San Pedro Claver

 

                                             Misionero Jesuita de los Esclavos. 1654.

Hijo de un agricultor catalán, nació en Verdú (Cataluña, España), en 1581. Quinto hijo de Pedro Claver y Juana Corberó, campesinos acomodados y de sangre ilustre (la de los Requesens), el futuro Santo tiene una niñez sin ninguna trascendencia. No han acompañado su nacimiento signos extraordinarios, como leemos en el de otros Santos, y hasta pasada su adolescencia nada notable acontece en su vivir visiblemente monótono y hogareño. Una vez más comprobamos que la santidad no está preparada nada más que para aquellos que tienen un nacimiento rodeado de prodigios o un ambiente de personas y gestas admirables. La santidad es la realización en nosotros de la figura de Jesucristo, con perfección heroica. Y ella se logra en la lucha cotidiana sobre sí mismo y frente a los obstáculos; y es alcanzada por todo el que se lo propone, pues nunca falta y siempre se brinda al alma, generosamente, la ayuda de Dios. 

Quedó huérfano de madre a los 13 años de edad. Puesta de manifiesto su vocación religiosa, dos años después recibió la tonsura eclesiástica de manos del obispo de Vic en la parroquia de su localidad natal, Verdú. Se trasladó a Barcelona para iniciar estudios de gramática en el Estudio General de la Universidad. 

A sus 19 años comienza Pedro Claver su carrera eclesiástica, animado y hasta, al parecer, incitado por sus padres, tal vez deseosos de verle ocupar un día la canonjía que en Solsona regenta un tío suyo. Sin embargo, pocos años después, y seguidos unos cursos en la Universidad de Barcelona, entra en la Compañía de Jesús. 

Destinado a Mallorca, encuentra allí a San Alonso Rodríguez, el bondadoso portero del colegio de Monte Sion, que, en sus charlas piadosas, va alimentando su espíritu misional, va fomentando sus ideales evangélicos, va encaminándolo hacia América... Claver se entusiasma cada día más con las perspectivas que le pone ante los ojos el humilde varón...

Comenzaba su segundo año de estudios teológicos cuando el Provincial, accediendo a su deseo, le destinó el 23 de enero de 1610 a las misiones transoceánicas del Nuevo Reino de Granada. Sin despedirse de su familia (el ambiente en casa había cambiado tras las segundas nupcias de su padre), se fue a pie a Valencia y luego a Sevilla, de donde zarparía en la flota de galeones en compañía del Padre Mejía y dos jóvenes sacerdotes.

Después de una primera toma de contacto con la plaza fuerte de Cartagena de Indias, hervidero de negreros, piratas e inquisidores, se trasladó, en un lento viaje por el río Magdalena y luego a lomos de mula, hasta Santa Fe de Bogotá, donde no estaban aún organizados los estudios de teología, lo que Pedro aprovechó para servir como hermano coadjutor.

El clima de Bogotá no le sentaba bien, ya que el sol dañaba su salud. Una vez concluidos brillantemente sus estudios en el Colegio y Seminario de San Bartolomé, hoy Colegio Mayor de San Bartolomé y Pontificia Universidad Javeriana, fue destinado al noviciado de Tunja, en tierra adentro, para hacer su "tercera probación", el año que los jesuitas dedican a la espiritualidad tras su formación intelectual. Seguía dudando si hacerse sacerdote. Tanto, que le pidió al provincial que le permitiera seguir de hermano portero, oficio que ejercía en Tunja.

Pero los superiores le destinaron a Cartagena de Indias, donde fue ordenado sacerdote el 19 de marzo de 1616, a la edad de 35 años, por el obispo dominico fray Pedro de la Vega. Ofició su primera misa en el altar de la Virgen del Milagro de la iglesia de la Compañía. 

En Cartagena (actual Colombia), por espacio de 44 años fue el Apóstol de los esclavos negros.

En los principios del siglo XVII los conquistadores de Centro y Sur América se dieron el lujo de cometer un crimen social sigilosamente iniciado. Necesitaban trabajadores para cultivar la tierra conquistada y para explotar las minas de oro. Como los nativos eran físicamente incapaces de soportar la labor en las minas, se determinó reemplazarlos con negros traídos del África. 

Juristas y teólogos de la época, llegaron a unirse para justificar la esclavitud con razones supuestamente humanas y divinas, mal usando la Biblia como medio de argumentación. Cuando en el siglo XV, se reanudó en gran escala el comercio de esclavos negros de África con las naciones de Europa, algunos teólogos exégetas de la Biblia inventaron un mito infame: que los negros estaban condenados a ser siempre esclavos de los blancos porque así lo dispuso Dios, como consecuencia de la maldición fulminada por Noé contra todos los descendientes de su hijo Cam (Génesis 9:20-25). 

Según ese relato, después del diluvio el patriarca Noé sembró viñedos y, sin saberlo, hizo vino del jugo de las primeras uvas. La bebida lo embriagó y quedó desnudo en su tienda. Su hijo Cam, no apartó su vista de la desnudez de su padre ni lo cubrió, y por eso fue maldito por Noé, y todos sus descendientes, a través de las generaciones, fueron condenados a fatal servidumbre.

Este relato basado sobre el pasaje del Génesis fue luego ampliado arbitrariamente por algunos eclesiásticos españoles a los negros y hasta a los indios del Nuevo Mundo de forma terrible y absurdamente injusta, con la suposición de que la raza negra descendía de Cam. 

El padre Clavígero lo dedicó singularmente a los indios de Cuba; el Padre Gumilla y otros clérigos a los indios de Sudamérica. Fray Juan de Torquemada llegó a sostener que por causa de la maldición de Noé le venía a todos los negros, no solamente la condena a ser siempre esclavos de las otras razas, sino además el color de su piel. Según aquel fraile escribió: "por justo juicio de Dios, por el descomedimiento que tuvo Cam con su padre, se trocó el color rojo que tenía en negro como carbón y, por divino castigo, comprende a cuantos de él procedan".

Ese racismo teológico llegó a tales absurdos que fray Tomás Ortiz y fray Domingo de Betanzos sostuvieron que los indios eran como bestias y carecían de alma racional, y que por tanto eran incapaces del bautismo y demás sacramentos.

Los efectos de tal forma de pensamiento se extendieron en el tiempo: el presbítero Juan Bautista Casas, mano derecha del obispo Manuel Santander y Frutos (1887-1899), aludió a tal leyenda al referirse a los negros en un libro suyo del año 1896: "En cuanto a los motivos que aleguen los negros para sublevarse contra España, opinamos que no tienen ninguno fundado. La raza negra sufre las consecuencias de un castigo y de una maldición que el Pentateuco nos refiere al hablar de Noé y de sus hijos; su inferioridad viene perpetuándose a través de los siglos. La redención de Jesucristo comprende a todos los hombres según nos enseña el dogma católico; pero las naciones y los individuos de dicha raza negra han abusado de su libertad, negándose a participar de los beneficios que el Salvador nos mereció, derramando su divina sangre por todos los hombres". Fray Gregorio García dijo que los indios "son aún de más baja y despreciada condición que los negros".


Todas esas teorías, tan extendidas como dañinas, fueron desacreditadas ya por el Papa Paulo III en la bula Sublimis Deus de 1537: "indios, y todas las gentes que en el futuro llegasen al conocimiento de los cristianos, aunque vivan fuera de la fe cristiana, pueden usar, poseer y gozar libre y lícitamente de su libertad y del dominio de sus propiedades, que no deben ser reducidos a servidumbre". En línea con este documento, algunos dominicos y jesuitas se comprometieron en este difícil tema. Los dominicos Tomás de Mercado en su obra Suma de tratos y contratos (1569), y Bartolomé de Albornoz en su libro Arte de los contratos (1573) condenaron la esclavitud y atacaron el tráfico de esclavos, en tanto que los jesuitas Luis de Molina y Alonso de Sandoval condenaron los abusos. 

Las costas de Guinea, Congo y Angola se convirtieron en el mercado de los traficantes de esclavos, a quienes los reyezuelos nativos vendían sus sometidos y prisioneros. 

Por su posición en el Mar Caribe, Cartagena se convirtió en la cuna del mercado de esclavos del Nuevo Mundo. Unos 1.000 esclavos desembarcaban allí cada mes. Eran comprados a 2 y vendidos por 200 écus. 

Aunque la mitad de la carga podía morir, el negocio continuaba siendo rentable. Ni las continuas censuras del Papa, ni de los moralistas católicos pudieron hacer nada contra esta codiciosa actividad. Los misioneros no suprimieron la esclavitud. Sólo la aliviaron, y ninguno trabajó más heroicamente que Pedro Claver.

Pedro se declaró para siempre esclavo de los negros y desde ese momento, con su sobrehumana caridad, su vida fue un combate al egoísmo. Arrancados de África, eran transportados como mercancía en el fondo de los barcos, donde morían muchas veces más de dos tercios de los que viajaban. 

Mal alimentados, desnudos, atados con argollas, eran presa de la viruela negra y de toda clase de enfermedades. Aterrorizados por la idea de que los llevaban para hacer aceite de sus cuerpos, eran vendidos en trata pública, al llegar el barco a alguna de las ciudades de América. De esto, hace sólo tres siglos... Y ante este panorama, la actuación de Pedro Claver es la de un avanzado a su época. Avanzado en mentalidad, avanzado también por el camino que traza a las generaciones futuras.

Pedro Claver espera los barcos en el puerto, alimenta a los negros que llegan sin fuerzas, cura a los enfermos. Intenta comprar a los que puede y a los que nadie quiere. Bautiza a los moribundos. Y cuando sus manos se resisten a cuidar las llagas más repugnantes, saca el cilicio y la disciplina y se somete a sus efectos hasta que sangra; después, besa las purulencias de los apestados. 

Es el padre de los negros, de los negros en esclavitud, de los abandonados por enfermos o por inútiles... A una pobre mujer aislada en una alta choza, a causa del nauseabundo olor que despide, la visita tres o cuatro veces por día, durante varios años. Y así, a no pocos casos semejantes acude.

Aunque tímido y carente de autoconfianza, llegó a ser un desafiante e ingenioso organizador. Cada mes, cuando se avisaba la llegada de los negros, Claver se reunía con ellos en el barco del capitán, llevando comida y golosinas. Los negros, hacinados en la bodega, llegaban enloquecidos y embrutecidos por el sufrimiento y por el miedo. 

Claver se acercaba a cada uno, le mostraba dulzura, y les hacía entender que desde ese momento él era su padre y su defensor. Así se ganó su buena voluntad. Para instruir en tantos dialectos diferentes, Claver integró en Cartagena un grupo de intérpretes de diferentes nacionalidades, a quienes hizo catequistas. Mientras los esclavos eran encorralados en Cartagena esperando ser comprados y dispersados, Claver los instruía en la fe y los bautizaba. Los domingos durante la cuaresma se reunía con ellos, preguntaba sobre sus necesidades, y los defendía de sus opresores. Este trabajo le ocasionó severos juicios; los mercaderes de esclavos no fueron sus únicos enemigos.

El Apóstol fue acusado de celo imprudente, y de haber profanado los sacramentos al dárselos a criaturas, que difícilmente tendrían alma. Las señoras de alcurnia de Cartagena se rehusaron a ingresar a las iglesias donde el Padre Claver se reunía con sus negros.  Los Superiores del santo fueron a menudo influenciados por las críticas que recaían sobre ellos.

No obstante, Claver continuó su heroica carrera, aceptando todas las humillaciones y agregando rigurosa penitencia a su trabajo caritativo. Faltándole el apoyo de los hombres, la fuerza Divina le fue dada. Llegó a ser el profeta y el trabajador milagroso de la Nueva Granada, el oráculo de Cartagena; todos supieron que Dios a menudo salvó la ciudad por él. Durante su vida bautizó e instruyó en la fe a más de 300.000 negros.

Como había adquirido fama de santo, algunas damas que se consideraban virtuosas, iban a él para confesarse; y a veces las damas virtuosas tenían que esperar a que pasen todos los negros, que estaban formando cola, para recibir su absolución y sus consejos. En Cartagena, Claver es acusado de infectar las iglesias con sus negros, con el olor de sus negros. Casi todos los ricos y poderosos de la ciudad le desprecian. Pero él no se inmuta. Se ha trazado un camino y piensa seguirlo hasta la muerte.

En 1650 se declara en la población una peste. Los más atacados por su virulencia son, precisamente, los negros. Claver se desvive, va de un lado para otro, ejerciendo sus ministerios, socorriendo a todos en lo posible y en todas formas. Pero, al fin, sucumbe también él y cae víctima de una parálisis rara, desconocida. Es la última prueba que Dios le deparaba. Ya no puede visitar a sus enfermos... y sus enfermos se olvidan de él. Pedro Claver pasa cuatro años abandonado de todo el mundo, sin poderse mover. Los mismos que están en torno a él lo maltratan. Y con paciencia imponente lo resiste todo, porque cree merecer aquello como castigo de Dios por sus pecados.

                           

El día 6 de septiembre de 1654 corre por la ciudad una noticia: el Padre Claver se está muriendo. Y es entonces cuando empiezan a surgir de nuevo cuantos le deben la vida o la fe, todos aquellos a quienes él, en otros tiempos favoreció. La estancia del Padre Pedro se llena de negros y de blancos. De todas partes acude gente que lo quiere ver, que lo quiere oír por última vez, que quiere tocar sus manos. Así dos días. Al octavo del mes, languidece el Santo irremediablemente y su alma se evade del peso de su cuerpo para ir a gozar de la bienaventuranza eterna. Había cumplido 70 años.

Los prodigios que siguieron a su tránsito fueron enseguida innumerables. Y parecía haberse hecho sensible a todos, el reguero de luz dejado por su santidad y su obra. Sin embargo, su canonización no tiene lugar hasta el año 1888, en que León XIII lo eleva al honor supremo de los altares, junto con su gran amigo de la juventud, el portero de Monte Sion, San Alonso Rodríguez. 

Frente a los desvíos del racismo, que aún hoy perduran, la contemplación reflexiva de Pedro Claver, de ese magistral apóstol que se pasó largos años hablando, cantando, riendo y llorando con los negros, y santificándolos con su ministerio, de ese formidable trabajador que no tiene parangón en la historia misional, puede ser un excelente estimulante para los cristianos que quieren serlo de veras.


Tímido y sencillo, catalán corto en palabras y largo en hechos, Pedro Claver Corberó, es una de las figuras del cristianismo del siglo XVII, cuya vida se desarrolló en el puerto negrero de Cartagena de Indias. Su entrega abnegada a los negros bozales, de los que los teólogos de esa época discutían incluso si poseían alma,​ es un modelo admirable de la praxis cristiana del amor y del ejercicio de los derechos humanos, de los que se lo declaró defensor.​ 

Sus restos se encuentran en el altar mayor de la Iglesia de San Pedro Claver en Cartagena de Indias. Se lo honra como patrono de los esclavos, y desde 1896 como patrono de las misiones entre los negros.​ Se lo considera un ejemplo heroico de lo que debe ser el amor por los más pobres y marginados.

                     Urna con los restos del Santo en Cartagena de Indias (Colombia)


                   Urna con los restos del Santo en Cartagena de Indias (Colombia)


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