San Enrique II el Piadoso

 

                      Rey de Alemania. Emperador del Sacro Imperio Romano. 1024.

Hijo del Duque Enrique II de Baviera el Batallador y de la Princesa Gisela de Borgoña, hija del Rey Conrado de Borgoña. San Enrique nace en Baviera el año 973, es descendiente de Otón el Grande y de Carlomagno. Nació en el castillo de su padre, el duque de Baviera, junto al río Danubio.

Su familia era sumamente religiosa. Su hermano Bruno fue Obispo. Su hermana Brígida fue monja. La otra hermana, Gisela, fue la esposa de un santo, San Esteban, Rey de Hungría.

                                   

El joven príncipe pasa los primeros años de su vida en el monasterio benedictino de Hildesheim. Vive como un novicio al lado de los monjes. Aprende a la vez las letras y los salmos, estudia las Sagradas Escrituras, se ejercita en la práctica de la virtud y aspira a la perfección.

Completa su educación bajo la tutela del obispo de Regensburg, San Wolfang. Enrique acogía en la buena tierra de su corazón la semilla que sembraba su maestro y que produciría mucho fruto, el ciento por uno.

Al poco tiempo de haberse muerto su gran maestro, San Wolfgan, vio Enrique que se le aparecía en sueños y escribía en una pared esta frase: "Después de seis". Se imaginó que le avisaban que dentro de 6 días iba a morir y se dedicó con todo su fervor a prepararse para bien morir. Pero pasaron lo seis días y no se murió. Entonces creyó que eran 6 meses los que le faltaban de vida, y dedicó ese tiempo a lecturas espirituales, oraciones, limosnas a los pobres, obras buenas a favor de los más necesitados y cumplimiento exacto de su deber de cada día. Pero a los 6 meses tampoco se murió. Se imaginó que el plazo que le habían anunciado eran 6 años, y durante ese tiempo se dedicó con mayor fervor a sus prácticas de piedad, a obras de caridad y a instruirse en ejercer lo mejor posible sus oficios, y a los 6 años... lo que le llegó no fue la muerte sino el nombramiento de Emperador. Y este aviso le sirvió muchísimo para prepararse sumamente bien para ejercer tan alto cargo.

Empezó siendo simplemente rey de Baviera. Y allí ejerció su autoridad con agrado de todos, llegando a ser enormemente estimado por su pueblo. Pero de pronto murió el Emperador Otón III, su primo, sin dejar herederos, y entonces los príncipes electores juzgaron que ningún otro estaba mejor preparado para gobernar Alemania y a las naciones vecinas que el buen Enrique, tan apreciado por sus súbditos. Y llegó así a aquel altísimo cargo.

En el año 999 se casó con Santa Cunegunda de Bamberg por sus virtudes, aunque era de condición inferior a la suya, de la cual, por desdicha, no tuvo hijos (la idea de la continencia fraterna es quizá legendaria, otros autores afirman que era impotente).

De buena gana realizaba prácticas pías, gustosamente también fortaleció la Iglesia en Alemania, sin dejar de considerar las instituciones eclesiásticas como los principales puntales de su poder, de acuerdo con la visión de Otto el Grande. Con toda su sabiduría y piedad, Enrique era un hombre sumamente sobrio, dotado de sensatez y de un sentido común práctico. Tenía un proceder circunspecto, intentaba hacer lo que era posible y, donde era factible, aplicando los métodos de la amabilidad y un razonable buen sentido. Esta prudencia, sin embargo, estaba combinada con la energía y la escrupulosidad. Enfermo y sufriendo por la fiebre, cruzó el Imperio para mantener paz. 

En todo momento usó su poder para arreglar los problemas. Especialmente deseó ayudar al pueblo. La Iglesia, como Iglesia constitucional de Alemania, y por consiguiente como garante de la unidad alemana y de las demandas de sucesión, elevó a Enrique al trono. El nuevo Rey inmediatamente asumió la política de Otón I, tanto en los asuntos internos como externos. Esta política apareció primero en su tratamiento de las Marcas Orientales. Las invasiones del Duque Boleslaw, que había fundado un gran reino, lo impelió a intervenir. Pero su éxito no fue notable.

Como su predecesor, Otón, fue uno de los impulsores de la idea de restauración del antiguo Imperio Romano de Occidente, cuya sede no debía estar en Roma (que era capital espiritual) sino en Alemania. Se vio obligado, casi durante toda su vida, a empuñar las armas: ante todo para someter a los rebeldes a su vasto Imperio, que le pertenecía después del tratado de Verdún (843) y que comprendía la mayor parte de Alemania, los Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria y el norte de Italia.

Luego, reprimió las incesantes rebeliones de sus cuñados haciendo frente al duque de Polonia, Boleslao (para luchar contra este duque se alió con los pueblos paganos. San Bruno Bonifacio le reprochó este gesto, que le minaba su labor misionera entre los paganos de Rusia). 

En Italia la oposición local y nacional al universalismo del Rey alemán había encontrado un defensor en Arduino de Ivrea. Este último asumió la corona lombarda en 1002. 

En 1004, Enrique cruzó los Alpes. Arduino se rindió a su superior poder. Entonces, el Arzobispo de Milán lo coronó Rey de Italia. Este rápido éxito fue principalmente debido al hecho de que una gran parte del episcopado italiano sostenía la idea de un Imperio Romano y de la unidad de Iglesia y Estado. 

Su segunda expedición a Roma fue motivada por la disputa entre los condados de Tuscany y los Crescentians sobre la nominación al trono papal, derrotó a los enemigos del Pontífice y le restituyó su alto cargo.  El Papa Benedicto VIII lo coronó solemnemente en 1014, en Roma como Emperador de Alemania, Italia y Polonia. Pero no fue hasta más tarde, en su tercera expedición a Roma, cuando pudo restaurar completamente el prestigio del Imperio.

Sin embargo, antes de que esto ocurriera, le obligaron a intervenir en Occidente. Los disturbios eran especialmente frecuentes a lo largo de todo el noroeste. Lorraine causó grandes problemas. Los Condes de Lutzelburg (Luxemburgo), cuñados del Rey, eran el corazón y alma del descontento en ese país. De ellos, Adalbero se había nombrado Obispo de Tréveris por métodos no canónicos en 1003; pero no fue reconocido más que por su hermano Teodorico que se había nombrado Obispo de Metz.

De acuerdo con su deber, el Rey no podía ser inducido a incitar cualquier política familiar egoísta a expensas del Imperio. Aunque Enrique, en general, fue capaz de mantener su poder  por sí mismo contra estos Condes de Luxemburgo, la autoridad real sufrió una gran pérdida de prestigio en el noroeste. Borgoña proporcionó una compensación a ello. El Señor de ese país era Rodolfo que, para protegerse contra sus vasallos, se alió con Enrique II, el hijo de su hermana Gisela, y el Duque sin hijos legó su ducado a Enrique, a pesar de la oposición de los nobles en 1006. Enrique tuvo que emprender varias campañas antes de que él pudiera dar fuerza a sus demandas. No logró ningún resultado tangible, y dejó las reclamaciones teóricas sobre Borgoña a sus sucesores.

Dedicó sus primeros desvelos a que reinase la justicia en sus Estados, y a corregir desórdenes que turbaban la quietud pública, y desconcertaban la disciplina de la Iglesia. Irritó a muchos príncipes alemanes el celo del virtuoso monarca: al descontento se siguió la rebelión; pero la moderación y la prudencia de Enrique la sufocaron en su mismo nacimiento. Redujo los rebeldes a su deber, y se aprovechó admirablemente de la paz para hacer que floreciese en Alemania la religión. 

Enriqueció muchas iglesias con grandes dádivas de su piadosa liberalidad, y reparó las de Hildesheim, Magdebourg, Strasbourg y Meersbourg, casi del todo arruinadas por la barbarie de los eslavones. Se apoderaron estos bárbaros de Polonia y de Bohemia. Juntó Enrique sus tropas, y marchó contra aquellos enemigos de la Iglesia y del Estado.

Pronto experimentó las ventajas que lleva el que combate por la causa de Dios. Conociendo que sería forzoso venir a las manos, fue su primera diligencia poner su persona y su ejército bajo la protección de los Santos Patronos del país, singularmente de San Adrián, cuya espada fue a tomar en Wasbech, donde se conservaba como preciosa reliquia. 

La víspera de la batalla mandó que comulgasen todos los soldados, dándoles él mismo ejemplo; y al día siguiente, habiendo avanzado los enemigos con un aire fiero y arrogante, el Rey, que era uno de los mayores capitanes de su tiempo, ordenó su ejército en batalla. 

No le acobardó el número de los bárbaros, aunque era doble del de los alemanes; y habiendo corrido personalmente las líneas, lleno de confianza en la protección del cielo, animó a los soldados a combatir, tanto por los intereses de la religión, como por los de la patria. Ya se iba a dar la señal de acometer, cuando se notó un gran movimiento en el ejército enemigo; era un terror pánico el que se había apoderado del corazón de aquellos bárbaros; cada uno de ellos pensaba solamente en escapar como podía; y queriendo los oficiales detenerlos, volvieron las armas contra ellos; de manera que por un prodigio, aquel formidable ejército se deshizo por sí mismo, sin que el de Enrique hubiese sacado la espada. Reconociendo el religioso príncipe la mano visible del Señor, levantó los ojos al cielo y exclamó: “Glorifiquente, o gran Dios, todas las naciones, porque protegiste a los que confiaban en ti”. Repitió todo el campo muchas veces las mismas palabras, y resonaban en el aire las gracias y las aclamaciones.

Con esta gran victoria se vieron precisados los eslavones a pedir la paz, y Enrique se la concedió con las condiciones de que Polonia, Bohemia y Moravia serian sus tributarias. Después cumplió con real magnificencia el voto que había hecho de reedificar la Iglesia y el Obispado de Meersbourg; fundó el de Bamberga; y a este efecto, como al de restablecer la disciplina eclesiástica en Alemania, juntó a los prelados en Francfort, en cuya ocasión dio el religioso príncipe el mas esclarecido ejemplo de su profunda humildad y de su respetuosa veneración al sacerdocio; porque, habiendo entrado donde estaban congregados los Obispos, se postró delante de todos, manteniéndose en esta humilde postura hasta que el Arzobispo de Maguncia le obligó, en nombre de toda la congregación , a que se levantase, y tomándole por la mano, le condujo al trono, que se le había colocado en la sala. 

Arregladas en la junta todas las cosas, deseando Enrique dejar mas cimentada en Bamberga la piedad, fundó dos Monasterios, uno de Canónicos Regulares de San Agustín, y otro de Monjes Benedictinos, después de lo cual dispuso el viaje de Italia. Ayudó a extinguir el cisma del Antipapa Gregorio y a mantener el prestigio del Papa Benedicto VIII. 

Mantiene una estrecha amistad con el famoso y longevo abad de Cluny, Odilón. Juntos trabajan en la reforma eclesiástica, deponiendo prelados y abades indignos, restituyendo la disciplina y la observancia regular. Trabajó también mucho por la paz y por la extensión del evangelio.

Junto a esta vida agitada, llevaba cuando podía una vida recogida y piadosa como un monje. Unido en matrimonio con la casta Cunegunda, guardan perpetua virginidad. Algunos quieren deshonrar a Cunegunda. Ella se somete a una prueba medieval, la ordalia o juicio de Dios y sale a flote su castidad. Condenó Enrique su excesiva credulidad; y pidiendo perdón a la Emperatriz, sirvió este hecho para estrechar más el nudo del casto amor que unía a los dos santos esposos.

Se habían levantado los lombardos, conmovidos por los artificios de cierto Señor, llamado Arduino, que se puso al frente de ellos. Marchó Enrique contra los rebeldes y los deshizo enteramente. 

Coronado en Pavía, Rey de Lombardía, dio prontamente la vuelta a Alemania para sosegar las inquietudes que habían suscitado algunos malcontentos; conseguido esto, volvió con aceleración a Italia, donde acabó de reprimir los nuevos esfuerzos de los lombardos, cediendo todo a su valor, a su justicia y a sus rectas intenciones. Tantas victorias consiguieron su clemencia como su magnanimidad. Maltrataron a algunos oficiales suyos los vecinos de Troya, corta ciudad de la Calabria, y resolvió castigarlos severamente para que sirviese de escarmiento. Conociendo los delincuentes la piedad del príncipe, juntaron todos los niños y se los pusieron delante, derramando muchas lágrimas aquellos inocentes e implorando su clemencia. Se enterneció el Emperador y los perdonó, diciendo que unas lágrimas capaces de desarmar la cólera de Dios no podían menos de aplacar la suya.

Aunque naturalmente pío y buen conocedor de la cultura eclesiástica, era en el fondo un extraño a su espíritu. Dispuso autocráticamente de los Obispados. Bajo su regla, los Obispos, de quienes exigió una total obediencia, parecían ser oficiales del Imperio. Exigió la misma obediencia de los Abades. Sin embargo, esta dependencia política no dañó la vida interior de la Iglesia alemana bajo Enrique. Por medio de sus recursos económicos y educativos la Iglesia tuvo una beneficiosa influencia en esta época.

Pero precisamente fue este poder civilizador de la Iglesia alemana el que despertó las sospechas de los reformistas. Esto fue importante porque Enrique vencía cada vez más sobre las ideas de este grupo. En un Sínodo en Goslar confirmó decretos que tendieron a realizar las demandas hechas por los partidarios de la Reforma. Finalmente estas tendencias no pudieron subvertir el sistema otoniano, es más, no pudieron crear una oposición a la Iglesia en Alemania tal y como estaba constituida.

Esta hostilidad de parte de la Iglesia alemana encontró una cabeza en la disputa del Emperador contra el Arzobispo Aribo de Maguncia. Aribo era contrario a la reforma de los monjes de Cluny. El embrollo político del matrimonio de Hammerstein le dio la oportunidad que deseaba de ofrecer un frente contra Roma. Otto von Hammerstein había sido excomulgado por Aribo a causa de su matrimonio con Irmengard, y éste último había apelado a Roma con éxito. Esto obtuvo la oposición del Sínodo de Seligenstadt, en 1023, que prohibió la apelación a Roma sin el consentimiento del Obispo. Este paso significó la rebelión abierta contra la idea de la unidad de la Iglesia y su último resultado habría sido el nacimiento de una Iglesia nacional alemana. En esta disputa el Emperador estaba completamente en el lado de los reformistas. Incluso quiso iniciar procedimientos internacionales contra el Arzobispo desobediente por medio de tratados con el Rey francés; pero su muerte lo impidió.

Enrique era un hombre demasiado razonable como para pensar en serio en adoptar de nuevo los planes imperialistas de sus predecesores. Quedó satisfecho por haber asegurado la posición dominante del Imperio en Italia dentro de los límites razonables. El poder de Enrique estaba asegurado y se debió a su principal compromiso de fundamentar su autoridad nacional.

La estancia en Alemania, y la paz que disfrutaba, le dejaron en plena libertad para satisfacer su devoción. Nunca resplandeció mas la elevación de su virtud, ni el fervor que la animaba le permitía omitir obra alguna buena en que se pudiese ejercitar. El tiempo que no dedicaba a los negocios del Estado le empleaba en visitar a los pobres en los hospitales, en arreglar las diferencias de sus vasallos y en el ejercicio de la oración. 

No lo fue menos el que dio de su paciencia en los disgustos con que le mortificó su hermano Bruno, Obispo de Augsburgo. Sufocados en este prelado todos los impulsos naturales de la sangre y todas las obligaciones de la religión y del Estado, concibió un odio mortal contra el Santo Emperador. Era todo su estudio darle que sentir y desazonarle, ya llamando contra él a las armas de los extranjeros, ya soplando el fuego de la rebelión entre sus mismos vasallos. Todo lo sufría y lo disimulaba Enrique sin exhalar una queja. Cuanto más desacertada era la conducta del indigno hermano, mayor era la ternura con que le amaba el Santo Emperador, para quien no había mayor satisfacción que ofrecérsele ocasión de hacerle algún beneficio; pero era insensible Bruno a todas las pruebas de su heroica virtud, fue siempre el azote del paciente monarca, cuya santidad quiso purificar y ejercitar el Señor por la ingrata dureza de su hermano; ni Bruno se convirtió hasta que Enrique murió.

No se encerró su religioso celo dentro de los vastos límites de su dilatado Imperio; y animado de él, emprendió la conversión de San Esteban, Rey de Hungría. Con este fin, y teniendo presente la sentencia del Apóstol, de que la “mujer fiel santifica al marido infiel”, le dio por esposa a su hermana la princesa Gisela, enviando en su compañía excelentes operarios para plantar la fe en aquellas regiones. 

                                                           San Esteban de Hungría

Se convirtió San Esteban, y trabajó con tanto espíritu en ganar para Jesucristo a todos sus vasallos, que con razón se puede decir que el reino de Hungría tuvo por Apóstoles a un Rey y a un Emperador.

Pocos gobernantes hay que hayan gozado de una manera tan extraordinaria del cariño de su pueblo, como San Enrique. Un día, a un empleado que le aconsejaba tratar con crueldad a los revoltosos, le respondió: "Dios no me dio autoridad para hacer sufrir a la gente, sino para tratar de hacer el mayor bien posible." Fue un verdadero padre para sus súbditos. 

Fue oblato de la Orden de San Benito y es patrono de todos los oblatos de la Orden benedictina y de los que no tienen hijos. La fama de su bondad corrió pronto por toda Alemania e Italia, ganándose la simpatía general. En sus labores caritativas le ayudaba su virtuosa esposa Santa Cunegunda. 

Al final de su vida, Enrique, llamado con razón el Piadoso, se retira al monasterio de Vanne. El abad Ricardo le ordena volver al trono. Pero poco después, el 13 de julio del año 1024, recibía la corona de la gloria en el castillo de Grona a los 51 años de edad. Fue canonizado el 1146 por Eugenio III y su esposa Cunegunda en 1200.


La tumba del emperador Enrique II, y su esposa Cunegunda de Luxemburgo en la catedral de Bamberg (Alemania) fue creada en 1499-1513.

                              

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