San Germán I de Constantinopla

 

                                               Patriarca de Constantinopla. 733.

Nació en Constantinopla hacia el final del reinado del Emperador Heracleo (610-41). Hijo de Justiniano, un patricio romano, Germán dedicó sus servicios a la Iglesia y comenzó como clérigo en la catedral de Metrópolis. Una vez luego de la muerte de su padre, quien había ocupado varios de los altos cargos de oficial, en las manos del sobrino de Heracleo, Germán se consagró Obispo de Chipre.

Poco después el monotelismo (herejía defensora de una sola voluntad en Cristo), aunque ya recibido el golpe de muerte en el VI Concilio Ecuménico de 681, revivió por corto espacio con el Emperador Filípico (711-713), el cual presionó de tal modo a Germán, que el anciano prelado tuvo la debilidad de ceder en el sínodo de Constantinopla del año 712. Pero su reacción en pro de la ortodoxia fue rápida. Al subir al trono de Oriente el católico Artemio (Anastasio II) mejora la situación.

Si Germán realmente rindió por un corto tiempo a las falsas enseñanzas de los monotelistas, él esta vez reconocería la definición ortodoxa de las dos voluntades de Cristo. Juan, Patriarca de Constantinopla, señalado por Philippicus para suceder al depuesto Cyrus, enviaría al Papa Constantino una carta de sumisión aceptando la verdadera doctrina de la Iglesia promulgada en el Concilio de 681, con lo cual fue reconocido por el Papa como Patriarca de Constantinopla.

A la muerte de Juan, Germán fue elegido en la sede patriarcal en el año 715, en la cual se mantuvo hasta el 730. Inmediatamente (715 o 716) convocó en Constantinopla a un Sínodo de Obispos griegos, que reconoció y proclamó de nuevo la doctrina de las dos voluntades y las dos operaciones en Cristo, e impuso bajo anatema a Sergio, Ciro, y los otros líderes del Monotelismo. 

La capital del imperio bizantino, Constantinopla, sufrió un peligroso asedio por parte de los sarracenos.

 En aquella ocasión (717-718) se organizó una solemne procesión en la ciudad con la imagen de la Madre de Dios, la Theotókos, y de la reliquia de la Santa Cruz, para invocar de lo alto la defensa de la ciudad. De hecho, Constantinopla fue librada del asedio. Los adversarios decidieron desistir para siempre de la idea de establecer su capital en la ciudad símbolo del Imperio cristiano y el agradecimiento por la ayuda divina fue muy grande en el pueblo.

El Patriarca San Germán, tras aquel acontecimiento, se convenció de que la intervención de Dios debía considerarse una aprobación evidente de la piedad mostrada por el pueblo hacia las santas imágenes. En cambio, fue de parecer completamente distinto el Emperador León III, que precisamente ese año (717) fue entronizado como Emperador indiscutido en la capital, en la que reinó hasta el año 741

Después de la liberación de Constantinopla y de una nueva serie de victorias, el Emperador cristiano comenzó a manifestar cada vez más abiertamente la convicción de que la consolidación del Imperio debía comenzar precisamente por una reforma de las manifestaciones de la fe, con particular referencia al riesgo de idolatría al que, a su parecer, el pueblo estaba expuesto a causa del culto excesivo a las imágenes.

De nada valió que el Patriarca San Germán recordara la tradición de la Iglesia y la eficacia efectiva de algunas imágenes, que eran reconocidas unánimemente como "milagrosas". El Emperador se mantuvo siempre inamovible en la aplicación de su proyecto restaurador, que preveía la eliminación de las imágenes. Y cuando el 7 de enero del año 730, en una reunión pública, tomó abiertamente postura contra el culto a las imágenes, San Germán no quiso en absoluto plegarse a la voluntad del Emperador en cuestiones que él consideraba decisivas para la fe ortodoxa, a la cual según él pertenecía precisamente el culto, el amor a las imágenes. 

El Patriarca San Germán cuidaba con esmero las celebraciones litúrgicas y, durante cierto tiempo, fue considerado también el instaurador de la fiesta del Akátistos. Como es sabido, el Akátistos es un antiguo y famoso himno compuesto en ámbito bizantino y dedicado a la Theotókos, la Madre de Dios. A pesar de que desde el punto de vista teológico no se puede calificar a San Germán como un gran pensador, algunas de sus obras tuvieron cierta resonancia sobre todo por ciertas intuiciones suyas sobre la mariología.

De él se han conservado varias homilías de tema mariano, y algunas de ellas han marcado profundamente la piedad de enteras generaciones de fieles, tanto en Oriente como en Occidente. Sus espléndidas "Homilías sobre la Presentación de María en el templo" son testimonios aún vivos de la tradición no escrita de las Iglesias cristianas. Generaciones de monjas, de monjes y de miembros de numerosos institutos de vida consagrada siguen encontrando aún hoy en esos textos tesoros preciosos de espiritualidad.

Siguen suscitando admiración algunos textos mariológicos de San Germán que forman parte de las homilías pronunciadas en la festividad correspondiente a la Asunción. Entre estos textos el Papa Pío XII utilizó uno que engarzó como una perla en la constitución apostólica Munificentissimus Deus (1950), con la que declaró dogma de fe la Asunción de María. El Papa Pío XII citó este texto en esa constitución, presentándolo como uno de los argumentos en favor de la fe permanente de la Iglesia en la Asunción corporal de María al cielo.

San Germán escribe: "¿Podía suceder, santísima Madre de Dios, que el cielo y la tierra se sintieran honrados por tu presencia, y tú, con tu partida, dejaras a los hombres privados de tu protección? No. Es imposible pensar eso. De hecho, como cuando estabas en el mundo no te sentías extraña a las realidades del cielo, así tampoco después de haber emigrado de este mundo te has sentido alejada de la posibilidad de comunicar en espíritu con los hombres. (...) No has abandonado a aquellos a los que has garantizado la salvación, pues (...) tu espíritu vive eternamente, y tu carne no sufrió la corrupción del sepulcro. Tú, oh Madre, estás cerca de todos y a todos proteges y, aunque nuestros ojos no puedan verte, con todo sabemos, oh santísima, que tú vives en medio de todos nosotros y que te haces presente de las formas más diversas...

 Tú (María), como está escrito, apareces en belleza, y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo casa de Dios, de forma que, también por esto, es preciso que sea inmune de resolverse en polvo. Es inmutable, pues lo que en él era humano fue asumido hasta convertirse en incorruptible; y debe permanecer vivo y gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida. De hecho era imposible que quedara encerrada en el sepulcro de los muertos aquella que se había convertido en vaso de Dios y templo vivo de la santísima divinidad del Unigénito. Por otra parte, nosotros creemos con certeza que tú sigues caminando con nosotros".

Se ha dicho que para los bizantinos el decoro de la forma retórica en la predicación, y más aún en los himnos o composiciones poéticas que llaman troparios, es tan importante en la celebración litúrgica como la belleza del edificio sagrado en el que esta tiene lugar. Según esa tradición, el Patriarca San Germán es uno de los que han contribuido en mayor medida a tener viva esta convicción, es decir, que la belleza de la palabra, del lenguaje, debe coincidir con la belleza del edificio y de la música.

Germán entró en comunicación con los armenios monofisitas, con quienes veía su restauración a la unión con la Iglesia, pero sin éxito. Pronto, luego de su elevación a la dignidad patriarcal, la tormenta iconoclastia estallaría delante de la Iglesia bizantina.  León III el Isauriano, se opuso a la veneración de las imágenes tan pronto accedió al trono imperial.

En el año 717, San Germán coronó en Santa Sofía al Emperador León el Isáurico, quien juró solemnemente defender la fe católica.

Diez años más tarde, cuando el Emperador empezó a favorecer a los iconoclastas y se opuso a la veneración de las imágenes, San Germán le recordó su juramento. No obstante, León el Isáurico promulgó un decreto por el que prohibió el culto público a las imágenes y mandó que éstas fuesen colocadas de tal modo que el pueblo no pudiese besarlas. 

Poco después, con un decreto más drástico, ordenó la destrucción de las sagradas imágenes. El Patriarca, que era ya muy anciano, predicó sin temor en defensa de las imágenes y escribió para recordar la tradición cristiana a los obispos que se inclinaban a favorecer a los iconoclastas. En una carta al obispo Tomás de Claudiópolis, decía: "Las imágenes son la concretización de la historia y no tienen más fin que el de dar gloria al Padre celestial. Quien venera las imágenes de Jesucristo, no adora la forma de la madera, sino que rinde homenaje al Dios invisible que está en el seno del Padre; a Él es a quien adora en espíritu y en verdad". El Papa San Gregorio II respondió a San Germán con una carta que se conserva todavía, en la que le felicita por el valor con que había defendido la doctrina y la tradición católicas.

El Emperador León III, sin embargo, no cedió su posición, y por todos lados animó a los iconoclastas. En una erupción volcánica entre las islas de Thera y Therasia, él vio el juicio divino por la idolatría a las imágenes, y en un edicto  del año 726 explicó que las imágenes cristianas han tomado el lugar de ídolos, y que los veneradores de imágenes eran idólatras, ya que, según la ley de Dios, lo que produzca la mano del hombre  no será adorado. Inmediatamente después, el primer disturbio iconoclastico estalló en Constantinopla.

El Patriarca Germán vigorosamente se opuso al Emperador, e intentó hacerle ver la verdad de las cosas, con lo cual León III intentó degradarlo. Germán se dirigió al Papa Gregorio II  en el año 729, quien en una larga epístola elogió su celo y su firmeza. El Emperador en el 730 convocó a un Concilio antes de que Germán fuese citado a la suscripción de un decreto imperial que prohibía las imágenes y fue obligado a dimitir su oficio patriarcal, siendo sucedido por el sumiso Anastasio.

El anciano Patriarca, repitiendo las razones que había expuesto y su profesión de fe, se negó a obedecer las órdenes imperiales. Luego, despojándose de las insignias de su dignidad patriarcal, pronunció una frase que estaba destinada a gozar de fama imperecedera en la tradición oriental: “si yo soy Jonás, arrójame al mar; pero sin un Concilio Ecuménico, oh soberano mío, no me es posible establecer una nueva doctrina”.

Germán se retiró a su hogar con su familia, donde murió unos años después a una avanzada edad. El Concilio Ecuménico de Nicea en el año 787, concedió una gran glorificación a Germán, quien es venerado como santo tanto en la Iglesia griega como en la latina.



Comentarios

Entradas populares