San Jerónimo de Estridón

 

                                             Escritor Bíblico. Doctor de la Iglesia. 420.

Nació en Estridón, ciudad ubicada en los límites entre Dalmacia (Croacia) y Panonia (Hungría), aproximadamente entre los años 340 y 342. Sus padres eran cristianos con algunos medios de fortuna, y Jerónimo, cuyo nombre significa "el que tiene un nombre sagrado", aunque no había sido bautizado todavía, como era costumbre en la época, fue inscrito como catecúmeno y consagrará toda su vida al estudio de las Sagradas Escrituras, siendo considerado uno de los mejores, si no el mejor, en este oficio.

Su padre tuvo buen cuidado de que se instruyese en todos los aspectos de la religión y en los elementos de las letras y las ciencias, primero en el propio hogar y, más tarde, en las escuelas de Roma. 

En la gran ciudad, Jerónimo tuvo como tutor a Donato, el famoso gramático pagano. En poco tiempo, llegó a dominar perfectamente el latín y el griego (su lengua natal era el ilirio), leyó a los mejores autores en ambos idiomas con gran aplicación e hizo grandes progresos en la oratoria; pero como había quedado falto de la guía paterna y bajo la tutela de un maestro pagano, olvidó algunas de las enseñanzas y de las devociones que se le habían inculcado desde pequeño. A decir verdad, Jerónimo terminó sus años de estudio, sin haber adquirido los grandes vicios de la juventud romana, pero desgraciadamente ya era ajeno al espíritu cristiano y adicto a las vanidades, lujos y otras debilidades, como admitió y lamentó amargamente años más tarde. 

Por otra parte, en Roma recibió el bautismo (no fue catecúmeno hasta que cumplió más o menos los 18 años) y, como él mismo nos lo ha dejado dicho, "teníamos la costumbre, mis amigos y yo de la misma edad y gustos, de visitar, los domingos, las tumbas de los mártires y de los apóstoles y nos metíamos a las galerías subterráneas, en cuyos muros se conservan las reliquias de los muertos". 

Después de haber pasado tres años en Roma, sintió el deseo de viajar para ampliar sus conocimientos y, en compañía de su amigo Bonoso, se fue hacia Tréveris. Ahí fue donde renació impetuosamente el espíritu religioso que siempre había estado arraigado en el fondo de su alma y, desde entonces, su corazón se entregó enteramente a Dios. En el año 370, Jerónimo se estableció temporalmente en Aquilea donde el Obispo, San Valeriano, se había atraído a tantos elementos valiosos, que su clero era famoso en toda la Iglesia de Occidente. Jerónimo tuvo amistad con varios de aquellos clérigos, cuyos nombres aparecen en sus escritos. Entre ellos se encontraba San Cromacio, el sacerdote que sucedió a Valeriano en la sede episcopal, sus dos hermanos, los diáconos Joviniano y Eusebio, San Heliodoro y su sobrino Nepotiano y sobre todo, se hallaba ahí Rufino, el que fue, primero, amigo del alma de Jerónimo y, luego, su encarnizado opositor. Ya para entonces, Rufino provocaba contradicciones y violentas discusiones, con lo cual comenzaba a crearse enemigos. 

Al cabo de 2 años, algún conflicto, sin duda más grave que los otros, disolvió al grupo de amigos, y Jerónimo decidió retirarse a una comarca lejana ya que Bonoso, el que había sido compañero suyo de estudios y de viajes desde la infancia, se fue a vivir en una isla desierta del Adriático. Jerónimo, por su parte, había conocido en Aquilea a Evagrio, un sacerdote de Antioquía con merecida fama de ciencia y virtud, quien despertó el interés del joven por el Oriente, y hacia allá partió con sus amigos Inocencio, Heliodoro e Hylas, éste último había sido esclavo de Santa Melania.

Jerónimo llegó a Antioquía en el año 374 y ahí permaneció durante cierto tiempo. Inocencio e Hylas fueron atacados por una grave enfermedad y los 2 murieron; Jerónimo también estuvo enfermo, pero sanó. En una de sus cartas a Santa Eustoquio le cuenta que en el delirio de su fiebre tuvo un sueño en el que se vio ante el trono de Jesucristo para ser juzgado. Al preguntársele quién era, repuso que un cristiano. "¡Mientes!", le replicaron. "Tú eres un ciceroniano, puesto que donde tienes tu tesoro está también tu corazón". Aquella experiencia produjo un profundo efecto en su espíritu. 

Como consecuencia de aquellas emociones, Jerónimo se retiró a las salvajes soledades de Calquis, un yermo inhóspito al sureste de Antioquía, donde pasó 4 años en diálogo con su alma.

Pero allá aunque rezaba mucho y ayunaba, y pasaba noches sin dormir, no consiguió la paz. Se dio cuenta de que su temperamento no era para vivir en la soledad de un desierto deshabitado, sin tratar con nadie. Él mismo en una carta cuenta cómo fueron las tentaciones que sufrió en el desierto (y esta experiencia puede servirnos de consuelo a nosotros cuando nos vengan horas de violentos ataques de los enemigos del alma). San Francisco de Sales recomendaba leer esta página de nuestro santo porque es bellísima y provechosa: Dice así: "En el desierto salvaje y árido, quemado por un sol tan despiadado y abrasador que asusta hasta a los que han vivido allá toda la vida, mi imaginación hacía que me pareciera estar en medio de las fiestas mundanas de Roma. En aquel destierro al que por temor al infierno yo me condené voluntariamente, sin más compañía que los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginaba estar en los bailes de Roma contemplando a las bailarinas. Mi rostro estaba pálido por tanto ayunar, y sin embargo los malos deseos me atormentaban noche y día.

 Mi alimentación era miserable y desabrida, y cualquier alimento cocinado me habría parecido un manjar exquisito, y no obstante las tentaciones de la carne me seguían atormentando. Tenía el cuerpo frío por tanto aguantar hambre y sed, mi carne estaba seca y la piel casi se me pegaba a los huesos, pasaba las noches orando y haciendo penitencia y muchas veces estuve orando desde el anochecer hasta el amanecer, y aunque todo esto hacía, las pasiones seguían atacándome sin cesar. Hasta que al fin, sintiéndome impotente ante tan grandes enemigos, me arrodillé llorando ante Jesús crucificado, bañé con mis lágrimas sus pies clavados, y le supliqué que tuviera compasión de mí, y ayudándome el Señor con su poder y misericordia, pude resultar vencedor de tan espantosos ataques de los enemigos del alma. Y yo me pregunto: si esto sucedió a uno que estaba totalmente dedicado a la oración y a la penitencia, ¿Qué no les sucederá a quienes viven dedicados a comer, beber, bailar y darle a su carne todos los gustos sensuales que pide?".

Dios permitió que el demonio lo torturase, y así es representado en algunas pinturas históricas, tentaciones particularmente contra el sexto mandamiento. Ayuno y oración eran sus armas entonces: “Después de llorar mucho y contemplar el cielo, me sucedía por veces, ser introducido dentro de los coros de los ángeles. Loco de alegría yo cantaba”.

Por aquel entonces, la Iglesia de Antioquía sufría perturbaciones a causa de las disputas doctrinales y disciplinarias. Los monjes del desierto de Calquis también tomaron partido en aquellas disensiones e insistían en que Jerónimo hiciese lo propio y se pronunciase sobre los asuntos en discusión. Él habría preferido mantenerse al margen de las disputas, pero de todas maneras, escribió dos cartas a San Dámaso, que ocupaba la sede pontificia desde el año 366, a fin de consultarle sobre el particular y preguntarle hacia cuáles tendencias se inclinaba. En la primera de sus cartas dice: "Estoy unido en comunión con vuestra santidad, o sea con la silla de Pedro; yo sé que, sobre esa piedra, está construida la Iglesia y quien coma al Cordero fuera de esa santa casa, es un profano. El que no esté dentro del arca, perecerá en el diluvio. No conozco a Vitalis; ignoro a Melesio; Paulino, (eran los que reclamaban para sí la sede de Antioquía en perpetua rivalidad) es extraño para mí. Todo aquel que no recoge con vos, derrama, y el que no está con Cristo, pertenece al Anticristo. Ordenadme, si tenéis a bien, lo que yo debo hacer". 

Como Jerónimo no recibiese pronto una respuesta, envió una segunda carta sobre el mismo asunto. No conocemos la contestación de San Dámaso, pero es cosa cierta que el Papa y todo el Occidente reconocieron a Paulino como Obispo de Antioquía y que Jerónimo recibió la ordenación sacerdotal de manos del Pontífice, cuando al fin se decidió a abandonar el desierto de Calquis. Él no deseaba la ordenación (nunca celebró el santo sacrificio) y, si consintió en recibirla, fue bajo la condición de que no estaba obligado a servir a tal o cual iglesia con el ejercicio de su ministerio; sus inclinaciones le llamaban a la vida monástica de reclusión. 

Poco después de recibir las órdenes, se trasladó a Constantinopla a fin de estudiar las Sagradas Escrituras bajo la dirección de San Gregorio Nacianceno. En muchas partes de sus escritos Jerónimo se refiere con evidente satisfacción y gratitud a aquel período en que tuvo el honor de que tan gran maestro le explicase la divina palabra. En el año 382, San Gregorio abandonó Constantinopla, y Jerónimo regresó a Roma, junto con Paulino de Antioquía y San Epifanio, para tomar parte en el Concilio convocado por San Dámaso a fin de discutir el Cisma de Antioquía. Al término de la asamblea, el Papa lo detuvo en Roma y lo empleó como a su secretario. A solicitud del Pontífice y de acuerdo con los textos griegos, revisó la versión latina de los Evangelios que "había sido desfigurada con transcripciones falsas, correcciones mal hechas y añadiduras descuidadas". Al mismo tiempo, hizo la primera revisión al salterio en latín.

Al mismo tiempo que desarrollaba aquellas actividades oficiales, alentaba y dirigía el extraordinario florecimiento del ascetismo que tenía lugar entre las más nobles damas romanas. Entre ellas se encuentran muchos nombres famosos en la antigua cristiandad, como el de Santa Marcela, junto con su hermana Santa Ásela y la madre de ambas, Santa Albina; Santa Lea, Santa Melania la Mayor, la primera de aquellas damas que hizo una peregrinación a Tierra Santa; Santa Fabiola, Santa Paula y sus hijas, Santa Blesila y Santa Eustoquio. 

Pero al morir San Dámaso, en el año 384, el secretario quedó sin protección y se encontró, de buenas a primeras, en una situación difícil. En sus dos años de actuación pública, había causado profunda impresión en Roma por su santidad personal, su ciencia y su honradez, pero precisamente por eso, se había creado antipatías entre los envidiosos, entre los paganos y gentes de mal vivir, a quienes había condenado vigorosamente y también entre las gentes sencillas y de buena voluntad, que se ofendían por las palabras duras, claras y directas del santo y por sus ingeniosos sarcasmos.

Cuando hizo un escrito en defensa de la decisión de Blesila, la viuda joven, rica y hermosa que súbitamente renunció al mundo para consagrarse al servicio de Dios, Jerónimo satirizó y criticó despiadadamente a la sociedad pagana y a la vida mundana y, en contraste con la modestia y recato de que Blesila hacía ostentación, atacó a aquellas damas "que se pintan las mejillas con púrpura y los párpados con antimonio; las que se echan tanta cantidad de polvos en la cara, que el rostro, demasiado blanco, deja de ser humano para convertirse en el de un ídolo y, si en un momento de descuido o de debilidad, derraman una lágrima, fabrican con ella y sus afeites, una piedrecilla que rueda sobre sus mejillas pintadas. Son esas mujeres a las que el paso de los años no da la conveniente gravedad del porte, las que cargan en sus cabezas el pelo de otras gentes, las que esmaltan y barnizan su perdida juventud sobre las arrugas de la edad y fingen timideces de doncella en medio del tropel de sus nietos". 

No se mostró menos áspero en sus críticas a la sociedad cristiana, como puede verse en la carta sobre la virginidad que escribió a Santa Eustoquio, donde ataca con particular fiereza a ciertos elementos del clero. "Todas sus ansiedades se hallan concentradas en sus ropas. Se les tomaría por novios y no por clérigos; no piensan en otra cosa más que en los nombres de las damas ricas, en el lujo de sus casas y en lo que hacen dentro de ellas". Después de semejante reproche, describe a cierto clérigo en particular, que detesta ayunar, gusta de oler los manjares que va a engullir y usa su lengua en forma bárbara y despiadada. Jerónimo escribió a Santa Marcela en relación con cierto caballero que se suponía, erróneamente, blanco de sus ataques. "Yo me divierto en grande y me río de la fealdad de los gusanos, las lechuzas y los cocodrilos, pero él lo toma todo para sí mismo... Es necesario darle un consejo: si por lo menos procurase esconder su nariz y mantener quieta su lengua, podría pasar por un hombre bien carecido y sabio".

Él decía que las señoras ricas tenían tres manos: la derecha, la izquierda y una mano de pintura... y que a las familias adineradas sólo les interesaba que sus hijas fueran hermosas como terneras, y sus hijos fuertes como potros salvajes y los papás brillantes y mantecosos, como marranos gordos...

Toda la vida tuvo un modo duro de corregir, lo cual le consiguió muchos enemigos. Con razón el Papa Sixto V cuando vio un cuadro donde pintan a San Jerónimo dándose golpes de pecho con una piedra, exclamó: "¡Menos mal que te golpeaste duramente y bien arrepentido, porque si no hubiera sido por esos golpes y por ese arrepentimiento, la Iglesia nunca te habría declarado santo, porque eras muy duro en tu modo de corregir!".

A nadie le puede extrañar que, por justificadas que fuesen sus críticas, causasen resentimientos tan sólo por la manera de expresarlas. En consecuencia, su propia reputación fue atacada con violencia y su modestia, su sencillez, su manera de caminar y de sonreír fueron, a su vez, blanco de los ataques de los demás. Ni la reconocida virtud de las nobles damas que marchaban por el camino del bien bajo su dirección, ni la forma absolutamente discreta de su comportamiento, le salvaron de las calumnias. Por toda Roma circularon las murmuraciones escandalosas respecto a las relaciones de San Jerónimo con Santa Paula. 

Las cosas llegaron a tal extremo, que el santo, en el colmo de la indignación, decidió abandonar Roma y buscar algún retiro tranquilo en el Oriente. Antes de partir, escribió una hermosa apología en forma de carta dirigida a Santa Asela. "Saluda a Paula y a Eustoquio, mías en Cristo, lo quiera el mundo o no lo quiera", concluye aquella epístola. "Diles que todos compareceremos ante el trono de Jesucristo para ser juzgados, y entonces se verá en qué espíritu vivió cada uno de nosotros". 

En el mes de agosto del año 385, se embarcó en Porto y, 9 meses más tarde, se reunieron con él en Antioquía, Paula, Eustoquio y las otras damas romanas que habían resuelto compartir con él su exilio voluntario y vivir como religiosas en Tierra Santa. Por indicaciones de Jerónimo, aquellas mujeres se establecieron en Belén y Jerusalén, pero antes de enclaustrarse, viajaron por Egipto para recibir consejo de los monjes de Nitria y del famoso Dídimo, el maestro ciego de la escuela de Alejandría.

Gracias a la generosidad de Paula, se construyó un monasterio para hombres, próximo a la Basílica de la Natividad, en Belén, lo mismo que otros edificios para tres comunidades de mujeres. El propio Jerónimo moraba en una amplia caverna, vecina al sitio donde nació el Salvador. 

En aquel mismo lugar estableció una escuela gratuita para niños y una hostería, "de manera que", como dijo Santa Paula, "si José y María visitaran de nuevo Belén, habría donde hospedarlos". Ahí, por lo menos, transcurrieron algunos años en completa paz. "Aquí se congregan los ilustres galos y tan pronto como los británicos, tan alejados de nuestro mundo, hacen algunos progresos en la religión, dejan las tierras donde viven y acuden a éstas, a las que sólo conocen por relaciones y por la lectura de las Sagradas Escrituras. Lo mismo sucede con los armenios, los persas, los pueblos de la India y de Etiopía, de Egipto, del Ponto, Capadocia, Siria y Mesopotamia. 

Llegan en tropel hasta aquí y nos ponen ejemplo en todas las virtudes. Las lenguas difieren, pero la religión es la misma. Hay tantos grupos corales para cantar los salmos como hay naciones... Aquí tenemos pan y las hortalizas que cultivamos con nuestras manos; tenemos leche y los animales nos dan alimento sencillo y saludable. En el verano, los árboles proporcionan sombra y frescura. En el otoño, el viento frío que arrastra las hojas, nos da la sensación de quietud. En primavera, nuestras salmodias son más dulces, porque las acompañan los trinos de las aves. No nos falta leña cuando la nieve y el frío del invierno nos caen encima. Dejémosle a Roma sus multitudes; le dejaremos sus arenas ensangrentadas, sus circos enloquecidos, sus teatros empapados en sensualidad y, para no olvidar a nuestros amigos, le dejaremos también el cortejo de damas que reciben sus diarias visitas".

Se cuenta que una noche de Navidad, después de que los fieles se fueron de la gruta de Belén, el santo se quedó allí solo rezando y le pareció que el Niño Jesús le decía: "Jerónimo ¿Qué me vas a regalar en mi cumpleaños?". Él respondió: "Señor te regalo mi salud, mi fama, mi honor, para que dispongas de todo como mejor te parezca". El Niño Jesús añadió: "¿Y ya no me regalas nada más?". Oh mi amado Salvador, exclamó el anciano, por Ti repartí ya mis bienes entre los pobres. Por Ti he dedicado mi tiempo a estudiar las Sagradas Escrituras... ¿Qué más te puedo regalar?. Si quisieras, te daría mi cuerpo para que lo quemaras en una hoguera y así poder desgastarme todo por Ti". El Divino Niño le dijo: "Jerónimo: regálame tus pecados para perdonártelos". El santo al oír esto se echó a llorar de emoción y exclamaba: "¡Loco tienes que estar de amor, cuando me pides esto!". Y se dio cuenta de que lo que más deseaba Dios que le ofrezcamos los pecadores es un corazón humillado y arrepentido, que le pide perdón por las faltas cometidas.

Una tarde, rezando las horas canónicas con otros monjes, todos salieron corriendo, menos él. Un león había ingresado. El enorme animal usaba sólo tres patas para caminar, pues en la cuarta tenía una herida, infectada, llena de espinas. 

Junto con el monje menos miedoso cuidó esa herida, y el león agradecido, y convertido en fiera pacífica, pasó a caminar tranquilamente por el monasterio. Él caminaba al lado de San Jerónimo, como manso perrillo.

El león se quedó junto a él, el animal  de gusto y agradecido siempre lo acompañó, hasta su muerte. 

La actividad literaria de San Jerónimo, aunque bastante prolífica, puede ser resumida bajo algunos pocos títulos principales: trabajos en la Biblia; controversias teológicas, trabajos históricos; diversas cartas; traducciones. Pero es, quizás, la cronología de sus escritos más importantes, la que nos permitirá seguir más fácilmente el desarrollo de sus estudios. Un primer periodo se extiende hasta su estancia temporal en Roma en el 382, es un tiempo de preparación. De esta etapa tenemos la traducción de las homilías de Orígenes sobre Jeremías, Ezequiel e Isaías (379 al 381).

Un segundo periodo abarca desde su estancia en Roma hasta el inicio de la traducción del Antiguo Testamento Hebreo (382 al 390). Durante esta época la vocación exegética de San Jerónimo se reafirmó bajo la influencia del Papa Dámaso, y tomó su forma definitiva cuando la oposición de los eclesiásticos de Roma obligó al cáustico dálmata a renunciar a su desarrollo eclesiástico y retirarse a Belén. En el 384 tenemos la corrección de la versión latina de los 4 Evangelios; en el 385, las Epístolas de San Pablo; en el 384, una primera revisión de los Salmos latinos; en el 384, la revisión de la versión latina del libro de Job.

En un comentario de Sofonías (profeta) I: 15, retomó la acusación de deicidio contra los judíos formulada en el corpus patrístico: "Este día es un día de furor, un día de angustia y de aprieto, un día de alboroto y desolación, un día de nubes y de sombras..." Y menciona el hábito de los judíos de ir a llorar al Muro de las lamentaciones: "Hasta este día, estos inquilinos hipócritas tienen prohibido venir a Jerusalén, ya que son los asesinos de los profetas y sobre todo del último entre ellos, el Hijo de Dios; a menos que vengan a llorar, porque se les dio permiso para lamentarse sobre las ruinas de la villa, mediante pago".

San Jerónimo debe su lugar en la historia de los estudios exegéticos principalmente a sus revisiones y traducciones de la Biblia. Los escritos teológicos de San Jerónimo son en su mayoría controversiales, y casi podría decirse que fueron hechos para la ocasión. Falló como teólogo por no aplicarse él mismo una metodología personal en cuestiones doctrinales. En sus controversias simplemente era el intérprete de la doctrina eclesiástica aceptada. Comparado con San Agustín, su inferioridad en el alcance y la originalidad de su punto de vista es muy evidente. Su "Diálogo" contra los Luciferinos trata con una secta cismática cuyo fundador fue Lucifer, Obispo de Cagliari, en Sardinia. Los Luciferianos rehusaron responder afirmativamente a la medida de clemencia por la cual, la Iglesia, desde el Concilio de Alejandría, en el 362, había permitido a los Obispos que se habían adherido al Arrianismo, cumplir con sus deberes con la condición de que profesaran el Credo de Nicea. Esta secta rigorista tenía adeptos por todas partes, y hasta en la misma Roma era muy problemática. Contra ellos escribió Jerónimo su "Diálogo", un trabajo con sarcasmo mordaz, pero no siempre acertado en su contenido doctrinal, especialmente en lo referente al Sacramento de la Confirmación.

El libro "Adversus Helvidium" es casi de la misma época. Elvidio sostenía los dos siguientes principios: "María tuvo hijos de José después del nacimiento virginal de Jesucristo". Desde un punto de vista religioso, el estado matrimonial no es inferior al celibato. Vehementes ruegos motivaron a Jerónimo a contestar. Por ello debatió sobre los varios textos del Evangelio, que, como se afirmaba, contenían las objeciones a la virginidad perpetua de María. Si bien no encontró respuestas positivas sobre todos los puntos, su trabajo, a pesar de todo, mantiene un lugar bastante confiable en la historia de la exégesis católica sobre estos cuestionamientos. Lo relativo a la dignidad de la virginidad y el matrimonio, discutido en el libro contra Elvidio, fue tratado de nuevo en el libro "Adversus Jovinianum", escrito casi 10 años más tarde. Jerónimo reconoce la legitimidad del matrimonio, pero utiliza al respecto ciertas expresiones despectivas, por las cuales fue criticado por sus contemporáneos y por las que no pudo ofrecer una explicación satisfactoria.

Joviniano era más peligroso que Elvidio. Aunque él no enseñó exactamente la salvación por la sola fe y la inutilidad de las buenas obras, hizo demasiado fácil el camino a la salvación y despreció una vida de ascetismo. Jerónimo retomó cada uno de estos puntos. La "Apologetici adversus Rufinum" trató con las controversias origenísticas. 

San Jerónimo se vio envuelto en uno de los episodios más violentos de esa lucha, que agitó la Iglesia durante toda la vida de Orígenes hasta el V Concilio Ecuménico en el año 553. El punto de discusión fue determinar si ciertas doctrinas profesadas por Orígenes, y otras enseñadas por algunos de sus seguidores paganos podían ser aceptadas. En este caso, los problemas doctrinales se hicieron más amargos por diferencias entre San Jerónimo y su antiguo amigo, Rufino. Para entender la posición de San Jerónimo debemos recordar que los trabajos de Orígenes eran, por mucho, la más completa colección exegética que existía en ese entonces, y la más accesible a los estudiantes. De ahí que la tendencia a usarlos fuera de lo más natural, y, evidentemente, San Jerónimo lo hizo al igual que muchos otros. Pero debemos distinguir cuidadosamente entre los escritores que hicieron uso de Orígenes y aquellos que se adhirieron a sus doctrinas.

Del año 395 al 400, San Jerónimo hizo la guerra a la doctrina de Orígenes y, desgraciadamente, en el curso de la lucha, se rompió su amistad de 25 años con Rufino. Tiempo atrás le había escrito a éste la declaración de que "una amistad que puede morir nunca ha sido verdadera". Con tremenda energía escribía contra las diferentes herejías. Pero una disputa sobre la doctrina de Orígenes​ (y más en concreto por la traducción del Tratado de los principios de Orígenes, considerado herético) enfrentó a Jerónimo contra su compatriota y amigo más querido, Rufino de Aquilea, y luego con el Patriarca Juan II de Jerusalén, tras del cual Rufino se protegía prudentemente.

Sin embargo, el afecto de Jerónimo por Rufino sucumbió ante el celo del santo por defender la verdad. Jerónimo, como escritor, recurría continuamente a Orígenes y era un gran admirador de su erudición y de su estilo, pero tan pronto como descubrió que en el Oriente algunos se habían dejado seducir por el prestigio de su nombre y habían caído en gravísimos errores, se unió a San Epifanio para combatir con vehemencia el mal que amenazaba con extenderse. Rufino, que vivía por entonces en un Monasterio de Jerusalén, había traducido muchas de las obras de Orígenes al latín y era un entusiasta admirador suyo, aunque no por eso debe creerse que estuviese dispuesto a sostener las herejías que, por lo menos materialmente, se hallan en los escritos de Orígenes. 

Al colocarse entonces al lado de Epifanio de Salamina, que llegó expresamente para combatir el origenismo, Jerónimo se vio de cierta manera excomulgado: a él y a sus monjes se les prohibió la entrada a la Iglesia de Belén y a la gruta de la Natividad. A fin de asegurar el culto para la comunidad, hizo ordenar sacerdote a su hermano Pauliniano, pero por las manos de Epifanio, lo que fue considerado como una invasión de la jurisdicción del obispo del lugar y agravó todavía más el conflicto. 

Esto no le impidió proseguir sus trabajos, pero sus cartas de esta época dejan traslucir con frecuencia la amargura y la pena, aunque la reconciliación con Rufino se efectuó, sin embargo, antes de que este saliera de Palestina (año 397), y con Juan II de Jerusalén un poco más tarde. Pero luego Rufino, ya de retorno en Roma, habiendo creído poder respaldarse con Jerónimo en el prefacio de una traducción de una obra de Orígenes, protestó de nuevo Jerónimo: "Yo he alabado a Orígenes en cuanto exégeta, no en cuanto dogmatista; en cuanto filósofo, no en cuanto apóstol; por su genio y su erudición, no por su fe... Quienes dicen conocer mi juicio sobre Orígenes, que lean mi comentario al Eclesiastés y los tres volúmenes sobre la Epístola a los Efesios, y claramente verán que siempre he sido hostil a sus doctrinas... Si no se quiere reconocer que jamás he sido origenista, que al menos se admita que he dejado de serlo".

Finalmente, habiendo publicado Rufino sus Invectivas, Jerónimo, herido en lo más vivo, respondió con una Apología contra Rufino en el tono más acre y, a remolque de Teófilo de Alejandría en su polémica antiorigenista, caerá en expresiones violentas e injustas no solamente contra ciertos monjes recalcitrantes, sino contra el propio San Juan Crisóstomo. Cuando Rufino fallece en 410, aún durará el encono de Jerónimo, que escribió lo siguiente: "Murió el escorpión en tierras de Sicilia y la hidra de numerosas cabezas dejó de silbar contra nosotros... A paso de tortuga caminaba entre gruñidos... Nerón en su fuero interno y Catón por las apariencias, era en todo una figura ambigua, hasta el punto de que podía decirse que era un monstruo compuesto de muchas y contrapuestas naturalezas, una bestia insólita al decir del poeta: por delante un león, por detrás un dragón y por en medio una quimera".

Vigilancio, el sacerdote gascón contra el cual Jerónimo escribió un tratado, estaba en desacuerdo con las costumbres eclesiásticas, más que con aspectos doctrinales. Lo que él rechazaba principalmente era la vida monástica y la veneración de los santos y las reliquias. Este sacerdote galo romano desacreditaba el celibato y condenaba la veneración de las reliquias hasta el grado de llamar a los que la practicaban, idólatras y adoradores de cenizas. En su respuesta, Jerónimo le dijo: "Nosotros no adoramos las reliquias de los mártires, pero sí honramos a aquellos que fueron mártires de Cristo para poder adorarlo a Él. Honramos a los siervos para que el respeto que les tributamos se refleje en su Señor". Protestó contra las acusaciones de que la adoración a los mártires era idolatría, al demostrar que los cristianos jamás adoraron a los mártires como a dioses y, a fin de probar que los santos interceden por nosotros, escribió: "Si es cierto que cuando los apóstoles y los mártires vivían aún sobre la tierra, podían pedir por otros hombres, ¡con cuánta mayor eficacia podrán rogar por ellos después de sus victorias!. ¿Tienen acaso menos poder ahora que están con Jesucristo?". 

Defendió el estado monástico y dijo que, al huir de las ocasiones y los peligros, un monje busca su seguridad porque desconfía de su propia debilidad y porque sabe que un hombre no puede estar a salvo, si se acuesta junto a una serpiente. Con frecuencia se refiere Jerónimo a los santos que interceden por nosotros en el cielo. A Heliodoro lo comprometió a rezar por él cuando estuviese en la gloria y a Santa Paula le dijo, en ocasión de la muerte de su hija Blesila: "Ahora eleva preces ante el Señor por ti y obtiene para mí el perdón de mis culpas".

Pronto, Elvidio, Joviniano y Vigilancio fueron los voceros de un movimiento contra el ascetismo que se había desarrollado a lo largo del siglo IV. Es posible observar la influencia de esa misma reacción en la doctrina del monje Pelagio, quien dio su nombre a la principal herejía surgida sobre la gracia: Pelagianismo. Sobre este tema escribió Jerónimo su "Dialogi contra Pelagianos". Certero en lo referente a la doctrina del pecado original, el autor lo es mucho menos cuando determina la parte de Dios y la del hombre en el acto de la justificación. Por lo general sus ideas son semipelagianas: los méritos del hombre antes que la gracia; una fórmula que pone en peligro el principio de la libertad absoluta como don de la gracia.

San Agustín fue uno de los hombres buenos que resultaron afectados por las querellas entre Orígenes y Jerónimo, a pesar de que nadie mejor que él estaba en posición de comprender la actitud de Jerónimo, puesto que mantuvo con éste una larga controversia en relación con la exégesis del Capítulo II de la Epístola de San Pablo a los Gálatas. No obstante que San Agustín empleó a fondo su tacto y sus buenas maneras, con sus primeras cartas hirió la susceptibilidad de Jerónimo, quien le escribió en el año 416 con estas palabras: "Nunca he dejado de atacar a los herejes y he hecho todo lo posible por considerar siempre a los enemigos de la Iglesia como enemigos personales míos". Sin embargo, parece ser que, a veces, Jerónimo consideraba que todos aquellos que tuviesen opiniones distintas a las suyas eran, necesariamente, enemigos de la Iglesia. Al tratarse de defender el bien y combatir el mal, no tenía el sentido de la moderación. Era fácil que se dejase arrastrar por la cólera o por la indignación, pero también se arrepentía con extraordinaria rapidez de sus exabruptos. Hay una anécdota referente a cierta ocasión en la que el Papa Sixto V contemplaba una pintura donde aparecía el santo cuando se golpeaba el pecho con una piedra. "Haces bien en utilizar esa piedra", dijo el Pontífice a la imagen, "porque sin, ella, la Iglesia nunca te hubiese canonizado".

Pero sus denuncias, alegatos y controversias, por muy necesarios y brillantes que hayan sido, no constituyen la parte más importante de sus actividades. Nada dio tanta fama a San Jerónimo como sus obras críticas sobre las Sagradas Escrituras. Por eso, la Iglesia le reconoce como a un hombre especialmente elegido por Dios y le tiene por el mayor de sus grandes Doctores en la exposición, la explicación y el comentario de la divina palabra. 

El Papa Clemente VIII no tuvo escrúpulos en afirmar que Jerónimo tuvo la asistencia divina al traducir la Biblia. Por otra parte, nadie mejor dotado que él para semejante trabajo: durante muchos años había vivido en el escenario mismo de las Sagradas Escrituras, donde los nombres de las localidades y las costumbres de las gentes eran todavía los mismos. Sin duda que muchas veces obtuvo en Tierra Santa una clara representación de diversos acontecimientos registrados en las Escrituras. Conocía el griego y el arameo, lenguas vivas por aquel entonces y, también sabía el hebreo que, si bien había dejado de ser un idioma de uso corriente desde el cautiverio de los judíos, aún se hablaba entre los doctores de la ley. A ellos recurrió Jerónimo para una mejor comprensión de los libros santos e incluso tuvo por maestro a un docto y famoso judío llamado Bar Ananías, el cual acudía a instruirle por las noches y con toda clase de precauciones para no provocar la indignación de los otros doctores de la ley. 

Pero no hay duda de que, además de todo eso, Jerónimo recibió la ayuda del cielo para obtener el espíritu, el temperamento y la gracia indispensables para ser admitido en el santuario de la divina sabiduría y comprenderla. Además, la pureza de corazón y toda una vida de penitencia y contemplación, habían preparado a Jerónimo para recibir aquella gracia. Ya vimos que, bajo el patrocinio del Papa San Dámaso, revisó en Roma la antigua versión latina de los Evangelios y los salmos, así como el resto del Nuevo Testamento. La traducción de la mayoría de los libros del Antiguo Testamento, escritos en hebreo, fue la obra que realizó durante sus años de retiro en Belén, a solicitud de todos sus amigos y discípulos más fieles e ilustres y por voluntad propia, ya que le interesaba hacer la traducción del original y no de otra versión cualquiera. 

No comenzó a traducir los libros por orden, sino que se ocupó primero del Libro de los Reyes y siguió con los demás, sin elegirlos. Las únicas partes de la Biblia en latín conocida como la Vulgata que no fueron traducidas por San Jerónimo, son los libros de la Sabiduría, el Eclesiástico, el de Baruch y los dos libros de los Macabeos. Hizo una segunda revisión de los salmos, con la ayuda del Hexapla de Orígenes y los textos hebreos, y esa segunda versión es la que está incluida en la Vulgata y la que se usa en los oficios divinos. (Desde 1945 hay otra versión latina que puede usarse con ese propósito, tomada principalmente de los textos hebreos masoréticos). La primera versión, conocida como el Salterio Romano, se usa todavía en el salmo de invitación de los maitines y en todo el misal, así como para los oficios divinos en San Pedro de Roma, San Marcos de Venecia y los ritos milaneses. 

Tradujo la Biblia del griego y del hebreo al latín por encargo del Papa Dámaso I. La traducción al latín de la Biblia hecha por San Jerónimo, llamada la Vulgata (de vulgata editio, 'edición para el pueblo') y publicada en el siglo iv de la era cristiana, fue declarada en 1546, durante el Concilio de Trento, la versión auténtica y oficial de la Biblia para la Iglesia Católica latina, hasta la promulgación de la Nova Vulgata, en 1979, el que ahora es el texto bíblico oficial de la Iglesia Católica. En 1907, el Papa Pío X confió a los monjes benedictinos la tarea de restaurar en lo posible los textos de San Jerónimo en la Vulgata ya que, al cabo de 15 siglos de uso, habían sido considerablemente modificados y corregidos.

En el año 404, San Jerónimo tuvo la gran pena de ver morir a su inseparable amiga Santa Paula. Pocos años después, cuando Roma fue saqueada por las huestes de Alarico, gran número de romanos huyeron y se refugiaron en el Oriente. 

En aquella ocasión, San Jerónimo les escribió de esta manera: "¿Quién hubiese pensado que las hijas de esa poderosa ciudad tendrían que vagar un día, como siervas o como esclavas, por las costas de Egipto y del África? ¿Quién se imaginaba que Belén iba a recibir a diario a nobles romanas, damas distinguidas, criadas en la abundancia y reducidas a la miseria? No a todas puedo ayudarlas, pero con todas me lamento y lloro y, completamente entregado a los deberes que la caridad me impone para con ellas, he dejado a un lado mis comentarios sobre Ezequiel y casi todos mis estudios. Porque ahora, es necesario traducir las palabras de la Escritura en hechos y, en vez de pronunciar frases santas, debemos actuarlas".

De nuevo, cuando su vida estaba a punto de terminar, tuvo que interrumpir sus estudios por una incursión de los bárbaros y, algún tiempo después, por las violencias y persecuciones de los pelagianos, quienes enviaron a Belén a una horda de rufianes para atacar a los monjes y las monjas que ahí moraban bajo la dirección y la protección de San Jerónimo, el cual había atacado a Pelagio en sus escritos. 


Durante aquella incursión, algunos religiosos y religiosas fueron maltratados, un diácono resultó muerto y casi todos los monasterios fueron incendiados. Al año siguiente, murió Santa Eustoquio y, pocos días más tarde, San Jerónimo la siguió a la tumba. El 30 de septiembre del año 420, cuando su cuerpo extenuado por el trabajo y la penitencia, agotadas la vista y la voz, parecía una sombra, pasó a mejor vida. 

Fue sepultado en la Iglesia de la Natividad, cerca de la tumba de Paula y Eustoquio, pero mucho tiempo después, sus restos fueron trasladados al sitio donde reposan hasta ahora, en la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma. 

                                                   Tumba de San Jerónimo en Roma

Los artistas representan con frecuencia a San Jerónimo con los ropajes de un Cardenal, debido a los servicios que prestó al Papa San Dámaso.

                                  

A veces también lo pintan junto a un león, porque se dice que domesticó a una de esas fieras a la que sacó una espina que se había clavado en la pata. La leyenda pertenece más bien a San Gerásimo, pero el león podría ser el emblema ideal de aquel noble, indomable y valiente defensor de la fe.

Si Agustín de Hipona merece ser llamado el padre de la teología latina, Jerónimo lo es de la exégesis bíblica. Con sus obras, resultantes de su notable erudición, ejerció un influjo duradero sobre la forma de traducción e interpretación de las Sagradas Escrituras y en el uso del latín eclesiásticoEs considerado uno de los Padres de la Iglesia, junto a Ambrosio, Agustín y Gregorio uno de los cuatro Padres latinos, y doctor de la Iglesia. También es reconocido como santo por las Iglesias Católica, Ortodoxa, Luterana y Anglicana.


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