Santa Clara de Asís
Co-fundadora de la Orden de las Damas Pobres, o Clarisas. 1253.
Primera Abadesa de San Damiano; nacida en Asís en 1194; fallecida en la misma localidad. Era la hija mayor de Favorino Scifi, Conde de Sasso-Rosso, representante acaudalado de una antigua familia romana, a quien pertenecía un gran Palacio en Asís y un Castillo en las faldas del monte Subasio. Su madre, la Beata Ortolana, pertenecía a la noble familia de los Fiumi y destacaba por su celo y piedad.
Cuando Clara tenía 18 años, San Francisco acudió a la iglesia de San Giorgio de Asís para predicar durante la cuaresma. Las palabras inspiradas del Poverello encendieron una llama en el corazón de Clara. Fue a buscarle en secreto y le suplicó que la ayudara a vivir también "según el modo del Santo Evangelio". San Francisco, que enseguida reconoció en Clara una de esas almas escogidas destinadas por Dios para grandes cosas, y que indudablemente previó también que otras muchas podrían seguir su ejemplo, prometió ayudarla. El Domingo de Ramos, Clara, engalanada, asistió a Misa Mayor en la Catedral, pero cuando los demás se acercaron hacia el pretil del altar para recoger un ramo de palma, ella permaneció ensimismada en su sitio. Todos los ojos se posaron sobre la joven. Entonces, el Obispo descendió del altar y le colocó la palma en su mano.
Esta fue la última vez que el mundo contempló a Clara. Aquella misma noche abandonó secretamente la casa de su padre por consejo de San Francisco y, acompañada por su tía Bianca, se dirigió a la humilde capilla de la Porciúncula, donde Francisco, tras cortarle el cabello, la vistió con una basta túnica y un grueso velo. De esta forma, la joven hizo voto de servicio a Jesucristo. Era marzo de 1212.
Clara fue instalada provisionalmente por San Francisco con las monjas Benedictinas de San Paolo, cerca de Bastia, pero su padre, que esperaba para ella un espléndido matrimonio, y que estaba furioso por su huida secreta, hizo lo posible, al descubrir su retiro, para disuadirla de su proyecto, e incluso trató de llevarla a casa por la fuerza. Pero Clara se sostuvo con una firmeza por encima de la propia de su edad, y el Conde Favorino se vio finalmente obligado a dejarla. Pocos días más tarde, San Francisco, con el fin de proporcionar a Clara la gran soledad que deseaba, la transfirió a Sant'Angelo in Panzo, otro Monasterio de Benedictinas en una de las faldas del monte Subasio. Aquí, a los 16 días de su huida, se le unió su hermana Inés, de la que fue instrumento de liberación frente a la persecución de sus furiosos familiares.
Existía realmente entre ambas hermanas de sangre (Clara e Inés) un extraordinario cariño mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho para una y otra más dolorosa la reciente separación. A los 16 días de la conversión de Clara, Inés, inspirada por el divino Espíritu, se dirige presurosa a donde su hermana y, descubriéndole el secreto de su voluntad, le confesó que quería consagrarse por entero al Señor. Ella, abrazándola gozosamente, exclamó: “Doy gracias a Dios, dulcísima hermana, porque ha atendido a mi solicitud en favor de ti”. A la conversión maravillosa siguió una no menos maravillosa defensa de la misma. Cuando las felices hermanas estaban en la iglesia del Santo Ángel de Panzo, aplicadas a seguir las huellas de Cristo, y la que más sabía del Señor instruía a su hermana y novicia, de pronto se levantan contra las jóvenes nuevas persecuciones de los familiares. En cuanto se enteran de que Inés había pasado a vivir con Clara, corren al día siguiente hacia el lugar, 12 hombres encendidos en furia y, disimulando al exterior el malvado plan, fingen una visita pacífica. Pero en cuanto se encaran con Inés (pues, respecto a Clara, ya habían perdido anteriormente la esperanza) le dicen: “¿A qué has venido tú a este lugar?. Date prisa en volver de inmediato a casa con nosotros”. Al responder ésta que no quería separarse de su hermana Clara, se lanzó sobre ella un caballero con ánimo enfurecido y, sin perdonar puñetazos ni patadas, trataba de arrastrarla por los pelos, mientras los otros la empujaban y la alzaban en brazos. A todo esto la jovencita, viéndose arrebatada de las manos del Señor, como presa de leones, grita diciendo: “Ayúdame, hermana carísima, y no permitas que me aparten de Cristo Señor”. En tanto que los enfurecidos asaltantes arrastran por la ladera del monte a la jovencita que se resistía, y le rasgan los vestidos, y dejan señalado el camino con los cabellos arrancados, Clara, postrándose en oración entre lágrimas, pide para su hermana constancia en el propósito y suplica que la fuerza de aquellos hombres se vea superada por el divino poder. Y de pronto, efectivamente, el cuerpo de Inés, caído en tierra, parece cargarse de tanto peso, que, aunados los esfuerzos de los numerosos hombres, no pueden de ninguna manera transportarlo más allá de un arroyuelo. Acuden otros más desde los campos y las viñas con la intención de prestarles ayuda, pero les resulta imposible levantar del suelo aquel cuerpo. Y cuando ya tienen que desistir de su empeño, comentan entre bromas el milagro: “Toda la noche ha estado comiendo plomo, no es extraño que pese”. Pero el Señor Monaldo, su tío paterno, llevado de furiosa rabia, intenta golpearla brutalmente con el puño, cuando sintió de repente que un dolor atroz le invadía la mano levantada para golpearla y por mucho tiempo le siguió atormentando este angustioso dolor. Y en esto, tras la prolongada batalla, llegándose Clara hasta el lugar, ruega a los parientes que desistan de la pelea y dejen a su cuidado a Inés, que yace medio muerta. Mientras se retiran éstos, amargados por el fracaso de su empresa, se levantó Inés jubilosa y, gozando ya de la cruz de Cristo, por quien había combatido esta primera batalla, se consagró para siempre al servicio divino. Luego, el bienaventurado Francisco la tonsuró con sus propias manos y, junto con su hermana, les enseñó los caminos del Señor.
Clara y su hermana, permanecieron con las monjas de Sant'Angelo hasta que junto con otras fugitivas del mundo fueron establecidas por San Francisco en un tosco alojamiento adyacente a la pobre Capilla de San Damiano, situada fuera de los muros de la ciudad, construido en gran parte por sus propias manos, y que había obtenido de las Benedictinas como morada permanente para sus hijas espirituales.
Se esparce, poco después, la opinión de santidad de la virgen Clara por las regiones vecinas, y tras el olor de sus perfumes corren de todas partes las mujeres. Las vírgenes, a ejemplo de ella, se aprestan a guardar para Cristo lo que son; las casadas se esmeran por portarse más castamente; las de la nobleza y las de ilustre rango, desechados los vastos palacios, se construyen monasterios reducidos y tienen a grande honra el vivir por el amor de Cristo en ceniza y cilicio. Nada menos que el entusiasmo de los jóvenes se siente llamado a estos certámenes de pureza y es animado a despreciar los engaños de la carne por los valerosos ejemplos del sexo débil. En fin, son muchos los que, estando ligados por el matrimonio, se ciñen ahora con la ley de la continencia, y pasan los hombres a las Órdenes y las mujeres a los Monasterios. La madre invita a la hija, la hija a la madre a seguir a Cristo; la hermana atrae a las hermanas y la tía a las sobrinas. Todas con fervorosa emulación desean servir a Cristo. Todas aspiran a hacerse partícipes de esta vida angélica que Clara esclareció. Innumerables vírgenes, movidas por la fama de Clara, mientras no pueden abrazar la vida del claustro, se esfuerzan por vivir en sus hogares según la Regla, sin haber logrado profesarla todavía. Tantos y tales frutos de salvación, daba a luz con sus ejemplos la virgen Clara, que se veía cumplido en ella el dicho profético: “Más son los hijos de la abandonada que los hijos de la casada”.
De este modo fue fundada la primera comunidad de la Orden de las Damas Pobres, o Clarisas, como llegó a ser conocida esta segunda Orden de San Francisco. Al principio, Santa Clara y sus compañeras no tenían regla escrita que seguir salvo una corta “formula vitae” dada por San Francisco, y que puede encontrarse entre sus trabajos. Algunos años más tarde, aparentemente en 1219, durante el viaje de San Francisco al Próximo Oriente, el Cardenal Ugolino, protector en aquella época de la Orden, y posteriormente Gregorio IX, esbozó una regla escrita para las Clarisas de Monticelli, tomando como base la Regla de San Benito, manteniendo sus puntos fundamentales y añadiendo algunas constituciones especiales. Esta nueva regla que, en efecto si no en intención, eliminaba de las Clarisas, la característica franciscana de la absoluta pobreza tan querida para el corazón de San Francisco, hizo de ellas, a efectos prácticos, una Congregación de Benedictinas, fue aprobada por Honorio III (Bula "Sacrosancta", en 1219).
Cuando Clara supo que la nueva Orden, tan estricta en otros aspectos, permitía la tenencia de propiedades en común, se opuso con valentía y éxito a las innovaciones de Ugolino, por ser completamente opuestas a las intenciones de San Francisco. Éste había prohibido a las Damas Pobres, como lo había hecho a sus frailes, la posesión de cualquier bien terreno, incluso en común. Al no poseer nada, dependían enteramente de lo que los Frailes Menores pudieran pedir por ellas. Esta completa renuncia a toda propiedad fue, sin embargo, considerada por Ugulino inviable para mujeres enclaustradas. Por tanto, cuando en 1228 fue a Asís para la canonización de San Francisco (habiendo mientras tanto ascendido al trono pontificio como Gregorio IX), visitó a Santa Clara en San Damiano, y la presionó tratando de desviarla de la práctica de la pobreza que había guardado hasta ese momento en San Damiano, y hacerle aceptar algunos bienes para cubrir las necesidades imprevistas de la comunidad. Pero Clara rehusó firmemente. Gregorio, creyendo que su renuncia podía deberse al miedo a violar el voto de absoluta pobreza que había hecho, ofreció absolverla de él. "Santo Padre, yo anhelo la absolución de mis pecados", contestó Clara, "pero no deseo ser absuelta de mi obligación de seguir a Jesucristo". El heroico desprendimiento de Clara llenó al Papa de admiración, como muestra con testimonio elocuente la carta, aún existente, que le escribió, hasta el punto de otorgarle en septiembre de 1228 el célebre “Privilegium Paupertis”, con algunas consideraciones relativas a la corrección de la regla de 1219. La copia original autógrafa de este privilegio se conserva en el archivo de Santa Clara de Asís.
No es improbable que Santa Clara hubiera solicitado un privilegio como el anterior en una fecha más temprana, y que lo hubiera obtenido de viva voz. Es cierto que tras la muerte de Gregorio IX, Clara tuvo que luchar una vez más por el principio de absoluta pobreza prescrito por San Francisco, pues Inocencio IV habría querido dar a las Clarisas una regla nueva y mitigada. Pero la firmeza con que ella se sostuvo venció al Papa. Finalmente, dos días antes de la muerte de Clara, el Papa Inocente, no vacilando ante la reiterada petición de la Abadesa moribunda, confirmó solemnemente la definitiva Regla de las Clarisas y de este modo les aseguró el precioso tesoro de la pobreza que Clara, a imitación de San Francisco, había tomado desde el momento de su conversión.
Santa Clara, que en 1215 había sido hecha Superiora de San Damiano por San Francisco, en gran parte contra sus deseos, continuó gobernando allí como Abadesa hasta su muerte en 1253, casi 40 años más tarde. Es innecesario añadir que durante la guía de Santa Clara, la comunidad de San Damiano se convirtió en el santuario de la virtud, un auténtico vivero de santas. Clara tuvo el consuelo no sólo de ver a su hermana menor Beatriz, a su madre Ortolana y a su devota tía Bianca siguiendo a su hermana Inés e ingresando en la Orden, sino también de ser testigo de la fundación de Conventos de Clarisas.
Cuando, en 1234, el ejército de Federico II estaba devastando el valle de Espoleto, los soldados, preparándose para el asalto de Asís, escalaron los muros de San Damiano de noche esparciendo el terror entre la comunidad. Clara se levantó tranquilamente de su lecho de enferma, y cogiendo el ciborio de la pequeña capilla aneja a su celda, hizo frente a los invasores, que ya habían apoyado una escalera en una ventana abierta. Se cuenta que, conforme ella iba alzando en alto el Santísimo Sacramento, los soldados que iban a entrar cayeron de espaldas como deslumbrados, y los otros que estaban listos para seguirles iniciaron la huida. Debido a este incidente, Santa Clara es generalmente representada portando un ciborio.
Cuando, algún tiempo más tarde, una fuerza mayor, conducida por el General Vitale di Aversa, que no había estado presente en el primer ataque, volvió para asaltar Asís, Clara, junto con sus hermanas, se arrodilló en la más sincera oración para que la ciudad pudiera ser salvada. Al poco se desencadenó una furiosa tormenta, que desparramó las tiendas de los soldados en todas las direcciones, y causó tal pánico que volvieron a tomar refugio en la huida. La gratitud de los habitantes de Asís, que de común acuerdo atribuyeron su liberación a la intercesión de Clara, aumentó su amor hacia la "Madre Seráfica".
A un Hermano, de nombre Esteban, que padecía accesos de furia, lo envió el bienaventurado Francisco a Santa Clara con el fin de que trazase sobre él la señal de la santísima cruz. No en vano conocía su extraordinaria perfección y veneraba en ella su extraordinaria virtud. La hija de obediencia, lo signa conforme a la orden del padre, y déjale dormir un rato, en el lugar donde ella misma solía orar. Con esto, muy poco después, vuelto del sueño, se levantó sano y regresó libre de la locura donde el padre.
Un niño de 3 años, Mattiolo de nombre, de la ciudad de Espoleto, se había introducido una piedra en las narices. Nadie se daba maña para extraérsela ni tampoco el niño para expulsarla. En tal extremo y angustia, es llevado a Clara y, mientras es signado por ella con la señal de la cruz, de pronto, expulsa la piedra y queda libre el niño. Otro niño, de Perusa, tenía todo un ojo velado por una mancha: fue conducido a la santa sierva de Dios. Ésta, después de palpar el ojo del niño, lo signó con la señal de la cruz y dijo: “Llevadlo a donde mi madre, que ella repita sobre él la señal de la cruz”. Doña Ortolana, su madre, siguiendo a su hija, había ingresado también al convento; y en aquel huerto cerrado, ella, viuda, servía con las vírgenes al Señor. Y he aquí que, en cuanto recibió de ella la señal de la cruz, inmediatamente el ojo del niño quedó limpio de la mancha y vio clara y diáfanamente.
Había en el Monasterio un solo pan, al tiempo en que urgían el hambre y la hora de comer. Llamada la despensera, le ordena la santa que divida el pan y que envíe la mitad a los hermanos, reservando la otra mitad para ellas. De esta mitad le manda que haga 50 cortes, según el número de las religiosas, y que los presente en la mesa de la pobreza. Como le respondiese la devota hija que aquí serían necesarios los antiguos milagros de Cristo para que tan escaso pan admita 50 porciones, le contestó la madre y le advirtió: “Hija, haz confiada lo que te digo”. Se apresuró la hija a cumplir el mandato de la madre; mientras, ésta dirige a su Cristo, piadosos suspiros en favor de las hijas. Por divino favor, entre las manos de la que corta, crece aquella escasa cantidad, y a cada una de la comunidad se le puede dar una gran rebanada.
Hacía ya tiempo que Clara había sido recogida en los corazones del pueblo, y su veneración hacia ella se hizo más manifiesta cuando, desgastada por la enfermedad y las austeridades, se dirigía a su fin. Valiente y alegre hasta el final, a pesar de sus largas y dolorosas enfermedades, Clara hizo que la levantaran en la cama y, así reclinada, dice su biógrafo contemporáneo, "hiló las más finas hebras con el propósito de tenerlas tejidas en el más delicado material, con el cual hizo después más de un centenar de corporales, y, guardándolas en una bolsa de seda, ordenó que se repartieran entre las iglesias de los campos y montes de Asís". Cuando finalmente sintió que el día de su muerte se acercaba, Clara, llamando a sus afligidas religiosas, les recordó los muchos beneficios que habían recibido de Dios y las exhortó a que perseveraran llenas de fe en la observancia de la pobreza evangélica.
El Papa Inocente IV vino desde Perusa para visitar a la santa moribunda, que ya había recibido los últimos sacramentos de manos del Cardenal Rainaldo. Su propia hermana, Santa Inés, retornó de Florencia para consolarla en su última enfermedad; León, Ángel y Junípero, tres de los primeros compañeros de Francisco, estuvieron también presentes en el lecho mortal, y Santa Clara les pidió que leyeran en voz alta la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan, como habían hecho 37 años antes, cuando Francisco estaba tendido moribundo en la Porciúncula. Finalmente, antes del amanecer del 11 de agosto de 1253, la santa Fundadora de las Damas Pobres falleció en paz entre escenas que su biógrafo contemporáneo registró con conmovedora sencillez. El Papa, con su corte, fue a San Damiano para el funeral de la santa, que tomó casi la naturaleza de una procesión triunfal.
Las Clarisas deseaban retener el cuerpo de su fundadora con ellas en San Damiano, pero los magistrados de Asís interfirieron y tomaron medidas con el fin de asegurar para la ciudad los venerados restos de quien, como ellos creían, por dos veces la había salvado de la destrucción. Los milagros de Clara se habían contado por doquier. No era seguro, según los ciudadanos de Asís, dejar el cuerpo de Clara en un lugar solitario fuera de las murallas; era justo, además, que Clara "el principal rival del Beato Francisco en la observancia de la perfección del Evangelio" tuviera también una iglesia construida en su honor en Asís. Mientras tanto, los restos de Clara fueron depositados en la Capilla de San Giorgio, donde la predicación de San Francisco había tocado por primera vez su joven corazón, y donde su propio cuerpo había igualmente sido colocado mientras se elevaba la Basílica de San Francisco.
Dos años más tarde, en septiembre de 1255, Clara fue solemnemente canonizada por Alejandro IV, y no mucho más tarde la construcción de la iglesia de Santa Clara, en honor del segundo gran santo de Asís, fue comenzada bajo la dirección de Filippo Campello, uno de los principales arquitectos de su tiempo. En octubre de 1260, los restos de Clara fueron transferidos desde la capilla de San Giorgio y enterrados profundamente en la tierra, bajo el altar mayor de la nueva iglesia, lejos de la vista y del alcance de nadie. Tras haber permanecido ocultos durante seis siglos (al igual que los restos de San Francisco) y después de que se hubieran realizado muchas búsquedas, la tumba de Clara fue localizada en 1850, para gran alegría de los habitantes de la ciudad. El 23 de septiembre de ese año el ataúd fue desenterrado y abierto; la carne y ropas de la santa se habían reducido a polvo, pero el esqueleto estaba en perfecto estado de conservación. Finalmente, en septiembre de 1872, los huesos de la santa fueron transferidos, con mucha pompa, por el Arzobispo Pecci, posteriormente León XIII, al sepulcro erigido en la cripta de Santa Chiara para recibirlos, y donde ahora se pueden contemplar.
Algunos Milagros de Santa Clara después de
su muerte
Un niño de Perusa, de nombre Jacobino, más que enfermo parecía poseído de un pésimo demonio. Así, unas veces se arrojaba desesperadamente al fuego, otras se golpeaba contra el suelo; y, por último, mordía las piedras hasta romperse los dientes, hiriéndose miserablemente la cabeza y desgarrándose hasta dejar ensangrentado todo su cuerpo. Con la boca torcida, sacando la lengua fuera, con tal extraña habilidad contorsionaba frecuentemente sus miembros haciéndose una bola, que colocaba la rodilla sobre el cuello. Dos veces al día le acometía esta locura al muchacho; y ni entre dos personas podían impedir que se despojara de sus vestidos. Se busca la ayuda de médicos competentes, pero no se encuentra quien pueda solucionar su situación. Su padre, llamado Guidoloto, al no haber encontrado entre los hombres remedio alguno para tanto infortunio, recurre a santa Clara. “¡Oh virgen santísima! -exclama-; ¡oh Clara!, digna de veneración para todo el mundo, a ti te ofrezco mi desgraciado hijo, de ti imploro con toda instancia su salud”. Lleno de fe, acude presuroso al sepulcro de la santa, y, colocando al muchacho sobre la tumba de la virgen, obtiene el favor en el instante mismo en que lo solicita. En efecto, el muchacho queda al momento libre de aquella enfermedad y nunca más es molestado de semejante mal.
Alejandrina de la Fratta, de la diócesis de Perusa, estaba atormentada por un demonio cruel. A tal punto la había reducido a su poder, que la hacía revolotear como una avecilla encima de una alta roca que se erguía sobre la corriente impetuosa del río; y deslizarse luego por la delgadísima rama de un árbol asomado a las aguas del Tíber, y jugar allí como en un circo; para remate y a causa de sus pecados, habiendo quedado paralítica del costado izquierdo y teniendo la mano contrahecha, de nada le sirvieron los remedios tantas veces intentados. Con arrepentido corazón se llega a la tumba de la gloriosa virgen Clara e, invocada su protección contra aquella triple desgracia, logra saludable resultado con un solo remedio. Pues queda expedita la mano contrahecha, recobra la salud el costado y la posesa queda libre del demonio.
Valentín de Espelo se hallaba tan minado por la epilepsia, que 6 veces por día caía en tierra dondequiera que se hallara. Padecía además contracción de una pierna, por lo que no podía andar expeditamente. Montado sobre un asnillo, lo conducen al sepulcro de Santa Clara, donde queda tendido durante 2 días y 3 noches; al tercer día, sin que nadie lo tocase, su pierna hizo un gran ruido e inmediatamente quedó sano de ambas enfermedades.
Santiaguito, llamado el hijo de la Espoletana, enfermo de ceguera por espacio de 12 años, necesitaba un guía para moverse, pues de otro modo caminaba perdido. Ya en cierta ocasión, abandonado por su lazarillo, cayó desde una altura fracturándose un brazo e hiriéndose en la cabeza. Una noche, mientras dormía en el puente de Narni, se le apareció en sueños una señora que le dijo: “Santiaguito, ¿por qué no vienes a Asís a verme y te curarías?” Al levantarse por la mañana cuenta, estremecido, a otros 2 ciegos su visión. Estos le responden: “Oímos hablar, hace poco, de una dama que ha muerto en la ciudad de Asís, y se dice que el poder del Señor honra su sepulcro con gracias de curaciones y muchos milagros”. Oído esto, se pone en camino con gran diligencia y, albergándose aquella noche en Espoleto, se repite la misma visión. Se apresura aún más, parece que vuela por el ansia de recobrar la vista. Mas, al llegar a Asís, se encuentra con que son tantos los que se aglomeran alrededor del mausoleo de la virgen, que de ningún modo puede él acercarse hasta la tumba. Lleno de fe y más aún de pena porque no puede pasar, apoya la cabeza sobre una piedra y se duerme allí afuera. Y he aquí que por tercera vez oye la misma voz que le dice: “Santiago, el Señor te concederá el favor si logras entrar”. Él despertando, pide entre lágrimas a la muchedumbre, gritando y redoblando sus ruegos, que, por amor de Dios, le permitan pasar. Habiéndole abierto paso, arroja el calzado, se despoja de sus vestidos, cíñese al cuello una correa y, tocando el sepulcro, en esta humilde actitud, se adormece en un leve sueño. “Levántate (le dice la bienaventurada Clara), levántate, que ya estás curado”. incorporándose de pronto, disipada toda su ceguera, desaparecida toda oscuridad de sus ojos, contempla, claramente, gracias a Clara, la claridad de la luz y glorifica al Señor alabándolo e invita a todos a bendecir a Dios por tan maravilloso portento.
Un tal Pedrito, del Castillo de Bettona, consumido por una enfermedad de 3 años, aparecía como disecado, desgastado por tan prolongado mal. Debido al mismo, se había contrahecho tanto de la cintura, que, siempre encorvado y doblado hacia el suelo, apenas podía andar ayudado de un bastón. El padre del niño recurre a la experiencia y habilidad de muchos médicos, en particular de los especialistas en fracturas de huesos. Estaba dispuesto a gastar todos sus bienes con tal de recuperar la salud del niño. Mas como todos respondieran que no había curación posible para aquel mal, acudió a la intercesión de la nueva santa, cuyos prodigios oía contar. Lleva al niño a donde descansan los preciosos restos de la virgen y, poco después de presentarse ante el sepulcro, recibió la gracia de la curación completa, ya que inmediatamente se yergue derecho y sano, andando, saltando y alabando a Dios.
La salvaje ferocidad de los crueles lobos asolaba la comarca; es más, muchas veces, abalanzándose sobre los hombres, se alimentaban de carne humana. Le sucedió a una mujer, de nombre Bona, de Monte Galliano, de la diócesis de Asís, que tenía 2 hijos; apenas acababa de llorar la pérdida de uno de ellos arrebatado por los lobos cuando he aquí que éstos se precipitaron con la misma ferocidad sobre el segundo. Estaba, en efecto, la madre en su casa entregada a los quehaceres del hogar cuando un lobo clava los dientes en el niño que se entretenía afuera, y, mordiéndolo en el cuello, huye a toda velocidad con su presa a la selva. Al oír los chillidos del niño, unos hombres que estaban en los viñedos gritan a la madre: “Mira a ver si tienes ahí contigo a tu hijo, porque acabamos de oír hace un momento gritos extraños”. Al darse cuenta la madre de que el hijo le había sido arrebatado por el lobo, levanta al cielo su clamor y, llenando el aire de lamentos, invoca a la virgen Clara, diciendo: “Gloriosa santa Clara, devuélveme a mi desdichado hijo. Devuelve, devuelve a la infeliz madre su tierno hijo. Si no lo haces así, me suicidaré yo arrojándome al agua”. Entretanto, los vecinos, corriendo tras el lobo, encuentran al niñito abandonado en el bosque y, junto a él, un perro que le lame las heridas. La fiera salvaje primero lo había atrapado por el cuello; luego, para llevar más fácilmente su presa, lo enganchó por la cintura; en ambas partes había dejado huellas bien marcadas de sus dentelladas salvajes. La señora, viendo atendido su ruego, acude con las vecinas donde su protectora y, mostrando a quien quiera ver las varias heridas del niño, prorrumpe en agradecimiento a Dios y a la santa.
La vida en pobreza de Santa Clara de Asís
en el ambiente cultural y religioso de su tiempo
En los primeros siglos de su evolución, Occidente tuvo, desde el punto de vista económico, un sello perfectamente definido. La vida económica se desarrollaba dentro de unas formas probadas por larga experiencia, y casi exclusivamente dentro de los límites de una economía natural y de intercambio. El dinero era escaso y se empleaba muy poco. Según nuestros conceptos actuales, el dinero era improductivo, un mero objeto valioso, que apenas servía para la vida práctica. Cada explotación, que en aquella época podía ser una finca, una hacienda o un monasterio (pues no se conocían otras), era autárquica; es decir, que producía y proporcionaba in situ casi todo lo necesario para vivir.
Las cosas cambiaron con las Cruzadas al poner en contacto cada vez mayor a los hombres occidentales con el Oriente, con los países del Levante Mediterráneo. Ese contacto significó para Occidente (y la moderna investigación histórica lo pone cada vez más en claro) el principio de una revolución económica, como hasta entonces no se había conocido. A esa revolución económica siguió un cambio social, que originó más tarde una transformación religiosa. Cabe decir que en esa época (hacia finales del siglo XII y comienzos del XIII), la estructura económica de Occidente cambió de manera radical por lo que a la economía respecta.
Esos movimientos se desencadenaron, ante todo, debido al intenso comercio con Oriente, que tomó un incremento inesperado. Los tesoros de Oriente, que resultaban fabulosos para la mentalidad occidental, empezaron a llegar a las tierras del Oeste europeo. Algunos de los que se habían hecho ricos en Oriente regresaron a casa, siendo acogidos con la misma admiración con que en los viejos tiempos se acogía al germano que regresaba de Roma o como siglos más tarde se recibiría a los emigrantes de América. Poco a poco se fue desarrollando un comercio regular. Vocablos todavía en uso, como bazar, almacén, barraca, tara, tarifa, etc., certifican la huella profunda del mundo oriental en la vida comercial de Occidente. Y, naturalmente, con las palabras y conceptos, se aceptaron también las realidades e instituciones. Occidente tomó de los árabes asimismo el nuevo sistema de numeración, que todavía se designa con su nombre. Con tal sistema de numeración y con el máximo invento del pensamiento matemático (el cero), la contabilidad se liberó de las viejas y rígidas formas romanas de escribir los números. Con ello se hizo posible a su vez la contabilidad en sentido moderno. Todo lo cual influyó en el comercio y su desarrollo, que sólo ahora pudo llegar a una verdadera contabilidad que de hecho se impuso.
Con todo ello la economía del dinero experimentó naturalmente un desarrollo extraordinario. Sólo entonces llegó el dinero a ser un verdadero instrumento de pago, mientras que antes sólo había sido una medida de valor para el comercio de trueque. Ello constituye uno de los acontecimientos económicos decisivos de la época: la economía dineraria se impone cada vez más a la economía natural. Aunque no en todas partes con la misma fuerza ni la misma rapidez, y en las ciudades antes que en el campo; pero el desarrollo de la economía del dinero empieza y se impone poco a poco de manera inexorable. A la fuerza del suelo y del trabajo corporal del hombre hay que añadir la fuerza del capital cada vez más. El dinero se hace productivo; es decir, trabaja para el hombre y en lugar del hombre. El comercio se hace impersonal y la economía también. Se abre paso un tipo de ganancia totalmente nueva, haciendo trabajar al dinero. Se produce una nueva forma de riqueza, antes desconocida. Surgen las primeras sociedades comerciales, en las que se puede participar poniendo dinero. Documentos venecianos de la época testifican que tales participaciones producían normalmente ganancias del 20 y, muchas veces, hasta del 50 %. Y mientras que el Cristianismo había visto hasta entonces las ganancias obtenidas sin trabajo como incompatibles con los principios de la vida cristiana, ahora los teólogos se muestran mucho más comprensivos con esta nueva forma de adquirir riquezas. Así se fue acumulando el capital en pocas manos. Y quien tenía el dinero, tenía el poder; de él dependían los demás. Entonces se echó de ver, por primera vez, el cambio fundamental de las estructuras económicas. Hasta los grandes Príncipes Electores dependían ahora de los capitalistas; como el Arzobispo de Colonia Konrad von Hochstaden (1238-1261), proyectista de su Catedral, que durante años estuvo en una dependencia opresiva de la rica familia comerciante de los Piccolomini de Siena.
Una terrible sed de dinero se apoderó de la gente. Lo acaparaban porque representaba el mejor seguro para una vida sin riesgo. El dinero era un valor permanente y del que se podía disponer en cualquier momento. En la posesión del dinero se vio de repente la base y garantía de la felicidad en la tierra. Dicho brevemente: nacía el sistema económico del Capitalismo, en forma gradual, pero a escala cada vez mayor. El dinero trajo la industria. Los mercaderes se procuraban las materias primas y las hacían elaborar. Junto a la artesanía autónoma nació la empresa industrial y, sobre todo, la textil y la metalúrgica. Con razón se ha señalado aquí la fecha de aparición del proletariado en Occidente, aquella clase de hombres que, por dinero, trabajan para un empresario. El trabajador aparece ahora al lado de los criados de las fincas y de los artesanos autónomos de las ciudades. Francisco, en su Regla no bulada, menciona, por ejemplo, a los “reyes y príncipes”, a los “agricultores, siervos y señores”, y también a los “laboratores, los obreros”. Éstos nacen como un nuevo estado de vida, entre los príncipes y los campesinos.
Como consecuencia de la economía dineraria, y en un campo completamente distinto, podemos observar un movimiento paralelo: esa economía impersonal hace posible el Estado moderno de funcionarios, en el que el Rey puede recompensar a sus empleados con dinero, sin que tenga ya que hacerlo con bienes raíces. El empleado está por ello mucho más ligado a la voluntad de su Rey, ya que puede perder más rápidamente su empleo. No es casual que encontremos por vez primera en la Sicilia de Federico II (1212-1250) ese Estado de funcionarios con todas sus ventajas y desventajas. Así, la economía dineraria condiciona dos nuevos estados sociales de la Cristiandad: los obreros y los funcionarios. El mentado desarrollo es mucho más intenso en las populosas ciudades del Sur de Francia, en el valle del Rhin y en Flandes, así como en el Norte y Centro de Italia, más expuestas a las nuevas influencias por obra de los comerciantes.
Se puede decir que en esas ciudades nace un Estado totalmente nuevo. Aparte del clero y de la aristocracia (que en el fondo eran lo mismo, ya que las personas importantes del clero salían de la aristocracia), y a su lado, surge el nuevo estado de la burguesía con plena conciencia de su poder e importancia. Con el nacimiento de las ciudades mercantiles e industriales llega la burguesía, tan desunida entre sí como compacta frente a los otros dos estados. En las ciudades se reúne el mundo de los comerciantes y de los artesanos, de los industriales y de los empleados, que desarrollan un género de vida totalmente nuevo. Es el pueblo para el que el trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida. Es la gente que no necesita seguir trabajando, porque ya ha trabajado en demasía; la gente a la que había que animar a tomar conciencia de sí misma y de su vida religiosa. Ahora el trabajo se valora de forma muy distinta a como se hacía antes. Si hasta entonces se había trabajado para conservar la vida, para sobrevivir, ahora se trabaja para ganar más. El comerciante que, con riesgo de su vida, viaja por distintos países, sólo sabe una cosa: aumentar sus ganancias y elevar así su existencia. El trabajo adquiere así una categoría mucho mayor en la vida del hombre, llenándolo todo. En la existencia de los ciudadanos alcanza una posición, a la que se subordina todo lo demás, incluida la vida religiosa. Esta breve descripción de un determinado aspecto de la situación coetánea, debe recordarnos que un mundo viejo, perfectamente ordenado, entraba en crisis, mientras que en muchos campos se iniciaba un orden de vida completamente nuevo.
Vamos a resumir, una vez más, las ideas de mayor importancia, que condicionan el futuro: comienza entonces para Occidente, y sobre todo en las ciudades comerciales de Italia que primero entraron en relación directa con el comercio de Oriente, una economía marcadamente capitalista. Pero, con el capitalismo inicial, se rompen por primera vez en Occidente también las ligaduras beneficiosas para el individuo en la economía y la sociedad. Como consecuencia de la economía capitalista, nace la industria y, con ella, la clase de los trabajadores, a la vez que se hace posible el Estado absolutista para con sus empleados. Florecen el comercio, la economía y la industria, y aportan prestigio y poder a la burguesía. Nace un nuevo tipo de hombre: el hombre que trabaja para obtener ganancias. Y, con ello, hasta el cristianismo corre un grave peligro en Occidente.
El Occidente cristiano tomó, en efecto, las formas externas de su pensamiento y actuación económicos de una cultura totalmente opuesta al Cristianismo. Esas formas externas que entonces adoptaron la vida y la economía, no eran en modo alguno cristianas, sino que habían sido creadas por el mundo y la cultura del Islam; es decir, por un mundo y cultura marcadamente vitalistas y sensuales, y con un sentido de afirmación de la realidad mundana, ajeno por completo al Cristianismo. Para el Occidente cristiano el peligro consistía en que, con las formas externas de la economía y el comercio, asumió también un espíritu extraño, que era el de la cultura islámica. El gran peligro estaba en que el desarrollo incipiente de la economía, el comercio y la industria, tenía que desviar, dado su origen, del espíritu cristiano.
El intenso contacto con otro mundo espiritual, con otras formas religiosas, trajo al Occidente una primera Ilustración. Aunque entonces el peligro para nuestros conceptos fuera pequeño, no dejaba de existir. Los típicos representantes de esta nueva actitud fueron el Hohenstaufe Federico II y su Estado siciliano de funcionarios. Pronunciara o no la frase sobre los tres grandes embusteros, en su corte de Palermo, judíos y musulmanes tenían la misma importancia que los cristianos. Tampoco podemos saber si sintió un profundo respeto hacia las cosas religiosas; pero lo que hizo en política, secularizándola en todos los aspectos y sin someterla en modo alguno a la religión, también lo llevó a cabo en la burguesía del comercio y de la industria, que se hacen cada vez más autónomos y con sus propias leyes. También se secularizaron. Justamente el ansia de seguridad económica por parte del individuo intensificó ese desarrollo, que de necesidad secularizó a su vez todo el campo de la vida pública.
En las ciudades italianas de la época empiezan a formarse partidos, que ya no dependen sólo de sus jefes religiosos o políticos, sino que se caracterizan pura y simplemente por la perspectiva económica del tener o no-tener. Así surgieron, por primera vez en el Occidente cristiano y de un modo frontal, las antítesis entre ricos y pobres. Los habientes, que eran los grandes mercaderes, la aristocracia y el clero alto, forman un partido. Se les llama “maiores”, los Grandes Señores. El otro partido se compone de artesanos, pequeños comerciantes, trabajadores y, pronto, se les une también el clero bajo. Se llama “minores”, la pequeña gente. Entre uno y otro estallaron terribles luchas partidistas, alentadas por la envidia y el odio. ¿Qué postura adoptará en semejante trance el Cristianismo del amor al prójimo?.
Otro peligro para el Cristianismo occidental fue la inmoralidad creciente que comportaba la riqueza. Dejando aparte todo lo demás que llegaba de Oriente como un lastre terrible, la codicia y la preocupación por las cosas terrenas se acentúan. La gente aprende a pensar sobre todo en la ganancia, el dinero y el provecho terrenal, y muy a menudo lo hace al margen de su existencia cristiana. En la vida de la gente prevalece el problema típicamente egoísta, y por tanto ajeno por completo a la mentalidad cristiana, de las ganancias materiales. Se puede renunciar a todo menos al dinero y a la ganancia que produce. En la IV Cruzada (1202-1204), tan importante para las arcas de los mercaderes venecianos, se echa de ver bien a las claras cómo prevalecen las miras egoístas de la economía y se aprovecha sin reparos hasta lo religioso como negocio. Ya el hecho de que se acometiera tal empresa es bien sintomático. Cuando la ética y la conducta moral de los cristianos empiezan a depender de las ganancias materiales, del provecho y ventajas que se pueden medir y contar, la vida interna de tales cristianos se divide con toda naturalidad en dos esferas distintas: la religioso-cristiana y la que nada tiene que ver con esa mentalidad. Las más de las veces es la última la que predomina, por lo que bien se podía ver con toda claridad el peligro que tal evolución suponía para el cristianismo.
Ese estado de cosas representa una situación muy peligrosa para el modo de ser cristiano. ¿Estarán en sus puestos los que han sido llamados para ser los vigías?. ¿Ve especialmente el clero el peligro que ello supone para la Iglesia y la vida cristiana?. Jacobo de Vitry, que fue Cardenal y amigo de los Hermanos Menores, escribe a sus amigos de Lüttich en una carta de 1216: “Después de pasar un tiempo en la Curia Papal, he visto muchas cosas que me disgustaron profundamente. Estaban tan preocupados con las cosas terrenas y temporales, con los reyes y reinos, los procesos y querellas, que casi no fue posible conversar un poco sobre las cosas espirituales”.
No se puede negar que en la propia Iglesia se extiende la solicitud por lo externo y mundano. Ahora bien, esa exterioridad y mundanidad son los mayores estorbos para la penetración honda del Cristianismo en las almas de los hombres. Fácilmente ocupan todo el espacio del alma humana, de modo que casi es imposible “conversar un poco sobre las cosas espirituales”. De ahí que también en la Iglesia se pueda observar el ansia de bienes materiales, de dinero y del mayor número posible de empleos lucrativos. La economía de la Curia Romana, además, adquiere una intensidad y volumen cada vez mayores. En apenas cien años llega a su máximo desarrollo. La economía de la Cámara Apostólica (como se llamaba al Ministerio Papal de Finanzas) aparece en todo Occidente como el prototipo, en especial para las Curias menores. La Cámara Apostólica llega a ser temporalmente la primera potencia económica, que financia las guerras y se preocupa por la política. Con una mirada retrospectiva podemos decir que en el Cristianismo penetró un espíritu que le era totalmente extraño y que a la larga podía matar lo que le era más esencial y propio.
Nunca hasta entonces en Occidente la vida y la enseñanza de la Iglesia se habían hecho tan problemáticas. Fueron sobre todo los círculos de vida religiosa los que más dolorosamente advirtieron el abismo entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo tanto en los fieles como en el clero. Esos hombres y mujeres se convirtieron en los portadores vivientes del movimiento religioso a finales de la Edad Media. Y, habida cuenta de la situación descrita, ese movimiento se transformó de modo espontáneo y hasta casi podríamos decir que de necesidad en un movimiento religioso de pobreza. Aquellos hombres y mujeres descubren que un Cristianismo con tales tensiones ya no es cristianismo; que cuando la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo discrepan tan abiertamente, se han perdido unos valores esenciales.
Ahora bien, en medio de la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos coetáneos, el movimiento de pobreza no se presenta con un programa reformista, sino con la exigencia de una vida nueva y, en definitiva, con el empeño por formar a un hombre nuevo, porque si el hombre no cambia, tampoco cambiarán las relaciones humanas en ningún tiempo ni lugar. De ahí, la llamada a una vida evangélica, al seguimiento de Cristo, que aquí era el seguimiento de Cristo pobre. En opinión de aquellos hombres y mujeres, lo cristiano sólo se podía salvar, si los cristianos volvían a tener el coraje de vivir como Cristo y sus Apóstoles.
Ahora bien, el movimiento de pobreza no se puso en marcha por obra de hombres y mujeres originarios de las clases inferiores y más pobres del pueblo, sino por gentes nobles y ricas; lo cual se refiere no sólo a los varones, sino también y de manera muy especial a las mujeres. A este respecto observa H. Grundmann: “La opinión, expresada a menudo, de que este movimiento religioso femenino del siglo XIII tiene su origen en la difícil situación económica y social de las mujeres de las clases populares bajas y pobres, y que habría arrancado ante todo de las mujeres que, por falta de varones, no podían llegar al matrimonio y habían de buscar otro "acomodo", es una opinión que no sólo contradice a los datos todos de las fuentes, sino que, además, confunde por completo el sentido de la religiosidad”. (Religiöse Bewegungen, p. 188). No fue la carencia de bienes, sino la huida de las riquezas y del buen pasar la que determinó su decisión por la pobreza voluntaria.
También a Clara le llegó la llamada a esa vida nueva a través sobre todo de Francisco, con su ejemplo y su palabra. Clara lo abandona realmente todo: la seguridad de la familia, las riquezas y privilegios de un linaje noble y acomodado, la posibilidad de un matrimonio congruente, la inminente herencia paterna, y hasta la posibilidad de ayudar generosamente a los pobres y necesitados, como lo había venido haciendo hasta entonces. Y la lista podría fácilmente alargarse. Como de un plumazo tachó Clara y renunció a todas las cosas, cuando en la noche del Domingo de Ramos de 1212 abandonó la casa paterna, corrió a la Porciúncula y recibió de Francisco el vestido de penitencia. “Dio al mundo el "libelo de repudio", dice su biógrafo, y no con cara triste, cual si perdiera algo, sino con una alegría y alborozo que nacían del conocimiento de que estaba a punto de ganar una riqueza nueva y superior, más aún, de ganarlo todo. No se hizo pobre por no poseer nada, sino, más bien, por no querer poseer nada.
Aquella noche, una doncella noble, rica y educada, se convirtió en una pordiosera, que de un modo consciente se enrola en el ejército de los pobres y desheredados. Quiere vivir conforme al Evangelio, como se lo había escuchado a Francisco. De ahí que, de una manera consecuente, quiera cumplir la exhortación del mismo Evangelio: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y da el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro permanente en el cielo” (Mt 19,21). El asunto de la parte de su herencia no lo abandona sin más en manos de la familia, de modo que ésta pudiera disponer de ella. En su proceso de canonización, tres hermanas declaran sobre el particular cómo Clara se impuso contra la voluntad de sus parientes, a fin de cumplir la palabra del Señor. Así, la hermana Cristiana, “También, sobre la venta de su herencia, la testigo dijo que los parientes de Madonna Clara habían querido dar más cantidad que ninguno de los otros, pero que ella no había querido vendérsela a ellos, sino a otros, para que no quedasen defraudados los pobres”. Lo cual significa, sin duda, que o bien Clara temió algún engaño por parte de los parientes, o bien que quiso evitar la apariencia de no haberlo vendido todo. Y continúa la Hermana Cristiana: “Y todo lo que recibió de la venta de la herencia lo distribuyó a los pobres”. Aquí se echa ya de ver la rectitud y la decisión que se manifiestan a lo largo de la vida de ambos santos cuando se trataba de vivir la pobreza.
De cuanto llevamos dicho, se deduce que Clara se sintió impulsada en lo más profundo a buscar la pobreza y su valor. Quiere ser pobre, porque Cristo había vivido pobre sobre la tierra. La pobreza es para ella una parte esencial del seguimiento de Cristo, con una visión que casi le impuso necesariamente la situación de aquellos días.
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