San Antonino de Florencia
Arzobispo de Florencia.
1459.
Nació en 1389 en Italia. Era hijo único del notario Nicolás Pierozzi, que como su esposa Tomasa, se distinguía por su fervor religioso. Su nombre era Antonio, pero a modo de diminutivo le llamaban Antonino por su pequeña estatura.
A los 10 años de edad, Antonino acostumbraba ir todos los días a la iglesia de San Miguel, donde rezaba a los pies del Crucifijo y ante el altar de Nuestra Señora, en cuya honra recitaba siempre el responsorio Sancta et Immaculata Virginitas. La Santísima Virgen le concedió la excelsa virtud de la pureza, que Antonino conservaría hasta la hora de su muerte. Un lustro después, a los 15 años de edad en aquella misma iglesia, le brotó el deseo de abrazar el estado religioso en la Orden Dominicana. Fue durante la Cuaresma del año 1404.
A los 26 años entró en la Orden de los Dominicos y se encontró con Juan Dominici, el Superior del Convento. Al ver a Fray Juan Dominici, que después fue Cardenal Arzobispo de Ragusa y Legado de la Santa Sede en el reino de Hungría, le pidió el santo hábito. Éste le examinó, y quedó hechizado de la viveza de su ingenio, del candor y de la inocencia de sus costumbres, y de los ardientes deseos con que suspiraba por ser admitido en la Orden de Santo Domingo; pero viéndole tan pequeño y tan niño, le aconsejó que se esperase todavía algunos años, y por librarse de sus instancias con alguna aparente salida, habiendo entendido en el discurso de la conversación, que gustaba mucho Antonino de leer en el Derecho de Graciano, añadió sonriéndose: “Mira, estudia el Derecho Canónico, y, sabiéndolo de memoria, yo te doy palabra de que serás recibido”.
Era muy dura la condición, como de quien sólo intentaba por aquel medio despedir con honor al pretendiente, quitándole toda esperanza de ser jamás admitido; pero quedó sorprendido y asombrado cuando a los pocos días volvió Antonino a reconvenirle con su palabra, diciendo que estaba pronto a dar razón de todo el Derecho Canónico. Con aquella extraordinaria prueba de su casi milagrosa memoria y habilidad, le recibieron luego los Padres Dominicos, sin reparar en la debilidad de su complexión ni en sus pocos años.
Con el tiempo, se perfeccionó en los estudios, convirtiéndose en un eminente teólogo. Se preocupó sobre todo por esa teología práctica y necesaria, que se ocupa de los casos de conciencia.
Para no participar de la afrenta del cisma que entonces se pronunciara en torno del solio pontificio, se retiró de Florencia una noche, juntamente con los religiosos de Santo Domingo, pues quería permanecer fiel a aquel que su maestro sin vacilación le designara, de acuerdo con Santa Catalina de Siena, como el verdadero Pontífice: Martín V, cuya elección pondría más tarde fin al cisma.
Papa Martin VSe establecieron entonces en Foligno, donde retomaron la vida santa y austera que les había prescrito fray Giovanni Dominici. Hubo sin embargo una devastadora peste, que los obligó a refugiarse en Cortona. Allí San Antonino fue designado prior, en 1418, con apenas 29 años de edad.
A partir de entonces la reforma dominicana, muy debilitada por el cisma y por la peste, tomó un vigoroso impulso. San Antonino (cuya reputación de ciencia, prudencia y santidad era por todos conocida) se tornó el alma de este saludable movimiento. Al año siguiente, 1419, falleció en Hungría su querido e inolvidable maestro Giovanni Dominici, cardenal de Ragusa.
Se juntaban en Antonino dos grandes cualidades: tenía una inteligencia realmente privilegiada y era de una gran bondad innata. Ambas virtudes le granjearon un enorme prestigio y le confirieron la autoridad indispensable para enfrentarse a las profundas reformas que necesitaba el clero que estuvo a su cargo en las diferentes dignidades eclesiásticas que se le encomendaron.
Fue Prior de San Marcos de Florencia y Arzobispo de la ciudad en 1445. Se opuso a la política de los Médicis y defendió las libertades florentinas. El Papa Nicolás V le consultaba en los negocios del Estado y de la Iglesia, y decía de él que merecía ser elevado a la dignidad de los altares aún estando vivo.
Fue fundador del famoso Convento de San Marcos en Florencia y encargó a Fray Angélico, su compañero de noviciado y afamado pintor, la pintura de todos los ahora célebres cuadros en este Convento.
Convento de San Marcos en Florencia
El santo vio aquella casa religiosa ser magníficamente restaurada, embellecida por la generosidad de los Médicis y por los incomparables trabajos artísticos de Fray Angélico, además de ser dotada de una excelente biblioteca.
A pesar de su mala salud, fue nombrado Arzobispo de Florencia en 1446 y se supo ganar el cariño de su gente por su bondad y caridad, pues daba a los pobres todo lo que caía en sus manos. Pero también sabía exigir, y combatió los juegos de azar, la usura y la brujería que se practicaba en esta ciudad.
Los hábitos del santo en nada se modificaron después de ascender a tan alto y codiciado cargo, pues tanto su vida privada como la del Palacio Arzobispal se vieron imbuidas de la antigua austeridad medieval. Con el ejemplo, el nuevo arzobispo luchó contra la sed insaciable de placeres que el espíritu renacentista de entonces suscitaba intensamente en las almas. Más allá del ejemplo, su vigorosa actuación antirrenacentista se manifestó igualmente eficaz.
Era auxiliado por apenas seis personas, que él se empeñó en dotar con buenos ingresos, impidiendo así que pudieran ser objeto de sobornos de parte de cuantos buscaban los favores de la arquidiócesis.
Tomaba conocimiento de todas las causas que debían ser juzgadas en su tribunal. Todos se sentían tan bien con las sentencias, opiniones y consejos del santo, que incluso antes de ser nombrado arzobispo ya era conocido como “Antonino el de los Consejos”.
Su humildad lo hacía duro e intransigente consigo mismo, mientras que su mansedumbre lo hacía magnánimo, paciente y afable con los demás. Muy solicitado por visitantes, recibía a todos, se diría que no había prelado más accesible: oía las quejas, hasta las más prolongadas, con una paciencia infatigable, respondiendo con una dulzura que nada desarmaba. Antonino resolvió el difícil problema de no separar la dulzura de la severidad indispensable en un jefe. Su único deseo era conseguir que los culpables se enmendaran. A pesar de las numerosas obligaciones impuestas por su dignidad episcopal, jamás perdía la soledad, la paz y la serenidad de corazón, estando continuamente vuelto a la contemplación de las cosas de Dios.
Era tal la justicia de sus fallos que el Papa prohibió que las sentencias que él dictaba fueran apeladas. El santo supo muy bien valerse de ese favor en beneficio de la Iglesia, librando a su arquidiócesis de las prácticas impías, inmorales y funestas de la magia, de la llaga de la usura, de los charlatanes y de los comediantes. Todas aquellas sombras ya eran consecuencia del espíritu renacentista, que entonces se expandía por todas las clases y ambientes de la Cristiandad.
Se había inventado un juego en que la juventud florentina perdía diariamente fuertes sumas de dinero, con gran perjuicio para las familias. Inicialmente el santo prohibió ese juego, bajo pena de excomunión. En seguida, pasó a ir a los lugares donde se jugaba, expulsando a los que allí se encontraban, volteando las mesas, los dados, el dinero y las apuestas. Su desvelo libró a los templos de la presencia de personas insolentes, que profanaban la santidad del lugar con conversaciones sacrílegas.
No temió siquiera oponerse a los magistrados y al brazo secular, cuando, abusando de su poder, violaban los derechos y las inmunidades de la Iglesia. Reprimió las violencias con censuras eclesiásticas, sin importarle las amenazas que le eran hechas. Cierto día, alguien le amenazó con echarlo por la ventana y privarlo del arzobispado, a lo que el santo, calmamente, respondió diciendo que no se juzgaba digno del martirio y que siempre había deseado ser exonerado del Episcopado...
Habiendo arrestado a un Ministro del Papa, el Consejo Supremo de Florencia, y no habiendo podido lograr el Arzobispo que le pusiesen en libertad, mandó cesar el oficio divino en la Catedral a la vista de los magistrados, y puso en Entredicho a la Iglesia.
Por más que le maltrataron, se mantuvo inflexible; y como le amenazasen que le echarían de la ciudad, mostrando el Santo la llave de la celda que ocupaba en el Convento de Cortona, y traía siempre colgada de la cinta, respondió: “Si me obligaren a salir de Florencia, siempre tendré donde retirarme”.
Una vez vendió la única mula que tenía para viajar, y el dinero que le dieron por esa venta lo repartió entre gentes muy pobres. El comprador de la mula se la volvió a regalar, y después de varias veces se repitió esta curiosa venta y el subsiguiente regalo.
Cada día recibía a todas las personas que querían hablarle, pero prefería a los más pobres, y a disposición de ellos tenía siempre todos los dineros y regalos que recibía. Varias veces vendió el mobiliario de su Casa Episcopal, para poder ayudar a los pobres. Y muy frecuentemente regaló a los necesitados las ropas que tenía para cambiarse. Fundó una asociación para ayudar a los "pobres vergonzantes", o sea a aquellos que habiendo tenido antes una buena situación económica, habían llegado a una gran pobreza.
Cuando llegó a Florencia la enfermedad del tifo negro, el Arzobispo Antonino vendió todo lo que tenía para conseguir ayudas para los enfermos, y se dedicó de día y de noche a asistir a los apestados. Adquirió una gran fama de santo y obrador de milagros. Un noble de Florencia tenía un hijo muy enfermo, que acabó falleciendo. El padre lloró mucho esa muerte y se dirigió a San Antonino, pidiéndole que lo resucitase. Ante tan arduo pedido, movido por la compasión, el santo se puso en oración. Al terminar, consoló el padre, diciéndole que no llorara más, porque al llegar a casa encontraría a su hijo vivo, lo que efectivamente sucedió.
Después cuando hubo una serie de terremotos, se dedicó con todas sus fuerzas y con todo su personal a llevar ayudas a los damnificados. El jefe civil y militar de Florencia, Cosme de Médicis, exclamaba: "Si nuestra ciudad no fue destruida, se debe en gran parte a los méritos y oraciones de nuestro Santo Arzobispo".
Entre tanta actividad, maravilla el hecho de haber tenido tiempo para escribir numerosas obras, entre las cuales merece una mención particular la Summa moral, definida “una gran enciclopedia sistemática del pensamiento y de la práctica de la vida cristiana”. En todos sus escritos se nota la tendencia a descartar las “doctrinas sublimes” para detenerse solamente en lo que consideraba útil para él y para los demás.
Era un hombre práctico, sensible a los problemas sociales de su tiempo, deseoso de dar un significado cristiano a los nuevos fermentos humanísticos. Lo llamaban ingeniosamente “Antonino de los consejos” por su extraordinaria versatilidad en el campo religioso, jurídico, político y económico, que lo ocupaba diariamente en audiencias a los numerosos visitantes de toda clase que iban a plantearle sus problemas.
Llegando a oídos del Papa Pío II el gran fruto que había hecho en Florencia, quiso hacerle miembro de la junta que había formado para reformar los abusos de Roma; pero antes llamó Dios a su fiel siervo para premiarle eternamente. Murió con la muerte de los santos el día 2 de mayo del año 1459, a los 70 años de edad, y a los 3 de su pontificado.
Su cadáver, todavía sin embalsamar, quedó expuesto a los elementos durante más de una semana. La esperada descomposición del cuerpo jamás llegó y, dada la magnitud del milagro, se tomó la decisión de construir un ataúd de cristal para que todos pudieran apreciar uno de los ejemplos más celebres de incorruptibilidad cadavérica. Todavía puede verse “descansando en paz” en la Iglesia de San Marcos, en Florencia, Italia. 74 años después lo canonizó Clemente VII.
Cuerpo del Santo en la Iglesia de San Marcos, Florencia.



























Comentarios
Publicar un comentario