San Dámaso I
Papa. 384.
Papa N° 37 de la Iglesia. Dámaso podría haber nacido en Roma en el año 305, en una familia de ascendencia española, cuyo padre, Antonio, había hecho toda su carrera eclesiástica no lejos del Teatro de Pompeyo, junto a los archivos de la Iglesia romana, siendo "notario, lector, levita y sacerdote". Su madre se llamaba Laurencia y llegó a la edad de 92 años. Tuvo también otra hermana menor, llamada Irene, la cual se consagró a Dios vistiendo el velo de las vírgenes.
El Santo se formó a la sombra del padre, en un ambiente elevado, teniendo ocasión de relacionarse con lo mejor de la sociedad romana, tan compleja, pues alternaban los cristianos fervorosos con los viejos patricios adictos al paganismo, los herejes irreductibles y los empleados públicos, cuyas convicciones variaban según soplasen los aires de la política imperial. La educación de Dámaso fue exquisita, y desde el primer momento se orientó hacia la carrera eclesiástica, destacándose entre el clero de la Urbe. Como toda persona de mérito, tuvo que sufrir la calumnia o la enemistad, y, por su labor entre las damas piadosas, que solicitaban su dirección, le motejaron los envidiosos de halagador de oídos femeninos: “Auriscalpius feminarum”.
Hombre de gran virtud, de inteligencia cultivada y bien visto en la aristocracia. Fue clérigo y participó en la administración central de la Iglesia. Era diácono cuando el Papa Liberio fue desterrado por Constancio en el año 355. No contento con hacer juramento, junto con el resto del clero, de no reconocer otro Papa que a él, le acompañó durante algún tiempo en el destierro. Sin embargo, no tardó en volver y se unió al diácono Félix, que había sido nombrado Papa por orden de Constancio. De nuevo estuvo junto a Liberio, cuando vuelve de Berea de Tracia.
Papa LiberioA la muerte del Papa Liberio, fue elegido por gran mayoría Papa en octubre del año 366, pero un cierto número de ultra conservadores seguidores del difunto Papa Liberio, lo rechazaron, y escogieron al diácono Ursino (o Ursicino), quien fue de modo irregular consagrado, y quienes para tratar de sentarlo en la silla de Pedro ocasionaron gran violencia, llegando al derramamiento de sangre.
Desde que el 26 de octubre, el Emperador Valentiniano dio orden de destierro contra el Antipapa, la revuelta se apoderó de Roma. Los partidarios de Ursino se hicieron fuertes en la Basílica Liberiana, teniendo que soportar un verdadero asedio de los seguidores de Dámaso, donde dominaban los cocheros y empleados de las catacumbas. Armados de sus herramientas de trabajo y de hachas, espadas y bastones, se aprestaron al asalto de la Basílica. Algunos lograron subir al techo y lanzaron contra los leales de Ursino no precisamente pétalos de rosas, conmemorativos de la nieve legendaria que diera pie a la erección del templo, sino teas encendidas, que ocasionaron 160 muertos.
El cisma Urciniano llevó a los dos bandos hasta la lucha personal. Juvencio, Prefecto de la ciudad, después de 3 días de matanzas entre urcinianos y damasianos, intervino, reconociendo la legitimidad de Dámaso y desterrando a Urcino. Los 7 presbíteros que le seguían continuaron sus reuniones cismáticas, fortificándose en la Basílica liberiana. Al cabo de un año, bajo el pretexto de neutralidad, permitió el Emperador la vuelta a la ciudad a Urcino, desterrándole a los pocos días Pretexto, nuevo Prefecto de la ciudad, por los desórdenes que promovía. Hizo también desalojar la Basílica liberiana que fue entregada al verdadero Papa. Siguieron alborotando los urcinianos en los arrabales de Roma, y se reunían en Santa Inés. Por todo ello, el Emperador desterró definitivamente a Urcino a Francia. Pero siguió luchando contra Dámaso. No pudiendo derribarlo por las armas, los urcinianos tomaron el camino de la difamación.
Los partidarios del Antipapa (ya en Milán aliado a los arrianos y hasta su muerte pretendiendo la sucesión) no dejaron de perseguir a Dámaso. Una acusación de adulterio fue presentada contra él en la Corte Imperial, pero fue exonerado de ella primero por el propio Emperador Graciano y poco después por un Sínodo romano de 44 Obispos qué también excomulgó a sus acusadores.
Dámaso tenía otros cismas que resolver. A él se debe la expulsión de los donatistas establecidos en Roma. Habían formado una iglesia en Roma gobernada por un Obispo africano. El mismo Concilio del año 378 pide a Graciano su expulsión. Tuvo que enfrentarse también con los luciferianos, que habían protestado antes contra las disposiciones de Rímini. Consideraban como una prevaricación la benevolencia que se había usado con los representantes de Liberio. Habían nombrado a un Obispo (Aurelio) y un sacerdote, asceta famoso, llamado Macario. Se reunían privadamente en casas particulares.
Para refutar sus errores mandó a San Jerónimo que escribiera los diálogos contra los luciferianos. La historia de estos acontecimientos ha sido largamente contada por sacerdotes luciferianos en su Libelo de preces al Emperador, donde exponen sus teorías.
Dámaso defendió con vigor la fe católica en una época de graves y variados peligros. En dos Sínodos romanos (años 368 y 369) condenó el Apolinarismo y Macedonianismo; también envió Legados al Concilio de Constantinopla (año 381), convocado contra las herejías mencionadas. En el Sínodo romano del año 369 o 370, Auxentio, el Obispo arriano de Milán fue excomulgado; mantuvo la sede hasta su muerte, en el año 374, facilitando la sucesión a San Ambrosio.
El hereje Prisciliano, condenado por el Concilio de Zaragoza en el año 380, atrajo a Dámaso pero en vano. Dámaso animó a San Jerónimo para realizar su famosa revisión de las versiones latinas más tempranas de la Biblia.
En cuanto a herejías, su mayor preocupación era el arrianismo. Roma se había pronunciado abiertamente contra las doctrinas arrianas en el Concilio de Nicea y siempre había mantenido una línea clara en este punto. Al tiempo de la elección de San Dámaso eran arrianos: los Obispos Restituto de Cartago y Auxencio de Milán, y otros muchos del Ilírico y, sobre todo, de la región del Danubio. El Emperador no quería problemas por causa del arrianismo, y la situación era dudosa. En el año 369, San Atanasio escribe a los Obispos de Egipto y Libia, y habla del "querido Dámaso", pero muestra su inquietud por el estado de cosas de Occidente. Un poco después otra carta del mismo santo Obispo habla de recientes Concilios reunidos en las Galias y España, y en la misma Roma, en que se tomaron medidas contra Auxencio de Milán. El Concilio de Roma es conocido por la carta Confidimus, del propio San Dámaso a los Obispos de Iliríco. Esta carta es una firme declaración de los principios de Nicea.
Pero fue necesario esperar la muerte de Auxencio, en el año 374, para reemplazarle por un obispo ortodoxo: San Ambrosio. En la región dalmaciana (Ilírico) el arrianismo conservó durante mayor tiempo su hegemonía, aunque en el año 481 el Concilio de Aquilea, en el que San Dámaso no llegó a intervenir, condenó vigorosamente los manejos de los herejes.
En Oriente la política religiosa del Papa tuvo menos éxito, porque la situación era más embrollada. Los católicos estaban divididos a causa del cisma de Antioquía. Los unos eran partidarios de Melecio, que había sido elegido según la regla, los otros se inclinaban a favor de Paulino. San Basilio de Cesárea era el jefe de los primeros, y con él casi todo el episcopado oriental. Pero Roma, bajo la influencia de San Atanasio, se había pronunciado por el segundo. A partir del año 371 fueron llevadas a cabo, largas y penosas negociaciones por San Basilio para obtener la condenación explícita de Marcelo de Ancira y después la de Apolinar de Laodicea, así como el reconocimiento de Melecio de Antioquía. San Dámaso se contentó con remitir la carta Confidimus del Concilio Romano del año 370. El asunto de Marcelo de Ancira se resolvió con la muerte del hereje, y el de Apolinar con su condenación en el año 375. El caso de Melecio fue más complicado, porque la solución dependía en gran parte de aceptar o rechazar por parte de San Basilio la terminología trinitaria usada en Roma. San Dámaso comenzó por mostrarse intransigente en este punto; después hizo concesiones, aunque un Concilio romano del año 376 parecía volver al estado primitivo. Sin embargo, la muerte de San Basilio en el año 379 allanó el arreglo, más necesario que nunca.
San BasilioUn gran Concilio reunido en Ancira aquel mismo año aceptó las fórmulas propuestas por el Papa. Mas este Concilio, presidido por el propio Melecio, no podía ser grato a Dámaso, que era partidario de Paulino. Muerto aquél en el año 381, no pasó, empero, Paulino a la silla de Antioquía, como hubiera deseado el Papa, sino Flaviano, lo cual contribuyó en alguna forma a aislar el Oriente de Roma por no resolverse el mencionado cisma.
Durante algún tiempo, San Jerónimo también fue su secretario particular. San Dámaso, fue el mecenas de San Jerónimo, entre cuyos trabajos se encuentra la Vulgata, traducción de la Biblia al latín que se utiliza en la Iglesia romana como oficial desde el Concilio de Trento.
Apoyó la petición de los Senadores cristianos ante el Emperador Graciano para retirar el altar de la Victoria del Senado, y vivió para dar la bienvenida al famoso decreto de Teodosio I, "Del fide Católica" del año 380 que declaraba como religión del Estado romano aquella doctrina que San Pedro había predicado a los romanos y de la cual Dámaso era su cabeza suprema.
Altar de la VictoriaUna vez que Constantino concedió por el Edicto de Milán del año 313 la paz a la Iglesia y comenzaron a surgir en la urbe las grandes Basílicas cristianas, nos cuesta trabajo entender que Roma siguiera siendo "oficialmente" pagana todavía casi a fines del glorioso siglo IV. El Edicto de Milán propiamente no cambió la situación legal del paganismo. Seguían abiertos los templos paganos, seguían expuestas en plazas, foros y paseos, las estatuas de los dioses, seguían recibiendo los sacerdotes del antiguo culto sus subvenciones estatales. Gran número de las familias de la nobleza romana seguían apegadas a sus antiguas creencias.
El poeta español Prudencio, que hizo una visita a Roma a principio del siglo V, pudo todavía contemplar a los sacerdotes coronados de laurel cuando se dirigían apresurados al Capitolio, por el amplio espacio de la Vía Sacra, conduciendo las víctimas mugientes.
Allí vio el templo de Roma, adorada como una divinidad, y el de Venus, quemándose el incienso a los pies de ambas diosas. Como en los versos de Horacio, vio a las vestales taciturnas acompañar al Pontífice según subían las gradas de altar.
El mundo en que vivió San Dámaso casi pudiera decirse que, con Emperadores ya cristianos, seguía siendo pagano, y era frecuente sentir el balanceo de la hegemonía de una u otra religión. Quizá donde estaba simbolizada esta lucha era en la susodicha estatua de la Victoria, el símbolo más venerable del paganismo oficial.
Toda de oro macizo, representaba a una mujer de aspecto marcial y formas opulentas, que desbordaban los pliegues holgados de su túnica, ceñido el talle por un cinturón guerrero. La diosa, ágil y robusta, se apoyaba sobre un pie desnudo, extendiendo, como un ave divina, sus ricas alas, en actitud de cobijar a la augusta asamblea. Delante de la estatua había un altar, donde cada senador, al entrar en la curia, quemaba un grano de incienso y derramaba una libación a los pies de la diosa protectora del Imperio.
Esta estatua, que para los cristianos era objeto de escándalo y para muchos miembros del patriciado como el postrer vestigio de la pujanza política del paganismo, sufrió numerosas vicisitudes. Verdadero símbolo de la vieja religión, compartió con ella su suerte. Durante la lucha de los cultos, que llena todo el siglo IV, la Victoria desciende de su pedestal cuantas veces el cristianismo sale triunfador, y vuelve a encumbrarse en el solio, cuando el culto de los dioses reanuda su ofensiva.
El Emperador Constante la retira o la vuelve a restablecer. En el viaje a Roma de Constantino, la manda de nuevo retirar. Salido Constantino de Roma, la mayoría pagana del Senado la restablece en su sitio. Joviano la deja en paz. Valentiniano la tolera; pero la suprime una orden de Graciano, el primero de los Emperadores que se mostró cristiano en la vida pública y en la privada. El dolor de los senadores paganos fue grande, y enviaron una comisión a Milán, donde residía el Emperador, para pedirle la revocación de la orden.
Pero los cristianos del Senado se adelantaron, pues llegó antes a Milán una carta de San Dámaso, y Graciano se negó a recibir a los comisarios, persistiendo en su resolución.
Todavía la lucha perdura, pues a la muerte trágica de Graciano, ocurrida al año siguiente, ocupa el trono Valentiniano II, de quien creyeron poder obtener en su inexperiencia lo que negara resueltamente el anterior Emperador. Entonces entran en juego dos hombres importantes. Símaco, Prefecto de la ciudad de Roma, pagano acérrimo de la vieja escuela, que presenta un alegato lleno de nostalgia por los dioses paganos, que dieron el poderío y grandeza a Roma a través de 1.200 años de su historia, y San Ambrosio, que pondera la causa cristiana. En fin, son los últimos estertores del paganismo clásico. También Prudencio, en su poema “Contra Simmacum”, nos ha contado los últimos incidentes de este duelo, que acabó con la victoria definitiva del Cristianismo.
Cuando, en el año 379, la Iliria fue separada del Imperio de Occidente, Dámaso se movió para salvaguardar la autoridad de la Iglesia romana creando una Vicaría Apostólica y nombrando para ella a Ascolio, Obispo de Tesalónica; éste es el origen del importante Vicariato Papal durante mucho tiempo ligado a la sede. La primacía de la Sede Apostólica fue defendida vigorosamente por este Papa, y en el tiempo de Dámaso por actas y decretos imperiales; entre los pronunciamientos importantes sobre este tema esta la afirmación que basa la supremacía eclesiástica de la Iglesia romana en las propias palabras de Jesucristo (Mateo16:18) y no en decretos conciliares.
Este desarrollo de la administración papal, sobre todo en Occidente, trajo con él un gran aumento de grandeza externa. Esta magnificencia seglar, sin embargo, afectó las costumbres de muchos miembros del clero romano cuya vida y pretensiones mundanas, fueron amargamente reprobadas por San Jerónimo, provocando en el 370, que con un decreto del Emperador Valentiniano dirigido al Papa, se prohibiera a los eclesiásticos y monjes (posteriormente a Obispos y monjas) dirigirse a viudas y huérfanos para persuadirlos con la intención de obtener de ellos regalos y herencias. El Papa hizo que la ley fuese estrictamente observada.
Dámaso restauró su propia iglesia (ahora iglesia de San Lorenzo en Dámaso) y la dotó con instalaciones para los archivos de la Iglesia romana. Construyó la Basílica de San Sebastián en la Vía Apia (todavía visible) edificio de mármol conocido como la "Platonia" (Platona, pavimento de mármol) en honor al traslado temporal a ese lugar (año 258) de los cuerpos de los Santos Pedro y Pablo, y la decoró con una inscripción histórica.
Basílica de San SebastiánEn la Vía Argentina, también construyó, entre los cementerios de Calixto y Domitila, una Basilicula, o pequeña iglesia, cuyas ruinas fueron descubiertas en 1902 y 1903, y donde, según el "Liber Pontificalis", el Papa fue enterrado junto con su madre y su hermana.
En esta ocasión el descubridor, Monseñor Wilpert, encontró también el epitafio de la madre del Papa de la que ni sé sabia que su nombre era Lorenza, ni tampoco que había vivido los 60 años de su viudez al servicio de Dios, y que murió a los 89 años, después de haber visto a la cuarta generación de sus descendientes. Dámaso construyó en el Vaticano un baptisterio en honor de San Pedro y gravó en el una de sus inscripciones artísticas, todavía conservada en las criptas vaticanas. Desecó esta zona subterránea para que los cuerpos que se enterraran allí, no pudieran ser afectados por agua estancada o por inundaciones. Su devoción extraordinaria a los mártires romanos ahora es muy bien conocida y se debe particularmente a los trabajos de Juan Bautista de Rossi.
Autorizó el canto de los Salmos a dos coros (rito Ambrosiano) instituido por San Ambrosio. Introdujo el uso de la expresión hebraica “Aleluya”. Hizo traducir del hebreo las Sagradas Escrituras. Proclamó el II Concilio Ecuménico. Dámaso I murió en Roma en el 384 como uno de los grandes Papas de la historia.
Apolinarismo:
Luchó contra el Apolinarismo, conjunto de doctrinas desarrolladas por el Obispo sirio, Apolinario de Laodicea (310-390).
Apolinario formado en el seno de la escuela teológica de Antioquía, en un principio y en el marco de las controversias cristológicas, actuó como apologeta contra la herejía arriana, que negaba la condición divina de Cristo. En su lucha, creyó encontrar la solución profundizando el principio de la unidad del Logos encarnado, lo que le llevó al error de negar la doble naturaleza (humana y divina) de Cristo. Así, sostuvo que Cristo no podía ser un hombre pleno, completo, puesto que para estar libre de todo pecado debía carecer necesariamente de un alma racional.
Asimismo, negó la plenitud de su divinidad, entendiendo que la co-existencia en Él, de dos naturalezas, la divina y la humana, provocaría irremediablemente una inconcebible dualidad que impediría considerarlo como una realidad única. Por ello, dedujo que Cristo era un ser intermedio, derivado de la unión sustancial entre Dios, el Hijo y un cuerpo inanimado. De allí que haya propuesto que Aquél sólo tenía una sola naturaleza: la divina, que al encarnarse había tomado el lugar del alma racional y por ende, no había asumido la condición humana en su totalidad. Con ello creyó dejar a salvo la santidad del Verbo ante las insidias del pecado, circunstancia propia de la condición del alma humana. En consecuencia, Apolinar sostuvo que en Cristo, carente de un alma humana, el elemento divino y humano se encontraban verdadera y sustancialmente unidas, (dando preeminencia su divinidad en desmedro de su humanidad), siendo el Logos quien da vida o informa al cuerpo humano. De allí que Apolinar soliera manifestar que Cristo era un ‘hombre celeste’. Condenada por el Papa San Dámaso I en el año 377, y luego durante el I Concilio Ecuménico de Constantinopla (381), el apolinarismo se extinguió poco tiempo después.
Macedonianismo
Combatió el Macedonianismo o pneumatómacos, conjunto de doctrinas heréticas promovidas por el Obispo de Constantinopla, Macedonio.
Influenciado por las teorías semi-arrianas, enseñó que el Espíritu Santo era una criatura espiritual subordinada (como los ángeles), de naturaleza no divina ni consubstancial a Dios Padre ni al Hijo. A pesar de ello, no todos los macedonios se pusieron de acuerdo sobre la naturaleza del Espíritu Santo, considerándolo unos como la divinidad del Padre y del Hijo, y otros, una mera virtud divina.
Muchos combatieron la herejía macedoniana destacándose San Atanasio, San Basilio, Dídimo de Alejandría y San Gregorio Nacianceno. En el año 336, Macedonio, fue destituido del cargo eclesiástico que poseía y sus doctrinas condenadas en el I Concilio Ecuménico de Constantinopla (381) llevado a cabo durante el papado de San Dámaso I. Allí se reafirmó la doctrina de la divinidad y consubstancialidad del Espíritu Santo, siguiendo la línea establecida en el ‘Símbolo de Nicea’, al que sólo se le agregó algunas palabras esclarecedoras:
“Creemos
(...) Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre y del
Hijo, que con el Padre y el Hijo a ha de ser adorado y glorificado, que habló
por los santos profetas.....” (conforme versión de Dionisio el Exiguo).
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