San Francisco de Asís

Fundador de la Orden Franciscana. 1226.
Nació en Asís (Italia), en la Umbría, en 1181 o 1182. Su padre, Pietro Bernardone, fue un rico mercader de telas de Asís. De su madre, Pica, poco se sabe, pero se dice de ella que perteneció a una familia noble de Provenza. Francisco fue uno de varios hijos. Francisco recibió alguna educación elemental de parte de los sacerdotes del templo de San Jorge en Asís, aunque quizás aprendió más en la escuela de los Trovadores, quienes en ese tiempo pugnaban por el refinamiento italiano. Una cosa es segura, él no era muy estudioso y su educación literaria nunca se completó. A pesar de que trabajó con su padre en el comercio, nunca mostró gran interés por la carrera mercantil, y parece que sus padres le consentían todos sus caprichos. Nadie disfrutaba más del placer que Francisco. Muy simpático, cantaba alegremente, y gustaba de lucir buena ropa. Bien parecido, jovial, audaz, bien educado, pronto se convirtió en el favorito de los jóvenes nobles de Asís, el más aventajado en toda actividad marcial, líder de las parrandas, el auténtico rey de la diversión.
Pero con todo, desde entonces ya mostraba una innata compasión por los pobres. Aunque despilfarraba el dinero, de algún modo éste siempre fluía de modo que testimoniaba una magnanimidad de espíritu digna de un príncipe. Cuando rondaba los 20 años, Francisco salió con sus paisanos a pelear contra los habitantes de Perusa, en uno de tantos combates tan frecuentes entre ciudades rivales de aquel tiempo. En esa ocasión fueron derrotados los soldados de Asís, y Francisco, que se contaba entre los que fueron capturados, estuvo en cautividad en Perusa por más de un año. Una fiebre que lo afectó en ese lugar parece que lo hizo orientar sus pensamientos hacia las cosas eternas. Durante la larga enfermedad, por lo menos el vacío de la vida que había llevado hasta entonces se le hizo patente. A pesar de ello, en cuanto sanó, se despertó su sed de gloria y su fantasía volvió a vagar en busca de nuevas victorias. Al fin, decidió abrazar la carrera militar y todo parecía favorecer tales aspiraciones.
Un caballero de Asís, Walter de Brienne, quien había tomado las armas contra el Emperador en los Estados Napolitanos, estaba por alistarse en "la cuenta noble" y Francisco hizo todos los arreglos para unirse a él. Los biógrafos nos dicen que la noche anterior a partir, Francisco tuvo un extraño sueño en el que él veía un gran salón lleno de armaduras marcadas que tenían la insignia de la Cruz. "Estas"- dijo una voz- "son para ti y tus jóvenes soldados". "Ahora sé que seré un gran príncipe" exclamó exaltado Francisco, mientras se ponía en camino hacia Apulia. Pero una segunda enfermedad detuvo su camino en Espoleto. Se narra que fue ahí donde Francisco tuvo otro sueño en el que se le ordenó volver a Asís, cosa que cumplió inmediatamente. Era el año 1205.
Luego de un corto período de incertidumbre empezó a buscar una respuesta a su llamado en la oración y la soledad. Ya había dejado de lado totalmente su ropa llamativa y sus despilfarros. Cierto día, mientras cruzaba las planicies de Umbría en su caballo, Francisco llegó inesperadamente cerca de un pobre leproso. La súbita aparición de tan repulsiva visión lo llenó de náusea e instintivamente dio marcha atrás, pero habiendo controlado su rechazo natural, desmontó, abrazó al pobre hombre y le dio todo el dinero que traía.
Por ese tiempo, Francisco realizó una peregrinación a Roma. La vista de las pobres limosnas que se depositaban en la tumba de San Pedro lo mortificó tanto que ahí mismo vació toda su bolsa. Y enseguida, como para poner a prueba su carácter quisquilloso, intercambió sus ropas con un andrajoso mendigo y durante el resto del día guardó ayuno entre la horda de limosneros a un lado de la puerta de la basílica.
Poco después de su regreso a Asís, al estar en oración ante un antiguo crucifijo en la olvidada capilla de San Damián, camino abajo desde el poblado, escuchó una voz que le decía: "Ve, Francisco, y repara mi casa que, como puedes ver, está en ruinas". Él entendió la llamada literalmente, como si se refirieran a la ruinosa iglesia en la que estaba arrodillado. Fue al taller de su padre, tomó un montón de telas de colores, montó su caballo y se dirigió apresurado a Foligno, por entonces una plaza mercantil de cierta importancia, donde vendió tanto las telas como el caballo para obtener el dinero necesario para restaurar San Damián. Sin embargo, cuando el pobre sacerdote que celebraba ahí se rehusó a recibir un dinero adquirido de tal modo, Francisco se lo arrojó en forma desdeñosa.
El viejo Bernardone, un hombre muy tacaño, se puso inmensamente furioso por la conducta de su hijo y Francisco, para evitar la ira de su padre, se escondió en una cueva cercana a San Damián durante todo un mes. Cuando salió de su escondite y volvió al pueblo, mugriento y enflaquecido por el hambre, una turba escandalosa lo seguía, arrojándole lodo y piedras y burlándose de él como de un loco. Finalmente su padre lo arrastró a casa, lo golpeó, lo ató y lo encerró en una alacena obscura. Liberado por su madre durante una ausencia de Benardone, Francisco volvió inmediatamente a San Damián, donde buscó asilo con el sacerdote. Pronto fue citado por su padre ante el Consejo de la ciudad. El padre, no contento con haber recuperado el oro desparramado en el piso de San Damián, buscaba obligar a su hijo a renunciar a su herencia. Francisco aceptó de muy buen grado, pero declaró que, dado que él se había puesto al servicio de Dios, ya no estaba bajo la jurisdicción civil. Llevado a la presencia del Arzobispo, Francisco se quitó incluso la ropa que traía puesta, y entregándola a su padre, dijo: "Hasta hoy te he llamado padre en la tierra. De ahora en adelante yo sólo deseo decir "Padre Nuestro que estás en los cielos". Como canta Dante, "ahí y entonces" se celebraron las nupcias de Francisco con su amada esposa, la Dama Pobreza, bajo cuyo nombre, y en el lenguaje místico que después le fue tan familiar, él comprendía el abandono total de los bienes terrenales, honores y privilegios.
Y entonces Francisco se puso en camino a las colinas en la parte posterior de Asís, improvisando himnos al caminar. "Soy el heraldo del Gran Rey", declaró como respuesta a unos bandidos que enseguida procedieron a despojarlo de lo que tenía y lo arrojaron despectivamente en la nieve. Desnudo y a medio congelar, Francisco se arrastró a un monasterio cercano en el que por un tiempo trabajó como galopín. En Gubbio, a donde viajó después, Francisco obtuvo como limosna de un amigo una túnica, un ceñidor y un bastón de peregrino. Vuelto a Asís, iba y venía por la ciudad pidiendo piedras para la restauración de San Damián. Llevaba éstas a la vieja capilla, las colocaba personalmente en su lugar y finalmente la reconstruyó. Del mismo modo Francisco restauró otras dos capillas abandonadas, San Pedro, a cierta distancia de la ciudad, y Santa María de los Ángeles, en la planicie camino abajo, en un punto llamado la Porciúncula. Mientras tanto, redoblaba su celo en trabajos de caridad, muy especialmente cuidando a los leprosos.
Cierta mañana de 1208, Francisco participaba en misa en la capilla de Santa María de los Ángeles, cerca de la que se había construido una choza. El evangelio del día hablaba de cómo los discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni viáticos para el viaje, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón, y que deberían exhortar a los pecadores al arrepentimiento y la penitencia, y anunciar el Reino de Dios. Francisco tomó esas palabras como si fueran dirigidas directamente a él, de tal modo que en cuanto terminó la misa abandonó lo poco que le quedaba de bienes temporales: sus zapatos, la túnica, el cayado de peregrino y su bolsa vacía. Por fin había encontrado su vocación. Habiendo obtenido una áspera túnica de lana, de "color de bestia", la ropa usada por los más pobres campesinos de Umbría, y atándose una cuerda anudada a la cintura, Francisco se puso inmediatamente en camino, exhortando a la gente del campo a la penitencia, al amor fraterno y la paz.
La gente de Asís había ya cesado de mofarse de Francisco; ahora se detenían asombrados. Su ejemplo incluso atrajo a otros. Bernardo de Quintavalle, un magnate de la localidad, fue el primero que se unió a Francisco. Pronto fue seguido por Pedro Cataneo, un renombrado Canónigo de la Catedral. Con verdadero espíritu de entusiasmo religioso, Francisco reparó la iglesia de San Nicolás y buscó allí descubrir la voluntad de Dios acerca de ellos, abriendo tres veces al azar el libro de los evangelios sobre el altar. Cada vez aparecieron pasajes en los que Cristo les decía a sus discípulos que debían dejar todo y seguirlo. "Esta será nuestra regla de vida", exclamó Francisco, y condujo a sus compañeros a la plaza pública, donde ellos entregaron todas sus pertenencias a los pobres.
Luego consiguieron hábitos ásperos como el de Francisco, y se construyeron pequeñas chozas cercanas a la de él en la Porciúncula. Pocos días después, Giles, quien posteriormente se habría de convertir en el gran contemplativo y pronunciador de "buenas palabras", fue el tercer seguidor de Francisco. La pequeña banda se dividió y marchó, de dos en dos, causando tal impresión por sus palabras y conducta que antes que pasara mucho tiempo, varios otros discípulos se agruparon en torno a Francisco, ansiosos de participar en su pobreza. Entre ellos estaba Sabatino, Moricus, quien había pertenecido a los crucígeros, Juan de Capella, quien posteriormente abandonó, Felipe, el "Largo", y cuatro más de quienes sólo sabemos los nombres. Cuando el número de sus compañeros había crecido hasta 11, Francisco consideró conveniente escribir una regla para ellos.
Esa primera regla, como se le conoce, de los Frailes Menores no nos ha llegado en su forma original. Parece que era muy breve y simple, una mera adaptación de los preceptos evangélicos que previamente Francisco había seleccionado para la guía de sus primeros compañeros, y que él deseaba practicar perfectamente. Una vez redactada la regla, los Penitentes de Asís, como se llamaban a sí mismos, Francisco y sus seguidores, marcharon a Roma a buscar la aprobación de la Santa Sede, aunque en ese entonces no era obligatoria aún esa aprobación.
Hay varias versiones acerca de la recepción que Inocencio III dio a Francisco. Lo que se cuenta es que Guido, Obispo de Asís, quien estaba en Roma por entonces, recomendó a Francisco con el Cardenal Juan de San Pablo y que, a instancias de este último, el Papa llamó al santo, cuyas primeras exposiciones, según parece, había rechazado con cierta grosería. Más aún, en vez de las siniestras predicciones de otros en el Colegio Cardenalicio, quienes veían el modo de vida propuesto por Francisco como inseguro e impracticable, Inocencio, movido, según cuentan, por un sueño que tuvo en el que vio al Pobre de Asís sosteniendo una tambaleante Basílica de Letrán, dio una autorización verbal a la regla presentada por Francisco y concedió al santo y a sus compañeros salir a predicar el arrepentimiento en todas partes. Antes de partir de Roma todos ellos recibieron la tonsura eclesiástica, y Francisco fue ordenado diácono posteriormente.
Luego de su retorno a Asís, los Frailes Menores, que así había llamado Francisco a sus hermanos (por los minores, o clases inferiores), encontraron cobijo en una choza abandonada en Rivo Torto, en la planicie colina abajo desde la ciudad. Pero fueron forzados a abandonar ese aposento por un rudo campesino que les echó encima su mula. Alrededor del año 1211 obtuvieron una base permanente cerca de Asís, gracias a la generosidad de los Benedictinos de Monte Subasio, quienes les dieron la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula.
El Convento franciscano se formó en cuanto se levantaron unas cuantas chozas pequeñas de paja y lodo, cercadas por una valla, a un costado del humilde santuario que ya desde antes era el preferido de Francisco. De este establecimiento, que se convirtió en la cuna de la Orden Franciscana y el punto central de la vida de San Francisco, los Frailes Menores salían de dos en dos exhortando a la gente de los alrededores. Igual que niños "sin cuidado por el día", iban de lugar en lugar cantando su gozo, llamándose trovadores del Señor. Su claustro era el ancho mundo; dormían en pajares, grutas, pórticos de iglesias, y trabajaban al lado de los operarios de los campos. Cuando no les daban trabajo, mendigaban. En poco tiempo Francisco y sus compañeros llegaron a tener una influencia enorme, de modo que varones de toda clase social y forma de pensar pedían ser admitidos a la Orden. Entre los nuevos reclutas de esa época estaban los famosos Tres Compañeros, quienes posteriormente escribieron su vida, a saber: Angelus Tancredi, un caballero noble, León, el secretario y confesor del santo, y Rufino, primo de Santa Clara. Además, Junípero, el afamado "juglar del Señor".
En la cuaresma de 1212, tuvo Francisco un nuevo gozo, tan grande como inesperado. Clara una joven rica de Asís, movida por la predicación del santo en la iglesia de San Jorge, lo buscó y le solicitó que le permitiera abrazar la nueva forma de vida que él había fundado. Por consejo suyo, Clara, que a la sazón tenía apenas 18 años, dejó en secreto la casa de su padre la noche siguiente al Domingo de Ramos, y acompañada de dos amigas se dirigió a la Porciúncula, donde los frailes les salieron al encuentro en procesión, con antorchas. Enseguida, habiéndole cortado el cabello, Francisco le puso el hábito de los menores y de ese modo la recibió en la vida de pobreza, penitencia y retiro. Clara permaneció provisionalmente con unas monjas benedictinas cerca de Asís hasta que Francisco logró encontrar un lugar adecuado para ella y para Santa Inés, su hermana, y las demás vírgenes piadosas que se habían unido a ella. Finalmente las estableció en San Damián, en una habitación adjunta a la capilla que él había reconstruido con sus propias manos y que había sido donada al santo por los Benedictinos como morada para sus hijas espirituales. Esa casa se convirtió así en el primer monasterio de la Segunda Orden Franciscana de las Damas Pobres, conocidas hoy día como Clarisas Pobres.
En el otoño del mismo año (1212) el ardiente deseo de Francisco de convertir a los sarracenos lo llevó a embarcarse hacia Siria, pero habiendo encallado en la costa de Eslavonia hubo de volver a Ancona. La primavera siguiente se dedicó a evangelizar la Italia central. Por ese entonces (1213) Francisco recibió del Conde Orlando de Chiusi la montaña de La Verna, un aislado picacho en medio de los Apeninos toscanos que se levanta unos 1000 metros sobre el Valle de Casentino, para que sirviera de retiro, "especialmente favorable para la contemplación". Por lo menos en una ocasión parece haber dominado al santo el deseo de dedicarse totalmente a la vida contemplativa. En algún momento del año siguiente (1214) Francisco se dirigió a Marruecos, en otro intento más de llegar a los infieles y de, si fuera necesario, derramar su sangre por el Evangelio, pero estando en España fue atacado por una enfermedad tan severa que se vio obligado a retornar de nuevo a Italia.
En mayo de 1217 se llevó a cabo el primer Capítulo General de los Frailes Menores, en la Porciúncula, teniendo la Orden dividida en provincias y el mundo cristiano en igual número de misiones franciscanas. Toscana, Lombardía, Provenza, España y Alemania fueron asignadas a 5 de los principales seguidores de Francisco. El santo se reservó Francia, y de hecho tomó rumbo hacia ese país, pero al llegar a Florencia fue persuadido por el Cardenal Ugolino, quien había sido nombrado Protector de la Orden en 1216, para que no siguiera. En su lugar, por tanto, envió Francisco a su hermano Pacífico, reconocido en el siglo como poeta, junto con el Hermano Agnello, quien más adelante estableció los Frailes Menores en Inglaterra. Aunque Francisco y sus frailes tuvieron gran éxito, con él también llegó la oposición.
Generalmente predicaba a la intemperie, en los mercados, desde las escalinatas de las iglesias, de los muros de los patios del algún castillo. Atraídos por la magia de su presencia, las multitudes, admiradas por lo desacostumbrado de una predicación popular en el idioma del pueblo, seguían a Francisco de lugar en lugar, pendientes de sus labios; las campanas de las iglesias repicaban para anunciar su llegada; procesiones del clero con la gente salían a recibirlo con música y cantos; sacaban a sus enfermos para que los bendijera y sanara, y besaban hasta el suelo donde él caminaba, e incluso intentaban cortar trozos de su túnica. Al extraordinario entusiasmo con el que el santo era bienvenido en todas partes sólo se equiparaba el resultado inmediato y visible de su predicación. Sus exhortaciones, que difícilmente pueden ser llamados sermones: cortas, hogareñas, afectivas y patéticas, movían aún al más frívolo y endurecido. Como resultado, Francisco se convirtió en un verdadero conquistador de almas.
Una vez aconteció que, mientras el santo estaba predicando en Camara, un pueblecillo cerca de Asís, la multitud fue motivada de tal modo por sus "palabras de espíritu y vida" que se presentaron a él como una sola persona y le rogaron que los admitiera en su orden. Para responder a tales solicitudes fue que Francisco creó la Tercera Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, como se llama hoy día, que él veía como una especie de camino intermedio entre el claustro y el mundo, para quienes no podían dejar su hogar o traicionar sus vocaciones para entrar en la Primera Orden de Frailes Menores o la Segunda Orden de las Damas Pobres. No hay duda que Francisco prescribió obligaciones específicas para esos terciarios. No debían portar armas, hacer juramentos, inmiscuirse en procesos legales, etc. Aunque se dice que diseñó una regla formal para ellos, también queda claro que dicha regla, que fue confirmada por Nicolás IV en 1289, al menos en la forma como nos ha llegado a nosotros, no representa la regla original de Los Hermanos y Hermanas de la Penitencia. De cualquier modo, ya es costumbre fijar la fecha de la fundación de la Tercera Orden en 1221.
Durante el segundo Capítulo General (mayo de 1219), decidido a llevar adelante su proyecto de evangelizar a los infieles, Francisco encargó una misión distinta a cada uno de sus discípulos más aventajados, y se reservó para sí mismo el sitio de la guerra entre los cruzados y los sarracenos. Con 11 compañeros, que incluían al Hermano Iluminado y a Pedro de Cataneo, Francisco se embarcó en Ancona el 21 de junio, rumbo a San Juan de Acre, y estuvo presente durante el sitio y la toma de Damietta. Luego de predicar ahí ante las fuerzas cristianas, Francisco se pasó sin temor al campo de los infieles, donde fue tomado prisionero y llevado ante el Sultán. Según el testimonio de Jacques de Vitry, quien estaba entre los cruzados en Damietta, el Sultán recibió a Francisco cortésmente, pero fuera de haber obtenido del gobernante un trato más indulgente de los prisioneros cristianos, la predicación del santo no tuvo mayor efecto. Se cree que el santo, antes de retornar a Europa, visitó Palestina y obtuvo ahí para los frailes el derecho, que aún conservan, de ser los guardianes de los Santos Lugares.
Lo que sí consta es que Francisco fue obligado a regresar de prisa a Italia a causa de varios problemas que se habían suscitado en su ausencia. Hasta Oriente le llegaron las noticias de que Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, los dos Vicarios Generales que él había dejado a cargo de la Orden, habían convocado a un Capítulo que, entre otras innovaciones, buscaba imponer a los frailes un ayuno mayor y más estricto que lo que la regla requería. Además, el Cardenal Ugolino había impuesto a las Damas Pobres una regla que era prácticamente igual a la de las Benedictinas y el Hermano Felipe la había aceptado, siendo que a él lo había delegado Francisco para que cuidara de los intereses de las hermanas. Para empeorar las cosas, Juan de Capella, uno de los primeros compañeros del santo, había reunido un gran número de leprosos, hombres y mujeres, con la idea de formar con ellos una nueva Orden religiosa y había partido a Roma para solicitar la aprobación de la regla que había escrito para esos pobres.
Por último, se había esparcido el rumor de que Francisco había muerto, así que cuando llegó a Italia de regreso con el Hermano Elías, parece que desembarcó en Venecia en julio de 1220, los frailes se sumieron en un sentimiento general de inquietud. Aparte de esos problemas, la Orden estaba pasando por un período de transición. Era evidente que las formas simples, familiares e informales que habían distinguido el movimiento franciscano en sus inicios, estaban desapareciendo gradualmente. La pobreza heroica que practicaban Francisco y sus compañeros al principio, se volvía cada vez más difícil en la medida en que aumentaba el número de frailes. Al regresar, Francisco no pudo evitar darse cuenta de todo eso.
El Cardenal Ugolino se había dado a la tarea de "reconciliar inspiraciones tan faltas de reflexión y tan libres con un orden de cosas que ellas mismas habían sobrepasado". Este notable varón, quien después ascendería al trono papal con el nombre de Gregorio IX, amaba profundamente a Francisco, a quien veneraba como santo y a quien, también, según nos cuentan algunos escritores, manejaba como a un fanático. Parece indiscutible que el Cardenal Ugolino tuvo mucho que ver con modelar los altos ideales de Francisco "dentro de cierto alcance y orientación". Tampoco es difícil reconocer su mano en los importantes cambios realizados en la organización de la Orden en el así llamado Capítulo de las Esteras. Se dice que en esa famosa asamblea, llevada a cabo en la Porciúncula de Whitsuntide, en 1220 o 1221, (no hay mucho campo de duda referente a la fecha exacta y al número de los primeros Capítulos), estaban presentes cerca de 5.000 frailes, además de 500 postulantes de la Orden. Chozas de paja y barro brindaron abrigo a esa multitud.
Deliberadamente Francisco había evitado hacer provisiones para ella, pero la caridad de los poblados vecinos les abasteció de alimento, al tiempo que caballeros y nobles les servían con gusto. Fue en esa ocasión que Francisco, indudablemente molesto y desanimado por la tendencia mostrada por un gran número de frailes a relajar los rigores de la regla según los dictados de la prudencia humana, y sintiéndose quizás fuera de lugar en una posición que demandaba cada vez más habilidades de organización, cedió su lugar como General de la Orden a Pedro de Cataneo. Mas este último falleció en menos de un año, siendo sucedido como Vicario General por el infeliz Hermano Elías, quien continuó en ese puesto hasta la muerte de Francisco. Mientras tanto, el santo, durante los años de vida que le quedaban, buscó siempre dar a los frailes una impresión de lo que él pensaba que deberían ser a través de la silenciosa enseñanza del ejemplo personal.
Ya en una ocasión, pasando por Bolonia a su regreso de Oriente, se había rehusado a entrar en un convento porque oyó que lo llamaban "la casa de los frailes" y porque se había instituido en él un plan. Además, ordenó a todos los frailes que ahí vivían, incluso a los que estaban enfermos, que lo abandonaran inmediatamente y no fue sino hasta cierto tiempo después, cuando el Cardenal Ugolino hubo declarado que ese edificio era de su propiedad, que Francisco soportó que sus hermanos entraran en él de nuevo. Por más que las convicciones del santo fueran fuertes y definidas, y la línea de vida que adoptó fuera determinada, nunca se convirtió en esclavo de alguna teoría en lo concerniente a la observancia de la pobreza o de cualquier otra cosa. No había nada en él, de estrechez de miras o de fanatismo. En lo tocante al estudio, Francisco sólo deseaba para sus frailes tanto conocimiento teológico como fuera necesario para la misión de la Orden, que era ante todo una misión de ejemplo. De aquí que viera la acumulación de libros como un distanciamiento de la pobreza que los frailes profesaban, y resistió el deseo de simple erudición, tan popular en su tiempo, en la medida en que afectaba las raíces de la simplicidad que estaba tan hondamente enraizada en la esencia de su vida e ideal, y amenazaba sofocar el espíritu de oración, al que consideraba preferible sobre todo lo demás.
En 1221, nos cuentan algunos escritores, Francisco redactó una nueva regla para los Frailes Menores. Confió el borrador de la regla revisada al Hermano Elías, quien poco después confesó que lo había perdido por negligencia. Ante esa circunstancia, Francisco regresó a la soledad de Fonte Colombo y volvió a escribir la regla siguiendo las mismas líneas de la anterior, pero reduciendo sus 23 capítulos a 12, y modificando ciertos detalles de algunos de sus preceptos a instancias del Cardenal Ugolino. Está basada en los tres votos de obediencia, pobreza y castidad, con un énfasis especial en la pobreza, la que Francisco quiso que fuera la característica de su Orden, y que se convirtió en el signo de contradicción. Este voto de pobreza absoluta, en la primera y segunda Órdenes, y la reconciliación de lo religioso con el estado secular, en la Tercera Orden de Penitencia, son las principales novedades introducidas por Francisco en la regulación monástica.
Se convirtió en el iniciador de la devoción popular por el pesebre. La Navidad parece haber sido la fiesta favorita de Francisco y quiso persuadir al Emperador de que hiciera una ley para obligar a los ciudadanos a cuidar bien de las aves y de las bestias, igual que de los pobres, de modo que todos tuvieran ocasión de regocijarse en el Señor.
En 1224, cerca de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre), mientras oraba en la ladera de la montaña, que tuvo la maravillosa visión del serafín, cuya secuela fue la aparición en su cuerpo de las señales visibles de las cinco heridas del Crucificado que, dice uno de los primeros escritores, ya tenían tiempo de haber sido impresas en su corazón.
El Hermano León, quien estaba con Francisco cuando éste recibió los estigmas, nos ha dejado en su nota a la bendición autógrafa del santo que se conserva en Asís una narración simple y clara del milagro que, por otro lado, fue mejor atestiguado que muchos otros acontecimientos históricos. Después de recibir los estigmas, Francisco sufrió dolores cada vez mayores en todo su cuerpo frágil, ya de por sí debilitado por la continua mortificación. Desgastado como estaba Francisco, entonces por 18 años de trabajos incansables, su fuerza dio de si completamente, y a veces su vista fallaba de tal modo que se quedaba casi ciego. No mucho después, ante la insistencia del Hermano Elías, Francisco se sometió a una infructuosa operación de los ojos en Rieti. En abril del 1226, durante un período de mejora, Francisco fue trasladado a Cortona y se cree que fue allí, mientras descansaba en el eremitorio de Celle, que dictó su testamento, el cual él mismo describe como "un recordatorio, una advertencia y una exhortación".
En ese emotivo documento, escrito desde la plenitud de su corazón, Francisco urge de nueva cuenta con su simple elocuencia los pocos pero claramente definidos principios que debían guiar a sus seguidores: implícita obediencia a los superiores que representan a Dios, observancia literal de la "regla sin pulimento", en especial en lo referente a la pobreza, y la obligación de realizar trabajo manual, todo lo cual debería ser solemnemente aceptado por los frailes. Entretanto se le habían desarrollado síntomas alarmantes de hidropesía, de modo que fue casi en condiciones mortales que Francisco partió a Asàds.
La pequeña caravana que lo acompañaba hizo un rodeo pues creían que si tomaban la ruta directa, los insolentes habitantes de Perusa podrían tratar de raptar a Francisco para que muriera en su ciudad y poder así apropiarse de sus preciosas reliquias. Fue de ese modo que finalmente, en julio de 1226 y bajo una fuerte guardia, Francisco llegó a salvo al Palacio Arzobispal de su ciudad natal entre el entusiasmo de todo el populacho.
A principios del otoño, como Francisco sentía sobre sí la mano de la muerte, fue llevado a su amada Porciúncula, para que pudiera exhalar su último aliento en el sitio en el que se le había revelado su vocación y donde su Orden había visto la luz. El santo pasó sus últimos días en una pequeña choza en la Porciúncula, cerca de la capilla que funcionaba como enfermería.
La llegada por esos días de la Señora Jacoba de Settesoli, quien había llegado con sus dos hijos y un gran acompañamiento a decirle adiós a Francisco, causó algo de consternación porque se prohibía la entrada de mujeres al convento. Pero Francisco, en tierna gratitud a esta dama romana, hizo una excepción para ella, y "el Hermano Jacoba", como él la llamaba por razón de su fortaleza, se quedó hasta el final.
Posteriormente, deseoso de dejar una última señal de desprendimiento y para mostrar que ya no tenía nada en común con el mundo, Francisco se quitó su pobre hábito y se postró sobre el piso, cubierto con una ropa prestada, feliz de haber sido fiel a su "Dama Pobreza" hasta el final. Francisco fue llevado de este mundo por la "Hermana Muerte", en alabanza de la cual él había poco antes añadido una nueva estrofa a su "Cántico del Sol". Era la tarde del sábado 3 de octubre de 1226. Francisco contaba 45 años de edad y era aquél el año 20 de su perfecta conversión a Cristo. Francisco fue canonizado en San Jorge por Gregorio IX en 1228.
Pocos santos han exhalado el "buen aroma de Cristo" con tanta intensidad como él. En Francisco había, además, una caballerosidad y una poesía que daba a su extra mundanidad un cierto encanto romántico y una singular belleza.
Como dice un antiguo cronista, en su corazón encontraba refugio todo el mundo. De modo especial el pobre, el enfermo, el que había caído, constituían el objeto de su solicitud. Teniendo como tenía Francisco, nulo interés en los juicios del mundo sobre él, siempre fue muy cuidadoso de mostrar respeto por las opiniones de todos y de no ofender a nadie. De ahí que siempre advirtiera a sus frailes de utilizar mesas baratas, para que "si algún mendigo hubiese de sentarse junto a ellos pudiera sentir que estaba entre iguales y no sintiese vergüenza por su pobreza".
Una noche, se nos narra, el convento se despertó a media noche a causa de un grito: "Me muero". Francisco, levantándose, preguntó: "¿Quién eres y porqué mueres?". "Me muero de hambre", respondió la voz de uno que tenía tendencia a ayunar. Inmediatamente Francisco pidió que se pusiera una mesa, se sentó junto al hambriento fraile y, para que éste no sintiese pena de comer solo, ordenó a todos los hermanos que se unieran a la comida. La devoción de Francisco por consolar a los afligidos lo hicieron tan condescendiente que no tenía temor de morar con los leprosos en sus sucios lazaretos y de comer con ellos en el mismo plato. Pero, sobre todo, era su trato con aquellos que erraban lo que revelaba el verdadero espíritu cristiano de su caridad. "Más santo que cualquier santo" escribe Celano, "entre los pecadores era uno de ellos".
En una carta a cierto Ministro de la Orden, dice Francisco: "Si hubiera un hermano en el mundo que hubiese pecado, sin importar qué grande haya sido su culpa, no permitas que se vaya, después de haber visto tu rostro, sin mostrarle piedad. Y si él no busca misericordia, pregúntale si no la desea. Por eso conoceré si tú me amas a mí y a Dios". Según la noción medieval de justicia, el malhechor estaba más allá de la ley y no había necesidad de serle fiel. De acuerdo a Francisco no sólo se debía ser justo aún con los malhechores, sino que la justicia debía ser precedida por la cortesía como por un heraldo. La cortesía, indudablemente, en el concepto del santo, es la hermana menor de la caridad y una de las cualidades del mismo Dios, quien "por su cortesía", según declara, "da su sol y su lluvia al justo y al injusto". Francisco siempre trató de inculcar este hábito de cortesía entre sus discípulos. Escribe: "Quienquiera que venga a nosotros, sea amigo o enemigo, ladrón o bandido, debe ser recibido amablemente", y la fiesta que preparó para el bandido hambriento en el bosque del Monte Casale bastan para mostrar que "él actuaba como enseñaba".
Incluso los animales encontraban en Francisco una amigo tierno y un protector. Lo encontramos arguyendo con la gente de Gubbio para que alimentara al fiero lobo que había devastado sus rebaños porque era "a causa del hambre" que el "Hermano Lobo" había hecho ese daño. En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad. San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo: -- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:
-- Hermano lobo tú estás, haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:
--
Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te
prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que
necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien
que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya
conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás
daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?.
El lobo,
inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco
le dijo:
--
Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de
ti plenamente. Le tendió San Francisco
la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso
mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía.
Luego le dijo San Francisco:
--
Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin
temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.
El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. “Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro”.
Terminado el sermón, dijo San Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:
-- Y tú,
hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir,
que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?.
El lobo se arrodilló y bajó la cabeza,
manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la
forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo.
Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por la devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco.
Las primeras leyendas nos han legado una imagen idílica de cómo las bestias y las aves por igual, susceptibles al encanto de la gentileza de Francisco, entablaban amable compañía con él; cómo la liebre perseguida buscaba atraer su atención; cómo las abejas medio congeladas se arrastraban hacia él en el invierno para que las alimentara; cómo el halcón salvaje revoloteaba a su alrededor; cómo la cigarra le cantaba a él con dulce contento en la huerta de encinas en las Carceri, y cómo sus "pequeñas hermanas aves" escucharon tan devotamente su sermón a la orilla del camino cerca de Bevagna que Francisco se amonestó a sí mismo por no haber pensado antes en predicarles. El amor de Francisco por la naturaleza también aparece patentemente en el mundo en el que él vivía. Le encantaba comunicarse con las flores silvestres, la fuente cristalina, el amistoso fuego y saludar al sol cuando se levantaba sobre los bellos valles de Umbría. A este respecto, el "don de simpatía" de Francisco, sin duda, parece haber sido incluso mayor que el de San Pablo, pues no encontramos evidencia de amor del Apóstol por la naturaleza y por los animales.
Y cuando un guardián insistió que Francisco llevara una piel de zorra bajo su raída túnica para calentarse, el santo accedió con la condición de que otra piel del mismo tamaño fuera cosida en la parte exterior. Pues era para él de primera importancia no esconder de los hombres lo que era conocido para Dios. "Lo que un hombre es a la vista de Dios", gustaba de repetir, "es todo lo que es y nada más”.
Lo que más odiaba Francisco después del dinero era la discordia y la división. La paz, por lo tanto, se convirtió en su palabra clave. La patética reconciliación que logró en sus últimos días entre el Obispo y el Potestado de Asís es sólo un ejemplo entre muchos de su fuerza para apaciguar las tormentas de la pasión y restaurar la tranquilidad a los corazones destrozados por las pugnas civiles. El deber de un siervo de Dios, declaró Francisco, era levantar los corazones de los hombres y llevarlos a la alegría espiritual. A ello se debía que el santo y sus seguidores se dirigían a la gente no "desde las bancas de los monasterios o con la cuidadosa irresponsabilidad del estudiante enclaustrado", sino que "vivían entre ellos y batallaban con los males del sistema bajo el que la gente gemía". Trabajaban a cambio de su paga, realizando las faenas más humildes e insignificantes, hablando a los pobres con palabras de esperanza que el mundo no había escuchado en mucho tiempo. Así fue como Francisco echó un puente sobre la brecha que separaba al clero aristocrático y el pueblo común, y aunque no enseñó doctrina novedosa alguna, de tal modo volvió a popularizar la que había sido dada en el monte que el Evangelio tomó nueva vida y exigió un nuevo tipo de amor.
La menor de las pesquisas respecto a la fe religiosa de Francisco basta para mostrar que ella abarca la totalidad del dogma católico, ni más ni menos. Si los sermones del santo eran más morales que doctrinales se debía a que él hablaba para satisfacer las exigencias de su tiempo y aquellos a quienes hablaba no se habían desviado del dogma; eran más "escuchantes" que "realizadores" de la Palabra. Fue por eso que Francisco dejó de lado los asuntos más teoréticos y volvió al Evangelio.
Él halló en todas las creaturas, por más trivial que pareciesen, algún reflejo de la perfección divina, y se deleitaba en admirar en ellas la belleza, la fuerza, la sabiduría y la bondad de su Creador. De ese modo llegó a descubrir sermones aún en las piedras, y bondad en todo. Más aún, la naturaleza simple y hasta infantil de Francisco se afianzaba en la idea de que si todo sale del mismo Padre, entonces todos son parte de la misma familia. De ahí procede su costumbre de hermanarse con toda clase de objetos animados e inanimados.
Así, sin conflicto ni cisma, el Pequeño Hombre de Dios de Asís se convirtió en el medio de renovar la juventud de la Iglesia y de iniciar el movimiento religioso más potente y popular desde el inicio del cristianismo. Sin duda que su movimiento tuvo un lado social así como tuvo uno religioso. Es ya un dato de la historia el que la Tercera Orden de San Francisco tuvo mucho que ver con la recristianización de la Europa medieval.
Plegaria Simple
Señor, haz de mí un instrumento de tu Paz;
que donde haya odio - ponga yo amor;
que donde haya ofensa - ponga yo perdón;
que donde haya discordia - ponga yo unión;
que donde haya error - ponga yo verdad;
que donde haya duda - ponga yo fe;
que donde haya desesperación - ponga yo esperanza;
que donde haya tinieblas - ponga yo luz;
que donde haya tristeza - ponga yo alegría.
Oh Maestro, que no busque tanto ser consolado . . . como consolar;
ser comprendido . . . como comprender;
ser amado . . . como amar.
Pues dando . . . se recibe;
olvidando . . . se encuentra;
perdonando . . . se es perdonado;
muriendo . . . se resucita a la vida eterna.
Amén.
(San Francisco de Asís)
Los Franciscanos en Belén:
Desde hace 6 siglos, los Franciscanos están junto al lugar que vio nacer a Nuestro Señor Jesucristo. Se puede vislumbrar ya cierta presencia en los primeros decenios del siglo XIII, pero su residencia se hace estable desde 1347. Es de interés notar que, entre las actividades de los Franciscanos en Belén durante los dos primeros siglos de su estancia, el recuerdo mejor documentado es el que se refiere a importantes restauraciones en la vieja Basílica de Justiniano: en 1393-1399, en 1438, en 1448-1452 y en 1479-1480. Ya desde los primeros tiempos de su instalación, los Franciscanos fundaron y organizaron un conjunto de prácticas devotas, en forma de estaciones paralitúrgicas para venerar las sagradas memorias que existían junto al lugar del nacimiento de Jesús. Una de las principales tareas de los Franciscanos en Belén consistió en los oficios litúrgicos regulares y corales, hasta el punto de que más de un peregrino los comparó a Canónigos de una Colegiata.
En viejos grabados e incluso en fotos del siglo XIX, el perfil del Convento franciscano de Belén tiene el aspecto de una fortaleza. Ludolfo de Sudheim, en el año 1340, escribió que la iglesia y convento de Belén están provistos de torres y defensas a modo de castillo. Según el Padre Francisco Suriano, Custodio de Tierra Santa entre 1493-1495 y 1512-1514, iglesia y convento están rodeados "de muros y antemuros, con algunos contrafuertes y torreones que fueron hechos por los Cristianos para defensa". La tan esmerada guía "Baedeker" de Siria y Palestina, en su edición francesa de 1882, pone aún de relieve que el bloque de Monasterios en torno a la Basílica de la Natividad semeja una verdadera y exacta fortaleza.
Los Franciscanos han tenido que defenderse de los asaltos de los ladrones del cercano desierto y de los malintencionados del lugar. En 1817, el Custodio Padre Salvador Antonio de Malta advierte a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide: "En el año 1811,al menos por dos veces, la familia de religiosos de Belén fue amenazada de muerte, habiéndose apoderado los Turcos de una parte del convento. Y habrían sido, en efecto, degollados, si no hubieran huido inmediatamente; luego 2 religiosos, a quienes les pareció bien permanecer con la ilusión de poder evitar el saqueo inminente, fueron forzados la noche siguiente a escalar los muros y a huir al a campo traviesa de peñascales y barrancos". Los gruesos muros del Convento han garantizado más veces asilo y protección incluso a la población civil del lugar.
Lo mismo que las celebraciones litúrgicas, las autoridades musulmanas competentes habían permitido a los franciscanos desde el principio la asistencia a los peregrinos. Por su parte, el Convento tan sólo podía disponer de algunos locales reservados expresamente para los peregrinos: esto está documentado, por ejemplo, hasta con un "plano" del mismo local, dibujado hacia 1596 por el Padre Bernardino Amico. En consecuencia, pocos huéspedes podían encontrar alojamiento allí sin dificultad. Se debe también tener presente que de ordinario la visita-peregrinación a Belén nunca ha requerido mucho tiempo; y cuando se intentaba pasar allí una noche, transcurría ésta en devociones personales, en participar en los oficios litúrgicos nocturnos y en las santas misas celebradas en la Gruta de la Natividad. Sólo después de mediado del siglo pasado las peregrinaciones individuales llegaron a ser cada vez más frecuentes y accedieron de nuevo las organizadas en grandes grupos y comitivas.
Como primera iniciativa, decidieron los frailes volver a arreglar los locales destinados a hospedar a los peregrinos. En torno al 1870 se remodeló y se reconstruyó en parte un ala entera del convento. Con todo, se demostró bastante pronto que la solución era inferior a las expectativas. En realidad, hasta 1908 no fue posible construir una "Casa Nova", que a los 70 años ha requerido una reedificación profunda. El nuevo edificio (se dijo) "deberá ser digno de la cercanía del más sagrado, insigne y antiguo monumento cristiano, y dejar un recuerdo imborrable (junto a la visión del admirable paisaje que llega hasta Jerusalén) en el peregrino que se ha alojado, aunque sea por breve tiempo, cerca de la cuna de Cristo". En 1986 fue bendecida e inaugurada la nueva "Casa Nova", con absoluta independencia del Convento: puede albergar hasta 129 peregrinos, y en el comedor hay cabida para casi el doble.
En la Belén del tardío medievo, el apostolado franciscano fue en gran parte de testimonio cristiano, sin acciones especiales al exterior. La pertinaz hostilidad del ambiente (oficial o privado) a la designación católica en particular, no permitía ninguna clase de actividad abierta que sonara a apostolado tal como se viene entendiendo normalmente. Con el tiempo se iba precisando mejor cada vez la acción protectora de Potencias Católicas sobre Franciscanos y otras personas relacionadas con ellos en Tierra Santa. A su vez los Concilios de Florencia (1438-1445) y de Trento (1545-1563), al haber asentado las bases de nuevas formas de apostolado, abrieron espacios de labor evangélica que antes podían parecer al menos no permisibles. Fue providencial la creación de la Sagrada Congregación de Propagación de la Fe en 1622, con la cual se precisó la exigencia incluso de una regular y continua documentación referente al apostolado en tierras no cristianas. Es de interés notar que fue precisamente la Sagrada Congregación de Propagación de la Fe la que reconoció oficial y jurídicamente la fundación de parroquias latinas en Tierra Santa y, en consecuencia, a los Franciscanos como párrocos de las mismas.
Y también desde este tiempo es posible proseguir la actividad pastoral, especialmente sobre la base de los registros parroquiales, con seguridad de datos y noticias pertinentes. Se ha publicado una significativa tabla con estadísticas sobre la parroquia de Belén desde 1664 a 1848. Entre 1545 y 1748 fueron emitidos no menos de 10 documentos por las autoridades turcas, que prohibían a cualquiera molestar a quien se hacía católico, con tal de que pagara el establecido tributo.
El hecho mismo de tantas intervenciones por parte de la autoridad turca demuestra suficientemente que la situación no fue nunca fácil para quien se declaraba o intentaba ser católico en Belén por aquellos tiempos. Aunque los malintencionados se habían ingeniado a lo largo de los siglos para hacer desaparecer la Parroquia Católica de Belén, esta consiguió igualmente sobrevivir, desarrollarse y hasta florecer incluso en la época turca, como puede demostrar la simple estadística, que en 1664 nos ofrece 128 fieles, mientras en 1909 alcanza los 5172 y en 1998 eran 4300.
El apostolado de los Franciscanos de Belén no se ha restringido tan sólo a los habitantes del lugar, sino que ha sabido extenderse a los pueblos vecinos, como Beit-Sahur y Beit-Yala. Por las relaciones enviadas a la Sagrada Congregación de Propagación de la Fe se llega a saber que en 1691 había en Beit-Sahur "20 casas católicas", y que en 1692 se contaban allí "60 almas" que recientemente habían abrazado el catolicismo. También en Beit-Yala, otra población cercana a Belén, el catolicismo cuenta con una historia muy semejante a la de Beit-Sahur. Ya antes de 1692 cobró vida el movimiento de conversiones. En 1713, los jefes de Beit-Yala se presentaron al Padre Guardián del Convento de Belén para manifestarle la disponibilidad de todo el pueblo de pasar al Catolicismo. Dada la delicada situación que presentaba tal propósito bajo todos los aspectos, el caso fue atentamente estudiado en Roma por la competente autoridad eclesiástica. Y aunque sobrevinieron luego "nuevas limitaciones" en materia de intenciones, como habían sido expresadas en un primer momento, sin embargo, a través de los Franciscanos, se pudieron obtener resultados muy positivos, tanto que en 1760 figura ya en Beit-Yala la Parroquia Católica de rito bizantino provista de un párroco propio, dependiente de la misma jerarquía eclesiástica. Actualmente en Beit-Sahur y en Beit-Yala, que ahora forman casi dos suburbios de Belén, la vida católica está plenamente desarrollada y organizada bajo la vigilante dirección de los respectivos párrocos de rito latino y de rito bizantino. Otras asociaciones católicas nacidas en la Parroquia son la Orden Franciscana Seglar (antigua), la Acción Católica nacida en 1958, la Legión de María y los Pequeños Cruzados.
Una de las más características y multiseculares actividades de los Franciscanos de Belén está representada por la escuela de muchachos, que es la más antigua de todas las fundadas por los Franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. La primera noticia se remonta a 1598. Se debe al peregrino holandés Jan van Kootwyck, el cual anota que en Belén todos conocen la lengua italiana, que ya desde niños la aprenden para poder en su momento, de adultos, servirse de ella actuando de guías e intérpretes para los peregrinos occidentales. Kootwyck precisa que los religiosos de aquel Convento se ocupan en instruir a los muchachos en las lenguas extranjeras, como está claramente demostrado por documentación de algún decenio posterior. Desde las primeras formas reducidas, se pasó poco a poco a una enseñanza cada vez mejor organizada y desarrollada, aunque sin pasar de un nivel elemental, hasta el punto de poderse adecuar a las necesidades de los tiempos y de las circunstancias. Sólo en los últimos 50 años se llegaron a añadir gradualmente las nuevas clases de estudios medios, inferiores y superiores, hasta conducir al alumno al umbral de los estudios universitarios. En lo relativo a los estudiantes, pueden bastar algunos datos fundamentales: en 1692 había alrededor de 50 alumnos, en 1848 ascendían a 90, en 1898 superaban los 300, en el curso escolar de 1989-1990 se contaban 736, y en 1999-2000 son 903. En un cierto momento hubo que pensar en un edificio exclusivo y autónomo que fuera únicamente destinado a escuela: lo que solo ha sido posible realizar plenamente durante los años 1961-1964. De hecho, el nuevo inmueble ha comenzado a funcionar al inicio del curso escolar 1964-1965.
Refiriéndonos siempre a Belén y al ámbito de la actividad escolar, en la primera mitad del siglo pasado los Franciscanos han fundado también una escuela para muchachas, encomendando la parte didáctica y disciplinar a personal femenino del lugar. Sin embargo, se vio muy pronto la oportunidad, por no decir la necesidad, de dirigirse a un Instituto Religioso femenino, precisamente a las Hermanas de San José, que pudiera asegurar mejor la acción didáctico-educativa, garantizando también su continuidad. Dicha escuela femenina, siempre dependiente de la Custodia de Tierra Santa y en la que siguen desarrollando su preciosa labor directiva, didáctica y educativa las Hermanas de San José, en el curso escolar 1999-2000 es frecuentada por 975 alumnas. Los Franciscanos, en materia de escuelas, han intentado contar en primer lugar con personal católico, del que son los principales responsables en el cargo; pero, al propio tiempo, no han descuidado acoger, en los límites de lo posible, incluso a los no-católicos y a los no-cristianos. A través de esta "apertura" son posibles contactos y diálogos con ambientes no exclusivamente familiares, que de ordinario no son fácilmente alcanzables por otras vías.
Junto a la actividad pastoral y la didáctica, cobró vida también la asistencia sanitaria, la cual sólo en el siglo pasado pudo desarrollarse y organizarse de modo más continuo y eficiente. Una documentación suficiente a este propósito, que va desde la mitad del siglo XIX hasta la I Guerra Mundial, nos permite afirmar que en el Convento de Belén funcionó una Farmacia. Ateniéndonos a un testimonio de los años de fin de siglo, se llega también a saber que estaba "bien provista de medicamentos para las necesidades de una multitud de enfermos, que cotidianamente recibían los tratamientos de un médico religioso y las correspondientes medicinas gratis". Habida cuenta del contexto y juzgando con parámetros actuales, se trataba más bien de un dispensario y de un servicio de urgencias con personal experto.
Bajo el gobierno inglés que sustituyó al turco, las farmacias en Palestina pudieron multiplicarse y cualificarse mejor; al mismo tiempo también el personal médico civil llegó a ser más numeroso y capacitado, por lo cual la actividad, en materia sanitaria, de los Franciscanos en Belén perdió la mayor parte de su importancia y de su razón de existir. Por eso, vista con realismo la nueva situación, se prefirió adoptar otras formas para ir al encuentro de los necesitados. De estas formas la asistencia que logró perfilarse mejor, tomó cuerpo con ocasión del Centenario Antoniano en 1931. Entonces el Párroco franciscano de aquel tiempo fundó la asociación "Juventud Antoniana" para mantener viva la devoción a San Antonio de Padua con el compromiso también de una vida más cristiana: devoción y compromiso cristiano, a su vez, que debía traducirse en obras concretas de caridad. Esta última finalidad se concretó en la apertura y subvención de un Asilo para personas ancianas que se encontraran en situaciones particularmente difíciles. La iniciativa pudo configurarse mejor cuando, en 1943, se compró con tal fin una casa en una zona agradable de Belén. Esta casa se amplió en 1946 y también más tarde, aportando siempre algunas mejoras. Ha sido posible realizarlo todo porque, bajo la dirección de los párrocos, dicha asociación parroquial se había dedicado a encontrar los medios necesarios para sostener la obra benéfica, cuya administración sostiene.
Nombre dado a varias sectas herejes que aparecieron en los siglos XIV y XV, principalmente en Italia. En su sentido filológico, Fraticelli es un diminutivo derivado del Italiano frate (plural, frati). Frati era la designación de los miembros de las Órdenes Mendicantes fundadas durante el siglo XIII, principalmente los Franciscanos o Frailes Menores. Etimológicamente el nombre Frailes Menores (Fratres Minores) es equivalente al diminutivo Fraticellus. El ideal del fundador de la Orden de los Frailes Menores, San Francisco, era que sus discípulos mediante la pobreza evangélica, la completa negación de sí mismos, y la humildad, guiaran al mundo de regreso a Cristo. Los italianos designaban como Fraticelli a todos los miembros religiosos, particularmente de las Órdenes mendicantes, y especialmente los solitarios, ya sea que observaran una regla definida o regularan sus propias vidas.
En este artículo, el nombre Fraticelli está restringido a las sectas heréticas separadas de la Orden de los Franciscanos por disputas concernientes a la pobreza. Los Apostólicos (Seudos Apóstoles o Hermanos Apostólicos) son excluidos de esta categoría, dado que la admisión a la Orden de San Francisco le fue expresamente negada a su fundador, Segarelli. No tenían conexión con los Minoritas, en general deseaban más bien exterminarlos. Es necesario, por lo tanto, diferenciar los diversos grupos de Fraticelli, aunque el término puede ser aplicado a todos ellos.
El origen de los Fraticelli y la causa de su crecimiento dentro y fuera de la Orden Franciscana debe ser visto dentro de la historia de los Espirituales. Es suficiente señalar aquí, que como consecuencia de los severos requerimientos de la Orden de San Francisco respecto a la práctica de la pobreza, sus seguidores se dividieron en dos ramas, los Zelanti o Espirituales, y los Relaxati, más tarde conocidos como Conventuales. Los Papas del siglo XIII intervinieron para traer armonía entre ambas facciones, y Gregorio IX, Inocente IV, y Nicolás III expusieron con autoridad en sus Bulas, explicaciones de los puntos en discusión. Pero las diferencias no fueron completamente resueltas, ni la unidad fue completamente restaurada entre los Espirituales y el cuerpo principal de la Orden, la Comunidad (Fratres de Communitate), (Hermanos de Comunidad).
En orden cronológico, aparece primero, el grupo fundado por el Hermano Angelo da Clareno (o de Cingoli). Angelo y varios Hermanos de la Marca de Ancona fueron condenados en 1278 a prisión perpetua, pero fueron liberados por el General de la Orden, Raimundo Gaufredi en 1289 y enviados a Armenia. Exiliados desde Armenia hacia el final de 1293, regresaron a Italia, donde en 1294 Celestino V, notorio por su ascetismo, pero cuyo pontificado duró escasamente 6 meses, voluntariamente les permitió vivir como ermitaños en la estricta observancia de la Regla de San Francisco. Tras la abdicación de Celestino V, su sucesor, Bonifacio VIII, revocó todas las concesiones de Celestino, por lo que emigraron hacia Grecia, donde algunos de ellos, atacaron la legitimidad de lo actuado por el Papa. Como el Papa, a través del Patriarca de Constantinopla, determinó que se tomaran activas medidas en contra de ellos, regresaron a Italia, donde su líder, Fray Liberatus, intentó una reivindicación de sus derechos, primero con Bonifacio VIII (que murió el 11 de octubre de 1303), y luego con Benedicto XI, quien también murió prematuramente (7 de julio de 1304). Mientras viajaba a encontrarse con Clemente V; Liberatus murió en Lyons en 1307, y Angelo da Clareno lo sucede como líder de la comunidad.
Permaneció en Italia Central hasta 1311, cuando viaja a Aviñón, donde es protegido por sus patronos, los Cardenales Giacomo Colonna y Napoleone Orsini. A comienzos de 1317 Juan XXII, conforme a un decreto de Bonifacio VIII, declara excomulgado a Angelo y lo pone bajo custodia. Se defiende hábilmente a sí mismo en su "Epístola Excusatoria" (“Carta de Disculpa”) donde se representa como un celoso franciscano, pero Juan XXII se rehúsa a admitir su disculpa, y Angelo se convierte en Ermita Celestino, y en el decreto "Sancta Romana et universalis ecclesia" (Santa Iglesia Romana y Universal de 1317), rehúsa autorizar a la Congregación, de la cual Angelo es cabeza. Angelo se somete temporariamente, pero en 1318 escapa a Italia Central, donde, actuando como General, se hace cargo de la Congregación disuelta por el Papa, designa Provinciales, Ministros y Custodios, establece nuevos Monasterios, y arrogándose toda autoridad, publica cartas pastorales, y recibe novicios; en una palabra, funda una Orden Franciscana independiente, los Fraticelli.
Sus adherentes se declaran a sí mismos los Frailes Menores originales. Niegan que Juan XXII sea realmente Papa, dado que derogó la Regla de San Francisco, la cual, de acuerdo a su doctrina, representa al Evangelio puro y simple. Sostienen que sus decretos son inválidos, todos los otros religiosos y prelados son condenados, y que el haber cometido pecado mortal priva a los sacerdotes de su dignidad y poder. Estos puntos de vista fueron dados a conocer durante los juicios a los que fueron sometidos por los inquisidores, los adherentes de Fray Angelo prisioneros, principalmente en 1334. Durante estos juicios y en numerosas Bulas Papales ellos son llamados, como regla, “Fraticelli seu fratres de paupere vitâ” (Fraticelli o Hermanos de vida pobre).
Como se deduce de las Bulas Papales, los seguidores de Angelo se establecen en Italia Central, o sea en las provincias de Roma, Umbría, y la Marca de Ancona, y también en el sur de Italia (Campana, Basilicata y Nápoles). Fray Angelo disfrutó de la protección del Abad de Subiaco, a pesar del hecho que Juan XXII en 1334 comisionó a los guardias de los claustros de Ara Coeli que detuvieran a Angelo “el hereje demente que se define a sí mismo como General de la secta condenada de los Fraticelli”. Igualmente infructuoso resultó un Edicto Papal para su encarcelamiento en noviembre de 1331, cuando escapó al sur de Italia. Murió el 15 de julio de 1337, y la Congregación, privada de su líder y duramente presionada por la Inquisición, se dividió en numerosos grupos, cada uno de los cuales sostenía su propia doctrina, aunque sea imposible determinar exactamente su origen. Debe recalcarse que desde la controversia respecto a la pobreza desde 1321, todos los Fraticelli mostraron una fuerte oposición al papado. Fue natural que hombres de su calibre y tendencias extremistas hayan caído en excesos; pero, cismáticos y herejes como eran, las caídas morales de los individuos no deben imputarse a todo el cuerpo, el cual de todos modos estaba laxamente organizado. Angelo da Clareno, a pesar de las circunstancias de su muerte, fue venerado como hacedor de milagros.
Teniendo en mente la historia primitiva de la secta, debemos buscar pistas de ésta en Italia Central, Umbría y la Marca de Ancona. Angelo fue altamente estimado por los Ermitaños Agustinos, con quiénes estaba en términos amigables, especialmente con Gentile da Foligno y Simone da Cassia, un escritor asceta de gran reputación. Tenía correspondencia con ambos, y Simone lamentó amargamente la muerte de Angelo y la pérdida de un amigo y consejero espiritual. Podemos asumir con seguridad, que los Fraticelli que Simone defendió exitosamente después contra los Dominicos en las cortes civiles de Florencia en 1355, donde se encontraba predicando, fueron adherentes de Clareno. Lo mismo sea probablemente cierto, también, de los Fraticelli en Toscana, quienes para la misma época fueron atacados en las cartas sensacionalistas, del inculto y poco habilidoso eremita Fray Giovanni dalle Celle. Las cartas fueron respondidas por los Fraticelli. Giovanni fue más lejos aun, y usó a Fray Angelo como un peón contra sus adversarios. Esto, más aún, los separó enteramente de la Iglesia de Roma. Adquirieron tal poder en Florencia que invitaron a los “teólogos” a debate público. Los “teólogos”, o sea el clero oficial, no respondieron. En octubre de 1378, los Priores de Florencia redactaron un estatuto contra los Fraticelli; en julio de 1381, el Consejo de la Ciudad de Florencia los condenó a abandonar la ciudad en 2 días o enfrentar al tribunal de la Inquisición. Sin embargo, eran tan respetados que, cuando su expatriación fue demandada por los magistrados de la ciudad ese mismo año, uno de los Cancilleres tomó una atrevida posición contra esta demanda.
De todos modos, Fray Michele Berti, de Calci cerca de Pisa, miembro de la rama de Ancona de los Fraticelli, después de predicar la Cuaresma a sus asociados de Florencia, fue arrestado el 20 de abril de 1389, cuando estaba por abandonar la ciudad, y fue condenado por el Arzobispo Franciscano de Florencia, Bartolomeo Oleari, a ser quemado en la hoguera. Murió cantando el Te Deum, mientras sus seguidores, tolerados por las autoridades, lo exhortaban a permanecer firme. Hasta el fin proclamó que Juan XXII se convirtió en un hereje por sus 4 decretos; que él y sus sucesores habían condenado al papado, y que ningún sacerdote que lo defendiera podía absolver en forma válida.
Tenemos evidencias indiscutidas que varios seguidores herejes de Clareno estaban en el territorio de Nápoles en 1362. Luis de Durazzo, sobrino de Roberto, Rey de Nápoles, mantuvo a un número de Fraticelli en el Hospital adjunto a su Castillo en el Monte Sant’ Angelo, y asistía a sus servicios. Estos Fraticelli estaban divididos en 3 sectas: aquellos que reconocían a Tommaso da Bojano, antes Obispo de Aquino; los seguidores del pretendido Ministro General, Bernardo de Sicilia; y aquellos que proclamaban a Angelo de Clareno como su fundador y reconocían solo a su sucesor como su General. Las 3 sectas estaban de acuerdo en sostener que el verdadero papado había cesado desde la llegada del hereje Juan XXII, pero los partidarios del Ministro General reconocían como legítimos, en caso de necesidad, al ministerio de los prelados que adherían al papado.
Los “Pobres Ermitaños” de Monte della Majella, cerca de Sulmona, eran también Fraticelli y adherentes de Angelo de Clareno, y en un momento tuvieron la protección del famoso Tribuno del pueblo, Cola di Rienzi (1349). Fanáticos como eran en el tema de la pobreza, ellos eran, de acuerdo con las antiguas costumbres, protegidos por los Monjes Celestinos en la proximidad de la Abadía del Santo Spirito. El origen de los ortodoxos Clareni, aprobados como verdaderos franciscanos por Sixto IV en 1474, es desconocido; tampoco es claro si fueron seguidores de Angelo que se mantuvieron apartados de la herejía, o, luego de caer en el error, se retractaron.
Desde el punto de vista cronológico, el segundo grupo en importancia de Fraticelli, fue el de los Espirituales, quienes huyeron de Toscana a Sicilia, denominados al principio como Hermanos Rebeldes y Apóstatas, y luego como los “Fraticelli de paupere vita” (Fraticelli de vida pobre). Es un error aplicarles el nombre de Beghards. Cuando, en 1309, las diferencias entre los Relaxati y los Espirituales alcanzaron un punto crítico, Clemente V citó a los representantes de ambas partes a presentarse frente a la Curia como forma de resolver sus disputas. El resultado de estas conferencias fue la Constitución “Exivi de Paradiso” (“Salí del Paraíso”), publicada en la sesión final del Concilio de Viena en 1312. Esta Constitución contiene una explicación de la Regla de San Francisco con líneas más estrictas que aquellas de la Bula “Exiit qui seminal” (“Salió el sembrador”) de Nicolás III de 1279, y da la razón a los Espirituales en varios temas.
Estos debates, provocaron, de todas maneras, que los superiores de los “Relaxati” tomaran enérgicas medidas contra los Zelanti. Hacia fines de 1312, un número de Espirituales toscanos, desertaron de sus monasterios y tomaron por la fuerza posesión de los Monasterios de Carmignano (cerca de Florencia), Arezzo y Anciano, poniendo en fuga a los “Relaxati”. Alrededor de 50, temiendo el castigo, huyeron a Sicilia. Clemente V, enterado de esta insurrección, comisionó al Arzobispo de Genoa y a otros 2 Obispos a forzarlos a volver a la obediencia bajo pena de excomunión. Como casi todos desobedecieron este mandato, el Prior de San Fidele de Siena, quien había sido comisionado a ejecutar la sentencia, los declaró excomulgados y clausuró todos sus Monasterios en mayo de 1314. Siendo también perseguidos por el Arzobispo de Florencia, los rebeldes hicieron una solemne protesta contra la violación de la regla por parte de la Comunidad o Conventuales. Como les fue imposible permanecer en Toscana, huyeron todos a Sicilia, donde se unieron a numerosos Zelanti del norte de Italia y del sur de Francia.
El Rey Federico de Sicilia, hermano del Rey Jaime II de Aragón, los admitió, luego que ellos sometieran sus estatutos a su inspección. Fray Enrico da Ceva fue ahora su nuevo líder. En enero de 1318, el Papa Juan XXII los excomulgó en la Bula “Gloriosam ecclesiam” (“Iglesia gloriosa”), especificando 5 errores, a saber: designaban a la Iglesia de Roma como carnal y corrupta, y a ellos mismos como espirituales; niegan a los sacerdotes de Roma todo poder y jurisdicción; prohíben tomar los votos, enseñan que los sacerdotes en estado de pecado no pueden otorgar los sacramentos; y sostienen que sólo ellos cumplen verdaderamente con el Evangelio.
Para esa época, adoptaron una vestimenta ajustada, corta y sucia como hábito religioso. Juan XXII en marzo de 1317, exhortó al Rey Federico a tomar severas medidas contra ellos. En una carta enviada por la misma fecha por los Cardenales de Aviñón a toda la jerarquía de Sicilia, se remarcó especialmente el hecho que los rebeldes fugitivos habían elegido un Superior General, Provinciales, y Guardianes. Desterrados de Sicilia, donde, de todos modos, algunos permanecieron hasta por lo menos el año 1328, se establecieron con seguridad en Nápoles. En agosto de 1322, Juan XXII proclamó un decreto general en su contra y luego de enviar al Rey Roberto en 1325, la Bula especialmente dirigida contra Ceva, demandó su arresto por parte del Rey Roberto, y de Carlos, el Duque de Calabria. El Papa debió repetir su amonestación en varias oportunidades (1327, 1330, 1331) contra los Fraticelli y renovó en 1329, la intimación de la Bula "Gloriosam Ecclesiam". Desde entonces, resulta difícil distinguir a los adherentes de Ceva de aquellos que corresponden a los siguientes grupos; se unieron a los Micaelitas y utilizaron los mismos métodos de ataque en contra del Papa. La acusación que algunos profesaron el Mahometismo puede estar basada en los hechos, considerando su situación y las circunstancias locales.
Los Micaelitas son el tercer grupo de los Fraticelli, cuyo nombre deriva de Miguel de Cesena, su mayor representante y líder natural. Se debe considerar la premisa que este nombre estuvo en boga durante el siglo XV, y el papel que se le designa ejerció gran influencia en asuntos de doctrina sobre los otros grupos ya desde 1329. Debe hacerse notar que poco después de este período se hace difícil diferenciar a estos grupos con algo de precisión. La controversia “teórica” sobre la pobreza, llevada adelante por la Orden Franciscana, o mejor, llevada adelante en contra de Juan XXII, dio lugar a la aparición de este grupo. Se la denomina “teórica” para distinguirla de la controversia “práctica” emprendida por los “Espirituales”, con relación a la práctica de la pobreza franciscana que ellos querían observar, mientras los líderes del presente conflicto fueron antiguos miembros de la facción de los Relaxati y enemigos declarados de los Espirituales (1309-22).
En 1321 el Inquisidor Dominico de Norbonne, Juan de Belna, declaró heréticas las enseñanzas de un Beghard, prisionero en la región, quien aseveraba que Cristo y los Apóstoles no poseían nada ni individualmente ni en común. El Lector franciscano, Bérenguer Talon, defendió al Beghard. Como se rehusó a retractarse y fue amenazado con el castigo por el Inquisidor, Bérenguer apeló al Papa. El asunto pronto derivó en una controversia general entre Dominicos y Franciscanos; entre éstos últimos, tanto los Relaxati como los Zelanti defendieron a Berenguer sobre la base de la Bula de Nicolás III “Exiit qui seminat”. En dicha Bula, Nicolás III defendió la pobreza de los Franciscanos, tanto individual como colectivamente, como equivalente a la de los Apóstoles, y por lo tanto habían transferido a la Iglesia Romana todas sus posesiones en tierras y casas, como ya había sido promulgado por Inocencio IV en 1245.
La prohibición de Nicolás III de discutir este punto fue revocada por Juan XXII en una nueva Bula, “Quia nonnunquam” (“Porque en algún lado”) de 1322. El 6 de marzo del mismo año Juan XXII sometió el asunto a un Consistorio. La Orden fue defendida vigorosamente por los Cardenales Vitalis du Tour y Bertrand de Turre (de la Tour), el Arzobispo Arnaldo Royardi de Salerno, y varios otros Obispos, todos Franciscanos; otros Cardenales se opusieron a sus puntos de vista, y el Papa se inclinó hacia la oposición. Requirió también la opinión de Ubertino de Casale, un renombrado líder de los “Espirituales”, quien, con una sutil distinción, declaró en 1322, que Cristo y los Apóstoles sí poseían propiedades, en tanto que ellos gobernaban la Iglesia, pero no como individuos o como ejemplos de perfección cristiana. Esta distinción, más sutil que real, pareció satisfactoria para ambos lados, cuando las provocativas medidas tomadas por el Capítulo de la Orden, destruyeron todos los propósitos de paz.
Fray Miguel de Cesena, General de la Orden Franciscana (elegido en 1316), un Conventual, como atestiguan varias medidas tomadas por él con la aprobación de Juan XXII, convocó a un Capítulo General para el 1 de junio de 1322, en Perugia. Anticipando, con el consejo de los Cardenales Franciscanos Vitalis y Bertrand, la decisión definitiva del Papa, el Capítulo se declaró solemnemente a favor de la “absoluta pobreza” de Cristo. Este pronunciamiento fue firmado por el General, Miguel de Cesena, los Ministros Provinciales del sur de Alemania, Inglaterra, Aquitania, norte de Francia, y otros, así como por varios renombrados escolásticos. El 11 de junio el Capítulo publicó solemnemente sus decretos a toda la Cristiandad. Indignado por estas declaraciones, Juan XXII, en la Bula “Ad conditorem canonum” (“De acuerdo a lo dispuesto por el fundador”), declaró que la Iglesia Romana renunciaba a todos sus reclamos sobre las propiedades muebles e inmuebles de la Orden Franciscana y se los restituía. Por lo tanto el Papa revocó la Bula “Exiit qui seminat” de Nicolás III dando por tierra con la pobreza que formaba la base de la Orden Franciscana. Es fácil comprender los efectos de esta decisión sobre los Franciscanos, particularmente los Zelanti. En nombre de la Orden, Fray Boncortese de Bérgamo, un abogado capaz, y por ese tiempo, amargo enemigo de los Zelanti, presentó una atrevida protesta contra esta Bula al Consistorio (14 de enero de 1323). Aunque el Papa revisó entonces el texto de la Bula y la re-promulgó bajo la fecha original, encarceló a Boncortese, y en la Bula “Cum inter nonnullos” (“Como entre todos”) de 1323 declaró hereje la aseveración que Cristo y los Apóstoles no poseían ninguna propiedad ya sea en forma separada o colectiva.
La controversia entre el Papa y la Orden pronto tomó un carácter político, siendo los Minoritas designados consejeros por Luis IV de Bavaria, Rey de Alemania, quien también se encontraba en conflicto con el Papa. Luego que Luis IV derrotó a su rival Federico, Duque de Austria, en la batalla de Mühldorf en 1322, y su invasión de Lombardía para proseguir la causa del Gibelino Visconti, Juan XXII ordenó que toda la cuestión del derecho al trono Germánico debía ser presentado frente al tribunal papal y, el 8 de octubre de 1323, comenzó el proceso canónico en contra de Luis. En la Apelación de Nuremberg, Luis, curiosamente, acusó al Papa de favoritismo hacia los Minoritas, aunque dicho documento nunca fue publicado. Pero en la Apelación de Sachsenhausen del mismo Rey Luis (22 mayo 1324), estaba llena de invectivas contra el “hereje que falsamente se designa a sí mismo como el Papa Juan XXII”, por soslayar la pobreza de Cristo. Esta famosa “Spiritualist excursus" (“Práctica espiritualista”) está estrechamente conectada con la Apelación de Bonagrazia, y con los escritos de Ubertino de Casale y de Pietro de Giovanni Olivi. Es cierto que se origina entre los Franciscanos, quienes bajo la protección del Rey, apuntan a Juan XXII y sus enseñanzas, aunque Luis IV negó posteriormente toda responsabilidad en la materia. El resultado fue la excomunión de Luis IV en 1324 y, en el decreto “Quia quorundam” (“Porque en algún lado"), Juan XXII prohibió toda contradicción o cuestionamiento de sus constituciones.
El Capítulo General de la Orden, reunido en Lyon, en mayo 1325 bajo la presidencia de Miguel de Cesena, prohíbe cualquier referencia irrespetuosa hacia el Papa. El 8 de junio de 1327, Miguel recibió instrucciones de presentarse él mismo en Avignon, mandato que obedeció. Como el Papa lo había reprobado bruscamente en público por su actuación en el Capítulo de Perugia de 1322, presentó una protesta en secreto y, temiendo el castigo, huyó, a pesar de las órdenes del Papa, hacia Aigues-Mortes y luego a Pisa, junto a Bonagrazia de Bérgamo y William de Occam. Mientras tanto, se suceden otros eventos de importancia.
Luis de Bavaria había entrado en Roma con un ejército germano, para felicidad de los Gibelinos. Lo acompañaban Ubertino de Casale, Juan de Jandum y Marsilius de Papua, autores de la “Defensor pacis” (“Defensor de la paz”), que declaraba que el Emperador y la Iglesia están en general por encima del Papa. Luis se proclamó solemnemente Emperador de Roma por Sciarra Colonna en enero de 1328, y el 12 de mayo nomina y es luego proclamado como Antipapa a Pietro Rainalducci de Corvara, un Franciscano, bajo el nombre de Nicolás V. Los 3 fugitivos franciscanos de Avignon se presentaron ante Luis y lo acompañaron a Bavaria, donde permanecieron hasta su muerte.
El Papa Juan XXII depuso a Miguel como General de la Orden en junio de 1328 y el 13 de junio designó al Franciscano Menor, Cardenal Bertrand de Turre como Vicario General de la Orden para presidir el Capitulo que se realizó en París en junio de 1329, al cual Miguel de Cesena vanamente intentó prevenir, y llevó a la elección de Fray Gerardo Adonis de Châteauroux de la provincia de Aquitania. Obediente a Juan XXII, indujo a la mayoría de la Orden a someterse a la Sede Apostólica. Miguel de Cesena y todos sus adherentes, los Micaelitas, fueron repudiados de la Orden. Al mismo tiempo, y por mandato de Juan XXII, se instituyeron actas papales contra ellos en todos lados. Los Micaelitas negaron el derecho de Juan al papado, y lo denunciaron tanto a él como a sus sucesores, como herejes. Esto demostró el carácter peligroso de la secta. En sus numerosas y apasionadas denuncias contra los Papas, especialmente contra Juan XXII, ellos siempre señalan para refutar, definiciones aisladas de Juan en sus Bulas. A la controversia respecto a la pobreza se agregó en 1333 la cuestión referente a la visión beatífica de los santos, respecto a la cual Juan XXII, contrariamente a la opinión general, y aun sin intentar definir la materia, había declarado que solo comenzaría en el juicio final.
Durante este período, el Antipapa Nicolás V, nombró 6 Cardenales, en 1238, entre ellos un Agustino y un Dominico, y entre septiembre de 1328 y diciembre de 1329, a otros 3 Cardenales; también entre los Obispos que consagró había miembros de las 2 órdenes arriba mencionadas. Luego del retorno de Luis IV a Bavaria, Nicolás V, privado de todo apoyo, se refugió en el condado de Donoratico. Finalmente, en su desolación, Nicolás apeló a Juan XXII, se postró a sus pies en Avignon, y se sometió a un confinamiento honorable en Avignon, donde permaneció hasta su muerte en octubre de 1333.
El Papa Juan inició mientras tanto, acciones contra Miguel y sus seguidores. De acuerdo a sus instrucciones a Aycardo, Arzobispo de Milán, las acciones contra Miguel fueron publicadas en varias localidades en junio de 1328. En septiembre de 1328, Juan XXII dirigió la encarcelación de Fray Azzolino, quien actuaba como Vicario de Miguel, y el 18 de agosto de 1331, el arresto de otro Vicario, Fray Thedino, quien representaba a Miguel en la Marca de Ancona. Prominentes entre los seguidores de Miguel están los más o menos numerosos Minoritas de los Monasterios de Todi y Amelia (contra los cuales se instituyeron procesos en 1329-30), en Cortona (1329) y Pisa (1330), donde, de todos modos, aparecieron abiertamente hasta en 1354, así como en Albigano y Savonna (1329-32).
En diciembre de 1328, Juan XXII graciosamente perdonó a Fray Minus, Provincial de Toscaza, mientras que el 2 de diciembre ordenó el juicio de Fray Humilis, Custodio de Umbría. Los decretos papales rebelan la presencia de Micaelitas en Inglaterra, Alemania, Carcassone, Portugal, España, Sicilia y Lombardía, Cerdeña, Armenia, y otros lugares.
Juan XXII y sus inmediatos sucesores también dictaron numerosos decretos contra los Fraticelli en la Marca de Ancona, donde los Obispos y Barones feudales menores, los defendieron exitosa y obstinadamente a pesar de las amenazas papales; también en Nápoles y Calabria, donde el Rey Roberto y la Reina Sanzia exhibieron especial veneración por San Francisco y sus humildes seguidores. En el Castillo Real, donde las capellanías eran realizadas por Franciscanos, residía Fray Felipe de Mayorca, hermano de la Reina. Este Felipe en 1328, solicitó a Juan XXII permiso para él y otros Franciscanos, para observar literalmente la regla de San Francisco, independientemente de los Superiores de la Orden; el Papa, por supuesto, se rehusó. En una carta fechada el 10 de agosto de 1333, el Papa fue obligado a presentar algunas dudas de la Reina respecto a la observancia de la “sagrada pobreza”, y el Rey aun escribió un tratado favoreciendo el punto de vista del Capítulo de Perugia de 1322. La condena papal de los Fraticelli, provocó, por lo tanto, escasos resultados en el Reino de Nápoles.
El 8 de julio de 1331, el Papa advirtió al Rey Roberto sobre no rechazar más los decretos papales contra Miguel de Cesena ni prevenir su publicación en el reino. Felipe de Mayorca, de todos modos, predicó abiertamente contra el Papa. Fue debido a la influencia de la familia real que Fray Andrea de Gagliano, un Capellán de la corte de Nápoles, fue acusado en el proceso instituido contra él en Avignon en 1338, debido a que continuaba sus conversaciones con Miguel de Cesena y con los 50 Micaelitas que residieron por algún tiempo bajo la protección del Rey en el Castillo de Lettere cercano a Castellamare, pero quien más tarde en 1235 se sometió humildemente a sus superiores legales.
En 1336, Fraticelli de “cortos ropajes” todavía ocupaban el Monasterio de Santa Clara de Nápoles, fundado por la Reina Sanzia, y estaban establecidos en otras partes del reino; se demandó su expulsión en junio de 1336 por Benedicto XII. En 1344, Clemente IV encontró necesario reiterar estos decretos anteriores. Entre 1363 y 1370 fue posible a los Franciscanos tomar al fin posesión de varios Monasterios en Calabria y Sicilia de los cuales los Fraticelli habían sido expulsados; pero Gregorio XI se quejaba en 1372 que “las cenizas y huesos de Fraticelli eran venerados como reliquias de santos en Sicilia, e incluso se erigían iglesias en su honor”.
De los registros de un proceso conducido en forma irregular contra los Fraticelli del Monasterio Franciscano de Tauris en 1334, que fue descrito por los Dominicos, aprendimos que ellos vituperaban abiertamente contra Juan XXII y sostenían los puntos de vista de Miguel de Cesena, aunque en su forma apocalíptica declaraban que la Orden de los Frailes Menores estaba dividida en tres partes, y que sólo serían salvados aquellos que viajaran hacia el Este, o sea, ellos mismos. Se desconoce si éstos eran idénticos a los Fraticelli de Armenia, Persia, y otras localidades orientales, donde todos los Obispos fueron comisionados por Clemente VI a perseguirlos.
Durante largo tiempo la secta prosperó extremadamente en el Ducado de Spoleto, gracias a la continua agitación política. En un proceso instituído contra un grupo particular de Fraticelli de Umbria en 1360, se nos informa que Fray Francisco Niccolò de Perugia fue su fundador. Ellos pretendían observar la Regla de San Agustín, pero eran fanáticos en la cuestión de la pobreza y miraban a todos los prelados como culpables de simonía. La salvación sólo se encontraba en su Orden, supuestamente perfecto. Imitaban a los Fraticelli sicilianos en sus doctrinas y métodos de instrucción. Existe aun una interesante carta donde los Fraticelli de Campagna escriben a los magistrados de Narni cuando tienen referencias que uno de sus miembros (Fray Estéfano) ha sido cruelmente encarcelado por la Inquisición de la ciudad 15 años antes. En dicha carta, ellos solicitan que los magistrados lo liberen de acuerdo al ejemplo de las ciudades de “Todi, Perugia, Asís y Pisa”.
Los Fraticelli gozaban de una completa libertad en Perugia. Vivían donde mejor les convenía, principalmente en las casas de campo de los ricos. Se volvieron tan atrevidos, como para insultar públicamente a los Minoritas (Conventuales) en el Monasterio de San Francisco del Prado. Parece que estos Fraticelli eligieron su propio Papa, Obispos y Generales, y que se dividieron en varias facciones. Los Conventuales, como medio de defensa, llamaron a Fray Paoluccio de Trinci, el fundador de los Observantes, y le cedieron el pequeño Monasterio de Monte Ripido cercano a la ciudad (1374). Fray Paoluccio fue exitoso en sus disputas contra los Fraticelli, y cuando se los expuso claramente como herejes, la gente los echó fuera de la ciudad. Debe hacerse notar que estos Fraticelli, y probablemente otros en ese período, eran designados como “Fraticelli della opinione” (Fraticelli de la opinión), quizás con relación a su opinión que el Papado Romano había dejado de existir con Juan XXII (1323) o Celestino V, y que solo ellos constituían la verdadera Iglesia.
Para la misma época, Fray Vitale de Francia y Fray Pedro de Florencia ejercían una especie de Generalato sobre los Fraticelli. Recibían protección y hospitalidad de las familias ricas e influyentes de Apulia, en los alrededores de Roma, y en la Marca. Uno de sus protectores fue el Caballero Andreuccio de Palumbario, quien les dio protección en su castillo cerca de Rieti, por lo que fue severamante amonestado por Urbano VI en 1388. El Abad Benedictino de Farfa fue reprendido por una falta similar. En 1394, Bonifacio IX facultó a los Minoritas de Terra di Lavoro a tomar posesión de los monasterios abandonados por los Fraticelli. Martín V concedió los mismos derechos a los Franciscanos de la Provincia de Roma en 1418 y, en 1426, les transfirió como una regalía especial el Monasterio de Palestrina, que había sido fuertemente defendido por los Fraticelli. El mismo año, Martín V nombró a San Juan de Capistrano y a San Jaime de la Marca como Inquisidores Generales para tomar acciones en contra de los Fraticelli.
Estos promotores del orden entre los Franciscanos, cumplieron estricta y enérgicamente sus deberes en este oficio y tuvieron éxito en golpear los centros vitales de la secta. En 1415 la ciudad de Florencia formalmente desterró a los “Fraticelli de vida pobre, los seguidores de Miguel de Cesena de infame memoria”, y en Lucca, 5 Fraticelli solemnemente abjuraron de sus errores en un juicio en 1411. Martín V ordenó también a los Obispos de Porto y Alba a tomar medidas contra los Fraticelli “en la provincia de Roma, la Marca de Ancona, el Ducado de Spoleto y otras localidades” en 1427. El 27 de enero del mismo año, Martín V había permitido a los Observantes de Ancona ocupar el Monasterio de las Fraticelli en Castro l’Ermita como primer paso en la campaña contra los Fraticelli de esa vecindad.
En 1428, comisionó al Obispo de Ancona a imponer sus reglas estrictamente en Maiolati, poner a todos los sospechosos en el potro, destruir su villa, separar a los niños de los padres herejes, y dispersar a la población adulta. Una carta que circuló, de los Fraticelli dirigida a toda la Cristiandad, probó ser ineficaz, y su condena fue sellada. Juan de Capistrano y San Jaime de la Marca quemaron 36 de estos establecimientos o dispersaron a los miembros, y un número de ellos fue quemado en estacas en Florencia y Fabriano, en este último lugar en presencia del Papa.
San Jaime de la Marca, comisionado por Nicolás V a proceder contra ellos en 1449, escribió el famoso “Dialogus contra Fraticellos” (Diálogo contra los Fraticelli), que publicó primero en 1452, haciéndole algunas adiciones luego. De acuerdo con ello los principales establecimientos de los Fraticelli estaban situados en el valle de Jesi, en Maiolati, Pogio, Cupo, Massaccia y Mergo. Constituyeron también obispados en otros distritos donde contaron con un número suficiente de adeptos. Realizaron frecuentes viajes con propósitos de propaganda, especialmente a Toscana. Algunos se vestían en parte como Minoritas, algunos como eremitas, frecuentemente disfrazándose como forma de protegerse. Su doctrina era un resumen de sus errores sectarios primitivos: toda la Iglesia Romana había desertado de la verdadera Fe desde los tiempos de Juan XXII (1323); sólo ellos constituían la verdadera Iglesia y retenían los sacramentos y el sacerdocio.
Una forma de Fraticelli fue también representada por Felipe de Berbegni, un Observante fanático y excéntrico de España, quien trató de establecer una sociedad estricta de la Capuciola, pero encontró una vigorosa oposición en Juan de Capistrano, quien escribió una disertación contra él. Sólo una vez más se tomaron medidas contra los Fraticelli, hasta donde se conoce, en 1466, cuando un número de Fraticelli de Poli, cerca de Palestrina y Maiolati fueron capturados en Asís durante la celebración de la Porciúncula. Fueron hechos prisioneros en el Castillo de Sant’Angelo y se instituyeron procesos contra ellos. Su protector en Poli, el Conde Stéfano de’Conti, fue hecho prisionero, pero ellos también recibieron la protección de la familia Colonna de Palestrina. La tradición también menciona que los Fraticelli establecieron muchas otras colonias y que tuvieron un centro importante en Grecia, de donde enviaron emisarios y buscaron refugio de las agresivas medidas de San Jaime de la Marca. Generalmente llevaban a cabo sus reuniones por la noche en casa privadas y se dice que la mitad de los habitantes de Poli se encontraban entre sus adherentes. La acusación de que sus servicios religiosos eran profanados por prácticas inmorales no pudo ser probado. De acuerdo con su doctrina, como está contenido en los “Dialogus”, los sacerdotes inmorales sufren la pérdida de sus poderes de orden y jurisdicción. Tenían también su propio Obispo, llamado Nicolás.
Durante este período se publicaron numerosos panfletos controvirtiendo los errores de los Fraticelli. Mientras se sostenía la campaña en Roma, se conoció información sobre otra secta similar a los Fraticelli, que se descubrió en Alemania; pero aunque estos visionarios, guiados por los Hermanos Johann y Livin de Wirsberg, encontraron adherentes entre los Mendicantes de Bohemia y Franconia, no pueden ser considerados como Fraticelli. A pesar de todas las persecuciones, sobrevivieron remanentes de los Fraticelli originales, pero su fortaleza estaba paralizada y no constituían por lo tanto un serio peligro para la Iglesia de Roma. El croquis precedente prueba en forma suficiente que estos herejes no eran miembros de la Orden de San Francisco, sino más bien ellos habían sido expulsados de la Orden y de la Iglesia. La Orden en sí, y la gran mayoría de sus miembros, permaneció fiel a la Iglesia a pesar que muchos de sus más prominentes monjes y aun secciones enteras se apartaron de ella.
Raíces de las
divisiones en la Orden Franciscana:
Desde
los comienzos de la Orden de los Hermanos Menores, una parte de sus miembros
quiso seguir un camino de arenas movedizas, que sólo sirvió para crear malestar
y divisiones. En la base de todo estaban los siguientes errores:
1) La mitificación
de San Francisco, como modelo a imitar a la letra, más que en el espíritu.
2) La sustitución
del "seguimiento" de Cristo por la "conformidad" con él,
haciendo del ideal una utopía inalcanzable. Frente al realismo de los expertos,
del Cardenal Hugolino y de los Capítulos Generales, la Regla se convierte en
algo inmutable e infalible, como el Evangelio.
3) La tenaz
resistencia a las interpretaciones pontificias de la Regla, ignorando que al
principio y al final de la misma se habla de la obediencia y sumisión al Papa.
4) Visión de la
pobreza no ya como medio de perfección, sino como un fin en sí mismo, por
encima de la caridad, de la humildad y la obediencia, que son la verdadera
pobreza de espíritu: "aunque repartiese mis bienes a los pobres, si no
tengo amor, no soy nada" (1Cor 13).
5) La convicción de
poder desobedecer en vista de lo que se considera un bien mejor: "Hay
religiosos que, con el pretexto de ver cosas mejores de las que mandan los
Superiores, miran atrás y vuelven al vómito de la propia voluntad" (San Francisco).
6) La intransigencia
frente a los que siguen caminos distintos o menos rígidos, de acuerdo con las
libertades de interpretación y adaptación previstas por la misma Regla.
Los frailes
"celantes" o "espirituales"
Las primeras dudas sobre la interpretación de la Regla surgieron ya en 1230, lo que obligó al Papa Gregorio IX (ex Cardenal Hugolino) a aclarar algunos puntos sobre ella en su bula "Quo elongati" en octubre de 1230. Otras dos declaraciones papales ("Quanto studiosus" de 1245 y "Ordinem vestrum" de 1247) no bastaron para frenar el fanatismo de algunos y el vagabundeo de falsos minoritas y minorisas. Unos estatutos de 1240 sobre la autoridad de Capítulo marcan el origen de la clericalización de la Orden. Algunos los rechazan con la excusa de vivir más espiritualmente y vagan de un lado para otro haciendo prosélitos, con "capas cortas hasta las nalgas". Son los "Celantes" de las Marcas, acallados por el Ministro Crescencio de Jesi, que mereció por ello ser elegido Ministro General.
A las ideas anteriormente expuestas se añaden las profecías apocalípticas del Abad Joaquín de Fiore, que alientan la espera de una "era del Espíritu", con una Iglesia inmaculada y pobre, con Órdenes renovadas como los franciscanos y dominicos, con peligrosas ideas políticas, teológicas y sociales que preocupaban a la Curia de Roma. Joaquín era incluso el General de la Orden, depuesto por el Papa por dicho motivo. Entre los años 1257 y 1274, San Buenaventura supo combinar sabiamente virtud y prudencia. En su primera circular, denuncia los abusos, pero evita polémicas y da buenas normas. Denuncia a los soberbios pero anima al estudio, y pone en orden los estatutos reuniéndolos en las Constituciones de Narbona en 1260. "La santidad verdadera (decía) no consiste en ejercicios corporales, sino en las virtudes de la mente". Murió siendo Cardenal, durante el Concilio de Lyon, en 1274.
El Concilio de Lyón suprimió las Órdenes Mendicantes, pero respetó a franciscanos y dominicos, por su utilidad a la Iglesia. Al General Jerónimo de Áscoli se le concedió la facultad de poder vender cualquier bien que les ofrecieran, sin necesidad de recurrir a la Curia. Se corrió entonces la voz de que iban a obligar a los Menores a poseer en común y eso dio origen a la guerra de la pobreza. Las declaraciones de Nicolás III ("Exiit qui seminat", 14-8-1279) y de Martin IV ("Exultantes", 18-1-1283) no lograron calmar el celo de algunos. Así nació el partido de los "Espirituales".
Los Espirituales, como la mayoría de los Menores en aquella época, eran del parecer que el Papa no puede dispensar el voto de pobreza, porque la Regla equivale al Evangelio. Sintiéndose perseguidos, recurrieron a Celestino V en 1294, que les permitió separarse de la Orden, como "Pobres Ermitaños de Messer Celestino". El Papa Bonifacio VIII (1294-1303) los dispersó. En el débil Clemente V (1305-1314) encontraron nuevo vigor. Juan XXII (1316-1334), más enérgico, condenó y persiguió todo tipo de oposición. Fray Ángel Clareno tuvo que refugiarse en los montes y observar la Regla franciscana bajo el sayo benedictino.
Una declaración papal sobre la Regla concluye diciendo: "Grande es la pobreza, pero mayor es la integridad. Lo máximo es el bien de la obediencia". Entonces los "Frailes Menores llamados Espirituales" llevaron el problema al campo teórico, con un silogismo peligroso: “Cristo y los apóstoles buscaban la perfección y, por tanto, no poseyeron nada, ni en común ni en privado”.
Fue el momento más difícil para una Orden acostumbrada a tener siempre a la Iglesia de su parte. Los frailes habían apelado contra la condena de un beguino por sus ideas sobre la pobreza de Cristo y de los apóstoles. Entonces el Papa encargó al Ministro General Miguel de Cesena (1316-1328) que estudiaran el tema en el Capítulo de Perusa en 1322; pero la asamblea redactó una declaración dirigida a todos los fieles cristianos y otra para el Papa, afirmando que la proposición sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles no era herética, sino conforme a la sana doctrina católica y de la Iglesia romana.
El Papa respondió con la Bula "Ad conditorem", declarando que la perfección evangélica consiste básicamente en la caridad, y que de nada sirve renunciar a los bienes materiales, si se mantiene la preocupación por ellos. También añadía que los Menores, rechazando la propiedad, están sujetos a la codicia más que los demás mendicantes, y que la fingida renuncia los llevaba a "gloriarse con petulancia de su altísima pobreza". Por tanto, puesto que el uso de hecho, separado de la propiedad, era algo que repugnaba al derecho y a la razón, Juan XXII renunciaba a la propiedad de los bienes de la Orden y suprimía a los Procuradores o administradores seglares. La Orden, con el General al frente, y con la ayuda del hábil y dialéctico Bonagracia de Bérgamo, trató de hacer cambiar de opinión al Papa y acabó por declararlo hereje, movilizando a sus mejores cerebros para defender su preciada tesis. El conflicto se agravó cuando el Emperador Luis de Baviera tomó bajo su protección a los Menores. El Papa ordenó a las Universidades que se enseñase la doctrina promulgada por él, acerca de la pobreza.
La Orden se puso en rebeldía. Miguel de Cesena, convocado a Aviñón, se encaró con el Pontífice, y éste dio orden al Capítulo General de Bolonia en 1328 de elegir un nuevo General. Pero el Capítulo reeligió al mismo. Entonces Miguel de Cesena huyó con Bonagracia a donde el Emperador, acusando al Papa de simonía y herejía e invalidando su elección. Luis bajó a Roma y se hizo coronar Emperador, promoviendo la elección de un Antipapa, el Franciscano Fray Pedro de Corvara, con el nombre de Nicolás V.
El General y los principales cabecillas fueron excomulgados por el Papa, que puso al frente de la Orden, como Vicario, al Cardenal Bertrand de la Tour, uno de los pocos doctos de la Orden partidarios de Juan XXII. El Capítulo de París, con escasa asistencia, eligió General a Fray Gerardo Eudes, más amigo del Pontífice que del ideal franciscano. Siguió un fuerte debate literario, en el que se distinguió Guillermo de Ockham con sus ideas subversivas sobre la potestad del Papa.
Habían transcurrido apenas 100 años desde la muerte y canonización de San Francisco, y algunos frailes ya no recordaban que, al final de la Regla, él había escrito: "los frailes sean siempre súbditos y estén siempre sujetos a los pies de la Iglesia Romana".
Los Espirituales fueron silenciados, bajo pena de cárcel, precisamente en virtud del Testamento de San Francisco, al que ellos daban valor jurídico. Otros se dispersaron. Los llamados "Fraticelli de opinione" cayeron en la herejía y se dedicaron a combatir al Papa legítimo, a la espera de un Papa angélico. Los últimos brotes fueron erradicados por el observante San Jaime de la Marca, en pleno siglo XV.
Papa Inocencio III
Fue el encuentro más extraordinario habido entre dos hombres desde que Jesús se halló en presencia de Pilato en el Pretorio. Uno, revestido de galas regias y sentado en el trono de púrpura, era el hombre más poderoso del mundo; el otro, de 27 años de edad, arrodillado ante él, vestido con andrajos de mendigo, se había impuesto la misión de ser el más pobre. Era el verano de 1209. Por fin, el Papa Inocencio III había consentido en ver a este pequeño hombre desgreñado que tenía reputación de santo. El demacrado solicitante tenía el pelo oscuro y las cejas igualadas, sus dientes eran blancos, las orejas diminutas. Su barba era rala y dispersa. Sus crispados ojos negros centelleaban, su voz era grave y melodiosa, e irradiaba una singular alegría. Era un poeta, decía la gente. Aludía al hermano Sol y al hermano viento. La Luna, agua, la tierra, incluso la muerte eran sus hermanas. Tenía fama de predicar a los pájaros y a los animales salvajes, y le escuchaban. Su gran amor era la pobreza, a la que tildaba de ser la más rica y generosa dama del mundo.
La razón por la que concedió audiencia a San Francisco se debió únicamente a la persuasión ejercida sobre él por Ugolino, Cardenal de Ostia. Ugolino, futuro Gregorio IX, tampoco entendía a Francisco, pero creía que tenía algo que ofrecer a la Iglesia. Nunca llegaría a entenderle, ni siquiera cuando le canonizó, con reservas mentales, en 1228. La entrevista con Inocencio III fue breve. El Papa ni aprobó ni desaprobó a Francisco y su amor a la pobreza. Tenía otras cosas más importantes en mente. Por ejemplo, regir el mundo. El Cardenal Lotario había sido elegido por unanimidad el 8 de enero de 1198. Inocencio, como el niño Papa Benedicto IX, pertenecía a la familia de los Alberico de Tusculum, la cual sería recordada por haber, proporcionado 13 Papas, 3 Antipapas y 40 cardenales.
A sus 38 años, Inocencio era el miembro más joven del Colegio Cardenalicio. Era bajo de estatura, rechoncho, apuesto, elocuente, con unos ojos de un gris acerado y barbilla maciza. Había realizado sus estudios en las conspicuas Universidades de París y de Bolonia. De temperamento ardoroso, con la grandeza como algo consustancial en él, había nacido para regir a toda costa. Tras su consagración en San Pedro, Inocencio fue coronado sobre una plataforma al aire libre. El Cardenal Arcediano le sacó la mitra y sustituyó por el principesco Regnum. Creado en su origen con plumas blancas de pavo real, en aquel momento era una enjoyada diadema presidida por un carbúnculo.
“Acepta esta tiara -recitó el Arcediano, en un ritual que hubiese sorprendido a San Pedro- y ten presente que eres padre de príncipes, reyes, gobernador del mundo, el Vicario de Nuestro Salvador Jesucristo sobre la tierra, cuyo honor y gloria perseverarán a través de la eternidad”. Con sus atavíos relucientes de oro y pedrerías, Inocencio cabalgó sobre un corcel blanco recubierto de gualdrapas escarlata y participó en la cabalgata que recorrió la ciudad engalanada a lo largo de la Vía Papae. En su itinerario pasó bajo los antiguos arcos imperiales.
Ante la Torre de Esteban Petri, un viejo rabino, con los hombros cubiertos con pergaminos del Pentateuco, se adelantó en señal de acatamiento. “Conocemos -declaró oficialmente Inocencio- la Ley, pero condenamos los fundamentos del judaísmo, puesto que la Ley ya ha sido realizada por Cristo, al que el ciego pueblo de Judá todavía espera como su Mesías”. Inclinando la cabeza, el rabino agradeció al Pontífice la afabilidad de sus palabras y se retiró antes de que pudiesen apelarle. La procesión fue desfilando a través del Foro. La Roma que había heredado Inocencio era un erial circundado por la muralla aureliana, cuyas fisuras se hallaban cubiertas de musgo. El Pontífice decidió limpiar el Foro y levantar en dicho lugar, para disfrute de su familia, la Torre dei Conti, que dominará toda la ciudad. Pasando junto a amontonamientos de escombros de templos, baños y derruidos acueductos, Inocencio fue orillando el Coliseo de camino a Letrán.
En Letrán le prestó juramento de obediencia el Senado Romano; prelados y príncipes le besaron los pies y, a continuación, después de distribuir dádivas entre los miserables y los que no lo eran tanto, invitó a la nobleza a un banquete. El Pontífice se situó en un rincón, tal como exigía su dignidad. El servicio de mesa era suntuoso. El Príncipe Decano presente le sirvió la primera vianda antes de tomar asiento junto a los Cardenales. Inocencio nunca tuvo gran apetito; nunca disfrutó de buena salud. Físicamente endeble, tenía una voluntad de hierro como ningún otro Pontífice.
Cuando llegó al solio pontificio, el papado era virtualmente impotente en Roma. Su primer propósito, como el de muchos Papas antes y después de él, fue el de restablecer sus dominios temporales. No tardaría mucho en convertir a Roma en un Estado teocrático. Un espíritu crítico en el Senado se lamentaba: “Ha desplumado a Roma como un halcón a una gallina”. A los dos años, él, no el Emperador, se erigió en señor de Roma e Italia. No es que todo fuera según sus deseos. A principios de mayo de 1203, a causa de un fugaz alzamiento de los ciudadanos de Roma, se vio obligado a escapar a Palestina. Un año después, se sintió demasiado dolido para reconvenir a los caballeros de la IV Cruzada que habían incurrido en el más bárbaro de los crímenes medievales: el saqueo de Constantinopla. En la antigua gran Catedral de Santa Sofía fueron violadas las tumbas de los Emperadores, robadas las reliquias, ultrajadas y asesinadas las mujeres, incluyendo las monjas. La más prestigiosa ciudad del mundo fue asolada por soldados católicos, que daban por supuesto que los cismáticos carecían de derechos en este o en el otro mundo. Este primer gran ejemplo de vandalismo dentro de la Cristiandad nunca fue olvidado por los griegos. Para complicar más las cosas, Inocencio nombró Patriarca latino de Bizancio a un veneciano.
Al cabo de dos años, Inocencio hizo la paz con la ciudad de Roma y volvió a tomar las riendas. El exilio había acrecentado su sed de dominio. A los Papas primitivos no les disgustaba ser llamados “Vicarios de San Pedro”. Él rechazó el título. “Somos los sucesores de Pedro, pero no su vicario; tampoco lo somos de ningún hombre o apóstol. Somos el Vicario de Jesucristo ante el cual todo el mundo debe inclinarse”. La Iglesia, dijo, es el alma, el Imperio sólo es el cuerpo del mundo. La Iglesia es el Sol, el Imperio la Luna exánime que refleja la luz del gran orbe, la Iglesia de Cristo".
Eligió como Emperador a Otón IV porque éste prometió cumplir todo lo que le dijera el Papa. Otón fue el primer “Rey de los romanos” que fue llamado “electo por la gracia de Dios y su Pontífice”. Al cabo de un año, Otón se rebeló, aduciendo con toda la razón que su promesa carecía de base legal. Inocencio le excomulgó y eligió a otro. También coronaría a Pedro de Aragón y al Rey de Inglaterra. Ni siquiera Gregorio VII había sido capaz de meter en cintura al Rey inglés. Guillermo el Conquistador rehusó ser su feudatario, diciendo: “Debo mi reino a Dios y a mi espada”. Juan, que fue coronado a la muerte de Ricardo Corazón de León en 1199, era de diferente opinión.
Juan Sin Tierra, que apenas medía 1,60 metros de altura, era, con palabras de un cronista, ”un Rey bribón”. Mimado de niño, fue desarrollándose con talante tosco, antojadizo e impredecible. Tenía los ojos sesgados como un oriental y un rostro de aspecto zorruno invariablemente lívido. Sólo en cuestiones de higiene personal se hallaba al margen de todo reproche; tenía fama de bañarse 8 veces al año. Su espíritu desequilibrado se hizo patente durante su coronación. En contra del protocolo, rehusó comulgar. En los momentos de mayor solemnidad, comenzaba a contar chistes salaces, riéndose con su ruidosa risa cloqueante. Su menosprecio hacia la Iglesia se había plasmado 10 años antes cuando se casó con su prima Isabel de Gloucester sin dispensa. Al año de ser Rey, se encaprichó de la joven, hermosa y ya prometida, Isabel de Angulema. Tras decretar su propia nulidad, se desposó con esta segunda Isabel convirtiéndola en Reina. Cuando Inocencio manifestó su desagrado, Juan expió su falta enviando un millar de hombres a las Cruzadas y construyendo una Abadía cisterciense con dinero robado. Tácitamente, Inocencio consintió estas segundas nupcias. Finalmente, el Papa rompió con Juan por el polémico segundo matrimonio. El Rey se estaba entrometiendo en las libertades de la Iglesia, un modo de decir que estaba recabando impuestos del clero para sufragar sus campañas militares en Francia.
Cuando Juan propuso su propio candidato para la sede de Canterbury, colmó la paciencia del Papa. Este propuso a Stephen Langton, al que Juan se negó a reconocer. Inocencio le dio 3 meses de tiempo para reconsiderar su negativa, de lo contrario caería sobre él todo el peso del derecho canónico. Lejos de someterse, Juan expulsó a los monjes de Canterbury de su reino. Todos, excepto un Obispo, se pusieron de parte de Inocencio y fueron desterrados. Comenzaba una querella entre el Rey y el Papa que duraría 7 años. Inocencio demostró lo despiadado que podía ser al lanzar un interdicto contra toda Inglaterra. Fue un castigo de una severidad increíble. Ya lo había puesto en práctica con respecto a Francia, a la que había puesto bajo interdicto durante 8 meses al poco de ser elegido.
Juan juró por Dios que si algún Obispo difundía el interdicto en Inglaterra enviaría todo el clero a presencia del Papa con los ojos arrancados y las narices cortadas. Cuando el interdicto fue hecho público el Domingo de Ramos de 1208, la primera reacción de Juan fue confiscar las propiedades de la Iglesia con ayuda de sus avariciosos Barones. Él, la supuesta víctima, se lo tomó con enorme júbilo. Recaudó tributos del clero y no remitió nada a Roma. Su jugarreta preferida era efectuar incursiones nocturnas a las rectorías y llevarse del domicilio a las esposas no canónicas (las focariae o compañeras del hogar), sacándolas de la cama del ecónomo. Si estos caballeros tonsurados querían recuperar a sus mujeres, se veían obligados a pagar un considerable rescate. Esta práctica difería muy poco de las bromas del alguacil eclesiástico, el funcionario más detestado. Cuando capturaba a la amante de algún cura (y el éxito de sus pesquisas alcanzaba un índice extraordinariamente elevado), imponía un “rédito de pecado” de dos libras al año.
Casi toda Inglaterra sufrió. Tanto los niños como los adultos fueron sus víctimas. La religión, solaz y festejo de las gentes, fue proscripta. Las iglesias, únicos lugares de reunión, fueron cerradas a cal y canto para todos, salvo para los murciélagos de las torres y los halcones peregrinos que anidaban por los campanarios. El más hermoso sonido de toda Inglaterra, el de las campanas, fue silenciado por la censura. No hubo más repiqueteos por ciudades y campiñas de esta isla resonante, convocando a entierros o al Ángelus, no más broncínea aunque sutil música desde los campaniles que anegaba los chillidos de las gaviotas y el graznar de los córvidos y perforaba, según creencia popular, la pujanza opresiva de la cerrazón. Por lo demás, Inglaterra se convirtió en tierra de paganos.
Con 8.000 catedrales e iglesias parroquiales cerradas, miles de eclesiásticos y clérigos menores quedaron sin empleo. No se celebraron oficios para Navidad y Pascua Florida, ni siquiera se dijeron misas en conventos o monasterios, no se distribuyó la eucaristía, no se celebraron matrimonios, ni se emitieron sermones, ni se procedió a la instrucción pastoral; cesaron las procesiones, no hubo peregrinajes a santuarios como Ely, Walsingham o Canterbury, ni se oyó el solfeo en los recintos parroquiales. Los muertos eran amortajados y enterrados como perros.
Pasaron inviernos y veranos sin una sola celebración. Este prolongado Viernes Santo impuesto por el Papa a Inglaterra duraría 6 años, 3 meses y 14 días. En octubre de 1209, al interdicto siguió la excomunión del Rey. Tres años después, el Papa depuso a Juan y sugirió a Felipe Augusto de Francia que se preparase para expulsarle y apoderarse del trono de Inglaterra. Quienquiera que obedeciese al Papa, tenía, prometidas las mismas indulgencias que los Cruzados.
A partir de aquel momento, Inglaterra pensó en librarse del tirano. Dormía a su antojo con la esposa de cualquier hombre. Arrancaba, uno a uno, los dientes de los judíos ricos que no entregaban el dinero. Tomaba rehenes y, cuando se produjo una subversión en el País de Gales, ahorcó a 28 muchachos, hijos de cabecillas galeses, en el Castillo de Nottingham, el verano de 1212. Mientras Felipe Augusto preparaba su ejército en la desembocadura del Sena, Juan jugó su mejor carta; solicitó a Roma que enviase un Legado para tratar la paz. El Pontífice, alborozado, envió al Cardenal Pandulfo. El 13 de mayo de 1213, ante la asamblea de Barones y del Estado llano en Dover, Juan capituló. Prometió restituir a la Iglesia todos sus caudales y tierras. Dos días más tarde, satisfecho, firmaba un segundo documento por el que entregaba la misma Inglaterra “a Dios y a nuestro señor el Papa Inocencio y a sus católicos sucesores”. No lo selló con la cera usual, sino con un sello de oro. Después de esto, Juan prometió que él y sus herederos regirían sus dominios como vasallos del Papa y entregarían un tributo anual de 1.000 marcos por este privilegio, además de la limosna de San Pedro.
Este triunfo proporcionó un inmenso placer a Inocencio, pero fue otro ejemplo de los excesos papales. La soberanía papal sobre Inglaterra concluyó efectivamente en 1333, año en que Eduardo III se negó a pagar ninguna contribución más al Papa. Cuando el Papa Urbano V requirió con vehemencia los atrasos de los últimos 33 años, Eduardo, tras consultar con sus consejeros, llegó a la conclusión de que la donación de Juan, al entregar Inglaterra a la Santa Sede, se oponía al juramento de la coronación y, por lo tanto, la invalidaba. Los Papas no aceptaron este argumento y ello contribuyó indirectamente a la secesión de Inglaterra del seno del catolicismo bajo el reinado de Isabel I. Ésta no tenía ningún interés en ser considerada feudataria pontificia o en que pudiera pensarse que solamente regía un país alquilado a una potencia extranjera.
Felipe de Francia estaba furioso con Inocencio III. Había arrojado 60.000 libras al Canal de la Mancha, pero no se había atrevido a poner un pie en suelo inglés, en ese momento pontificio. Si bien Juan fue absuelto de la excomunión, el interdicto continuó hasta junio de 1214, cuando acabó de pagar su tributo. Solamente entonces se abrieron de par en par las puertas de las iglesias, se cantó el Te Deum y volvieron a sonar las campanas. Y, por la amable autorización del Papa Inocencio III, Cristo tuvo la posibilidad de volver a Inglaterra.
Mientras, el odio que habían concebido los Barones contra Juan alcanzó tal extremo que redactaron la Carta Magna, por la que se garantizaban los derechos de la Iglesia y del pueblo, en particular los de los Barones, y forzaron a Juan a poner su sello en ella. Según los términos del texto, el Rey, como todos los hombres libres, quedaba sujeto a la ley; el contenido de la ley no debía mantenerse en secreto, sino hacerse público. Juan, ahora un católico devoto, informó de todo ello a Su Santidad. Enterado, Inocencio exclamó: “Por San Pedro, no podemos tolerar este insulto sin imponer el castigo correspondiente”. Este documento, considerado a menudo el fundamento de las libertades inglesas, fue formalmente condenado por el Papa “como contrario a las leyes de la moral”. El Rey, explicó, no estaba en posición de someterse a los Barones y al pueblo. Se hallaba solamente bajo Dios y el Papa. En consecuencia, aquellos Barones que torcidamente habían obligado a un vasallo del Papa a hacer concesiones debían recibir un castigo. En una Bula, Inocencio, “desde la plenitud de su ilimitado poder y autoridad que Dios le ha dado para sujetar y destruir los reinos, para sembrar y desarraigar”, anuló la carta; dispensó al Rey de respetarla. Excomulgó “a todo aquel que siguiese manteniendo tan traicioneras e inicuas pretensiones”.
Stephen Langton, Arzobispo de Canterbury, rehusó publicar esta sentencia. La soberanía del Papa, sostuvo, no es ilimitada. “El derecho natural obliga tanto a los príncipes como a los Obispos; no puede soslayarse. Se halla por encima del mismo Papa”. Langton fue depuesto.
Una vez hubo dominado a los Reyes, Inocencio no encontró dificultades con los Obispos. Se llamó a sí mismo Obispo Universal, título repudiado por muchos de los primeros Pontífices. Con Inocencio, la Iglesia concretó el ideal de Gregorio; se convirtió en una sola diócesis. Inocencio promulgó más leyes que los 50 Papas que le precedieron; en cuanto a él, no se hallaba sometido a ninguna ley. Hasta el día de hoy se han publicado 6.000 cartas suyas. El contenido de las mismas es extraordinario. Destituye y sustituye Obispos y Abades. Impone penas para todo tipo de transgresiones. Por ejemplo, un hombre llamado Roberto fue capturado por los sarracenos junto a su mujer e hija. El jefe sarraceno ordenó que, dada la hambruna, los cautivos tendrían que matar a sus hijos y comérselos. “Este malvado -escribió Inocencio-, acuciado por el tormento del hambre, mató y se comió a su hija. Y, cuando en una segunda ocasión se ordenó lo mismo, mató a su propia esposa, pero cuando le sirvieron la carne cocida, no fue capaz de comérsela”. Una parte de su castigo fue que nunca más podría ingerir carne. Ni volverse a casar.
Inocencio III, genio estadista, Pontífice de sorprendente fuerza de voluntad, rigió el mundo con majestuosa tranquilidad durante casi 20 años. Durante la mayor parte de este período inundó la cristiandad de terror. Coronó y destronó soberanos, impuso interdictos a naciones, prácticamente creó los Estados Pontificios a lo largo de Italia central, desde el Mediterráneo al Adriático. No perdió ni una sola batalla. Se hallaba en Perusa cuando murió durante un caluroso día de julio de 1216. Recibió noticias de que los franceses habían osado asaltar de nuevo su reino de Inglaterra. Agonizante, debió contemplar con los párpados casi cerrados la risueña amplitud de la llanura umbría, en dirección a la pequeña urbe dormida de Asís, que se levantaba en la ladera de un altozano. Quizá le perturbase algún lejano recuerdo. Un día, un mendicante de mirada refulgente acudió a él, solicitándole que reconociera la hermandad que quería fundar. ¿La reconoció o no?. El mendicante que expulsó del Palacio de Letrán, que no amenazó a nadie, que habría muerto antes de privar a alguno de los consuelos de la religión, pronto experimentaría en su propio cuerpo las llagas de Cristo crucificado. Dante, en el Paraíso, dijo de él: “Nacque al mondo un Sole” (Nació un Sol para el mundo).
Inocencio III, el verdadero “Augusto del papado”, en la actualidad sólo es conocido por los historiadores. No hay nadie que no haya oído hablar, con regocijo y amor, de Francisco de Asís. Gregorio IX (1227-1241), que canonizó al “poverello d'Assisi”, declaró solemnemente que el Pontífice es señor y dirigente del universo, de las cosas y de sus gentes. Inocencio IV (1243-1254) decidió que la donación de Constantino no era una expresión correcta. Constantino nunca donó el poder secular a los papas; éstos habían recibido el supremo poder secular de manos de Cristo.
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