Santos Quiricus y Julita
Madre e Hijo. Mártires. 305.
Martirizados bajo Diocleciano. Según las Actas de su martirio, Julitta huyó, con su niño de tres meses de edad llamado Quiricus, de Lycaonia a Isauria y luego a Tarsos en Cilicia (Turquía), cuando estalló allí la persecución de Maximiniano. Ella sufrió el martirio en la última ciudad nombrada, después que su niño había sido matado primero delante de sus ojos.
La veneración de los dos mártires era común en el Occidente en los
primeros tiempos, como lo demuestra la capilla dedicada a ellos en la Iglesia
de Santa María Antigua en Roma.
Julita era una joven señora cristiana, de casa ilustrísima y muy distinguida en el Asia, como descendiente de antiguos reyes, pero más respetada por su eminente virtud que por su noble nacimiento. Nació en Iconia, hoy Cogni, capital de Licaonia, donde San Pablo y San Bernabé habían predicado la fe de Jesucristo con tanto fruto y con tan feliz suceso.
Habiéndose casado con un caballero de la primera calidad,
como correspondía a su nobleza, fue su virtud ejemplo de señoras cristianas,
añadiendo su modestia nuevo lustroso realce a todas las demás prendas que la
adornaban; de manera que parecía como original del bello retrato de la mujer
fuerte que se describe en la Sagrada Escritura.
Tal era Julita cuando, queriendo Dios perfeccionarla con los trabajos y proponerla a la Iglesia como una mujer verdaderamente fuerte, le llevó su marido en la flor de la edad, dejándola viuda a los 22 años, sin más hijos que un niño, llamado Quirico, único fruto de su matrimonio, que todavía estaba en la cuna.
Libre de las cargas de casada, se dedicó enteramente a desempeñar las obligaciones del nuevo estado, sobresaliendo en el ejercicio de todas las virtudes que pide a las viudas el Apóstol. Fue su principal atención criar al niño Quirico en el santo temor de Dios, inspirándole desde luego aquellas máximas cristianas que le hicieron tan ilustre mártir, aun sin haber salido de las primeras niñeces. Apenas sabía hablar, y ya sabía qué cosa era ser cristiano. Todo su gusto era ser instruido en la religión y aprender de memoria sus preceptos. Correspondía perfectamente a las piadosas inclinaciones del hijo el celo de su santa madre. Nunca le hablaba sino del culto divino y de los principios del Evangelio.
Tenía solos 3 años el niño Quirico, cuando los Emperadores Diocleciano y Maximiano publicaron su cruel edicto contra los cristianos, empeñados en exterminarlos de todo el Imperio.
El Gobernador de Licaonia, llamado Domiciano, fue uno de los ministros que se mostraron más celosos en su puntual ejecución, y fue general la consternación en toda la provincia. En las plazas públicas no se veían más que ecúleos, potros, horcas y cadalsos, ni se hablaba de otra cosa que de suplicios y de tormentos.
Deseaba Julita con vivas ansias derramar su sangre por amor de Jesucristo, habiendo mucho tiempo que suspiraba por el martirio; pero se hallaba embarazada, temiendo que le arrancarían de los brazos y le criarían en la religión pagana. Resolvió, pues, ponerse a salvo de la tempestad por algún tiempo, y dejó la ciudad y la provincia, acompañada de solas dos criadas suyas.
Abandonando, pues, su casa, sus conveniencias y todos sus grandes bienes por salvar su fe y la de su hijo, se retiró a Seleucia, en la provincia de Isauria, asilo poco seguro, por estar más encendida la persecución en aquella provincia que en la de lconia. Su Gobernador, Alejandro, aun más cruel que Domiciano, persiguiendo furiosamente a los cristianos, satisfacía su ambición y su despique, porque a un mismo tiempo lisonjeaba a los Emperadores y contentaba la aversión personal que profesaba al Cristianismo.
Obligada Julita a buscar abrigo más seguro, a pesar de la fatiga y de las incomodidades de un viaje tan largo como penoso, se refugió en Tarso de Cilicia; pero el Señor, que la quería probar y premiar al mismo tiempo su fe, permitió que la fuesen siguiendo allí sus perseguidores. No había llegado a dicha ciudad, cuando el Emperador despachó una orden a Alejandro, Gobernador de Isauria, para que pasase a Tarso con comisión particular de poner en ejecución el edicto contra los cristianos, mandándole expresamente en la instrucción que a ninguno perdonase. Luego que llegó el Gobernador, fue acusada en su tribunal la joven viuda como cristiana, y, haciéndola arrestar, fue llevada a su presencia con su hijo en los brazos, sin mostrar la santa, alteración ni sobresalto.
Informado Alejandro de su alta posición, la recibió con mucha cortesía, y solamente le preguntó si era cristiana: “Lo soy, respondió Julita, y también mi hijo lo es”. “Me admiro, replicó el gobernador, de que una señora de tu nacimiento, de tus años, de tus prendas y de tu espíritu se haya dejado engañar de las extravagancias de esa religión”.
“Más me admiro yo, repuso la santa, de que un hombre que tenga no más que una leve tintura de razón pueda abandonarse a los absurdos y a las infamias del paganismo. Las que vosotros llamáis extravagancias en la religión cristiana, son unas máximas en las cuales reina la verdadera sabiduría, el buen juicio y la verdad; ni aun vosotros ignoráis que sólo en esta religión se encuentran la inocencia, el honor y la virtud”.
“Mucho menos ignoráis vosotros, replicó el Gobernador, ciego ya de cólera, que los tormentos se hicieron en el mundo para los cristianos”. Y, diciendo estas palabras, mandó que le arrancasen al hijo de los brazos y luego la pusiesen en el potro. Sintió más la Santa, la violenta separación de su hijo que el tormento que le iban a aplicar. Sus dos criadas, poseídas del miedo, la habían abandonado desde los principios; pero, recobradas del primer pavor, volvieron luego a mezclarse con la muchedumbre, para ver de lejos los tormentos que padecía su ama.
Era el ánimo del Gobernador aterrar a los cristianos con esta primera ejecución; y así, fue verdaderamente cruel. Descargaron una espesa lluvia de azotes con nervios de bueyes sobre el delicado cuerpo de la Santa, a cuyos furiosos golpes corrían por todas partes arroyos de sangre, quedando su hermoso cuerpo espantosamente destrozado.
El niño, mientras tanto, viéndose separado de su madre, comenzó a llorar y a gritar, haciendo cuantos esfuerzos podía para volverse a ella y para desembarazarse de los que le tenían en sus brazos. Viéndole tan vivo y tan hermoso, mandó el Gobernador que se lo llevasen; le puso sobre las rodillas para acallarle; comenzó a halagarle y acariciarle, aplicándole la boca para darle un beso; pero el niño volvió la cabeza, le apartó la cara con sus manecitas y, haciendo cuanto podía para deshacerse de él, le daba con los pies y le arañaba con sus pequeñas uñas. Por más diligencias que hizo el gobernador para que no mirase a su madre, nunca lo pudo conseguir, volviendo siempre el niño sus ojitos hacia ella, y gritando continuamente con la misma madre: “Yo soy cristiano, yo soy cristiano”.
Irritado Alejandro con estos gritos, y furioso de verse tan burlado, entró en tan descompuesta cólera que, cogiendo al tierno infante por una pierna y diciendo brutalmente: “ya que eres cristiano como tu madre, perecerás con ella”, le estrelló con rabiosa violencia contra el pavimento del tribunal, haciéndose pedazos la pequeñita cabeza en la primera grada, esparcidos los sesos por el suelo y llenándose todo él de aquella inocente sangre, inhumanidad que detestaron con horror todos los asistentes, desahogando en un sordo murmullo su justa indignación.
Sólo Julita vio con ojos enjutos aquel espectáculo, por lo cual el Gobernador mandó que la volviesen al potro; que le despedazasen los costados con uñas aceradas; que echasen pez derretida sobre sus delicados pies; y, mientras el pregonero la exhortaba en alta voz a que sacrificase a los ídolos, la santa, levantando mucho más la suya, gritaba: “Yo soy cristiana”.
La amenazaron con que sería tratada como su hijo, y ella exclamó: ”¡Ahí si deseo con ansia alguna, cosa, es tener parte en su dicha y caminar cuanto antes a hacerle compañía en la Gloria”. Ofendido el Gobernador, determinó quitársela cuanto antes de la vista, y mandó que le cortasen la cabeza.
No pudo disimular su extraordinaria alegría luego que oyó la sentencia, y, gritando sin cesar que era cristiana, los verdugos la metieron en la boca una gran bola para que no pudiese hablar mientras la conducían al lugar del suplicio. Llegando a él, les pidió la concediesen un corto espacio de tiempo para hacer oración; se hincó de rodillas, dio gracias a Dios por haber llevado para Sí a su querido hijo; le suplicó se dignase admitir el sacrificio que le hacía de su vida; levantó dulcemente los ojos al Cielo, y, tendiendo su cuello al verdugo, éste, de un golpe, le separó la cabeza, y consumó su martirio con tan gloriosa muerte el día 16 de junio del año 305.
Por la noche fueron las dos criadas suyas a retirar el santo cuerpo y el de su hijo San Quirico, los que enterraron en un sitio del territorio de Tarso, a bastante distancia del lugar de su martirio.
Habiendo vivido una de ellas hasta que el Emperador Constantino, 18 años después, dio la paz a toda la Iglesia, descubrió el precioso tesoro que había escondido; y, acudiendo todos apresuradamente a venerar las santas reliquias, se hizo desde entonces célebre su culto en todo el Oriente.
El culto de los santos Quirico y Julita se difundió rápidamente en Oriente, venerándose de especial modo en Antioquía donde se conservaban sus reliquias. En Europa occidental el encargado de difundir su devoción fue el obispo Amador de Auxerre hacia finales del siglo IV e inicios del V, quien se supone trasladó sus reliquias desde Antioquía hasta Marsella, depositándolas en la iglesia de San Víctor. Durante la Edad Media tuvo su gran difusión por España y por Italia. El Papa Vigilio (537-555) erigió una iglesia a nombre de los mártires en Roma a la altura de los foros. Hoy es título cardenalicio.
Es una pena tener que descartar una historia tan conmovedora y a la que tanto crédito se dio durante la Edad Media en Oriente y Occidente; pero la leyenda, tal como se ha conservado en todas sus formas, es positivamente una ficción. Las «Actas de Ciriaco y Julita» fueron proscritas en el decreto de Pseudo-Gelasio en relación con los libros que no debían ser leídos y, a pesar de que esta ordenanza no procedía del Papa San Gelasio, llegó hasta nosotros revestida con la autoridad de su antigüedad y de haber sido generalmente aceptada.
El Padre Delehaye favorece la opinión de que Ciriaco fue el verdadero mártir y el personaje central de la leyenda fabricada posteriormente. Tal vez procedía de Antioquía, como se afirma en el Hieronymianum, pero lo cierto es que su nombre aparece solo y no unido al de Julita en muchas inscripciones y dedicatorias de iglesias y lugares diversos, en toda Europa y el Cercano Oriente. Las muy diversas formas en que se ha conservado la leyenda hasta nuestros días, son un testimonio de su popularidad.
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