Santa Columba de España

 

                                                       Religiosa. Mártir. 853.

 Religiosa española de quien se relata que fue decapitada por los moros en el Monasterio de Tábanos cuando fue destruido en el año 853. 

Se dice que su cuerpo fue arrojado al río Guadalquivir, pero rescatado por los cristianos. Sus reliquias se guardan y veneran en dos iglesias de Old Castile, el Convento de Santa Columba y la Abadía de Nuestra Señora de Nagara.

De acuerdo con San Eulogio, quien escribió un relato de los martirios titulado "Memorial de los Santos" y que también dio la vida por la fe, Columba era natural de Córdoba. 

Su hermano Martín era Abad de un monasterio y su hermana Isabel, junto con su esposo Jeremías, había fundado otro monasterio doble en Tábanos, en el que los dos se retiraron con sus hijos. 

Inspirada por aquellos ejemplos, Columba resolvió entregarse a Dios en el claustro, pero su madre que era viuda y deseaba casarla, se opuso enérgicamente. Como la madre de Columba sospechaba que la hermana monja tenía mucho que ver en la decisión de la joven, visitó a Isabel para exigirle que la dejara en paz; pero todos los esfuerzos de la dama viuda fueron inútiles y, a fin de cuentas, Columba entró de monja en Tábanos. 

Columba fue una de las flores más hermosas que produjo la Iglesia mozárabe en la Córdoba de esos días. "Hermosísima y nobilísima, espejo y norma de santidad para todos los cordobeses", escribió de ella su padre espiritual y panegirista  San Eulogio de Córdoba. Columba fue una de las discípulas predilectas y más fervientes del gran santo.

Corría el año 850 cuando la muerte sorprendió a su hermana Isabel, la abadesa. Fue entonces, coincidiendo con los momento más duros de la persecución musulmana contra los cristianos, cuando Columba fue nombrada nueva Priora. La temprana e inesperada muerte de su hermana hizo que Columba cayera en una grave depresión, aunque este estado no impidió que rigiera acertadamente los destinos del monasterio, en tan convulsos momentos; es más, acrecentó su fervor hacia Dios, entrega en misericordia y caridad a sus semejantes. Fueron momentos en los que Columba buscó la perfección cristiana y la divinidad espiritual con su entrega a la oración, practicando una férrea doctrina sobre ella misma y, por extensión, sobre el resto de las religiosas del convento. 

Tres años después de la muerte de su hermana Isabel, llegaron momentos de enorme turbación en la ciudad, Córdoba se sumió en el caos. Los moros arreciaron la persecución contra los cristianos que no aceptaban la conversión y comenzaron a hostigar cruelmente los templos. El monasterio tabanense no se libró de ello.

Finalizaba el caluroso verano del año 853. Las monjas se entregaban sin descanso a su tarea diaria de atención a los necesitados, a los cuidados de la huerta y a la elaboración de exquisitos productos alimentarios puramente artesanales. A la vista de la llegada de los primeros fríos de la sierra, comenzaron a almacenar leña para pasar el crudo invierno. Esa era parte de la rutina amable del día a día, el resto no lo era tanto. Entre oración y oración se dedicaban a interceder ante Dios por el alma de los ejecutados en martirio. Desde el monasterio, cada noche, los clérigos se convertían en testigos de excepción de los incendios que se producían en la ciudad. El negro humo se elevaba sobre sus cielos, era tan intenso que se divisaba desde el recinto eclesiástico. La inquietud y el miedo encogían su espíritu, martirizaba su día a día. Conscientes de la tragedia que se estaba produciendo, solo podían rezar y ofrecer refugio y alimento a los que llegaban al lugar huyendo de la ciudad. Ante tanta infamia, sabían que el día señalado llegaría, más pronto que tarde. Eran conscientes que el Emir planeaba asediar el monasterio.

Columba, después de una dramática noche de asedio, huyó a la ciudad junto algunas de las hermanas. En su huida aún pudieron escuchar los gritos desgarrados, entremezclados de oración y lamento, que prevenían del monasterio. Las penurias de la noche no aminoraron su ánimo. A las puertas de la ciudad decidieron separarse, pensaron que sería más fácil zafarse de los musulmanes. Solo la hermana Digna siguió con ella. 

A media noche, sorteando las férreas guardias moriscas, lograron refugiarse en lo que quedaba de su antigua casa. Esta había sido consumida por las llamas, y las huestes moras habían dado muerte a sus moradores. El hedor era insoportable; la destrucción y el saqueo de sus antiguas propiedades era total. Los cuerpos yacían en el suelo entre llamas y desolación. Ante la vista de los cadáveres de sus padres, Columba les otorgó la bendición y encomendó sus almas al Señor. Rezó en silencio, quiso expiar por ellos sus pecados. Con la ayuda de la hermana Digna resguardó los cadáveres en un lugar seguro en donde poder ocultarlos para ofrecerles cristiana sepultura en un mejor momento. 


El crepúsculo se convirtió en dolor y llanto. Refugiadas en lo que quedaba de los establos de lo que fuera su antigua casa, ambas hermanas se abrazaron. Se miraron fijamente, presentían que el final se acercaba. Columba la susurró al oído, convino a Digna a separarse, sería más fácil ocultarse y pasar desapercibidas ante los moros, le argumentó. Se despidieron emotivamente, llegó el momento de su separación... tal vez para siempre... o no, solo Dios dispondrá, masculló Columba entre los sollozos de ambas. Pero poco después de su separación, Digna se entregó al Emir, y siguiendo el destino de los religiosos martirizados, decidió seguir el camino marcado por estos y ofrecerse ante el Cadí con la única arma que poseía, su propia fe. Plenamente convencida de su acto, y altiva ante el tribunal pero llena de irradiante humildad, miró al cielo, alzando su voz, proclamó: "Prefiero morir en Él, antes que vivir una vida indigna sin mi Dios, único y salvador". Murió mártir, acusada de blasfemia por el tribunal musulmán.

Al amanecer, consciente del destino de algunos clérigos del monasterio, Columba decidió presentarse en palacio, ante el Cadí. Recordó las palabras de su precursor San Eulogio: "La vida sin Dios es una travesía en el desierto hacía ninguna parte". Cruzó rauda la zona cristiana de la ciudad, algunas casas ardían entre llamas y se escuchaban los gemidos y lamentos de sus moradores. 

A su encuentro, ya en palacio, se arrodilló de espaldas al tribunal, con los brazos en cruz. Este la convino a que hablara mientras el resto de miembros del consejo la acusaban de blasfema. El Cadí impuso orden y la sugirió la conversión. Columba hizo caso omiso, fijó su mirada en el cielo, y con voz firme y poderosa, mientras elevaba sus brazos buscando en su encuentro al Altísimo, exigió al Emir que detuviera aquella locura de muerte y persecución, a la par que encomendaba a los presentes "a alabar al Señor Nuestro Dios, Padre de Todos Nosotros Divino y Único".  ¡Blasfemia!, gritó el preceptor. ¡Es una blasfema, se burla de nosotros! ¿A caso no la escucháis? Insistió. El Cadí asintió. 

El Emir, visiblemente enojado, desenfundó y empuño su espada, se dirigió furioso hacia ella, en ese momento, Columba entonó con dulce y armoniosa voz su última plegaria en vida: "Ábreme, Señor, las puertas de tu gloria para que vuelva a aquélla patria donde no existe la muerte, donde la dulzura del gozo es perpetua". Su cabeza cayó decapitada a los pies de su verdugo sin derramar ni una gota de sangre. 

Ante aquel extraordinario hecho, el Emir, retirando su atónita mirada del yaciente cuerpo de Columba y de espaldas al cadáver, ordenó: "Que sea despojada de todo sus bienes y prendas, que desaparezca todo rastro de su familia y sus pertenencias sean repartidas. Que su cuerpo sea troceado, ensacado y lanzado al río, que se pudra en lo más profundo de sus aguas y que nunca más en este palacio su nombre sea pronunciado". Como ordenó el Emir, así fue y así  se cumplió aquel 17 de septiembre del 853.


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