San Odo u Odón de Cluny
II° Abad de Cluny. 942.
En los siglos VIII y IX, Europa pasaba por una profunda crisis religiosa y social, ocasionada, en gran parte, por las invasiones de los normandos o vikingos que, devastando ciudades y quemando iglesias, estremecieron las estructuras políticas, sociales y económicas entonces existentes.
Junto a ello, monasterios y abadías, antes refugio de la piedad, el arte y la cultura, estaban en decadencia, debido a abusos de miembros del alto Clero y de la nobleza, quienes se apoderaban de bienes y rentas eclesiásticas.
Además, algunos nobles nombraban abades, que muchas veces eran laicos, sus paniguados. “Los monjes, si los había, estaban puestos de lado, abandonados a su propia suerte, sin franca libertad y sin verdadera obediencia, reducidos a vegetar”. El relajamiento llegó a tal punto que llevó al Papa Juan XI a exclamar: “¡Ya no hay, por así decir, un solo monasterio en que la regla sea observada!”
La situación, lamentablemente, no era mejor en la Sede de Pedro, cátedra de la Verdad y luz de los pueblos. Atravesaba ésta una terrible noche oscura, sucediéndose los Papas en períodos de poco más de dos años, víctimas que eran del veneno asesino o de trágicos accidentes naturales. ¡Sólo entre los años 822 y 894, 32 Pontífices pasaron por el Trono de San Pedro!
Para revertir esta situación, era necesario una serie de santos suscitados por la Providencia divina, quienes por su acción reformaron el orden espiritual para que éste impregne, en todo el orden temporal y en el corazón de la vida de los pueblos, la savia del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Uno de ellos, y bajo cierto aspecto tal vez el más providencial, fue San Odón, Abad de Cluny, llamado a restaurar, ordenar y consolidar en sus fundamentos la sociedad temporal de entonces, para que ella se eleve y alcance su apogeo, mereciendo así el título (que un autor francés atribuyó a la Edad Media) de “la dulce primavera de la fe”.
Al iniciar San Odón la llamada reforma cluniacense, imprescindible para modificar aquel estado de cosas, su profunda y benéfica influencia se hizo notar de inmediato en las dos esferas, la temporal y la espiritual, gracias al gran número de santos y hombres providenciales que formó, y al papel que éstos desempeñaron. Basta recordar al gran Papa San Gregorio VII, el monje Hildebrando, salido de una de las abadías reformadas por Cluny.
Cluny hizo posible tan profunda reforma, que permitió a la Edad Media merecer de León XIII (1878-1903) el célebre elogio: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el Imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer”.
El sabio Abon, perteneciente a la nobleza militar franca y relacionado con muchas de las casas reinantes de la época, más noble aún por la virtud que por el blasón de armas, veía acabarse los años sin tener hijos. En una víspera de Navidad, lleno de fervor, suplicó con lágrimas al Divino Salvador que, por la virtud de su nacimiento temporal y por la fecundidad de su Santa Madre, hiciera fecunda a su esposa, estéril y de edad madura. Al año siguiente, 879, sus votos fueron oídos.
Odón nació en el año 878 o 879, probablemente en Le Mans (Francia). Su mujer dio a luz a un niño, que recibió el nombre de Odón y que él se apresuró en consagrar a San Martín de Tours, uno de los santos más populares de la época. Cuando Odón alcanzó la edad de la razón, Abon le dio como preceptor un piadoso sacerdote, que lo formó en la virtud y en el rudimento de las letras.
En la pubertad, Odón se transformó en un esbelto mozo, lleno de encanto y buena disposición. El padre, por apego, en vez de cumplir el voto que hiciera a San Martín, lo destinó a la carrera de las armas, enviándolo a la corte de Fulco II, Conde de Anjou, y después a la de Guillermo el Piadoso, Duque de Aquitania.
No es de sorprender que, en la vida de corte, el joven Odón, cada vez más entusiasmado con cacerías, aprendiendo de las armas y juegos, fuese abandonando sus ejercicios de piedad.
Pero Dios, que lo quería para sí, hacía con que, por más que buscase, no encontrase en ello sino disgustos. Al mismo tiempo, sueños terribles (en los cuales veía el castigo de una vida tibia y relajada) lo aterraban. Angustiado con ese estado de cosas, el adolescente recurrió a la Santísima Virgen: en una noche de Navidad le suplicó insistentemente que se apiadara de él, y lo condujese por la recta vía de la santificación.
Al día siguiente, Odón, entonces de 16 años, amaneció con un terrible dolor de cabeza, incapaz de mantenerse de pie. El extraño mal, que duró tres años, fue agravándose de modo que se temía por su vida. Fue sólo entonces que el padre, asustado y viendo en esto un castigo de San Martín, narró al hijo la consagración hecha, aconsejándolo a renovarla por sí mismo. Odón lo hizo, prometiendo servir al santo hasta el fin de su vida. ¡La curación fue instantánea!
Actuando en consecuencia, Odón se dirigió a Tours para servir a Dios en la iglesia de San Martín. Su antiguo protector, Fulco de Anjou le proporcionó una ermita cerca del templo, y fundó en ésta una canonjía para proveer a Odón la necesaria subsistencia. Allí, entre la oración y el estudio, Odón pasó algunos años en una vida de austeridad y penitencia que emulaba con la de los antiguos monjes del desierto. Partió después hacia París, a fin de proseguir sus estudios filosóficos y musicales.
De regreso a Tours, al crecer en él el deseo del aislamiento, se dirigió al Monasterio de Baume, reformado por San Bernón. Éste había obtenido del Papa una bula colocando su monasterio y los que fundara en el futuro bajo la tutela directa del Sumo Pontífice. Evitaba así cualquier injerencia del poder temporal. Se empeñó en que sus monjes observasen rigurosamente la Regla de San Benito.
Esto atrajo a muchos varones deseosos de practicar la virtud, entre los cuales San Odón y San Adgrin. El monasterio ya no podía contener a tanta gente. Guillermo el Piadoso, Duque de Aquitania, vino en su auxilio, cediéndole una propiedad que poseía en Cluny. De ese modo, en 910 se fundaba la Abadía que vendría a ser como que el alma de la Edad Media. El ejemplo de Guillermo fue seguido por otros potentados, y San Bernón se vio a la cabeza de seis monasterios, fundados o reformados como el de Baume.
El abad vio pronto en Odón cualidades de inteligencia y de alma que prometían asegurarle el futuro de su obra. Dedicado a la instrucción de los novicios y numerosos pensionistas del monasterio, Odón los formó en las letras humanas y divinas con prudencia y singular talento. Como maestro de novicios buscaba sobre todo infundirles el desapego de los bienes terrenos y a procurar en todo solamente a Jesucristo.
Desde mediados del siglo X hasta principios del siglo XII, la Abadía de Cluny fue sin duda la institución que mayor influencia ejerció sobre la vida monástica en el occidente de Europa. Su papel sólo cedía en importancia al del Papado, ya que constituía el centro y la principal autoridad de una vasta “reforma” monástica, por lo que marcó la vida y el espíritu de los monjes de San Benito durante un período mucho más extenso y su influencia se deja sentir todavía. La influencia y la autoridad de Cluny se debieron a siete de sus ocho primeros Abades, de los que San Odón fue el segundo.
Se cuenta que, en cierta ocasión cuando San Odón se hallaba de viaje, la hija de su huésped acudió a él por la noche a pedirle auxilio, pues su padre quería casarla contra su voluntad. El santo no pudo resistir a las lágrimas y súplicas de la joven, la ayudó a escapar de su casa y la llevó consigo a Baume. No sin razón, el Abad de Odón se enojó por la precipitada decisión de su súbdito y le ordenó que velara cuidadosamente por la joven y la pusiese en sitio seguro. Odón, que llevaba diariamente de comer a la joven, la instruyó sobre la vida religiosa y la colocó en un convento de religiosas. Con la edad, el santo se hizo más prudente y fue nombrado para suceder a San Berno en el gobierno de la Abadía de Cluny.
San Berno había emprendido ya la reforma de varios monasterios desde Cluny. San Odón continuó la reforma en mayor escala. Uno de los monasterios que reformó fue el de Fleury sobre el Loira, que estaba destinado a ejercer una gran influencia en Inglaterra. Alguien escribió acerca de la escuela de San Odón en Cluny: “En ella se educa tan bien a los niños como en los castillos de sus padres”.
La vida en Cluny no era fácil. Cierto monje se quejó una vez ante San Odón de que San Berno gobernaba la Abadía con mano de hierro. Lo cierto es que hacía falta una rígida disciplina para mantener el orden entre los vigorosos espíritus del siglo X, y Cluny no era una excepción. San Odón gobernó también con férrea energía y solía intimidar a los monjes rebeldes hablándoles de métodos de gobierno aún más severos que el suyo. Pero no siempre procedía así. Por ejemplo, refiriéndose a los actos de caridad, contó un día que un joven estudiante, al dirigirse a la iglesia a cantar maitines, en una cruda madrugada de invierno, había encontrado en la puerta del templo a un mendigo medio desnudo. El estudiante se quitó la capa y se la echó al mendigo sobre los hombros, de suerte que tiritó de frío durante el largo oficio. Después de laudes, se acostó en su lecho para calentarse un poco y encontró entre las sábanas una moneda de oro, con lo que tenía más que suficiente para comprarse una capa. El biógrafo comenta: “Entonces yo no sabía quién había sido el héroe de este incidente, pero lo descubrí más tarde”. Naturalmente, el héroe fue el propio Odón, quien en Tours había aprendido a imitar a San Martín.
En el año 936, San Odón fue a Roma por primera vez, convocado por el Papa León VII. La ciudad estaba entonces sitiada por Hugo de Provenza, quien se daba a sí mismo el nombre de Rey de Italia y profesaba gran respeto a San Odón. El Papa había llamado al santo para que tratase de concluir la paz entre Hugo de Provenza y Alberico, “el Patricio de los romanos”. San Odón logró un triunfo provisional, negociando el matrimonio de Alberico con la hija de Hugo.
En la Abadía de San Pablo Extramuros “reglamentó en forma apostólica la vida espiritual del monasterio y, con sus exhortaciones, fomentó en todos los corazones la fe, la piedad y el amor de la verdad”. El espíritu de Cluny se había extendido ya más allá de las fronteras de Francia, y la influencia de San Odón se dejó sentir particularmente en los Monasterios de Monte Cassino, Pavía, Nápoles y Salerno.
En cierta ocasión, el santo estuvo a punto de perecer apedreado por un campesino quien pretendía que los monjes de San Pablo le debían dinero. San Odón pagó al campesino lo que se le debía y olvidó el incidente. Pero pronto se enteró de que Alberico había sentenciado a aquel hombre a perder el brazo derecho. Inmediatamente, el santo fue a pedir la anulación de la sentencia y consiguió que el campesino fuese puesto en libertad.
Durante los seis años siguientes, Odón tuvo que volver dos veces a Roma a tratar de mantener la paz entre Hugo y Alberico y aprovechó ambas ocasiones para ensanchar el campo de su celo de reforma. Entre tanto, la empresa iba ganando terreno en Francia, donde los nobles devolvían al santo los monasterios que hasta entonces habían gobernado ilegalmente, y los superiores le invitaban a visitar sus abadías y a reformarlas.
Naturalmente, no faltaron monjes que no se resignaban a perder su cómoda situación y obstaculizaban cuanto podían el trabajo del santo. Por ejemplo, algunos acusaron a los de Cluny de lavar su ropa interior los sábados después de las vísperas. Como los religiosos de Cluny no respondiesen nada y continuasen con su tarea semanal, uno de los acusadores exclamó: “Yo no soy una serpiente que silba ni un buey que muge, sino un hombre que habla. ¿Acaso queréis enseñarnos la regla de San Benito guardando silencio?”. Dicho esto, fue a quejarse a su Abad. Los monjes de Fleury recibieron al santo con piedras y espadas y aun le amenazaron con darle muerte si entraba en la iglesia. San Odón les habló con cariño, les dio tres días para tranquilizarse y, al cabo de ese plazo, penetró montado en su asnillo como si nada hubiese sucedido. Le recibieron como a un padre y su escolta partió sin necesidad de intervenir.
Un milagro que ocurrió en esa época evidencia cuán dilecto era Odón al Creador. Según los hábitos del monasterio, era de regla que los monjes cogiesen todas las migajas de pan que sobrasen alrededor del plato y la pusiesen en la boca antes de terminada la lectura.
Ahora bien, Odón las había recogido, pero absorto con lo que estaba siendo leído, no las llevó a la boca a tiempo. Como, por la regla, no podía comerlas ni dejarlas, no sabiendo qué hacer, esperó el término de la oración de acción de gracias, fue al lugar central del refectorio y, prosternándose delante del abad, acusó su falta. Como éste no le entendió, Odón abrió la mano para mostrarle las migajas. Éstas se habían transformado en piedras preciosas de especial valor, que fueron después empleadas en los ornamentos de la iglesia.
Con permiso del abad, Odón fue a la casa paterna para dar asistencia religiosa a sus ancianos padres. Les habló con tanta unción del desapego de este mundo, que ambos, a pesar de la edad, renunciaron a todo e ingresaron en un monasterio para terminar sus días.
Antes de fallecer, en 927, San Bernón dividió sus monasterios entre su pariente Guy y Odón. Éste quedó con los de Déols, Massay y Cluny. Fue en éste último que se fijó, siendo por muchos considerado su fundador, pues fue quien organizó y desarrolló la naciente fundación. Si San Bernón hizo conocidas sus abadías en Aquitania y Borgoña, San Odón les daría reputación universal. Previendo el papel que la Providencia divina reservaba a sus monasterios, procuró ardientemente aumentar la santa milicia que los componía y darle formación proporcional al papel que desempeñaría en el futuro. En este trabajo el abad unía, al mismo tiempo, intransigencia férrea, bondad profunda y un humor siempre alegre que conquistaba a sus monjes: “en el recreo nos hace reír hasta las lágrimas”, decía uno de ellos. Pero él era siempre el primero en el ejemplo de la observancia a las reglas, en la mortificación y en las más humillantes penitencias.
El silencio era tan riguroso en Cluny, que los monjes se habían acostumbrado a hablar por gestos, y lo hacían incluso cuando estaban en misión fuera del monasterio, o como en el caso de dos que fueron apresados por los normandos, en la prisión donde se encontraban. La fama de Odón atrajo alrededor de Cluny a muchos anacoretas, deseosos de aprovechar su dirección y consejos.
En el año 942, Odón fue a Roma por última vez. Al regreso, se detuvo en el Monasterio de San Julián de Tours. Después de asistir a las ceremonias de la fiesta de su patrono, San Martín, tuvo que guardar cama y falleció el 18 de noviembre. Uno de sus últimos actos fue componer un himno en honor de San Martín, que se conserva todavía.
A pesar de la enorme actividad de su vida, San Odón encontró todavía tiempo para escribir otro himno, 12 antífonas en verso, en honor de San Martín, tres libros de estudios de moral, una biografía de San Geraldo de Aurillac y un largo poema sobre la Redención. Sus biógrafos afirman también unánimemente que escribió varias obras sobre la música sagrada, pero no se conserva ninguna, por más que se le han atribuido falsamente ciertas partituras.
Al principio Odón se dedicaba más al estudio que a la oración, pero en una visión, contempló que su alma era como un vaso muy hermoso pero lleno de serpientes. Con esto comprendió que si no se dedicaba totalmente a la oración y a la meditación no sería agradable a Dios, y desde entonces su vida fue un orar continuo y fervoroso y un meditar constante en temas religiosos.
Odón, insistía muchísimo en que se rezaran con gran fervor los salmos y en que se observara un gran silencio en el monasterio. Y fue formando monjes tan fervorosos que con ellos logró fundar otros 15 monasterios más.
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