San Félix de Nola

                                                          Confesor. Sacerdote. 260.

San Félix era nativo de Nola, colonia romana de la Campania, a 20 kilómetros de Nápoles, donde su padre había adquirido algunas posesiones y se había establecido. 

El padre de San Félix era sirio de nacimiento y había servido en el ejército. Al morir, dejó sus posesiones a Félix y Hermías, sus dos hijos. Hermías abrazó la carrera de las armas, en tanto que Félix decidió buscar la felicidad que su nombre latino le prometía, en el servicio del Rey de Reyes, Jesucristo. Así pues, distribuyó su herencia entre los pobres, y fue ordenado sacerdote por San Máximo, Obispo de Nola, quien, encantado de su virtud y prudencia, hizo de él su brazo derecho en aquellos agitados tiempos y le consideró como destinado a sucederle.

En el año 250, después de unos años de relativa paz religiosa en el Imperio, Decio, inteligente príncipe y sagaz político, desencadenó una de las persecuciones más aciagas para la Iglesia. Para destruirla, creyó que lo mejor era desorganizar sus resortes de mando; ordenó arrestar y procesar principalmente a los jefes de las comunidades, a los obispos, presbíteros y diáconos.

No pocos obispos huyeron de los centros urbanos, los más peligrosos, buscando asilo en lugares solitarios, aunque sin perder el contacto y la dirección de su grey. Así lo hizo San Cipriano, en Cartago. 

En la ciudad de Nola, el obispo Máximo, viéndose en peligro, se dirigió al monte, escondiéndose en algunas de las cuevas de los Apeninos. El gobierno de la comunidad cristiana lo confió al intrépido Félix, que no quiso salir de su ciudad para proteger mejor la perseverancia en la fe de sus fieles. 

El astuto perseguidor había, ordenado que todos los ciudadanos sospechosos de cristianismo debían hacer acto de sacrificio a los dioses del Imperio ante un magistrado civil que les libraría un certificado de ello, un libelo como se le llamó después. Es sabido que no faltaron cristianos débiles que se procuraron este certificado con dinero o dádivas, sin haber en realidad hecho acto alguno de culto a los dioses, pero sí un acto de cobardía, que la Iglesia no podía perdonar fácilmente.

En una ciudad tan pequeña como Nola no podía durar mucho tiempo la seguridad personal de Félix, que no temía actuar como fuera para cumplir su difícil misión pastoral. Con el alma en lo alto, según cuenta Paulino, atento a Cristo y no al mundo, llevando a Dios en su corazón y lleno su pecho de Cristo, no disimula que es presbítero y jefe de la comunidad y por esto es arrestado. 

Él se entrega contento en manos de los crueles esbirros. Es llevado a la cárcel, en donde es atado con cadenas de pies y manos y sin que pueda descansar su cuerpo por tener por lecho un montón de tiestos triturados, descansa su ánimo en Cristo, que le da fuerza y le multiplica en las penas las palmas del triunfo. Es azotado en varias oportunidades para quebrar su fe en Cristo. 

Decio procuraba hacer apóstatas, no mártires, y por esto se prodigaban los tormentos agotadores hasta el desfallecimiento de la voluntad. De ahí que Félix debió pasar largas horas, días y meses en prisión.

Entre tanto el obispo Máximo, solo en el monte, no padece menor martirio por el frío y el hambre, por la tristeza y el dolor. Lo sabe Félix y arde en deseos de ir a socorrerle. Como a Pedro, un ángel se le presenta una noche, se deshacen las cadenas y puede salir acompañado del mensajero celestial pasando entre los guardias dormidos. 

Ya en pleno campo, se dirige veloz al bosque en busca de su viejo venerable obispo, al que encuentra casi exánime y ya sin conocimiento. Nada tiene él con qué reanimarle cuando ve entre el espeso matorral un grueso racimo de uvas enviado del cielo. 

Con el reconfortante jugo del sabroso fruto vuelve a la vida el desvalido anciano, quien, al recobrar el sentido, abrazando a Félix, se le queja de la tardanza en ir a socorrerlo y le pide no le abandone más si no quiere que muera. Se lo promete el fiel presbítero y, cargándoselo en hombros, bajan al valle en busca de un refugio. 

Lo encuentran en casa de una anciana, a la puerta de cuya casa llaman a hora bien intempestiva. "Recibe, le dice Félix, este sagrado depósito que te entregan mis manos, testigos sólo las estrellas". Lo acepta ella gozosa. Máximo bendice conmovido a Félix, que se va a la ciudad para consolar a los cristianos de Nola. 

En cuanto reapareció, su celo exasperó de tal manera a los paganos, que decidieron tomarle preso nuevamente; pero el cielo no permitió que le reconocieran al verle. Sus perseguidores le preguntaron dónde se encontraba Félix, a lo cual el santo dio una respuesta evasiva. Los enemigos cayeron pronto en la cuenta de su error y volvieron al sitio en el que le habían visto; pero ya para entonces, Félix había tenido tiempo de introducirse en un muro cercano, a través de un agujero que se cubrió milagrosamente de telarañas en cuanto el santo pasó. Sus perseguidores, sin sospechar siquiera que Félix se hallaba detrás de la espesa red de telarañas, se retiraron vencidos, después de una búsqueda infructuosa. Félix descubrió un pozo medio seco, entre dos casas en ruinas, y se ocultó en él durante seis meses. Una devota cristiana se encargó de traerle alimentos. Cuando la paz se restableció en la Iglesia. Félix salió de su escondite y fue recibido con gran gozo en la ciudad.

A la muerte de San Máximo, se quería que él fuera Obispo, pero el santo convenció a la gente en cuanto a seleccionar a otra persona, un superior suyo en el sacerdocio. Félix rechazó volver a tener sus posesiones, las que habían sido confiscadas durante la persecución. Para su subsistencia rentó tres acres de tierra, la cual trabajaba con sus propias manos. 

Todo lo que quedaba, lo daba a los pobres, y si tenía dos abrigos, invariablemente, él daba el mejor de ellos. Vivió hasta avanzada edad y murió en el año 260.

Había pasado ya más de un siglo desde su muerte, cuando Paulino, distinguido senador romano, se estableció en Nola y fue elegido Obispo de dicha ciudad. Paulino atestigua que una gran multitud de peregrinos acudía de Roma y de otras ciudades aún más distantes, a celebrar la fiesta del santo, en su santuario. 

El mismo testigo añade que todos llevaban algún regalo a la iglesia, como, por ejemplo, cirios para adornar la tumba de Félix, pero que él había escogido ofrecer al santo el humilde homenaje de su predicación y de su corazón. Paulino expresa su devoción en los términos más fervorosos y piensa que todas las gracias que ha recibido del cielo se deben a la intercesión de San Félix. Describe las pinturas del Antiguo Testamento que adornaban el santuario, y que eran como libros que los iletrados podían comprender. Los versos del santo Obispo reflejan su entusiasmo. 

Refiere igualmente un gran número de milagros obrados en la tumba de San Félix, así como curaciones instantáneas y salvaciones de graves peligros. Afirma que él mismo fue testigo ocular de alguno de esos prodigios y declara que nunca recurrió a la intercesión del santo, sin recibir socorro inmediato. También San Agustín nos dejó una narración de los milagros obrados en el santuario de San Félix. En aquella época, no estaba permitido enterrar a los muertos dentro de los muros de la ciudad. Como la iglesia de San Félix se hallaba fuera de las murallas de Nola, muchos cristianos pedían ser sepultados en ella para que su fe y devoción les conservaran bajo la protección del santo, aun después de la muerte. San Paulino consultó el caso con San Agustín, quien le respondió en su obra sobre "El cuidado de los muertos," en la que demuestra que la fe y devoción de quienes querían ser sepultados en la iglesia de San Félix no era inútil, pues ahí participarían del fruto de las buenas obras de los peregrinos.

Aunque no murió de manera violenta, es reconocido como mártir por los numerosos sufrimientos que pasó durante su vida. Su cuerpo fue ocultado en la basílica de Cimitile y su sepulcro se convirtió en lugar de peregrinación: su tumba fue llamada «Ara Veritatis», porque se decía que podía indicar si el testimonio que se daba era verdadero. En Roma le fue consagrada una basílica.


                               Basílica paleocristiana de Cimitile: ahora tumba de Félix de Nola.

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