San Fabián

 

                                                                       Papa. Mártir. 250.

San Fabián fue el 20° Papa de la Iglesia Católica, ejerciendo entre los años 236 y 250. En el año 236, después de la muerte del Papa Antero, él había venido a Roma, con algunos otros de su granja, y estaba en la ciudad cuando la nueva elección comenzó. Mientras que los nombres de varias personas ilustres y nobles eran considerados, una paloma descendió repentinamente sobre la cabeza de Fabián, a quien nadie siquiera consideraba. A la asamblea, esa visión les recordó la escena del Evangelio cuando el Espíritu Santo descendió sobre el Salvador de la humanidad, y por eso, con divina inspiración, como fue, eligieron a Fabián con gozosa unanimidad y lo colocaron en la silla de Pedro.

Durante su reinado de 14 años había calma en la tormenta de la persecución. Poco se sabe de su pontificado. El "Liber Pontificalis" dice que él dividió Roma en 7 distritos, cada uno supervisada por un diácono, y designó 7 subdiáconos, para recoger, conjuntamente con otros notarios, el "acta de los mártires”, es decir los informes de los procedimientos de la corte en ocasión de los juicios contra los mártires cristianos. 

Hay una tradición que él instituyó: las 4 órdenes menores. Las órdenes menores son grados dentro de la ordenación que se realiza a clérigos que ya han ordenado la tonsura para que desempeñen determinados servicios a la Iglesia.

El ostiario es el primer grado y en él se consagra al guardián del templo, que llama a los fieles al sonido de las campanas y conserva las cosas sagradas: es el guardián del Santísimo Sacramento que se oculta en el SagrarioEn la ceremonia de ordenación, el obispo le presenta al aspirante las dos llaves del templo sobre un plato y, mientras el aspirante las toca, le dice: "Actúa de tal suerte que puedas dar cuenta a Dios de las cosas sagradas que se guardan bajo estas dos llaves...".

El lector es a quien se le confiere el oficio de leer o cantar públicamente en el templo las Sagradas Escrituras, según los libros del canto litúrgico; además ayuda al diácono en sus labores ministeriales, enseñando el catecismo al pueblo, y bendiciendo hogares y bienes para consagrarlos a Dios. En la ceremonia de ordenación, el obispo le presenta el Misal Romano y, mientras el candidato lo toca con su mano derecha, le dice: "Sé un fiel transmisor de la palabra de Dios, a fin de compartir la recompensa con los que desde el comienzo de los tiempos han administrado su palabra...».

El exorcista es a quien se le confiere el oficio de imponer las manos sobre los posesos del demonio, recitar los exorcismos aprobados por la iglesia y presentar el agua bendita. En la actualidad, este oficio solo lo pueden ejercer presbíteros, de ordinario antes del bautismo, y de modo extraordinario, con un permiso especial del ordinario de su diócesis, cuando la grave ocasión lo requiera. En la ceremonia de ordenación, el obispo le presenta el libro de exorcismos al ordenado para que lo toque con la mano derecha, y le dice: "Recíbelo y confía a la memoria las fórmulas; recibe el poder de poner las manos sobre los energúmenos que ya han sido bautizados o sobre los que todavía son catecúmenos...».

El acólito es a quien se le confiere el poder espiritual de portar luces en el templo y de presentar el vino y el agua. Al ordenarse, el aspirante toca con su mano derecha el candelero con un cirio apagado que le presenta el obispo, mientras este le dice: "Recibe este candelero y este cirio, y sabe que debes emplearlos para encender la iluminación de la iglesia, en el nombre del Señor...». Después el obispo le entrega una vinajera vacía, y mientras el aspirante la toca con los dedos de la mano derecha, le dice: «Recibe esta vinajera para proveer el vino y el agua en la eucaristía de la sangre de Cristo, en el nombre del Señor...».

El subdiaconado es, por su naturaleza, una orden menor, pero en la Iglesia Católica, entre el siglo XII y el XX, fue considerada como la primera de las órdenes mayores, por las obligaciones que implica. De hecho, el Concilio de Trento definió que la jerarquía de orden de institución Divina solo incluía los tres primeros grados de orden -episcopado, presbiterado y el diaconado (De sacramento ordinis, IV, 6). Aunque el Concilio declaró que los Padres y consejeros habían colocado el subdiaconado entre los órdenes mayores (De sacramento ordinis, II), fue considerado solo una institución eclesiástica. Tras el Concilio Vaticano II, fue suprimida, aunque puede llamarse así a los acólitos instituidos, debido a su tardía aparición y a que algunas de las que eran sus funciones se le añaden a este. La función principal del subdiácono es la de leer la epístola durante la misa y servir en el altar, así como purificar fuera del altar los lienzos y vasos sagrados. 

En la ceremonia de ordenación, el aspirante debe tocar con los dedos de su mano derecha el cáliz y la patena vacíos, mientras el prelado le dice: "Ve el divino ministerio que te es confiado; es por eso que debo advertirte que te conduzcas siempre de una forma que agrade a Dios...» Y, tras tomar con su mano derecha las vinajeras y el libro de las Epístolas, el obispo le dice: «Recibe el libro de las Epístolas con el poder de leerlo para los vivos y los muertos». Es la única orden menor que tiene un ornamento propio: la tunicela (similar, o prácticamente igual a la dalmática de diácono).

Tras el Concilio Vaticano II, el 15 de agosto de 1972, Pablo VI firmaba la Carta en forma de Motu Proprio "Ministeria quaedam", por la cual suprimía las llamadas "Órdenes menores" y se transformaban en ministerios laicales,​ quedando las de lector y acólito, con el argumento de que de este modo se les estaba dando así una coherencia funcional mayor, ya que por ejemplo, las funciones del ostiario son propias de un sacristán y las del exorcista son propias de un presbítero, que es el que por la crismación de las manos, tiene el poder de imponer las manos y bendecir y por tanto de invocar a Dios para que el demonio sea sacado del cuerpo del fiel exorcizado. Pero esto no sucede así para aquellas comunidades que siguen los usos litúrgicos antiguos del rito romano. En ellas siguen ordenando candidatos para el sacerdocio en sus seminarios con estas órdenes sagradas.

Bajo su mando un considerable trabajo fue hecho en las catacumbas. Él hizo que el cuerpo del Papa San Pontianus fuera exhumado, en Cerdeña, y transferido a las catacumbas de Santo Calixto en Roma.
                                                  Catacumbas de San Calixto 

Fue el suyo un tiempo de controversias teológicas, especialmente en Roma. Uno de los efectos que las ocasionaron fue el cisma llamado de Novaciano, que estalló en el pontificado siguiente (el de San Cornelio), pero se había incubado durante el del Papa Fabián, gracias tal vez a la bondad y dulzura del Pontífice. En efecto, Novaciano, de Roma, y Novato, de Cartago, íntimos amigos, defendieron un error de tipo puritanista, enfrentándose con el criterio del Papa Cornelio. Sus numerosos adeptos eligieron Papa a Novaciano.



Duró el cisma poco tiempo. Consistía el error en acusar de indulgente al Papa con respecto a los lapsos, es decir, a los caídos en apostasía u otro pecado enorme, y en propugnar que la Iglesia no había de estar integrada más que por personas puras (cátaros), no debiendo ni pudiendo ser readmitidos en su seno los que pecaban después del bautismo, pues el poder de perdonar no pertenecía más que a Dios.

Ahora bien: la rebelión de Novaciano no obedecía a una razón doctrinal, sino a una razón moral y síquica. Novaciano era un escritor brillante, que en tiempo de San Fabián había dado a luz un tratado sobre la Trinidad (no de gran valor teológico, por cierto), con el cual quiso refutar doctrinas heréticas gnósticas; pero, a pesar de su magnífico estilo y de su buena intención en este caso, se caracterizaba por su índole altanera.


El Papa Fabián, prendado de su ingenio, dejó que fuese ordenado presbítero, confiando en los buenos servicios que podía prestar a la Iglesia. No pensó que sus defectos pudieran hacer de él un Antipapa. Así fue, sin embargo. Su espíritu soberbio y ambicioso le convirtieron en tal, cuando, en 251, en vez de su propia elección, vio que era elevado al solio pontificio San Cornelio.

San Cipriano menciona la condenación por Fabián de cierto Privado (Obispo de Lambaesa) por herejía en África. Estableció que todos los años el Jueves Santo, fuese renovado el Santo Crisma, y que se quemara el del año anterior. También reguló que el Santo Crisma debería prepararse con aceite mezclado con bálsamo.


Fabián murió como mártir al principio de la persecución de Decio el 20 de enero del año 250, y fue enterrado en la cripta de los Papas en las catacumbas de Santo Calixto, donde en épocas recientes (1850) De Rossi descubrió su epitafio griego: " Fabián, Obispo y mártir”.

Bajo su reinado se produjo el éxodo de Roma a causa de las persecuciones por parte de Decio, que dio inicio, con los anacoretas, a la vida eremítica.


La Grave crisis del Siglo III:

En el siglo III, Roma sufre una gravísima crisis. Las relaciones entre cristianos e Imperio Romano se invierten (aun cuando no todos lo perciben). La gran crisis es así descrita por el historiador griego Herodiano: “En los 200 años anteriores, no hubo nunca un sucederse tan frecuente de soberanos, ni tantas guerras civiles y guerras contra los pueblos limítrofes, ni tantos movimientos de pueblos. Hubo una cantidad incalculable de asaltos a ciudades en el interior del Imperio y en muchos países bárbaros, de terremotos y pestilencias, de reyes y usurpadores. Algunos de ellos ejercieron el mando largo tiempo, otros tuvieron el poder por brevísimo tiempo. Alguno, proclamado Emperador y honrado como tal, duró un solo día y enseguida terminó”.

El Imperio Romano se había progresivamente extendido con la conquista de nuevas provincias. Esta continua conquista había permitido la explotación de siempre nuevas vastísimas tierras (Egipto era el granero de Roma, España y la Galia su viñedo y olivar). Roma se había adueñado de nuevas minas (Dacia había sido conquistada por sus minas de oro). 

Las guerras de conquista habían procurado turbas inmensas de esclavos (los prisioneros de guerra), mano de obra gratuita. 

Hacia mediados del siglo III (alrededor del 250) se advirtió que la tranquilidad se había acabado. Al este se había formado el fuerte imperio de los sasánidas, que acarreó durísimos ataques a los romanos. 

En el año 260 fue capturado el Emperador Valeriano con todo el ejército de 70.000 hombres, y las provincias del este fueron devastadas. 

La peste asoló a las legiones supervivientes y se propagó pavorosamente a lo largo del Imperio. 

Al norte se había formado otro conglomerado de pueblos fuertes: los godos. Inundaron a Mesia y Dacia. 

El Emperador Decio y su ejército en el año 251 fueron masacrados. Los godos bajaron devastando, desde el norte hasta Esparta, Atenas, Ravena. Los cúmulos de escombros que dejaban eran terribles. Perdieron la vida o fueron hechas esclavas la mayoría de las personas cultas, que no pudieron ser sustituidas. La vida regresó a un estado primitivo y selvático. La agricultura y el comercio fueron aniquilados.

En este tiempo de grave incertidumbre las seguridades garantizadas por el Estado se vienen abajo. Ahora son los gentiles o paganos quienes se vuelven “irracionales”, y confían no ya en el orden imperial, sino en la protección de las divinidades más misteriosas y raras. Sobre el Quirinal se levanta un templo a la diosa egipcia Isis, el Emperador Heliogábalo impone la adoración del dios Sol, la gente recurre a ritos mágicos para tener lejos la peste. 

Y sin embargo también en el siglo III hay años de terrible persecución contra los cristianos. No ya en nombre de su “irracionalidad” (en un mar de gente que se entrega a ritos mágicos, el cristianismo es ahora el único sistema racional), sino en nombre de la renacida limpieza étnica. Muchos Emperadores (por más que sean bárbaros de nacimiento) ven en el retorno a la unidad centralizada el único camino de salvación. Y decretan la extinción de los cristianos cada vez más numerosos para arrojar fuera de la etnia romana este “cuerpo extraño” que se presenta cada vez más como una etnia nueva, pronta a sustituir la ya declinante del imperio fundado sobre las armas, la rapiña y la violencia.

Con Septimio Severo (193-211), fundador de la dinastía siria, parece anunciarse para el cristianismo una fase de desarrollo sin estorbos. 

Cristianos ocupan en la corte cargos influyentes. Sólo en su décimo año de reinado (202) el Emperador cambia radicalmente de actitud. En el 202 aparece un edicto de Septimio Severo, que conmina graves penas para quien se pase al judaísmo y a la religión cristiana. El cambio repentino del Emperador, solamente se puede comprender pensando que él se dio cuenta de que los cristianos se unían cada vez más estrechamente en una sociedad religiosa universal y organizada, dotada de una fuerte capacidad íntima de oposición que a él, por consideraciones de política estatal, le parecía sospechosa. Las devastaciones más llamativas las sufrieron la célebre Escuela de Alejandría y las comunidades cristianas de África.

Maximino el Tracio (235-238) tuvo una reacción violenta contra quien había sido amigo de su predecesor, Alejandro Severo, tolerante hacia los cristianos. Fue devastada la Iglesia de Roma con la deportación a las minas de Cerdeña de los dos jefes de la comunidad cristiana, el Papa Ponciano y el presbítero Hipólito.

 Que la actitud hacia los cristianos no había cambiado en el vulgo, nos lo manifiesta una verdadera caza a los cristianos que se desencadenó en Capadocia cuando se creyó ver en ellos a los culpables de un terremoto. La revuelta popular nos revela hasta qué punto los cristianos eran todavía considerados “extraños y maléficos” por la gente.

Bajo el Emperador Decio (249-251) se desencadena la primera persecución sistemática contra la Iglesia, con la intención de desarraigarla definitivamente.  Decio (que sucede a Filipo el Árabe, muy favorable a los cristianos si no cristiano él mismo) es un senador originario de Panonia, y está muy apegado a las tradiciones romanas. Sintiendo profundamente la disgregación política y económica del Imperio, cree poder restaurar su unidad juntando todas las energías alrededor de los dioses protectores del Estado.


Todos los habitantes están obligados a sacrificar a los dioses y reciben, después, certificados. Las comunidades cristianas se ven desconcertadas por la tempestad. Aquellos que rehúsan el acto de sumisión son arrestados, torturados, ejecutados: así sucede en Roma con el Papa Fabián, y con él muchos sacerdotes y laicos. 

En Alejandría hubo una persecución acompañada de saqueos. En Asia los mártires fueron numerosos: los Obispos de Pérgamo, Antioquía, Jerusalén. El gran estudioso Orígenes fue sometido a una tortura deshumana, y sobrevivió cuatro años (reducido a una larva humana) a los suplicios.

No todos los cristianos soportan la persecución. Muchos aceptan sacrificar. Otros, mediante propinas, obtienen a escondidas los famosos certificados. Entre ellos, según la carta 67 de Cipriano, hay por lo menos 2 Obispos españoles. La persecución, que parece herir mortalmente a la Iglesia, termina con la muerte de Decio en combate contra los godos en la llanura de Dobrugia (Rumania). 

Los 7 años sucesivos (250-257) son años de tranquilidad para la Iglesia, turbada solamente en Roma por una breve oleada de persecución cuando el Emperador Treboniano Gallo (251-253) hace arrestar al jefe de la comunidad cristiana, el Papa Cornelio y lo destierra a Centum Cellae (Civitavecchia).

 La conducta de Galo se debió probablemente a condescendencia para con los humores del pueblo, que atribuía a los cristianos la culpa de la peste que asolaba al Imperio. El cristianismo era todavía visto como “superstición extraña y maléfica”. En el cuarto año del reinado de Valeriano (257) se originó una imprevista, dura y cruenta persecución de los cristianos. No se trató, sin embargo, de un asunto de religión, sino de dinero. Ante la precaria situación del Imperio, el Consejero Imperial (más tarde, usurpador) Macriano indujo a Valeriano a intentar taponarla secuestrando los bienes de los cristianos acaudalados. 

Hubo mártires ilustres (desde el Obispo Cipriano, el Papa Sixto II, el diácono Lorenzo). Pero fue tan solo un robo encubierto por motivos ideológicos, que terminó con el trágico fin de Valeriano. En el año 259 cayó éste prisionero de los persas con todo su ejército y fue obligado a una vida de esclavo, que lo llevó a la muerte. 

Los 40 años de paz que siguieron, favorecieron el desarrollo interno y externo de la Iglesia. Varios cristianos subieron a altos cargos del Estado y se mostraron hombres capaces y honestos.

En el año 271, el Emperador Aureliano ordenó a los soldados y a los ciudadanos romanos abandonar a los godos la vasta provincia de Dacia y sus minas de oro: la defensa de esas tierras costaba ya demasiada sangre.

Puesto que no había más provincias para conquistar y explotar, toda la atención se dirigió al ciudadano común. Sobre él se abatieron impuestos, obligaciones, prestaciones (manutención de acueductos, canales, cloacas, caminos, edificios públicos...) cada vez más onerosos.

Literalmente ya no se sabía si se trabajaba para sobrevivir o para pagar los impuestos. En el año 284, después de una brillante carrera militar, fue aclamado Emperador Diocleciano, de origen dálmata. 

Debido al desastre de las provincias, en lo sucesivo los impuestos serían pagados per cápita y por yugada, es decir, un tanto por cada persona y por cada pedazo de terreno cultivable. El cobro fue confiado a una burocracia enorme que no se dejaba escapar nada haciendo imposible evadir el fisco, que castigaba de manera deshumana a quien lo hacía y que costaba muchísimo al Estado. Los impuestos eran tan pesados que quitaban la gana de trabajar. Remedio: Se prohibió abandonar el puesto de trabajo, el pedazo de tierra que se cultivaba, el taller, el uniforme militar. 


Los primeros veinte años del reinado de Diocleciano no vieron molestados a los cristianos. En el año 303, como un lance imprevisto, se disparó la última gran persecución contra los cristianos. Es obra de Galerio, el César de Diocleciano.  Él puso término en el año 303 a la política prudente de Diocleciano, quien se había abstenido, no obstante abrigara sentimientos tradicionalistas, de actos intransigentes e intolerantes. Cuatro edictos consecutivos (febrero del año 303 a febrero del año 304) impusieron a los cristianos la destrucción de las iglesias, la confiscación de los bienes, la entrega de los libros sagrados, la tortura hasta la muerte para quien no sacrificara al Emperador. 

Como siempre, es difícil determinar qué motivos pudieron inducir a Diocleciano a aprobar una política así. Se puede suponer que haya sido objeto de presiones por parte de los ambientes paganos fanáticos que estaban detrás de Galerio. En una situación de “angustia difusa” (como la llama Dodds), solo el retorno a la antigua fe de Roma podía, a juicio de Galerio y sus amigos, reanimar al pueblo y persuadirlo a afrontar tantos sacrificios. Hacía falta un retorno a “vetera instituta”, es decir, a las antiguas leyes y a la tradicional disciplina romana. La persecución alcanzó su máxima intensidad en Oriente, especialmente en Siria, Egipto y Asia Menor. A Diocleciano, que abdicó en el año 305, le sucedió como “Augusto” Galerio, y como “César”, Maximino Daya, quien se demostró más fanático que él.

Solo en el año 311, seis días antes de morir por un cáncer en la garganta, Galerio emanó un airado decreto con que detenía la persecución. Con ese decreto (que históricamente marcó la definitiva libertad de ser cristianos), Galerio deploraba la obstinación, la locura de los cristianos que en gran número se habían rehusado a volver a la religión de la antigua Roma; declaraba que perseguir a los cristianos ya era inútil; y los exhortaba a rezar a su Dios por la salud del Emperador. Los cristianos habían sido un enemigo extremadamente anómalo. Por más de dos siglos, Roma había tratado de reabsorberlos en su propio tejido social. Físicamente dentro de la civitas romana, pero en muchos aspectos ajenos a ella, habían al final determinado una radical transformación de la civitas misma en sentido cristiano.

Las últimas persecuciones sistemáticas del siglo III y IV habían resultado ineficaces como las esporádicas del siglo I y II. La limpieza étnica invocada y sostenida por los intelectuales grecorromanos no se había llevado a cabo. ¿Por qué?.

Porque las acusaciones indignadas de Celso (juntando gente ignorante, que pertenece a la población más vil, los cristianos desprecian los honores y la púrpura, y llegan hasta llamarse indistintamente hermanos y hermanas) habían resultado a la larga el mejor elogio de los cristianos. El llamamiento a la dignidad de cada persona, aun la más humilde, y a la igualdad frente a Dios (la punta más revolucionaria del mensaje cristiano) había hecho silenciosamente su camino en la conciencia de tantas personas y de tantos pueblos, a quienes los romanos habían relegado a una posición miserable de esclavos por nacimiento y de basura humana.



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