Beato Marcel Callo
Laico. Mártir de la Persecución
Nazi.1945.
Nació en Rennes, Francia en 1921, el segundo de 9 hijos de una familia pobre. La madre de Marcel le educó en la fe en casa y desde joven desarrolló una fuerte inclinación a seguir a Jesús. Cuando era lo bastante maduro, su madre le preguntó si creía que podía estar sintiendo una vocación al sacerdocio. Él le dijo que su vocación era ser laico, una posición desde donde podría hacer más bien por el mundo.
Marcel empezó sus actividades fuera del hogar sirviendo como monaguillo con 7 años. Con 10 años se unió a los scouts, una organización por la que desarrolló un gran afecto. De alguna forma los scouts respondían a su personalidad perfeccionista. Empezó a desarrollar sus cualidades naturales de liderazgo y forjó un carácter de disciplina personal. Por desgracia para Marcel, tuvo que dejar a los scouts con 12 años para ir a trabajar, cuando su hermano mayor entró al Seminario.
Marcel era lo que llaman los franceses un “auténtico bretón” terco y enérgico. Necesitó años para dominar su temperamento, y le ayudó mucho la responsabilidad que tuvo dentro de la Juventud Obrera Católica.
De día trabajaba en una editorial y nunca guardó secreto junto a su convicción católica. "Marcel tuvo solo una cara”, afirmó uno de sus amigos. Era miembro de la Cruzada Eucarística, militante que enseñaba a los jóvenes a vivir una oración ininterrumpida poniendo a la Eucaristía en el corazón de su vida.
En 1940, Francia fue ocupada por las tropas alemanas. Con la ocupación nazi de Francia, la vida cambió radicalmente para todos, especialmente para los católicos practicantes. Por ejemplo, se prohibieron oficialmente las actividades de las asociaciones cristianas, y las ramas del Movimiento de Juventud de Obreros Católicos tuvo que pasar a la clandestinidad. La gente se refería a ellos como los Juventud de Obreros Católicos de las Catacumbas.
En 1943, una de las hermanas de Marcel murió durante el bombardeo. En ese momento, también se vio obligado a realizar servicios de trabajos forzados.
Estaba comprometido para casarse en ese tiempo; sin embargo, aceptó realizar los trabajos forzados porque temía por lo que le podía pasar a su familia si se negaba. También veía el servicio de trabajo como una oportunidad para evangelizar.
Marcel y sus compañeros de la JOC, dedicaron su tiempo libre al “Centro de Recepción” del ferrocarril de Rennes a donde llegaban miles de refugiados. Allí buscó hacer contacto con sus paisanos que serían llevados a Alemania para efectuar trabajos forzados. Les prestaban sus brazaletes de la Cruz Roja y así lograron salvar a muchos de ser enviados.
Sin embargo, por tanto ayudarlos, le tocó su turno a Marcel y terminó en un campamento de Turingia.
El 19 de marzo de 1943, Marcelo es enviado a Turingia, a Zella-Melhis, donde los franceses trabajan en una fábrica de montaje de pistolas lanza-cohetes; hay que aguantar de pie durante diez horas al día, en medio de una atmósfera cargada, con compañeros que sólo piensan en llevar una vida de desenfreno.
A Marcelo le roban sus ahorros. Sus primeras semanas en Alemania son un verdadero calvario. No se permite ningún oficio religioso. Ni siquiera se cuestiona reconstituir allí la J.O.C., prohibida ya en Francia. No hay ninguna iglesia católica en esa región protestante.
Un día, no obstante, el horizonte se ilumina: descubre una pequeña sala donde un sacerdote alemán celebra la Misa el domingo. Se ha quemado un dedo en una máquina, le duelen los dientes y el vientre, pero el domingo podrá ir a Misa. Además, cada vez que puede, Marcelo hace una visita al Santísimo y acude a rezar a la Virgen. Allí consigue fuerza y coraje, y recupera su celo por las almas. "Aquí –escribe a su novia– hay muchas heridas morales que curar".
Poco a poco, Marcelo se lleva a sus compañeros los domingos, esperando que, dentro de cierto tiempo, todos irán a Misa. Cuando llega Pascua, puede sentirse contento: todos los miembros de su dormitorio están presentes, con una excepción. Una vez al mes, ante la petición de Marcelo, el sacerdote celebra una Misa para los francófonos con cantos franceses. "Asistían casi cien franceses. ¡Y cuánto entusiasmo! Cantábamos con una sola voz. Pero lo que más me agradó fue constatar que habíamos conseguido atraer a compañeros que no habían ido a Misa desde hacía años".
Para levantarles el ánimo, organiza actividades deportivas y artísticas (cantos, música y teatro). Su influencia se extiende cada vez más. Incluso los corazones endurecidos le respetan, y acuden de buen grado a pedirle consejo. Él siempre está dispuesto a ayudar, a escuchar las confidencias, a compartir su ración alimenticia con compañeros más necesitados y enfermos. Él mismo vive del recuerdo de su prometida, de quien habla con frecuencia, lo que desmonta las conversaciones obscenas de algunos. Por lo demás, basta que él llegue para que el tono cambie, pues su sola presencia impone el respeto.
El 19 de abril de 1944, muy temprano, Marcelo se dirige, como de costumbre, a la fábrica. Hacia las once, regresa al campamento de barracones. Joel, un compañero que trabaja de noche, se sorprende al verlo venir tan pronto: "¿Qué pasa, Marcelo, estás enfermo?" –Estoy detenido». Un agente de la GESTAPO entra inmediatamente, registra las cosas de Marcelo y examina con atención libros y papeles. Joel le pregunta por los motivos del arresto. "Es demasiado católico" –responde con frialdad el policía, que ordena a Marcelo que lo siga. El joven toma su rosario, estrecha la mano a Joel y le encarga: "Escribe a mis padres y a mi novia diciéndoles que me han arrestado".
En los diferentes campos de trabajo, la J.O.C. ha levantado una organización clandestina, y sus responsables aprovechan todas las ocasiones para encontrarse y entrenarse en el apostolado común, constituyendo una verdadera red de resistencia espiritual en Turingia. El Cardenal Suhard, Arzobispo de París, informado del magnífico entusiasmo de los jocistas, les escribe para bendecirlos y agradecérselo.
Por su parte, la GESTAPO, que los está espiando, ve en la J.O.C. un partido político antinazi. En abril de 1944, la policía alemana desmantela la red jocista. El 19, Marcelo coincide, en los calabozos de la GESTAPO, con once de sus amigos, dos de los cuales son sacerdotes y otros dos seminaristas. Unos después de otros, son interrogados, amenazados y maltratados. Quieren saber su plan de acción y los nombres de sus compañeros.
El domingo siguiente, desde las diferentes celdas, se alzan las voces de los doce prisioneros, que cantan la Misa de los Ángeles. Tienen miedo, hambre y frío, pero están profundamente unidos de corazón. A finales de abril, son conducidos a la prisión de Gotha, en espera de juicio. Durante el día, van a trabajar con los demás prisioneros a una granja vecina, donde comen cuando tienen hambre. El 16 de julio, en el camino de regreso del trabajo, un jocista entrega discretamente a uno de ellos unas hostias consagradas; es un gozo inmenso para los prisioneros, que pueden recibir a Aquél por quien son perseguidos y que esperan desde hace 88 días.
En agosto, tras un nuevo flujo de prisioneros, los jocistas son agrupados en una misma celda, donde sienten la alegría de rezar y cantar juntos. Los guardias llaman a esa celda "die Kirche", la iglesia. El 25 de septiembre, se les comunica el veredicto procedente de Berlín: se les condena a la deportación en un campo de concentración. Todos deben firmar su orden de internamiento, redactada en estos términos: "Por su acción católica con sus compañeros franceses, durante su servicio de trabajo obligatorio en Alemania, se considera perjudicial para el régimen nazi y para la salvación del pueblo alemán". De los doce, solamente cuatro volverán de los campos de la muerte, con una salud deteriorada.
Marcelo deja Gotha el 6 de octubre para ir al campo de Mauthausen, en Austria, donde sufren 20.000 deportados: torturas, asesinatos y enfermedades los diezman en una proporción del 90%. Deben trabajar en condiciones muy duras.
Marcelo es destinado al montaje de aviones, en una fábrica subterránea. Le roban las gafas; sus ojos no soportan ya la luz cegadora que reflejan las placas de aluminio y se enrojecen de sangre hasta el punto de que, algunos días, se queda casi ciego.
La menor torpeza es calificada de sabotaje y sancionada con terribles golpes de porra que Marcelo habrá de soportar en cuatro ocasiones. Enflaquecido, agotado y maltratado, todo lo soporta sin que el odio, ni siquiera el rencor, hagan mella en él; jamás insulta a sus verdugos. No deja de dar muestras de caridad, encontrando la manera de sembrar a su alrededor palabras de consuelo: "Confianza –dice–, Cristo está con nosotros. No hay que dejarse llevar, Dios nos guarda". Cerca de él se es feliz.
Su fe y paciencia heroicas son un verdadero ánimo para sus camaradas. Reza con quienes aceptan unirse a su plegaria. Sin embargo, su agotamiento físico es tan grande que, a veces, es él quien implora ayuda: "Ayudadme, por favor, ya no puedo más". Contrae tuberculosis y disentería; un edema en las piernas y una furunculosis le hacen sufrir cruelmente. En ese estado, es trasladado a la enfermería del campo.
Allí falta de todo, ya que la debacle del ejército alemán (es el mes de marzo de 1945) conlleva la penuria de alimentos y de medicinas. Los enfermos son abandonados y dependen unos de otros.
El día 18 al anochecer, Marcelo se desploma. El coronel Tibodo, un detenido francés destinado en la enfermería, lo lleva a su camastro y se asombra de su paciencia. Marcelo se apaga dulcemente ante su mirada, como una lámpara sin aceite: "Sólo le quedaba una mirada –dice–, una mirada que veía otra cosa, y que expresaba una profunda convicción de que partía hacia la Felicidad. Era un acto de Fe y de Esperanza en una vida mejor. Jamás he visto en ninguna parte y en ningún moribundo –y he visto miles– una mirada como la suya".
El día de su muerte, 19 de marzo de 1945, tenía la edad de 23 años. Muchos de sus amigos del movimiento también murieron como testigos fieles de Jesucristo. Perseguido por la Gestapo, Marcel fue un testigo hasta el final. Como el Señor, amó a su prójimo hasta el extremo y toda su vida se convirtió en la Eucaristía. Fue beatificado en Roma en 1987 con la presencia de algunos miembros de su familia.
"Marcel no se convirtió en un hombre del Evangelio por si solo", dijo el Papa cuando beatificó a Marcel. "Lleno de talento y buena voluntad, también luchó contra este mundo, él mismo, y contra las presiones de los demás. Abierto por completo a la gracia, dejó que el Señor lo guiara, incluso hasta el martirio".
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