Santa Felicitas y sus 7 hijos

 

                                                   Madre e Hijos. Mártires. 164.

La más antigua de las listas de fiestas romanas de mártires, conocida como el “Depositio Martyrum” y que data de la época del Papa Liberio, es decir, alrededor de mediados del siglo IV menciona 7 mártires cuya fiesta se celebraba el 10 de julio. 

Sus restos habían sido depositados en 4 catacumbas distintas: en tres cementerios en la Vía Salaria y en uno en la Vía Apia. Dos de los mártires, Félix y Felipe, descansaban en la catacumba de Priscila; Marcial, Vidal y Alejandro, en el Coemeterium Jordanorum; Silvano en la catacumba de Máximo, y Jenaro en la de Prætextatus. Junto al nombre de Silvano se añadió que su cuerpo había sido robado por los Novacianos. En las actas de estos mártires se indica que los 7 fueron hijos de Felicitas, una dama noble romana.

De acuerdo a estas actas, Felicitas y sus 7 hijos fueron puestos en prisión a causa de su fe cristiana, a instigación de sacerdotes paganos, durante el reinado del Emperador Antonino.

 Ante el Prefecto Publio adhirieron firmemente a su religión y fueron entregados a 4 jueces que los condenaron a diversas formas de muerte. La división de los mártires entre 4 jueces se corresponde con los 4 lugares de su entierro. La misma Santa Felicitas fue enterrada en la catacumba de Máximo en la Vía Salaria, al lado de Silvano.

La cripta donde se enterró a Felicitas fue más tarde ampliada en una capilla subterránea y redescubierta en 1885. Todavía es visible un fresco del siglo XVII en la pared posterior de esta capilla, representando en un grupo a Felicitas y a sus 7 hijos, y encima la figura de Cristo concediéndoles la corona eterna.

Según la leyenda, Felicitas era una noble cristiana que se había consagrado a Dios en su viudez y vivía dedicada a la oración y las obras de caridad. 

Su ejemplo y el de su familia, convirtieron a numerosos idólatras a la fe. Ello enfureció a los sacerdotes paganos, quienes se quejaron al Emperador Antonino Pío de que las numerosas conversiones que obraba Felicitas provocarían la cólera de los dioses y, como consecuencia, la ciudad y todo el país, sufriría terrible desolación. 

El Emperador dejó el asunto en manos de Publio, Prefecto de Roma, quien mandó que la santa y sus hijos compareciesen ante él. Tomó aparte a Felicitas y trató por todos los medios de inducirla a ofrecer sacrificios a los dioses para no verse obligado a imponer un castigo a ella y a sus hijos. Pero la santa respondió: "No trates de atemorizarme con tus amenazas ni de ganarme con tus halagos, porque el Espíritu de Dios, que habita en mí, no permitirá que me venzas, sino que me sacará victoriosa de todos tus ataques." Publio replicó: "¡Infeliz de ti! ¡Si lo que quieres es morir, muere en buena hora pero no mates a tus hijos!". "Mis hijos, respondió Felicitas, vivirán eternamente si permanecen fieles a la fe, pero si ofrecen sacrificios a los ídolos, les espera la muerte eterna."

Al día siguiente, el Prefecto mandó llamar de nuevo a Felicitas y sus hijos y dijo a ésta: "Apiádate de tus hijos, Felicitas, pues están en la flor de la juventud." La santa replicó: "Tu piedad es impía y tus palabras crueles." 

Enseguida, se volvió hacia sus hijos y les dijo: "Hijos míos, levantad los ojos al cielo, donde os esperan Jesucristo y sus santos. Permaneced fieles a su amor y luchad valientemente por vuestras almas." 

Publio montó en cólera al oír aquello y replicó airadamente: "Es una insolencia, que hables así a tus hijos en mi presencia, tanto como tu desobediencia a las órdenes del soberano, por lo tanto, serás castigada." A continuación, mandó que la azotaran. 

El Prefecto llamó entonces, por separado, a cada uno de los jóvenes y trató de conseguir, con promesas y amenazas, que adorasen a los dioses. Como todos se negasen a ello, ordenó que los azotaran y los encerraran en un calabozo. 

El ¨Prefecto informó del caso al Emperador, el cual mandó que fuesen juzgados por jueces diferentes y condenados a diversos géneros de muerte. 

Genaro murió destrozado por los látigos. A pesar de que se le prometió riquezas si renegaba de Cristo, el joven contestó a su juez: “Lo que me propones es una insensatez, y yo me guío solo por la sabiduría de Dios, el cual me dará la victoria contra la impiedad”. Fue azotado en dos ocasiones, la segunda con cuerdas atadas a pelotas de metal. Murió desangrado el 10 de julio, día de la ejecución de su familia. 

Félix y Felipe perecieron a golpes de mazo. A ellos también se les ofreció poder y riqueza, pero Félix respondió: “No hay más que un Dios y es el que nosotros adoramos, y a quien rendimos el amor de nuestros corazones”. Ante la presión de los soldados Felipe indicó: “Pero, ¡si no son dioses! ¡si no tienen poder alguno; ni son más que míseros e insensibles simulacros!”. Ellos dos fueron golpeados con garrotes hasta morir. 

Silvano fue arrojado de una roca, fue tirado de cabeza al suelo rompiéndole el cuello al momento de tocar el suelo. Después, cogieron el cuerpo y lo arrojaron al Tíber, el tercer río más grande de Roma. 

Alejandro, Vidal y Marcial alcanzaron la corona por la espada. 

También la madre fue decapitada, después de haber visto morir a sus hijos.

A propósito de la muerte de Santa Felicitas, San Agustín dice: "El espectáculo que se presenta a los ojos de nuestra fe es magnífico. Hemos oído y visto con la imaginación a esa madre que, contra todos sus instintos humanos, escoge que sus hijos perezcan en su presencia. Pero Felicitas no abandonó a sus hijos, sino que los envió por delante, porque consideraba la muerte, no como el fin sino como el principio de la vida. Estos mártires renunciaron a una existencia que debía terminar forzosamente, para pasar a una vida que no termina jamás. Pero Felicitas no se contentó con ver morir a sus hijos, sino que los alentó a ello y, al hacerlo, consiguió que su valor fuese todavía más fecundo que su seno. Al verlos luchar, luchó con ellos y la victoria de cada uno de sus hijos fue su propia victoria." 

San Gregorio Magno predicó una homilía el día de la fiesta de Santa Felicitas, en la iglesia que se erigió sobre la tumba de la santa en la Vía Salaria. En dicha homilía dice que Felicitas, "que tenía 7 hijos, temía que alguno le sobreviviese, como otras madres temen sobrevivir a sus hijos. Su martirio fue mayor, ya que, al ver morir a todos sus hijos, sufrió el martirio en cada uno de ellos. Felicitas fue la última en morir; pero desde el primer momento sufrió, de suerte que su martirio comenzó con el del primero de sus hijos y terminó con su muerte. Así ganó, no sólo su propia corona, sino la de todos sus hijos. Al presenciar sus tormentos, permaneció constante, sufrió, porque era madre, pero se regocijó porque poseía la esperanza. En Santa Felicitas la fe triunfó de la carne y de la sangre, cuando en nosotros no es capaz de vencer las pasiones y arrancas nuestro corazón de este mundo corrompido."

 Según Actas, al parecer apócrifas, los cuerpos de los siervos de Dios fueron abandonados a las aves rapaces y otros animales carniceros, que milagrosamente los respetaron. Según piadosa tradición se exhalaba un suave perfume de aquellos sagrados miembros que, recogidos al favor de la noche por algunos cristianos, fueron honrosamente sepultados en las catacumbas próximas y honrados con profunda veneración. 

Félix y Felipe, inmolados juntos, descansaron en el cementerio de Pásala; Alejandro, Vidal y Marcial, muertos en el mismo lugar, fueron colocados en una tumba común en la catacumba de Gordiano; a Silvano, que fuera martirizado separadamente, se le inhumó en el cementerio de Máximo, y cerca de él, la piedad de los fieles depositó luego los restos de su heroica madre. Hasta el siglo VII visitaban las sepulturas de aquellos héroes de la fe numerosos peregrinos, y la veneración que se les profesaba era tan grande que se llamaba a su fiesta "el día de los mártires". 

Desde principios del siglo VII, el Papa Bonifacio IV, a causa de las invasiones de los bárbaros, hizo trasladar a la ciudad de Roma muchas de las reliquias veneradas en sus catacumbas; en el siglo VIII y en el IX lombardos y sarracenos acumularon tantas ruinas sobre aquellos sagrados lugares que desde entonces quedaron casi cubiertos y olvidados.

En los tiempos modernos, y especialmente a partir de mediados del siglo XIX, volvieron a ser visitados aquellos subterráneos, testigos de la fe de los primeros siglos de la era cristiana. En 1856 el ilustre arqueólogo Juan Bautista Rossi, halló el sitio donde fue enterrado San Jenaro y luego la tumba de sus hermanos. También apareció, treinta años después, aunque en lamentable estado, la capilla subterránea donde se depositara el cuerpo de Santa Felicidad después de su martirio.



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