San Luis Gonzaga
Príncipe. Novicio Jesuita. 1591.
Nació en el Castillo de Castiglione, Lombardía (Italia), en 1568, primógenito del Marqués de Chatillón y Príncipe del Imperio y de Marta Santena, dama de honor de la Reina de España.
La madre, habiendo llegado a las puertas de la muerte antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la Santísima Virgen y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a Don Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como él.
Desde que el niño tenía 4 años, jugaba con cañones y arcabuces en miniatura y, a los 5, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos 3.000 soldados se ejercitaban en preparación para la campaña de la expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se divertía en grande al encabezar los desfiles y en marchar al frente del pelotón con una pica al hombro.
En cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los soldados, aprendió la importancia de ser valiente y del sacrificio por grandes ideales, pero también adquirió el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo, las repetía cándidamente. Su tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y arrepentido de modo que, comprendiendo que aquello ofendía a Dios, jamás volvió a repetirlo.
Un día que la Marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: “Si Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio, "¡qué dichosa sería yo!". Luis le dijo al oído: “Yo seré el que Dios escogerá”.
Desde su primera infancia se había entregado al la Santísima Virgen. A los 9 años, en Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de virginidad. Después resolvió hacer una confesión general, de la que data lo que él llama “su conversión”.
A los 12 años había llegado al más alto grado de contemplación. A los 13, el Obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró con Luis, maravillándose de que en medio de la corte en que vivía, mostrase tanta sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la Primera Comunión.
La infancia de Luis estuvo signada por su pertenencia a la nobleza. La niñez de Luis fue la propia de todo niño noble de la época feudal. Sus padres tenían grandes expectativas depositadas sobre él y tuvo a su disposición gran cantidad de servidores, una excelente educación y estuvo en contacto con los nobles y poderosos de su sociedad.
Hacía poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia, cuando su padre los trasladó con su madre a la corte del Duque de Mantua, quien acababa de nombrar a al Marqués Ferrante, Gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis tenía 11 años. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.
Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le sirvió de pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de "Vidas de los Santos" por Surius.
Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada por trastornos digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo dificultades en asimilar los diarios alimentos. Otros libros que leyó en aquel período de reclusión son , “Las cartas de Indias”, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de trabajar por la conversión de los herejes y “Compendio de la doctrina espiritual” de Fray Luis de Granada. Como primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.
En Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas enteras en las iglesias de los Capuchinos y los Barnabitas. En privado comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana a pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a mitad de la noche para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una habitación en la que no permitía que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.
Pasaba largas horas, ensimismado en la oración y trato divino. Huía siempre que podía de todos los pasatiempos mundanos y de todos los festejos, que era natural que abundaran en su ambiente y en su misma casa. Cuenta un criado que cuando le llamaban con su título de Príncipe y Señor, les decía con gran amabilidad: "Servir a Dios es mucho mas glorioso que poseer todos los principados de la tierra". Era el heredero del Principado de Mantua y Príncipe del Sacro Imperio. Con su virtud extraordinaria había dejado atónitas a las cortes de Madrid, Florencia, Pavía, Mantua... y a pesar de ello no se sentía atraído por tantas vanidades, y solía repetir: ¿"Qué es todo esto para la eternidad? Señor, ayúdame a no olvidar nunca el fin para el cual me has creado". En todas partes dio muestras de madurez de juicio superiores a sus años, así como de una elevada santidad. Imitaba los ejemplos de los santos conforme se describía en los escritos de entonces. Lo admirable en Luis era la extraordinaria tenacidad y fuerza de voluntad con que siguió las indicaciones de la voluntad de Dios. Tuvo el don de la oración, siendo Dios su principal y aún su único Maestro.
En 1581 viajó con su padre a España escoltando a la Emperatriz María de Austria, y tanto él como su hermano fueron hechos pajes de Don Diego, Príncipe de Asturias y el hijo de Felipe II.
El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión en la iglesia de los padres jesuitas de Madrid, oyó claramente una voz que le decía: “Luis, ingresa en la Compañía de Jesús”.
Primero, comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó enseguida, pero en cuanto ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a tal extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes cantidades de dinero.
De todas maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar consentimiento provisional. La temprana muerte del Infante Don Diego vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga de sus obligaciones cortesanas y, luego de una estancia de dos años en España, regresaron a Italia en julio de 1584. Al llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso el Duque de Mantua. Acudieron a parlamentar eminentes personajes eclesiásticos y laicos que recurrieron a las promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.
El Marqués Ferrante hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de sucesión a Rodolfo y escribió al Padre Claudio Aquaviva, General de los Jesuitas, diciéndole: “Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas”.
Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma y, en noviembre de 1585, ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant Andrea. Acababa, de cumplir los 18 años.
Al tomar posesión de su pequeña celda, exclamó espontáneamente: "Este es mi descanso para siempre; aquí habitaré, pues así lo he deseado". Sus austeridades, sus ayunos, sus vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo de que había estado a punto de perder la vida. Sus maestros habían de vigilarlo estrechamente para impedir que se excediera en las mortificaciones.
Al principio, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios y las bellezas de la religión le habían proporcionado desde su más tierna infancia, desaparecieron. Seis semanas después murió su padre, Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis había sido un rayo de luz para el anciano. No hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años siguientes, fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a participar en los recreos, a comer más y a distraer su mente. Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar o meditar fuera de las horas fijadas para ello. Luis obedeció, pero tuvo que librar una recia lucha consigo mismo para resistir el impulso a fijar su mente en las cosas celestiales.
Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para que completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué artificios se valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y oscuro, debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Luis suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón de las cosas de este mundo. Durante esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación favoritos del santo y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la alegría desbordante que le embargaba.
En 1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia de fiebre que hizo estragos en Roma, causando miles de muertes entre ellas la de los Papas Sixto V, Urbano VII y Gregorio XIV.
Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital en el que todos los miembros de la Orden, desde el Padre General hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales. Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión.
Luis contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle y, cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó que iba a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que más tarde lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con la impaciencia), recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado por una fiebre intermitente que, en tres meses, le redujo a un estado de gran debilidad.
Luis vio que su fin se acercaba y escribió a su madre: “Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama.
En todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por la noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en su habitación y para orar, hincado en el estrecho espacio entre la cama y la pared.
Con mucha humildad pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa gracia. En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el "Te Deum" como acción de gracias. Algunas veces se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!”. En una de esas ocasiones, agregó: "¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!". Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el Padre Rector habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al Padre Provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos, Padre; ya nos vamos...!
-¿Adónde, Luis?
-¡Al Cielo!
-¡Oigan a este joven! -exclamó el Provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati.
Al caer la tarde, se diagnóstico que el peligro de muerte no era inminente y se mandó a descansar a todos los que le velaban, con excepción de dos. A instancias de Luis, el Padre Belarmino rezó las oraciones para la muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo en ocasiones murmuraba: "En Tus manos, Señor...".
Entre las 10 y las 11 de aquella noche se produjo un cambio en su estado y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche del 20 de junio de 1591, al llegar a la edad de 23 años.
Fue beatificado por Gregorio XV en 1621, y canonizado por Benedicto XIII en 1726. El Papa Pío XI lo nombró Patrono de la Juventud. Sus restos se encuentran en la iglesia de San Ignacio, en Roma, en una hermosa urna de lapislázuli, adornada en plata.
Tumba debajo del altar de la Iglesia de San Ignacio, Roma (Italia).
Relicario con el cráneo de San Luis Gonzaga en el Santuario de San Luis Gonzaga en Castiglione delle Stiviere, Mantova (Italia).
Relicario con el cráneo del Santo.
Este santo, víctima de cierta hagiografía amanerada, a pesar de las apariencias, era de un temperamento fuerte. Las duras penitencias a las que se somete son el signo de una recia determinación no común hacia la meta que se había fijado desde su infancia.
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