Santa Isabel de Hungría
Princesa de Hungría.1231.
Nacida en Hungría, probablemente en Presburgo en 1207. Era hija del Rey Andrés II de Hungría y de su mujer Gertrudis, de la familia de los Condes de Andechs-Meran; el hermano de Isabel sucedió a su padre en el trono de Hungría como Bela IV. La hermana de su madre Gertrudis, fue Santa Eduvigis, esposa del Duque Enrique I el Barbudo de Silesia, mientras que otra santa, Santa Isabel de Portugal, la esposa del tiránico Rey Diniz de ese país, era su sobrina nieta.
Santa Eduviges, tía de IsabelSanta Isabel de Portugal, sobrina de Isabel de Hungría
En 1211 se envió una embajada formal por el Landgrave Herman I de Turingia para convenir, como era tradicional en esa época, un matrimonio entre su hijo mayor Herman e Isabel, que tenía entonces 4 años de edad. Este plan de matrimonio era el resultado de consideraciones políticas y se pretendía que fuera la ratificación de una gran alianza que en los planes políticos de la época se buscaba constituir contra el Emperador Otón IV, miembro de la casa güelfa, que se había enemistado con la Iglesia.
No mucho después de esto, la niña fue llevada a la corte de Turingia para ser educada con su futuro marido y, con el transcurso del tiempo, desposarse con él. La corte de Turingia era en este periodo, famosa por su magnificencia. Su centro era el imponente Castillo de Wartburg, espléndidamente situado en la Selva de Turingia cerca de Eisenach, donde el Landgrave Herman vivía rodeado de poetas, de los que era generoso mecenas.
No obstante la turbulencia y vida puramente secular de la corte y la pompa de su ambiente, la muchacha creció como una niña muy religiosa con evidente inclinación por la oración, las prácticas piadosas y los pequeños actos de auto mortificación. Estos impulsos religiosos se reforzaron indudablemente por las tristes experiencias de su vida.
Criándose en compañía de la Princesa Inés, se ponía siempre el mayor cuidado en que las dos princesas anduviesen uniformemente vestidas: iguales galas, iguales joyas, y en todo iguales insignias. Cuando iban a la iglesia les ponían en la cabeza unas coronas de oro, cuajadas de preciosa pedrería, y las acompañaba Sofía, madre del Landgrave de Turingia. Pero, luego que entraban en el templo, Isabel se quitaba la corona; y como la reprendiesen por eso, respondió la santa niña: “No permita Dios que tenga yo valor para ponerme con una rica corona sobre la cabeza, en la presencia de un Dios coronado de espinas y clavado en una cruz por mi amor”.
Una tierna princesa, en la flor de su edad, con todas las insignias de la soberanía, y en una corte tan brillante, empapada en máximas tan cristianas, muy desde luego arrebató hacia sí la admiración universal. No se hablaba de otra cosa que de sus raras virtudes. Hechizaba a toda la corte su modestia, su cordura y su tierna devoción.
En 1213 la madre de Isabel, Gertrudis, fue asesinada por nobles húngaros, probablemente por odio a los alemanes.
En 1216, el hijo mayor del Landgrave, Herman, con el que se iba a casar Isabel, murió. Después de esto fue desposada con Luis, el hijo segundo. Fue probablemente en esos años cuando Isabel tuvo que sufrir la hostilidad de los miembros más frívolos de la corte de Turingia, para los que la piadosa y contemplativa niña era un constante reproche. Luis, sin embargo, debe haber venido pronto en su protección contra cualquier maltrato. La leyenda que surgió más tarde es incorrecta al hacer a la suegra de Isabel, la Landgravina Sofía, de la familia reinante en Baviera, la jefa de ese partido de la corte. Por el contrario, Sofía era una mujer muy religiosa y caritativa y una madre bondadosa para la pequeña Isabel.
Los planes políticos del viejo Landgrave Herman le implicaron en graves dificultades y reveses; fue excomulgado, perdió la cabeza hacia el fin de su vida, y murió, en abril de 1217, sin reconciliarse con la Iglesia.
Fue sucedido por su hijo Luis IV, que, en 1221, fue también hecho Regente de Meissen y de la Marca Oriental. El mismo año, Luis e Isabel se casaron, teniendo el novio 31 y la novia 14.
El matrimonio fue en todos los aspectos feliz y ejemplar, y la pareja estaba fielmente unida. Luis probó ser digno de su mujer. Protegió sus actos de caridad, penitencia, y sus vigilias, y a menudo sostuvo las manos de Isabel mientras ella rezaba arrodillada junto a su cama por la noche. Era también un gobernante capaz y bravo soldado. Los alemanes le llamaban San Luis, apelativo que le daban como a uno de los mejores hombres de su tiempo y piadoso marido de Santa Isabel.
Tuvieron tres hijos: Herman II en 1222, que murió joven; Sofía en 1224, que se casó con Enrique II, Duque de Brabante, y fue la antepasada de los Landgraves de Hesse, cuando en la guerra de sucesión de Turingia ganó Hesse para su hijo Enrique I, llamado el Niño; y por último Gertrudis en 1227. La tercera hija de Isabel, nació varias semanas después de la muerte de su padre. Posteriormente llegó a ser Abadesa del Convento de Altenberg cerca de Wetzlar.
Poco después de su matrimonio, Isabel y Luis hicieron un viaje a Hungría; después de esto Luis fue a menudo empleado por el Emperador Federico II, al que era muy afecto, en los asuntos del Imperio. En la primavera de 1226, cuando las inundaciones, el hambre, y la peste causaban estragos en Turingia, Luis estaba en Italia asistiendo a la Dieta de Cremona en nombre del Emperador y del Imperio. En estas circunstancias, Isabel asumió el control de los asuntos, distribuyó limosnas en todas partes del territorio de su marido, dando incluso trajes de gala y adornos a los pobres.
Para asistir personalmente a los infortunados construyó en la parte baja de Wartburg un hospital con 28 camas y visitaba diariamente a los enfermos para atender sus necesidades; al mismo tiempo ayudaba a 900 pobres diariamente.
Es este periodo de su vida el que ha conservado la fama de Isabel para la posteridad como la gentil y caritativa castellana de Wartburg. A su vuelta Luis confirmó todo lo que había hecho ella.
Como Dios es la misericordia misma, y nunca se deja vencer en punto de liberalidad, manifestaba con prodigios lo agradable que le era la caridad de Isabel. Habían de comer en público los Landgraves un día de ceremonia y ya estaban esperando a Isabel para sentarse a la mesa. La Santa iba con alguna prisa para que el Landgrave no aguardase tanto por ella, cuando oyó a un pobre que la pedía limosna. No tenía que darle a la sazón, y le dijo que tuviese un poco de paciencia, que muy pronto se la enviaría; pero el pobre, que no entendía de razones, volvió a instar que no pasase adelante sin socorrer a un miserable. No pudo resistir a estas palabras su caritativo corazón; se paró, y, movida de compasión, mandó que diesen a aquel pobre su mismo manto, que era muy valioso. Lo recibió el pobre, y salió al instante de palacio. Un cortesano, que fue testigo de aquella acción caritativa, se adelantó para referírsela al Landgrave; éste salió al encuentro de Isabel, y le dijo: “Pues, señora, qué habéis hecho de vuestro manto?”. “Allí está colgado”, respondió la Santa. Se acercó el príncipe al sitio que señalaba la princesa, y vio el manto, lo tocó, y resultó ser el mismo que había dado al pobre. Así autorizaba Dios con milagros la caridad de Isabel.
Un día la joven piadosa Santa Isabel, en compañía de una o más de sus sirvientas, descendió del Castillo Wartburg al poblado de Eisenach ubicado camino abajo del castillo. Cargaba carne, huevos y pan bajo su manto que lo había tomado del castillo para distribuirlos entre los pobres, aun en contra de los deseos de su familia, quienes no veían con buenos ojos ese comportamiento. A la mitad del camino e inesperadamente se encontró con su marido quien le preguntó, viendo el bulto bajo su manto, qué estaba cargando. Ella apenada y sin palabras, acorde a su personalidad, no dijo nada. Su esposo abrió su manto y para su sorpresa (en algunas versiones esto ocurre en lo más crudo del invierno) sólo contenía un ramo de rosas.
Movida de esta misma extraordinaria caridad, se resistía a vestir galas, por ahorrar con qué socorrer más abundantemente a los pobres. En cierta importante ocasión obró Dios también otro prodigio, para que no quedase avergonzada de que la viesen en un humilde traje menos correspondiente a su grandeza. Enviaba el Rey de Hungría una solemne embajada al Landgrave su marido; y, como éste no la viese con toda aquella magnificencia que correspondía a la celebridad de la embajada, le dijo, no sin algún reproche: “Señora, estoy enojado de que no estéis vestida como era razón para recibir a los embajadores de tan gran Rey”. “Perded, señor, cuidado, le respondió la Santa: ya sabéis que nunca deseé agradar con mis vestidos a los ojos de los hombres, temiendo desagradar a los de Dios”.
Después que los embajadores expusieron su comisión al Landgrave, desearon besar la mano a la princesa. Los admitió a su presencia, y luego que se dejó ver la Santa, aquel Señor que está vestido de gloria, cercado de magnificencia y todo cubierto de luz, derramó súbitamente sobre la princesa un esplendor tan extraordinario, que quedaron asombrados los embajadores. Embargadas las palabras con el pasmo, con la admiración y con el respeto, sólo pudieron decir que no creían hubiese en todo el Universo, princesa más virtuosa ni de mayor mérito.
Al año siguiente, en 1227, su esposo emprendió con el Emperador Federico II una Cruzada a Palestina pero murió en septiembre del mismo año en Otranto, de peste.
Las noticias no llegaron a Isabel hasta octubre, poco después de que hubiera dado a luz a su tercer hijo. Al oír las noticias Isabel, que sólo tenía 20 años, exclamó: “El mundo con todas sus alegrías está ahora muerto para mí”.
A instancia de los grandes, tomó el gobierno de los Estados, el joven Enrique, hermano del Landgrave difunto. Se inició una causa a la princesa como disipadora en limosnas de las rentas del Estado. Se la despojó de todos sus bienes, se la arrojó ignominiosamente del palacio, sin familia, sin criados y sin tren, reducida a pedir limosna.
No hubo quien la quisiese recoger en su casa, por miedo al nuevo gobierno. Pasaba todo el día en la iglesia, y de noche, se refugiaba en un establo medio derribado, donde solían abrigarse los mendigos, sustentándose con unos mendrugos de pan que la daban por caridad ocultamente y a escondidas.
Movido de compasión un santo sacerdote viendo que de todas partes la arrojaban, aun de los hospitales que ella misma había fundado, la quiso recoger en su casa; pero no bien había entrado en ella, cuando la hicieron salir con tropelía y con violencia. De esta manera, la hija de un gran Rey, la mujer de uno de los príncipes más poderosos de Alemania, la madre del heredero de todos aquellos grandes Estados, y la madre de todos los pobres, se vio reducida a la última necesidad, a la más abatida y más lastimosa miseria. Pero un estado de tanta humillación y de tanto abatimiento no fue capaz de turbar su tranquilidad y su alegría, ni de alterar un punto aquella constante y dulcísima mansedumbre.
Habiéndola reconciliado con Enrique, su tío, el Obispo de Bamberg, hizo que se la entregase su dote. No bien le recibió, cuando le repartió entre los pobres; y queriendo consagrarse a Dios más perfectamente, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco, siendo después su más ilustre ornamento.
No contenta con padecer todo lo que podía ser más repugnante al amor propio, lo más duro, lo más fuerte, lo más insoportable a su cuna, a su elevación, a su estado y a sus floridos años, añadió a las antiguas penitencias otras nuevas, que tocaban la raya de excesivas. Era todo su sustento unas hierbas o legumbres cocidas en agua, sin otra sazón ni salsa, y unos mendrugos de pan duro. Su vestido, de lana tosca sin teñir y de vil precio, cuando se rompía o estaba muy usado, le remendaba con los más humildes trapos que la venían a la mano; y, habiendo dado a los pobres todo cuanto tenía, hilaba lana para ganar de comer. Hizo fabricarse en Marpurg una choza de tierra cubierta de tablas tan mal unidas, que no eran capaces de defenderla contra el rigor de los temporales. En medio de estas voluntarias penitencias la servía de gran consuelo tener en su compañía a sus queridas Isentrudis y Guta, más amantes y más fieles a su señora en tiempo de su desgracia que en el de su mayor esplendor. También la pidió Dios este sacrificio; le costó mucho; pero se le consagró luego que su director, hombre interior y espiritual, la dio a entender que aquel apego era algún estorbo a la perfección.
El hecho de que en 1221, los seguidores de San Francisco de Asís (muerto en 1226) hicieran su primera fundación permanente en Alemania fue de gran importancia en la carrera posterior de Isabel. El hermano Rodeger, uno de los primeros alemanes a quien el Provincial para Alemania, Cesáreo de Espira, recibió en la Orden, fue durante un tiempo el instructor espiritual de Isabel en Wartburg; en sus enseñanzas le expuso los ideales de San Francisco, y éstos le atrajeron con fuerza.
La tía de Isabel, Matilde, Abadesa del Monasterio de monjas benedictinas de Kitzingen cerca de Wurzburgo, se hizo cargo de la infortunada Landgravina y la envió a su tío Eckbert, Obispo de Bamberg. El Obispo, sin embargo, estaba resuelto a organizar otro matrimonio para ella, aunque en vida de su marido Isabel había hecho voto de continencia en caso de que éste muriera; el mismo voto, habían hecho también sus acompañantes. Mientras Isabel estaba manteniendo su posición contra su tío, fueron traídos a Bamberg los restos de su marido por sus fieles seguidores que los habían transportado desde Italia. Llorando amargamente, enterró el cuerpo en el panteón familiar de los Landgraves de Turingia en el Monasterio de Reinhardsbrunn.
El sacerdote Maese Conrado de Marburgo tuvo gran influencia sobre la santa. Dicho sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de confesor de la santa. El esposo de la santa le había permitido hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello que no se opusiese a su propia autoridad marital. Sin embargo la figura del Padre Conrado es muy controversial. Por un lado la protegió no permitiéndole pedir de puerta en puerta, desposeerse definitivamente de todos sus bienes, dar más que determinadas limosnas ni exponerse al contagio de la lepra y otras enfermedades. Sin embargo, según las siguientes anécdotas, era dominador y severo en extremo.
El Padre Conrado probó su constancia de mil maneras, al obligarla a proceder en todo contra su voluntad", escribió más tarde su dama de compañía, Isentrudis. "Para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que mayor cariño tenía. Una de ellas fui yo, Isentrudis, a quien ella amaba; me despidió con gran pena y con muchas lágrimas. Por último, despidió también a mi compañera, Jutta, que la había servido desde la niñez y a quien ella amaba particularmente. La bendita Isabel la despidió con lágrimas y suspiros. Maese Conrado, de piadosa memoria, hizo todo esto con buena intención, para que no le hablásemos de su antigua grandeza ni la hiciésemos echar de menos el pasado. Además, la privó del consuelo que nosotros podíamos darle para que sólo Dios pudiese consolarla". En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio dos "mujeres muy rudas", encargadas de informarle de las menores desobediencias de la santa a sus mandatos. Conrado castigaba esas desobediencias con bofetadas y golpes "con una vara larga y gruesa", cuyas marcas duraban tres semanas en el cuerpo de Isabel. La santa comentó amargamente con Isentrudis: "Si yo puedo temer tanto a un hombre mortal, ¡Cuánto más temible será el Señor y Juez de este mundo!" Se dice que, aunque la santa se benefició al saber vencer los obstáculos que le ponía su confesor, objetivamente, sus métodos eran injuriosos.
Con ayuda de Conrado recibió entonces el valor de su herencia en dinero, a saber, 2.000 marcos; de esta suma repartió 500 marcos en un día entre los pobres.
El Viernes Santo de 1228, en el convento franciscano de Eisenach, Isabel renunció formalmente al mundo; luego yendo ante el Maestro Conrado a Marburgo, ella y sus doncellas recibieron de él, el hábito de la Tercera Orden de San Francisco, siendo así de las primeras terciarias de Alemania.
En el verano de 1228 construyó el hospital franciscano de Marburgo y a su conclusión se dedicó enteramente al cuidado de los enfermos, especialmente de los afligidos por las enfermedades más repugnantes. Conrado de Marburgo aún le impuso muchas mortificaciones y renuncias espirituales, mientras que a la vez le quitaba a Isabel sus devotas damas. Constante en su devoción a Dios, la fuerza de Isabel se consumió en obras caritativas, y murió a la edad de 24 años, una edad en que la vida se está iniciando para la mayoría de los seres humanos.
En Pentecostés del año 1235, se celebró la solemne ceremonia de canonización de la “mujer más grande de la Edad Media alemana” por Gregorio IX en Perugia. Las peregrinaciones a la tumba, pronto alcanzaron tanta importancia que a veces se podían comparar a las del Santuario de Santiago de Compostela.
En el año 1236, fue elevado de la tierra el santo cuerpo por el Arzobispo de Maguncia y expuesto a la pública veneración de los fieles, asistiendo a esta ceremonia el Emperador Federico II, el cual levantó con sus imperiales manos la losa de la sepultura, y puso al cadáver una corona de oro en la cabeza. Se hallaron presentes en esta devota función el joven Landgrave Herman, hijo de la Santa, y las princesas Sofía y Gertrudis, hermanas del Landgrave, y también hijas de la misma Isabel. El concurso de prelados y de príncipes del Imperio y del otro gentío que acudió á esta solemne traslación del santo cuerpo fue tan grande, que se asegura pasaba de 200.000 personas. Se extendió por toda la ciudad la suavísima fragancia que exhaló su sepultura, y fueron encerradas las preciosas reliquias en una rica urna que se colocó en el altar del hospital. Parte de ellas se trasladaron después a la iglesia de los Carmelitas de Bruselas, y parte a la magnífica capilla de Roche-Guyon, sobre el río Sena.
En 1539, Felipe el Magnánimo, Landgrave de Hesse, que se había hecho protestante, puso fin a las peregrinaciones mediante una injustificable interferencia en la Iglesia que pertenecía a la Orden Teutónica y retirando por la fuerza las reliquias y todo lo que estaba consagrado a Isabel.
La Reforma Protestante en los estados alemanes había causado, entre otras cosas, la profanación de los restos de la santa, antes venerados en la Catedral de Marburgo. Pero un descendiente de Isabel de Hungría, Federico de Hesse, las retuvo consigo hasta 1548, cuando el Emperador Carlos V lo obliga a restituirlos.
Repuesto el culto católico, la Orden Teutónica reclamó las reliquias al Gobernador, quien las entregó. Estaban muy reducidas, quedando solamente la mandíbula inferior, cinco huesos, una costilla, los dos omóplatos y un hueso de una pierna. Fueron trasladadas a Viena, al monasterio de las isabeles. Otras reliquias, dudosas, se conservan en el Tesoro de Hannover y otras en las Carmelitas de Bruselas.
Parte de las reliquias fueron entregadas a la Reina Mariana de Austria, la cuarta esposa de Felipe II, quien se las confía al Arzobispo Zapata de Cárdenas de Bogotá, Colombia. La reliquia, resguardada en una caja de plata en forma del busto de la Santa, permanece en la bóveda del tesoro de la Catedral Primada de Colombia.
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