un decreto, expresando en términos aparentemente bastante perentorios, que no sería hecha ninguna "innovación" (lo que en términos modernos significa "ningún nuevo bautismo"), pero la tradición romana de imponer simplemente las manos sobre los herejes convertidos en señal de absolución, debería seguirse en todas partes, so pena de sufrir la excomunión.
Evidentemente esta carta fue dirigida a los Obispos africanos, y contenía algunas censuras severas sobre el mismo Cipriano. Cipriano escribe a Jubaino, que él está defendiendo a la única Iglesia, la Iglesia fundada sobre Pedro: “¿Por qué entonces es llamado un prevaricador de la verdad, un traidor de la verdad?". A Pompeyo, quien le ha pedido ver una copia de la versión de Esteban, le escribe con gran violencia: "A medida que la leas, notarás su error más y más claramente; al aprobar el bautismo de todas las herejías, él ha acumulado dentro de su propio seno los pecados de todas ellas; ¡una magnífica tradición, en efecto! ¡Qué ceguera de mente, qué depravación! "ineptitud", "terquedad", tales son los adjetivos que salen de la pluma de uno que declaró que sobre este tema había libertad de opinión, y quien precisamente en esta carta explica que un Obispo nunca debe ser camorrista, sino dócil y enseñable.
En septiembre del año 256, se convocó un Concilio todavía mayor en Cartago. Todos estuvieron de acuerdo con Cipriano. Cipriano no quería que toda la responsabilidad fuera de él. Declaró que nadie puede erigirse a sí mismo como Obispo de Obispos, y que todos deben dar su propia opinión. Por lo tanto, el voto de cada uno era dado en un pequeño discurso, y el acta ha llegado hasta nosotros en la correspondencia Cipriánica bajo el título de "Sententiae Episcoporum". Pero a los mensajeros enviados a Roma con este documento les fue negada una audiencia y aún cualquier tipo de hospitalidad por parte del Papa.
Entonces regresaron prontamente a Cartago, y Cipriano buscó obtener apoyo de Oriente. Escribió al famoso Obispo de Cesárea en Capadocia, Firmiliano, enviándole el tratado "De Unitate" y la correspondencia sobre la cuestión bautismal. A mediados de noviembre se recibió la respuesta de Firmiliano, y que ha llegado hasta nosotros en una traducción hecha por la época en África. Su tono es, posiblemente, más violento que el de Cipriano. Después de esto no sabemos más de la controversia.
El Papa Esteban murió en el año 257, y fue sucedido por Sixto II, que ciertamente comulgaba con Cipriano. Probablemente fue examinando la situación en Roma y al darse cuenta que en el Oriente se había cometido extensamente la misma equivocación, fue que la cuestión quedó zanjada definitivamente. Se debe recordar que, aunque Esteban pedía obediencia incuestionable, aparentemente, y al igual que Cipriano, consideraba este asunto como una cuestión de disciplina.
San Cipriano apoya su punto de vista sobre una inferencia equivocada de la unidad de la Iglesia, y nadie pensó en un principio fundamental que más tarde sería enseñado por San Agustín, que, dado que Cristo es el autor principal, la validez del sacramento es independiente de la indignidad del ministro. Esto es lo que estaba implícito en la insistencia del Papa Esteban de que no era necesario nada más que la forma correcta, "porque el bautismo es dado en el nombre de Cristo", y "el efecto se debe a la majestad del Nombre".
En Oriente, la costumbre de rebautizar herejes quizás habría surgido a partir del hecho que muchos herejes no creían en la Santísima Trinidad, y probablemente ni siquiera usaban la fórmula y la materia correctas. Durante siglos esta práctica subsistió, al menos en el caso de algunas herejías.
Pero en Occidente rebautizar estaba considerado como herético, y África siguió pronto esta línea después de San Cipriano. San Agustín, San Jerónimo y San Vicente de Lérins elogian extensamente la firmeza de Esteban como correspondía a su posición. Pero las desafortunadas cartas de Cipriano se convirtieron en el principal apoyo del puritanismo de los Donatistas. San Agustín en su "De Baptismo" las refuta una por una. Expresa su confianza de que el glorioso martirio de Cipriano lo habrá expiado por sus excesos.
Apelación a
Roma
Cipriano había escuchado dos veces por boca de Faustino, Obispo de Lyons, que Marciano, Obispo de Arles, se había unido al partido de Novaciano. Con toda certeza el Papa ya habría sido informado de esto por Faustino y por otros Obispos de la provincia. Cipriano apremia:
“Debería enviar varias cartas detalladas a nuestros hermanos Obispos de la Galia, para no permitir que el obstinado y orgulloso Marciano siga insultando nuestra hermandad… Envíe, por lo tanto, cartas a la provincia y la gente de Arles, por las cuales, se informe que Marciano ha quedado excomulgado, y que otro deberá tomar su lugar…para el abundante cuerpo de los Obispos, unido por el pegamento de la concordia y el vínculo de la unidad, con objeto de que, si cualquiera de nuestra hermandad intentara crear una herejía para herir y devastar el rebaño de Cristo, el resto debe acudir en su ayuda…Pues aunque somos muchos pastores, alimentamos un solo rebaño”.
Otra carta está fechada un poco más tarde. Procede de un Concilio de 37 Obispos, y obviamente fue compuesta por Cipriano. Está dirigida al Presbítero Félix y a la gente de Legio y Astúrica, y al diácono Aelio y a la gente de Emérita, en España. Relata que los Obispos Félix y Sabino habían venido a Cartago para quejarse. Habían sido ordenados legítimamente por los Obispos de la provincia en lugar de los antiguos Obispos, Basílides y Marcial, quienes habían aceptado libelli durante la persecución.
Poco después, Basílides cayó enfermo y blasfemó contra Dios; confesando su blasfemia renunció a su Obispado, quedando agradecido que se le permitiera seguir en comunión. Marcial había participado en banquetes paganos y había enterrado a sus hijos en un cementerio pagano. Públicamente atestiguó ante la presencia del Procurador Ducenarius que él había renegado de Cristo. Por consiguiente, continúa la carta, tales hombres son indignos de ser Obispos, por lo que la Iglesia entera y el anterior Papa Cornelio han decidido que los tales pueden ser admitidos a la penitencia, pero jamás a la ordenación, Como esto no los beneficiaba, engañaron al Papa Esteban, quien se encontraba lejos e ignorante de los hechos, y lograron ser restituidos injustamente en sus sedes; más aún, con este fraude lo único que consiguieron fue aumentar su culpabilidad. De este modo, la carta es una declaración de que Esteban fue engañado maliciosamente.
No se le imputa ninguna falta, ni existe algún reclamo para revertir su decisión o para negar su derecho a darla; simplemente se señala que esta se basó en información falsa y, por lo tanto, era nula. Pero es obvio que el Concilio africano solamente había escuchado una parte, mientras que Félix y Sabino tenían que haber presentado su causa en Roma antes de venir a África. En este terreno los africanos parecen haber emitido un juicio bastante apresurado. Pero no se sabe nada más a este respecto.
Martirio
El imperio se encontraba rodeado por hordas de bárbaros que penetraban por todos lados. El peligro fue la señal para una renovada persecución desatada por el Emperador Valeriano. En Alejandría, San Dionisio fue exiliado.
En agosto del año 257, Cipriano fue llevado ante la presencia del Procónsul Paterno en su secretarium. Su interrogatorio aún existe, y forma la primera parte del "Acta proconsularia" de su martirio. Cipriano se declara a sí mismo como cristiano y Obispo. Él sirve al único Dios a quien ruega día y noche por todos los hombres y por la seguridad del Emperador. "¿Perseveras en esto?" pregunta Paterno. "Un buen deseo que Dios sabe que no puede ser alterado." "¿Quieres entonces, partir al exilio en Cúrubis?". "Iré." También se le preguntaron los nombres de los presbíteros, pero replicó que la delación estaba prohibida por las leyes; los encontrarían con suma facilidad en sus ciudades respectivas. En septiembre salió a Cúrubis, acompañado por Poncio.
La ciudad estaba solitaria, pero Poncio nos cuenta que era un día soleado y agradable y que estaba llena de visitantes, mientras que los habitantes eran muy amables. Relata que Cipriano tuvo un sueño durante su primera noche en ese lugar, en el que se encontraba en la corte del Procónsul y era condenado a muerte, pero por su propia petición le era aplazada hasta la mañana. Se despertó aterrorizado, pero ya despierto esperó la mañana con calma. Esta llegaría en el preciso aniversario del sueño. En Numidia las medidas fueron más severas. Cipriano escribió a 9 Obispos con quienes estuvo trabajando en las minas, con la mitad de su cabello esquilado y con insuficiente comida y vestido. Pero aún era rico y capaz de ayudarlos. Sus respuestas se han conservado, y tenemos también las actas auténticas de varios mártires africanos que sufrieron poco después que Cipriano.
En agosto del año 258, se enteró que el Papa Sixto había sido muerto en las catacumbas el día 6 del mismo mes, junto con 4 de sus diáconos, a consecuencia de un nuevo edicto en el que se decretaba que los Obispos, presbíteros y diáconos deberían ser enviados a la muerte de inmediato; a los senadores, patricios y otros nobles se les confiscarían sus bienes, y si aún persistían, serían ejecutados; las matronas serían exiliadas; los Cesarianos (oficiales del fiscus) se convertirían en esclavos.
Galerio Máximo, sucesor de Paterno, envió a Cipriano de regreso a Cartago, y en sus propios jardines el Obispo esperó la sentencia final. Muchos personajes ilustres le rogaban encarecidamente que huyera, pero no había tenido alguna visión que le moviera a tomar esta medida, y sobre todo deseaba quedarse para exhortar a los demás. Más aún, él mismo se ocultó en lugar de obedecer la orden del Procónsul de presentarse en Utica, porque consideraba que lo correcto para un Obispo era morir en su propia sede. Al regreso de Galerio a Cartago, Cipriano fue llevado de sus jardines por dos Príncipes en un carruaje, pero el Procónsul estaba enfermo, y Cipriano pasó la noche en la casa del primer Príncipe en compañía de sus amigos. Del resto tenemos una vaga descripción hecha por Poncio y un reporte detallado en las Actas proconsulares. En la mañana del día 14, se reunió una multitud "en la villa de Sexto", por orden de las autoridades. Cipriano fue juzgado allí. Se rehusó a sacrificar, añadiendo que en un asunto tan importante no había lugar para reflexionar sobre las consecuencias.
El Procónsul leyó su sentencia y la multitud clamó "¡Que seamos nosotros también decapitados con él!". Fue llevado al campo, hasta un claro rodeado por árboles, a los que muchas personas se subieron. Cipriano se quitó su capa, y se arrodilló para orar. Luego se quitó su dalmática y la entregó a sus diáconos, y se quedó únicamente con su túnica de lino esperando en silencio al verdugo, a quien ordenó le fueran entregadas 25 monedas de oro. Los fieles extendieron telas y pañuelos delante de él para recoger su sangre. Él mismo se vendó los ojos con la ayuda de un presbítero y un diácono, ambos de nombre Julio. Y entonces padeció.
Durante el resto del día, su cuerpo fue expuesto para satisfacer la curiosidad de los paganos. Pero en la noche los fieles lo llevaron con velas y antorchas, en solemnidad y gran triunfo, hasta el cementerio de Macrobio Candidiano en las afueras de Mapalia. Fue el primer Obispo de Cartago en obtener la corona del martirio.



































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