San Gregorio II
Papa. 731.
Papa N° 89 de la Iglesia. Quizás el más grande de los grandes Papas que ocuparon la silla de San Pedro durante el siglo VIII. Romano, hijo de Marcelo y Honesta, de la rica familia Savelli en Roma. Se le nombró subdiácono y Sacellarius (pagador y limosnero) de la Iglesia romana por el Papa Sergio I.
Bajo los cuatro Papas siguientes fue tesorero de la Iglesia, y después bibliotecario encargado de comisiones importantes. Eran tan grandes su sabiduría e ilustración, que fue elegido para acompañar al Papa Constantino a Constantinopla, cuando éste fue convocado para discutir con el Emperador Justiniano II ciertas dificultades y diferencias que se habían presentado en el Concilio de Trullo, en 692. A la muerte de Constantino, Gregorio fue elegido Papa y consagrado en 715.
Una de las primeras tareas que Gregorio atendió cuando llega al papado en mayo de 715, fue la reparación de las murallas de Roma.
No fue la última vez que los lombardos, los viejos enemigos de los romanos, atacaron la ciudad y ahora un nuevo enemigo se presentaba. El Mediterráneo rápidamente se convertía en un lago de sarracenos, y se temía que los musulmanes trataran descender sobre la misma Ciudad Eterna de Roma. Gregorio había logrado buen progreso con la reparación cuando varias causas se combinaron, como una devastadora inundación del río Tíber, para evitar que se completase. A través de su pontificado Gregorio no falló en auscultar con ansiedad el movimiento de los sarracenos, y se le reconoce el haber enviado muestras de estímulo a los líderes francos que repelían su avance en las Galias.
Tenía sumo cuidado de los enfermos y ancianos; reconstruyó un asilo de ancianos y el gran monasterio que está cerca de la iglesia de San Pablo en Roma. Después de la muerte de su madre en el 718, convirtió su casa en el monasterio de Santa Águeda. Ayudó a restablecer la abadía de Monte Casino, a la cual envió al abad San Petronax para que la gobernara, ciento cuarenta años después de que la misma había sido reducida a escombros por los lombardos.
El Duque Teodoro I de Baviera también fue a rezar en Roma, e indudablemente también para obtener más predicadores para su país. Entre los que Gregorio despachó para la conversión de Baviera estaba San Corbibiano, quien se convirtió en uno de los apóstoles alemanes.
Pero el gran Apóstol de Baviera, y generalmente de Alemania, fue San Winfrido o Bonifacio, como posteriormente se le llamó. Ansioso por predicar a los infieles, fue a Roma y Dios "movió al Pontífice de la gloriosa Sede" a cumplir sus deseos. Envió a Bonifacio "a las salvajes naciones de Alemania", mandándole con la innegable autoridad de San Pedro: "ve y predica las verdades de ambos testamentos". Gregorio continuamente observó y estimuló la obra de Bonifacio. En 722 lo consagró Obispo e interesó al famoso Carlomagno en sus obras.
Durante el principio de su pontificado, Gregorio estuvo en buenos términos con los lombardos. Su Rey formó sus leyes bajo su influencia; pero sus Duques, con o sin el consentimiento del Rey, envolvieron la península tomando partes del Imperio Griego. El Exarca Griego de Ravena fue incapaz de eludir el avance lombardo, por lo que Gregorio apeló a Carlomagno y a los francos. Carlomagno no hubiese ido, pero mayor conmoción en Italia de la que pudiese provocar su llegada, fue la publicación allí de los decretos del Emperador griego, León II, conocido como el Isáurico o Iconoclasta en el año 727.
Hacia 722, el emperador bizantino León III, el Isaurio publicó un edicto prohibiendo el culto de las imágenes sagradas y ordenando su destrucción.
En 727 el Emperador invitó a Gregorio II a adherirse a dicha corriente iconoclasta amenazando al Papa con su destitución inmediata en caso contrario. El Pontífice se opone y respondió excomulgando al representante del Emperador en Italia, el Exarca de Rávena, animando además a los romanos a dejar de pagar los tributos imperiales.
La respuesta del Emperador fue ordenar al exarca de Rávena la marcha sobre Roma al frente de las tropas imperiales estacionadas en Italia. Esta decisión provocó un tumulto que tuvo como consecuencia la muerte del Exarca, la elección de un Duque y la proclamación de Roma como República.
El Papa pidió ayuda a Liutprando, Rey de los lombardos, quien aprovechó la ocasión para hacerse con Rávena en el 728, tras lo cual intentó que el Papa reconociese su conquista cediéndole el territorio de Sutri. La negativa papal a dicha conquista hace que, en 729, Liutprando se dirija a Roma con la intención de conquistarla. El Papa pide, en vano, ayuda al rey franco Carlos Martel por lo que tuvo que entrevistarse con el rey lombardo a quien convenció para que levantara el sitio de la ciudad reconociéndole a cambio los territorios conquistados.
A pesar de toda provocación, Gregorio nunca se desvió en su lealtad al iconoclasta Emperador, pero según su obligación se opuso a los esfuerzos de destruir un articulo de la fe católica. Por las cartas, que envió a todas partes, avisó contra las enseñanzas del Emperador, y en el Concilio de Roma en el 727, proclamó la verdadera doctrina sobre el culto a las imágenes.
Apoyó según mejor pudo a San Germán, Patriarca de Constantinopla, en su resistencia al "Evangelio de León", y amenazó con destituir a Anastasio, quien remplazó al Santo en la Sede de Constantinopla, si él no renunciaba a su herejía. Gregorio, reconoció al Patriarca de Foro, Julio Cividale y al Patriarca de Grado como sucesores conjuntos a la original Sede Metropolitana de Aquilea, por tal razón ambos prelados vivieron en paz algún tiempo.
El Milagro de la Batalla de Toulouse en 721 fue el milagro que hizo el Papa durante su vida y una de las razones por las que es un santo reconocido. La tradición sostiene que envió tres pequeñas cestas de suministros a las tropas que luchaban contra los soldados musulmanes en Toulouse. Se las arreglaron para utilizar esas cestas para mantener con vida a las tropas durante semanas, lo que les llevó a la victoria en la batalla.
Gregorio II se ubica como uno de los papas gobernantes más antiguos en la historia de la Iglesia. Su papado duró más de 15 años entre 715 y 731.
Lucha contra la Iconoclastia.
La iconoclastia, en el sentir de la historiografía católica y ortodoxa, se define como una herejía; tal vez la más peligrosa de ellas: se necesitó un siglo y medio de muy difícil pugna para superarla. Casi fue una lucha a vida o muerte, porque rugió con terrible intensidad en el seno mismo de la cima del poder, entre Emperadores y Prelados. La iconoclastia se inicia, en el periodo del Emperador León III; en torno a los años 720 y finaliza durante la regencia de Teodora; casi con una fecha dada, el Sábado de Resurrección del 867. Ese día se celebró por vez primera el llamado "Triunfo de la Ortodoxia", hoy aún rememorado en cada aniversario anual, desde los púlpitos de las iglesias con piadosa emoción.
Más allá de las posibles influencias judías o musulmanas en el surgimiento del iconoclasmo, Auzépy señala como aspecto central el temor de León III de la cólera divina, producida a causa de la idolatría del pueblo y que se manifestó, por ejemplo, en la explosión volcánica de Tera/Santorin en 726.
El temor del emperador en última instancia era la desaparición del Imperio a causa de la conquista musulmana, el enemigo real contra el que la dinastía isáurica tenía que luchar. El peligro de la caída del pueblo cristiano en la idolatría era para León III y Constantino V tan real como lo había sido en el pasado para el pueblo judío, con las consecuencias de derrota militar y cautividad en Oriente. El objetivo de los Emperadores iconoclastas era calmar la ira de Dios.
León III el Araboctótono, nació hacia el año 685 en la comarca próxima a Germanicea, (la actual Karaman), perteneciente entonces a la provincia bizantina de Siria. Hubo de trasladarse en el marco de una emigración forzada o simple huida, debido a las difíciles condiciones de lo que en aquellos años era la ardiente frontera con los árabes, hasta un nuevo hogar más pacífico en Mesembria, de Tracia. Procedía de una familia de campesinos asalariados; por lo que no resulta extraño que entendiera a la perfección el grave problema agrario, (terratenientes versus pequeños propietarios y libres en arrendamiento). Tal vez los dueños de la tierra para la que trabajaron, fueran monjes y de ahí también el gran interés en abordar ese delicado tema.
Al final del periodo de la dinastía heracliana, el ejército bizantino padecía serias deficiencias. Justiniano II no había sabido ponerles remedio aunque, al parecer, no le habían faltado buenas intenciones. León pudo vivir aquel ambiente de derrotas y necesidades siendo un soldado y oficial por méritos de guerra. Y también, seguramente, pudo comparar con el "desahogado" ambiente que se respiraba entre los clérigos.
Las tragedias se suceden, los árabes vuelven a saquear la llanura Anatolia y, a principios del 717, ya se hacen ver cerca de la capital. León, es por entonces, el General en jefe de los Anatólicos. Y son sus soldados los que lo elevan sobre el pavés y le escoltan hasta Constantinopla. Allí entra el 25 de marzo y es reconocido como nuevo Basileo o Emperador. La perspectiva que le recibe es desoladora; los árabes asedian la ciudad y la población inerme está al borde del pánico.
León es un táctico y estratega magnífico. Como pocos en la historia. Con medios muy limitados consigue rechazar el terrible ataque musulmán que dura hasta el año 722. No es extraño que tras la retirada de las huestes sarracenas, el "Sirio" gozara de un prestigio enorme entre su pueblo. Era el salvador y le saludan como el "Araboctótono". Pero el líder es el que mejor sabe que ha sido necesario un esfuerzo inmenso; que había dejado bien a las claras las graves deficiencias internas del Imperio. Un gobernante diligente y previsor intentaría poner solución. Y tal vez ello sería tarea más ardua que vencer a los árabes en Constantinopla. Lo cierto es que urge la reforma interna, una profunda regeneración, aumentar el poder del Estado y modificar el desequilibrado sistema social. Y las dos cosas tocaban de lleno el apartado religioso.
León el Isáurico fue un valiente soldado con un temperamento autocrático. Cualquier movimiento que excitara su simpatía estaba seguro de ser hecho cumplir severa y cruelmente. Ya había perseguido cruelmente a los judíos y a los paulicianos. Él era también sospechado de inclinaciones hacia el Islam.
El Califa Omar II (717-720) trató de convertirlo sin éxito, excepto en persuadirlo de que las imágenes eran ídolos. Los enemigos de imágenes cristianas, especialmente Constantino de Nacolia, ganaron entonces fácilmente su atención. El Emperador llegó a la conclusión que las imágenes eran el principal impedimento para la conversión de judíos y musulmanes, la causa de la superstición, debilidad y división en su Imperio, y opuestos al primer mandamiento.
La campaña contra las imágenes fue parte de una reforma general de la Iglesia y el Estado. La idea de León III era purificar la Iglesia, centralizarla tanto como fuera posible bajo el Patriarca de Constantinopla, y por tanto fortalecer y centralizar el Estado del Imperio. Había también una fuerte tendencia racionalista entre los emperadores iconoclastas, una reacción contra las formas de la piedad bizantina que se hacía más pronunciada cada siglo. Este racionalismo ayuda a explicar su odio a los monjes. Una vez persuadido, León comenzó a imponer su idea despiadadamente.
Constantino de Nacolia fue a la capital en la primera parte de su reinado; al mismo tiempo Juan de Synnada escribió al Patriarca Germano I, alertándolo de que Constantino había producido disturbios entre los otros obispos de la provincia predicando contra el uso de las santas imágenes.
Germano, el primero de los héroes de los veneradores de imágenes, escribió entonces una defensa de la práctica de la Iglesia dirigida a otro iconoclasta, Tomás de Claudiópolis. Pero Constantino y Tomás tenían al Emperador de su lado. En 726, el Emperador León III publicó un edicto declarando que las imágenes eran ídolos, prohibidos por Éxodo XX, 4,5, y ordenando que debían ser destruidas tales imágenes en las iglesias. Al instante los soldados comenzaron a cumplir sus órdenes, con lo cual fueron provocados disturbios a todo lo largo del imperio.
Había una famosa pintura de Cristo, llamado "Christos Antiphonetes", sobre la arcada del palacio de Constantinopla. La destrucción de esta pintura provocó una seria revuelta entre el pueblo.
El Patriarca Germano, protestó contra el edicto y apeló al Papa en el año 729. Pero el Emperador lo depuso como traidor en el año 730 y designó en su lugar a Anastasio (730-54), anterior secretario de la corte patriarcal y voluntario instrumento del gobierno. Los más resueltos oponentes a los iconoclastas a través de esta historia fueron los monjes. Es verdad que hubo algunos que se pusieron del lado del Emperador, pero como un cuerpo, el monaquismo oriental fue firmemente leal a la vieja costumbre de la Iglesia. León por lo tanto, unió a su iconoclasia una fiera persecución a los monasterios y eventualmente trató de suprimir todo el monaquismo.
El Papa de ese momento era Gregorio II (713-31). Aún antes de haber recibido la apelación de Germano le llegó una carta del Emperador ordenándole aceptar el edicto, destruir las imágenes en Roma, y convocar a un Concilio General para prohibir su uso. Gregorio le contestó en 727, con una gran defensa de las imágenes. Le explica la diferencia entre ellas y los ídolos, con sorpresa de que León no lo hubiera entendido así. Describe el legítimo uso y reverencia brindada, a las imágenes por los cristianos. Culpa a la interferencia del Emperador en materias eclesiásticas y su persecución de los veneradores de imágenes. No se quiere un concilio; todo lo que tiene que hacer León es dejar de alterar la paz de la Iglesia.
En cuanto a la amenaza de León que él iría a Roma, rompería la estatua de San Pedro (aparentemente la famosa estatua de bronce en San Pedro), y tomaría al Papa prisionero, Gregorio la contestó apuntando que el podía fácilmente escapar a la Campaña, recordándole al Emperador cuán fútil y aborrecida era para todos los cristianos la persecución de Constancia a Martín I.
También dice que todo el pueblo en Occidente detesta la acción del Emperador y nunca consentirá en destruir sus imágenes por su orden. El Emperador contestó, continuando con su argumento diciendo que ningún Concilio General había dicho todavía ninguna palabra a favor de las imágenes, que él mismo era a un tiempo Emperador y sacerdote (basileus kai lereus) y por tanto tenía el derecho de hacer decretos sobre tales materias. Gregorio le escribió respondiéndole que lamentaba que León no hubiera visto el error de sus modos. En cuanto a los anteriores Concilios Generales, ellos no pretendían discutir cada punto de la fe; había sido innecesario en aquellos días defender lo que nadie atacaba. El título Emperador y Sacerdote había sido concedido como un cumplido a algunos soberanos en razón de su celo en defender la verdadera fe que ahora atacaba León. El Papa se declara determinado a resistir la tiranía del Emperador a cualquier costo, aunque él no tuviera defensa alguna salvo rezar pidiendo que Cristo le enviara un demonio para torturar el cuerpo del Emperador y que su alma fuera salvada, tal lo expresado en 2 Corintios 5.5.
Mientras tanto la persecución arreció en el Este. Los monasterios fueron destruidos, los monjes muertos, torturados o desterrados. Los iconoclastas comenzaron a aplicar su principio también a las reliquias, a romper los sepulcros y quemar los cuerpos de los santos quemados en las iglesias.
Algunos rechazaron toda intercesión de los santos. Estos y otros puntos (destrucción de reliquias y rechazo de las plegarias a los santos), aunque no estaban necesariamente involucrados en el programa original son desde esta época (aunque no siempre) adicionados a la iconoclasia. Mientras tanto, San Juan Damasceno a salvo de la ira del Emperador bajo la autoridad del Califa estaba escribiendo en el monasterio de Santa Saba sus famosas apologías “contra aquellos que destruyen los íconos sagrados”.
En el Occidente, en Roma, Ravena y Nápoles, la gente se sublevó contra la ley del Emperador. Este movimiento anti-imperial es uno de los factores de la brecha entre Italia y el viejo Imperio, la independencia del papado, y el comienzo de los Estados Papales. Gregorio II ya se había rehusado a enviar impuestos a Constantinopla y se designó a sí mismo Dux Imperial en el Ducatus Romanus. El enojo del emperador contra los veneradores de imágenes se fortaleció con la revuelta que irrumpió aproximadamente en estos tiempos en Hellas, ostensiblemente en favor de los íconos. Un cierto Cosmas fue erigido como emperador por los rebeldes. La insurrección fue pronto aplastada en el año 727, y Cosmas fue decapitado. Después de esto fue publicado un nuevo y severo edicto en el año 730 y la furia de la persecución redoblada.
El Papa Gregorio II murió en 731. Fue sucedido rápidamente por Gregorio III, quien continuó con la defensa de las santas imágenes exactamente en el espíritu de se predecesor. El nuevo Papa envió un sacerdote, Jorge, con cartas contra la iconoclasia a Constantinopla. Pero Jorge, cuando llegó, sintió miedo de presentarlas, y volvió sin haber cumplido su misión. Fue enviado una segunda vez con el mismo encargo, pero fue arrestado y hecho prisionero en Sicilia por el gobernador imperial.
El Emperador continuó entonces con su política de agrandar y fortalecer su propio patriarcado en Constantinopla. Concibió la idea de hacerlo tan grande como el Imperio que aún realmente regía. El lugar de nacimiento de León, Isauria, fue quitado a Antioquía por un edicto imperial y agregado al patriarcado bizantino, ampliando el mismo con Metrópolis, Seleucia y cerca de otras veinte sedes. Aún más, León pretendió apartar Ilírico del patriarcado romano y agregárselo al de Constantinopla, y confiscó todas las propiedades de la Santa Sede que pudieron caer en sus manos, en Sicilia y en la Italia del sur.
Esto naturalmente incrementó la enemistad entre la Cristiandad Occidental y Oriental. En 731 Gregorio III llevó a cago un Sínodo de 93 obispos en San Pedro en el cual todas las personas que rompían, ensuciaban o quitaban imágenes de Cristo, de su Madre, de los Apóstoles u otros santos fueron declarados excomulgados. Otro delegado, Constantino, fue enviado con una copia de los decretos y de su demanda al emperador, pero fue nuevamente arrestado y encarcelado en Sicilia. León envió entonces una flota a Italia para castigar al Papa; pero naufragó y fue dispersada por una tormenta. Mientras tanto toda clase de calamidades afligieron al imperio; terremotos, pestilencias y hambrunas devastaron las provincias mientras los musulmanes continuaron su victoriosa carrera y conquistaron más territorio.
El Emperador León III murió en junio de 741, en el medio de estos problemas, sin haber cambiado su política. Su trabajo fue continuado por su hijo Constantino V Coprónimo, quien se convirtió en un perseguidor de veneradores de imágenes aún más grande que su padre.
Tan pronto como León III estuvo muerto, Atabasdo (quien había casado con la hija de León) aprovechó la oportunidad y tomó ventaja de la impopularidad del gobierno iconoclasta para levantar una rebelión. Declarándose a sí mismo el protector de los íconos santos tomó posesión de la capital, se coronó a sí mismo emperador mediante influencia del Patriarca Anastasio e inmediatamente restauró las imágenes.
Anastasio, quien había sido introducido por la fuerza en lugar de Germano como el candidato iconoclasta, se dio vuelta en el modo bizantino usual, ayudó la restauración de las imágenes y excomulgó a Constantino V como a un herético y negador de Cristo. Pero Constantino marchó sobre la ciudad, la tomó, le quitó la vista a Artabasdo y comenzó una furiosa venganza contra los rebeldes y veneradores de imágenes en el año 743.
Su trato a Anastasio es un típico ejemplo de la manera en que estos emperadores tardíos se comportaban hacia los Patriarcas a través de los cuales trataban de gobernar la Iglesia. Anastasio fue azotado en público, enceguecido, conducido vergonzosamente a través de las calles, se lo hizo regresar a su iconoclasia y finalmente fue reinstalado como Patriarca. El desdichado vivió hasta el año 754.
Las imágenes restauradas por Artabasdo fueron nuevamente quitadas. En el año 754 Constantino, retomando la idea original de su padre, convocó un gran Sínodo en Constantinopla que fue contado como el VII Concilio General. Cerca de 340 obispos asistieron. Como la sede de Constantinopla estaba vacante por la muerte de Anastasio, presidieron Teodosio de Éfeso y Pastilias de Perge. Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén se rehusaron a enviar delegados, ya que estaba claro que los obispos habían sido convocados meramente para cumplir las órdenes del Emperador.
El evento demostró que los patriarcas habían juzgado correctamente. Los obispos en el sínodo asintieron servilmente a todas las demandas de Constantino. Decretaron que las imágenes de Cristo son o Monofisitas o Nestorianas, ya que desde que es imposible representar su divinidad, ellas solamente confunden o divorcian sus dos naturalezas. La única legítima representación de Cristo es la Santa Eucaristía. Las imágenes de los santos deben ser igualmente aborrecidas; es blasfemo representar con una madera o piedra muertas a aquellos que vivieron con Dios. Todas las imágenes son una invención de los paganos (de hecho son ídolos) como se muestra en Exodo, 4, 5; Deuteronomui v, 8; Juan IV, 24; Romanos I 23-25. Algunos textos de los Padres son también citados en sostén de la iconoclasia. Los veneradores de imágenes son idólatras, adoradores de madera y piedra, los Emperadores León y Constantino son la luz de la fe ortodoxa, nuestros salvadores de la idolatría.
Se pronuncia una maldición especial contra los tres principales defensores de las imágenes: Germano, el anterior Patriarca de Constantinopla, Juan Damasceno, y un monje, Jorge de Chipre. El sínodo declara que “la Trinidad ha destruido a estos tres (“Actas del Sínodo Iconoclasta de 754”).
Los obispos finalmente eligieron un sucesor para la vacante sede de Constantinopla, Constantino, obispo de Sylaeum, que fue por supuesto una criatura del gobierno, preparado para llevar a cabo sus campañas. Los decretos fueron publicados en el Foro el 27 de agosto de 754. Después de esto la destrucción de imágenes continuó con renovado celo. Se requirió a todos los obispos del Imperio que firmaran las actas del Sínodo y que juraran eliminar los íconos en sus diócesis.
Los Paulicianos no fueron tratados bien, mientras que los veneradores de imágenes y los monjes fueron ferozmente perseguidos. En lugar de las imágenes de los santos, las iglesias fueron decoradas con pinturas de flores, frutas y pájaros, de tal modo que la gente dijo que parecían almacenes y tiendas de pájaros.
Un monje, Pedro, fue azotado hasta morir el 7 de junio de 761. El Abad de Monagria, Juan, que rehusó pisotear un ícono, fue atado en una bolsa y tirado al océano el 7 de junio de 761. En 767, Andrés, un monje cretense, fue azotado y lacerado hasta que murió. En noviembre del mismo año un gran número de monjes fue torturado hasta la muerte de varias maneras.
El Emperador trató de abolir el monaquismo (como el centro de la defensa de imágenes); los monasterios fueron convertidos en barracas, el hábito monástico prohibido; se hizo jurar al Patriarca Constantino II en el púlpito de su iglesia que, aunque antes fuera monje, se había ahora unido a la clerecía secular.
Las reliquias fueron desenterradas y tiradas al mar, prohibida la invocación de los santos. En 766 el Emperador se hartó de su patriarca, lo hizo azotar y decapitar y lo reemplazó por Nicetas I (766-80), quien fue también, naturalmente, un obediente sirviente del gobierno iconoclasta.
Mientras tanto los países a los que no alcanzaba el poder del Emperador, mantuvieron la vieja costumbre y rompieron la comunión con el Patriarca iconoclasta de Constantinopla y sus obispos. Cosmas de Alejandría, Teodoro de Antioquía y Teodoro de Jerusalén fueron todos defensores de los santos íconos en comunión con Roma.
El Emperador Constantino V murió en 775. Su hijo León IV (775-80), aunque no rechazó la ley iconoclasta, fue mucho más suave en hacerla cumplir. Permitió a los monjes exiliados que regresaran, toleró al menos la intercesión de los santos y trató de reconciliar a todos los partidos.
Cuando el Patriarca Nicetas I murió en 780 fue sucedido por Pablo IV (780-84), un monje chipriota quien llevó a cabo una política iconoclasia con la mitad de su corazón solo debido al miedo al gobierno. Pero la mujer de León IV, Irene, fue una resuelta veneradora de imágenes. Aún durante la vida de su marido ocultaba íconos sagrados en sus cuartos. Al final de su reinado, León tuvo un estallido de fiera iconoclasia. Castigó a los cortesanos que habían reemplazado las imágenes en sus departamentos y estuvo a punto de desterrar a la Emperatriz cuando murió el 8 de setiembre de 780. De inmediato se produjo una completa reacción.
La Emperatriz Irene fue regente de su hijo Constantino VI (780-97), quien tenía 9 años cuando su padre murió. Inmediatamente comenzó a deshacer el trabajo de los emperadores iconoclastas. Las imágenes y reliquias fueron restituidas a las iglesias; los monasterios fueron reabiertos.
El temor al ejército, entonces fanáticamente iconoclasta, la detuvo por un tiempo de repeler las leyes; pero sólo esperaba la oportunidad para hacerlo y restaurar la rota comunión con Roma y los otros patriarcados. El Patriarca de Constantinopla, Pablo IV, renunció y se retiró a un monasterio, dando abiertamente su razón para ello: su arrepentimiento por sus anteriores concesiones al gobierno iconoclasta. Fue sucedido por un decidido venerador de imágenes, Tarasio.
Tarasio y la emperatriz abrieron entonces las negociaciones con Roma. Enviaron una embajada al Papa Adriano I (772-95) reconociendo la primacía y rogándole ir en persona, o por lo menos enviar delegados a un concilio que desharía la obra del sínodo iconoclasta de 754. El Papa contestó con dos cartas, una para la Emperatriz y una para el Patriarca. En ellas repite los argumentos para la veneración de imágenes, acuerda con las propuestas del Concilio, insiste en la autoridad de la Santa Sede, y demanda la restitución de la propiedad confiscada por León III.
Censura la repentina elevación de Tarasio (quien de ser un laico se convirtió repentinamente en Patriarca), y rechaza su título de Patriarca Ecuménico, pero alaba su ortodoxia y su celo por las imágenes santas. Finalmente encomienda todas estas materias al juicio de sus delegados. Estos delegados eran el arcipreste Pedro y el abad Pedro de Santa Saba cerca de Roma. Los otros tres Patriarcas estuvieron impedidos de contestar ya que ni siquiera recibieron la carta de Tarasio, debido a los disturbios que había en esos momentos en el estado musulmán. Pero dos monjes, Tomás, abad de un monasterio egipcio y Juan Syncelio de Antioquía, aparecieron con cartas de sus comunidades explicando el estado de situación y mostrando que los Patriarcas habían permanecido siempre fieles a las imágenes. Los dos parecen haber actuado como cierta clase de delegados para Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Tarasio abrió el sínodo en la iglesia de los Apóstoles en Constantinopla en agosto de 786 pero el mismo fue de inmediato dispersado por los soldados iconoclastas.
La Emperatriz desbandó esas tropas y las reemplazó por otras; se acordó que el sínodo debía reunirse en Nicea en Bitinia, el lugar del Primer Concilio General. Los obispos se reunieron allí en el verano de 787, en un número aproximado de 300. El concilio duró desde el 24 de setiembre al 23 de octubre. Los delegados romanos estuvieron presentes; firmaron primeros las Actas y siempre estuvieron en primer lugar el la lista de miembros, pero Tarasio condujo los procedimientos, aparentemente porque los delegados no podían hablar griego.
En las tres primeras sesiones, Tarasio dio cuenta de los acontecimientos que habían conducido al Primer Concilio, fueron leídas las cartas papales y otras, y se reconciliaron muchos obispos iconoclastas arrepentidos. Los padres aceptaron las cartas papales como fórmulas verdaderas de la fe católica. Tarasio, cuando leyó las cartas, no leyó los pasajes sobre la restitución de las propiedades papales confiscadas, los reproches contra su repentino ascenso y el uso del título de Patriarca Ecuménico, y modificó (pero no esencialmente) las afirmaciones de la primacía.
La cuarta sesión estableció las razones por las cuales el uso de las imágenes santas es legítima, citando pasajes del Viejo Testamento sobre las imágenes del templo (Éxodo 25:18-22; Números 7:89; Ezequiel, XII: 8-19; Hebreos 9:5), y citando también a gran número de los Padres.
Eutimio de Sardes, al final de la sesión, leyó una profesión de fe en este sentido. En la quinta sesión Tarasio explicó que la iconoclasia venía de los judíos, sarracenos y herejes; fueron expuestas algunas citas iconoclastas erróneas, quemados sus libros, y se colocó un ícono en el hall en medio de los padres.
La sexta sesión fue ocupada con el sínodo iconoclasta de 754; se negó su reivindicación como Concilio General, porque ni el Papa ni los otros tres Patriarcas habían participado en él. El decreto de aquel sínodo fue refutado cláusula por cláusula.
La séptima sesión se erigió en el símbolo del concilio, en la cual, después de repetir el Credo Niceno y renovar la condena de todas las maneras anteriores de herejía, desde lo arrianos a los monotelitas, los Padres fijaron su definición. Las imágenes son para recibir veneración (proskynesis), no adoración (latreia). El honor que se les rinde es solo relativo (schetike), invocando a su prototipo. Son pronunciados anatemas contra los líderes iconoclastas. Germano, Juan Damasceno y Jorge de Chipre son elogiados. En oposición a la fórmula del sínodo iconoclasta los padres declararon: “La Trinidad ha hecho a estos tres gloriosos” (he Trias tous treis edoxasen). Fue enviada una delegación a la emperatriz con las Actas del sínodo; una carta a los clérigos de Constantinopla informándolos de sus decisiones.
Veintisiete años después del Sínodo de Nicea, la iconoclasia irrumpió de nuevo. Nuevamente las santas imágenes fueron destruidas, y sus defensores ferozmente perseguidos. Por veintiocho años la historia anterior se repitió con asombrosa exactitud. Los lugares de León III, Constantino V y León IV son ocupados por una nueva línea de emperadores iconoclastas: León V, Miguel II y Teófilo.
El Papa Pascual I actúa exactamente como lo hizo Gregorio II, el fiel Patriarca Nicéforo es el Germano I, San Juan Damasceno vive nuevamente en San Teodoro el Estudita. Nuevamente un sínodo rechazó los íconos, y otro que los siguió, los defendió. Nuevamente una emperatriz, regente de su joven hijo, pone un fin a la tormenta y restaura la vieja costumbre, esta vez definitivamente. El origen de este nuevo brote no debe buscarse demasiado lejos. Habían quedado, especialmente en el ejército, un partido iconoclásico considerable. Constantino V, su héroe había sido un general valiente y exitoso contra los Musulmanes. Miguel I (811-13), quien mantuvo la fe del Segundo Concilio de Nicea, fue singularmente desafortunado en su intento de defender el Imperio. Los iconoclastas miraban con pesar hacia atrás las gloriosas campañas de su predecesor, desarrollaron la asombrosa concepción de que Constantino era santo, fueron en peregrinación a su tumba y lloraron sobre él: “Levántate, vuelve y salva el moribundo imperio”.
Cuando Miguel I, en junio de 813, fue absolutamente derrotado por los búlgaros y huyó a su capital, los soldados lo forzaron a renunciar a su corona y colocaron uno de los generales León el Armenio (León V, 813-20) en su lugar. Un oficial (Teodoto Cassiteras) y un monje (el Abad Juan Gramático) persuadieron al nuevo emperador que todo el infortunio del Imperio era un juicio de Dios por la idolatría de los veneradores de imágenes. León, una vez persuadido, usó todo su poder para derribar los íconos, y por tanto todo el problema comenzó de nuevo.
En 814 los iconoclastas se reunieron en asamblea en el palacio y prepararon un elaborado ataque contra las imágenes, repitiendo casi exactamente los argumentos del sínodo de 754. El Patriarca de Constantinopla era Nicéforo I (806-15), el que se convirtió en uno de los principales defensores de las imágenes en esta segunda persecución. El Emperador lo invitó a una discusión de la cuestión con los iconoclastas; se rehusó ya que la misma ya había sido fijada por el Séptimo Concilio General. El trabajo de demoler las imágenes comenzó nuevamente. La pintura de Cristo restaurada por Irene sobre la puerta de hierro del palacio, fue nuevamente quitada.
En 815, el Patriarca fue convocado a presencia del Emperador. Fue rodeado de obispos, abades y monjes y mantuvo una larga discusión con León y sus seguidores iconoclastas. En el mismo año el emperador convocó a un sínodo de obispos, los que, obedeciendo sus órdenes depusieron al Patriarca y eligieron a Teodoto Cassiteras (Teodoto I, 815-21) para sucederlo. Nicéforo fue desterrado más allá del Bósforo. Hasta que murió defendió la causa de las imágenes mediante escritos controversiales.
Entre los monjes que acompañaron a Nicéforo a presencia del Emperador en 815, estaba Teodoro, Abad del monasterio Studium de Constantinopla. A todo lo largo de esta segunda persecución iconoclasta Santo Teodoro (Theodorus Studita) fue el líder de los monjes fieles, el principal defensor de los íconos. Reconfortó y alentó a Nicéforo en su resistencia al emperador, fue desterrado tres veces por el gobierno, escribió un gran número de tratados, cartas controversiales, y apologías a las imágenes en varias formas. Su principal punto es que los iconoclastas son herejes cristológicos, desde que niegan un elemento esencial de la naturaleza humana de Cristo, esto es, que puede ser representado gráficamente. Esto equivale a una negación de su realidad y cualidad material, por lo que los iconoclastas reviven la vieja herejía Monofisita.
Parece una gran verdad aquello que nos ha dejado dicho el piadoso Teostériktos: era fatalidad que la herejía se gestaba siempre en el mismo corazón del Palacio Imperial. Así, el primer signo del mal se manifestó de nuevo: volvieron a suprimir el mosaico de la Puerta Calcé, (recién rehabilitado por el celo de Irene); verdadero "mosaico mártir" en esta larga querella.
Lo primero que hizo el nuevo Patriarca Teodoto fue mantener un sínodo que condenó el concilio de 787 (el segundo Niceno) y declaró su adhesión al de 754. Obispos, abades, clérigos y aún funcionarios del gobierno que no habrían de aceptar sus decretos fueron depuestos, desterrados, torturados.
Teodoro de Studium rehusó la comunión con el patriarca iconoclasta y se fue al exilio. Una cantidad de personas de todos los rangos fueron muertos en este tiempo y sus referencias, imágenes de todo tipo fueron destruidos por todos lados. Teodoro apeló al Papa Pascual I, en nombre de los perseguidos veneradores de imágenes orientales. Al mismo tiempo Teodoto, el Patriarca iconoclasta, envió delegados a Roma los que, sin embargo, no fueron admitidos por el Papa, ya que Teodoto era un intruso cismático en la sede de la cual aún era Nicéforo el legítimo obispo. Pero Pascual recibió a los monjes de Teodoro y les dio el monasterio de Santa Práxedes a ellos y a otros que habían escapado de la persecución del Este.
En 818 el Papa envió delegados al Emperador con una carta defendiendo los íconos y refutando una vez más la acusación iconoclasta de idolatría. En esta carta insiste principalmente en nuestra necesidad de signos exteriores para cosas invisibles: sacramentos, palabras, la señal de la Cruz, y todos los signos tangibles de este tipo; ¿Cómo puede, entonces, gente que admite esto rechazar las imágenes?. La carta no tuvo ningún efecto sobre el Emperador; pero es especialmente desde este momento que los católicos en el Este se volvieron con más lealtad que nunca hacia Roma como su líder, su último refugio en la persecución.
Los bien conocidos textos de Santo Teodoro en los que defiende la primacía en el lenguaje más enérgico posible fueron escritos durante esta persecución: “Cualquier novedad que es traída a la Iglesia por aquellos que se desvían de la verdad debe ciertamente estar referida a Pedro o su sucesor.... Sálvanos jefe pastor de la Iglesia bajo el cielo”; “Arregla que una decisión sea recibida desde la vieja Roma, tal como ha sido trasmitida la costumbre desde el comienzo por la tradición de nuestros padres”.
Las protestas de lealtad a la vieja Roma hecha por los cristianos ortodoxos y católicos del la Iglesia bizantina de aquellos tiempos son su último testimonio antes del Gran Cisma. Hubo entonces dos partidos separados en Oriente que no tuvieron comunión entre sí: los perseguidores iconoclastas bajo el mando del Emperador con su anti-patriarca Teodoto, y los católicos liderados por Teodoro el Estudita reconociendo al legítimo patriarca Nicéforo y sobre él, al distante obispo latino quien era para ellos el “pastor principal de la Iglesia bajo el cielo”.
El día de Navidad de 820, León V finalizó su tiránico reinado al ser asesinado en una revolución palaciega que instaló a uno de sus generales Miguel II el Tartamudo (820,29) como emperador.
Miguel fue también un iconoclasta y continuó la política de su predecesor, aunque al principio estuvo ansioso no de perseguir sino de reconciliar a todos. Pero no cambió en nada la ley iconoclasta y cuando Teodoto, el anti-patriarca murió en el año 821 se rehusó a restaurar a Nicéforo e instaló a otro usurpador, Antonio, anteriormente Obispo de Silo.
En 822 un cierto general de raza eslava, Tomás armó una peligrosa revolución con la ayuda de los árabes. Pareciera que esta revolución no tenía nada que ver con la cuestión de las imágenes. Tomás representó más bien el partido del asesinado emperador León V. Pero después de que fue aplastada, en 824, Miguel se puso mucho más severo hacia los veneradores de imágenes. Un gran número de monjes huyó a Occidente, y Miguel escribió una famosa carta llena de amargas acusaciones de su idolatría a su rival Luis el Piadoso (814-20) para persuadirlo de que pusiera a esos exilados bajo control de la justicia bizantina. Otros católicos que no habían escapado fueron hechos prisioneros y torturados, entre los cuales estaban Metodio de Siracusa y Eutimio de Sardes.
Las muertes de San Teodoro el Estudita (11 de noviembre de 826) y del legítimo Patriarca Nicéforo (2 de junio de 828) fue una gran pérdida para los ortodoxos de ese tiempo. El hijo y sucesor de Miguel, Teófilo (829-42), continuó la persecución aún más ferozmente. Un monje, San Lázaro el pintor, fue azotado casi hasta morir.
Otro monje, Metodio, fue encerrado en prisión con rufianes comunes durante siete años. Miguel, Syncello de Jerusalén, y José, un famoso escritor de himnos, fueron torturados.
Los hermanos Teófanes y Teodoro fueron azotados con 200 golpes y marcados en sus rostros con hierros incandescentes como idólatras. Para ese entonces habían sido retiradas todas las imágenes de las iglesias y lugares públicos, las prisiones estaban llenas de sus defensores, los fieles católicos fueron reducidos a una secta escondiéndose alrededor del imperio, y había una multitud de exiliados en Occidente. Pero la esposa del emperador y su madre Teoctista eran fieles al Segundo Sínodo de Nicena y esperaban por mejores tiempos.
El momento llegó tan pronto como Teófilo murió (20 de enero de 842). Dejó un hijo, de tres años de edad, Miguel III el Borracho, quien vivió para causar el Gran Cisma de Focio, 842-67), y la regente fue la madre de Miguel, Teodora.
Al igual que Irene al final de la primera persecución, Teodora comenzó de inmediato a cambiar la situación. Abrió las prisiones, liberó a los confesores que habían sido encerrados por defender a las imágenes y llamó a los exiliados. Por un tiempo dudó en revocar las leyes iconoclastas, pero pronto se decidió y todo fue retrotraído a las condiciones del Segundo Concilio de Nicea. Se dio al Patriarca Juan VII (832-42), que había sucedido a Antonio I, la opción de restaurar las imágenes o retirarse. Prefirió retirarse y su lugar fue ocupado por Metodio, el monje que ya había sufrido años de prisión por causa de los íconos. En el mismo año (842) un Sínodo en Constantinopla aprobó la deposición de Juan VII, renovó los decretos del Segundo Concilio de Nicea y excomulgó a los iconoclastas. Este es el último acto en la historia de esta herejía.
El primer Domingo de Cuaresma (19 de Febrero de 842) los íconos fueron llevados de regreso a las iglesias en solemne procesión. Ese día (el primer Domingo de Cuaresma) se constituyó en una perpetua memoria del triunfo de la ortodoxia y el fin de la larga persecución iconoclasta. Es la “Fiesta de la Ortodoxia” de la Iglesia Bizantina que aún es guardada muy solemnemente tanto por los unionistas como por los ortodoxos.
Veinte años después comenzó el Gran Cisma. Tan grande apareció ésta, la última de las viejas herejías, a ojos de los cristianos orientales que la Iglesia bizantina la mira como a una especie de herejía en general y la Fiesta de la Ortodoxia, creada para conmemorar la derrota de la iconoclasia se ha convertido en una fiesta del triunfo de la Iglesia sobre todas las herejías. Es en este sentido que hoy es guardada. El gran Synodikon que se lee en ese día anatemiza a todos los herejes (incluso a los rebeldes y nihilistas en Rusia) entre los cuales los iconoclastas aparecen solamente como una fracción de una gran y variada clase. Después de la restauración de los íconos en 842, aún quedó un partido iconoclasta en el Este, pero nunca más obtuvo el oído de un emperador y por lo tanto gradualmente se redujo y eventualmente murió.
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