San Sabas de Capadocia o el Santificado
Abad.
Ermitaño. 532.
Nacido en Mutalaska, cerca de Cesárea en la Capadocia (Turquía) en el año 439. Era hijo de Juan y de Sofía, ambos notables en el país por su nobleza y por su virtud.
Su padre era oficial en los ejércitos del Emperador, y mandaba una compañía de Isauros. Habiéndose excitado en Alejandría algunas turbaciones, fue enviado a apaciguarlas, y su mujer Sofía le siguió. El viaje que se vieron precisados a hacer les obligó a dejar a su hijo Sabas, que sólo tenía 5 años, bajo la dirección y cuidado de Hezmias, su tío materno. El niño, aunque muy sufrido, no pudo aguantar el mal humor de su tío, que le trataba mal; lo que le obligó tres años después a retirarse a casa de un tío llamado Gregorio, hermano de su padre, que vivía en el lugar de Escandos. Esta preferencia, causó celos entre los dos tíos, pretendiendo cada uno apoderarse de la persona del sobrino, y entrar en la administración de la hacienda del padre.
Aunque Sabas sólo contaba entonces 8 años, se escandalizó de este conflicto, de las que determinó hacer cesar la ocasión y quitar la causa, para lo cual se retiró secretamente al Monasterio de Flaviano, a una legua de Mutalasca. Sola su corta edad prevenía tan poderosamente en su favor, que aquellos buenos religiosos le recibieron con gusto, y se encargaron de su educación.
Sin embargo de sus pocos años, no se veía persona en el Monasterio a quien no excediese en austeridad, en exactitud y en fervor. Habiendo un día manifestado al Superior el deseo que tenía de ir a visitar los Santos Lugares y los desiertos de la Palestina, el Abad, que conocía su virtud, se lo permitió, aunque con el pesar de privar a su casa de tan excelente modelo. Partió, pues, para Jerusalén en el año 457, y pasó el invierno en el Monasterio de San Pasarión, en donde su rara virtud se hizo admirar tanto como lo había hecho en el de San Basilio.
En el año 457 se trasladó al monasterio fundado por Pasarión en Jerusalén, pero éste no satisfizo sus aspiraciones. Pasó el invierno en un monasterio gobernado por el santo abad Elpidio. Los monjes querían que Sabas se quedase con ellos, pero el joven, que deseaba mayor silencio y retiro, prefirió el modo de vida de San Eutimio, quien se había negado a abandonar su celda aislada a pesar de que se había construido un monasterio expresamente para él. Sabas pidió a San Eutimio que le aceptase por discípulo. Pero el santo, juzgándole demasiado joven para el retiro absoluto, le recomendó a San Teoctisto, el cual era superior de un monasterio que quedaba a unos cinco kilómetros de la colina en la que él vivía.
Trabajaba el día entero y velaba en oración buena parte de la noche. Como era muy vigoroso, ayudaba a los otros monjes en los trabajos más pesados, cortaba leña y acarreaba agua al monasterio. Sus padres fueron a visitarle allí. Su padre quería que ingresara en el ejército y disfrutase de las riquezas que él había amasado. Como el joven se negase, le rogó que por lo menos aceptara algún dinero para poder vivir; pero Sabas sólo aceptó tres monedas de oro y las entregó al abad a su regreso.
Deseoso de soledad, a los treinta años, durante una permanencia en Alejandría, pidió y obtuvo de San Eutimio el permiso para retirarse a una gruta lejana, con el compromiso de regresar todos los sábados y domingos a hacer vida común en el monasterio.
Se dedicó a una vida llena de oración y penitencia. Partía del monasterio el domingo por la tarde, con una carga de hojas de palma, y regresaba el sábado por la mañana con cincuenta canastas, porque tejía diez canastas al día. Trabajaba diez horas al día haciendo canastos y los vendía para poder llevar alimentos a los más ancianos y débiles.
San Eutimio eligió a Sabas y a Domiciano para que le acompañasen a su retiro anual en el desierto de Jebel Quarantal, donde, según la tradición, ayunó el Señor durante cuarenta días. Los tres monjes iniciaron su penitencia el día de la octava de la Epifanía y volvieron aI monasterio el Domingo de Ramos. Durante aquel primer retiro, San Sabas perdió el conocimiento a causa de la sed. San Eutimio, compadecido de él, rogó a Jesucristo que se apiadase de su fervoroso soldado. Acto seguido golpeó la tierra con su bastón e hizo brotar una fuente. Sabas bebió un poco y recobró las fuerzas.
Después de la muerte de Eutimio en el año 473, San Sabas se adentró todavía más en el desierto, rumbo a Jericó. Allí pasó cuatro años sin hablar con nadie.
Cinco años después, de regreso en Jerusalén, fijó su domicilio en el valle de Cedrón en una gruta solitaria, a donde entraba por una pequeña escalera hecha con lazos. Su único alimento eran las hierbas silvestres que crecían entre las rocas, excepto cuando los habitantes de la región le llevaban un poco de pan, queso, dátiles y otros alimentos. Para tomar un poco de agua, tenía que recorrer una distancia considerable.
Por lo visto, su escalera reveló su escondite a otros monjes deseosos como él de soledad, y en poco tiempo, como en un gran panal, esas grutas inhóspitas en la pared rocosa se poblaron de solitarios pero no ociosos habitantes. Una de las primeras dificultades que surgieron fue la escasez de agua, pero el santo, viendo un día a un asno, hacer hoyos en la tierra, mandó excavar en ese sitio, y allí se descubrió una fuente que dio de beber a muchas generaciones.
Llegó a dirigir a 150 monjes cerca del mar Muerto y así nació la Grande Laura, uno de los más originales monasterios de la antigüedad cristiana. Sabas, con mucha paciencia y al mismo tiempo con indiscutible autoridad, gobernó ese creciente ejército de ermitaños organizándolos según las reglas de vida eremítica ya establecidas un siglo antes por San Pacomio.
Para que la guía del santo abad tuviera un punto de referencia en la autoridad del obispo, el Patriarca de Jerusalén lo ordenó sacerdote en el 491 a la edad de 50 años y nombrado jefe de todos los monjes de Tierra Santa. Después de la muerte del padre de Sabas, su madre se trasladó a Palestina y sirvió a Dios bajo su dirección. Con el dinero que su madre había llevado, Sabas construyó dos hospederías, uno para los forasteros y otro para los enfermos; también construyó uno en Jericó y otro en una colina de las alrededores.
Sabas, a pesar de su predilección por el total aislamiento del mundo, no rehuyó sus compromisos sacerdotales. Fundó otros monasterios, entre ellos uno en Emaús, y tomó parte activa en la lucha contra la herejía de los monofisitas, llegando al punto de movilizar a todos sus monjes en una expedición para oponerse a la toma de posesión de un obispo hereje, enviado a Jerusalén por el Emperador Anastasio.
Pero, habiéndose introducido la relajación en el monasterio de San Teoctisco, Sabas se retiró de todo punto y se fue al desierto del Jordán, a vivir cerca de San Cerásimo. Aquí fue donde, no pudiendo los demonios sufrir una tan eminente virtud en un religioso joven de 35 años, que sin haber perdido la inocencia llevaba más lejos que todos los otros sus austeridades, le declararon una guerra sangrienta, y emplearon todos sus artificios para ver si podían vencerle, o a lo menos aterrarle; pero San Sabas, armado de la oración, alcanzó otras tantas victorias cuantos fueron los combates que le presentaron los enemigos; y, lejos de acobardarse, buscó 4 años después una soledad todavía más horrorosa, la que encontró en las rocas de un alto monte, donde había vivido San Teodosio el Cenobiarca.
En el año 493, el Patriarca de Jerusalén nombró a San Sabas, Archimandrita de todos los monjes de Palestina que vivían en celdas aisladas (ermitaños) y a San Teodosio de Belén, Archimandrita de todos los que vivían en comunidad (cenobitas).
Creciendo cada día más la fama del Santo, se veía llegar todos los días nuevos discípulos, entre los cuales recibió a San Juan, llamado el Silenciario, que había dejado el obispado para ponerse bajo su dirección.
Habiendo quedado viuda después de algunos años Sofía, madre del Santo, vino a acabar sus días en una celdita cerca de su Monasterio, y tuvo el consuelo de morir santamente entre sus brazos. Del dinero que le había llevado edificó el Santo dos hospitales muy capaces para los pobres pasajeros y para los religiosos extranjeros que iban de viaje. Fundó asimismo un nuevo Monasterio a una legua de su ermita; y a media legua un Convento para educar a los novicios en la vida monástica y en la virtud, separados de los viejos.
Siguiendo el ejemplo de San Eutimio, San Sabas partía de la “laura” una o más veces al año y, por lo menos, pasaba la cuaresma sin ver a nadie. Algunos de sus monjes se quejaron de ello. Como el Patriarca no atendiese a sus quejas, unos 60 de ellos abandonaron la “laura” y se establecieron en las ruinas de un Monasterio de Tecua, en donde había nacido el profeta Amos.
Cuando San Sabas se enteró de que los disidentes se hallaban en grandes dificultades, les envió víveres y los ayudó a reconstruir la iglesia. El santo fue arrojado de su “laura” por algunos rebeldes; pero San Elías, el sucesor de Salustio de Jerusalén, le mandó volver.
Entre otras cosas, se cuenta que el santo se echó una vez a dormir en una cueva que era la madriguera de un león. Cuando la fiera volvió, cogió entre las fauces al santo por los vestidos y le echó fuera. Sin inmutarse por ello, Sabas volvió a la cueva y llegó a domar al león. Pero la fiera puso en aprietos al santo en varias ocasiones, de suerte que Sabas le dijo que, si no podía vivir en paz con él, más valía que retornase a su madriguera. Así lo hizo el león.
Por entonces, el Emperador Anastasio apoyaba la herejía de Enrique y desterró a muchos Obispos católicos. En el año 511, el Patriarca de Jerusalén, envió a San Sabas a ver al Emperador para que dejase de perseguir a los cristianos. San Sabas tenía 70 años cuando emprendió ese viaje a Constantinopla. Como el santo parecía un mendigo, los guardias del palacio del Emperador dejaron pasar a los otros miembros de la embajada, pero no a él. Sabas no dijo nada y se retiró. Una vez que el Emperador hubo leído la carta del Patriarca, en la que éste se hacía lenguas de Sabas, preguntó dónde estaba éste. Los guardias le buscaron por todas partes hasta encontrarlo en un rincón, orando.
El Emperador Anastasio dijo a los abades que pidieran lo que quisiesen; cada uno de ellos presentó sus peticiones, excepto San Sabas. Como el Emperador le urgiese a hacerlo, dijo que no tenía nada que pedir para él y que sólo deseaba que el Emperador restableciese la paz en la Iglesia y no molestase al clero. Sabas pasó todo el invierno en Constantinopla. Con frecuencia, visitaba al Emperador para discutir con él contra la herejía. A pesar de todo, Anastasio desterró a Elías de Jerusalén y le sustituyó por un tal Juan. Entonces, San Sabas y otro monje partieron apresuradamente a Jerusalén y persuadieron al intruso de que por lo menos no repudiase los edictos del Concilio de Calcedonia. Se cuenta que San Sabas asistió en su lecho de muerte a Elías en una ciudad llamada Aila, junto al Mar Rojo. En los años siguientes, estuvo en Cesárea, Escitópolis y otros sitios, predicando la verdadera fe, y convirtió a muchos a la ortodoxia y a mejor vida.
A los 91 años, a petición del Patriarca Pedro de Jerusalén, el santo emprendió otro viaje a Constantinopla, con motivo de los desórdenes producidos por la rebelión de los samaritanos y su represión por parte de las tropas imperiales. Justiniano le acogió con grandes honores y le ofreció dotar sus monasterios. Sabas replicó, agradecido, que no necesitaban renta alguna mientras los monjes sirviesen fielmente a Dios. En cambio, rogó al Emperador que rebajase los impuestos a los habitantes de Palestina, si tomaba en cuenta lo que habían tenido que sufrir a consecuencias de la rebelión de los samaritanos. Igualmente, le pidió que construyese en Jerusalén un hospital para los peregrinos y una fortaleza para proteger a los ermitaños y a los monjes contra los merodeadores. El Emperador accedió a todas sus peticiones.
Un día en que éste se ocupaba de los asuntos de San Sabas, el Abad se retiró de su presencia a la hora tercia para decir sus oraciones. Su compañero, Jeremías, le hizo notar que no estaba bien retirarse así de la presencia del Emperador. El santo replicó: “Hijo mío, el Emperador cumple con su deber y nosotros debemos cumplir con el nuestro”.
Poco después de regresar a su “laura”, el santo cayó enfermo. El Patriarca logró convencerle de que se trasladase a una iglesia vecina, donde le asistió personalmente. Los sufrimientos del santo eran muy agudos; pero Dios le concedió la gracia de una paciencia y resignación perfectas. Cuando Sabas comprendió que se aproximaba su última hora, rogó al Patriarca que mandara trasladarle a su “laura”. Inmediatamente, procedió a nombrar a su sucesor y a darle sus últimas instrucciones. Después, pasó cuatro días sin ver a nadie, ocupado únicamente de Dios. Murió al atardecer del 5 de diciembre del año 532, a los 94 años de edad. Sus reliquias fueron veneradas en su principal monasterio, hasta que los venecianos se las llevaron.
Reliquias de San Sabas de CapadociaPaseándose un día San Sabas con un monje joven a lo largo del Jordán, pasaron muy cerca de ellos unas señoras, acompañadas de una dama joven magníficamente adornada. El Santo, que andaba siempre con los ojos bajos, y que desde su noviciado se había puesto la ley de no mirar jamás a la cara de mujer alguna, queriendo saber si su compañero había estado tan modesto como él, le dijo: “Es lástima que esa señorita sea tan desgraciada; me parece que no tiene más que un ojo”.
“Con vuestra licencia, le respondió el novicio, yo la he mirado con mucho cuidado, y he notado que es muy bien hecha y que tiene sus dos ojos”. El Santo dio una viva reprensión al monje joven; y haciéndole comprender cuan necesaria era la modestia para conservar la inocencia, le envió a una soledad muy retirada, donde pudiera acostumbrarse a la mortificación de los sentidos.
San Sabas es una de las figuras señeras del monaquismo primitivo. Su fiesta se celebra en la Iglesia de Oriente y en la de Occidente. Su nombre figura en la preparación de la misa bizantina. El “Typikon” de Jerusalén, que consiste en una serie de reglas sobre la recitación del oficio divino, la celebración de las ceremonias y es la norma oficial en casi todas las iglesias del rito bizantino, se atribuye al santo, lo mismo que una regla monástica; pero, a decir verdad, es dudoso que San Sabas haya sido realmente su autor.
El principal de sus monasterios, la Gran “Laura” de Mar Saba (así llamado en honor del santo), existe todavía en la barranca del Cedrón, a unos 16 kilómetros de Jerusalén, en el desierto que se extiende hacia el Mar Muerto.
Entre los monjes famosos de aquel monasterio, se cuentan San Juan Damasceno, San Juan el Silencioso, San Afrodisio, San Teófanes de Nicea, San Cosme de Majuma y San Teodoro de Edesa.
En una época, el monasterio estuvo en ruinas, pero el gobierno ruso lo restauró en 1840. Actualmente está ocupado por monjes de la Iglesia Ortodoxa de Oriente, cuya vida no es indigna del ejemplo del santo fundador.
Después del Monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí (y tal vez de los Monasterios de Dair Antonios y Dair Boulos en Egipto), el de Mar Saba es el más antiguo de los monasterios habitados del mundo y, ciertamente el más notable. El paisaje desértico en el que está situado y la majestad de los edificios, que parecen fortalezas, no ceden a los del Monasterio de Santa Catalina. La fuente de San Sabas aún mana agua, su palmera todavía produce dátiles, los monjes llaman “pájaros de San Sabas” a las urracas que abundan en el sitio y les dan de comer.
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