San Lázaro de Betania

 

                                              Primer Obispo de Marsella. 72.

 San Lázaro, aquel hombre milagroso, a quien Jesucristo llama su amigo, a quien este divino Salvador amaba con una ternura que era conocida de todo el mundo, era natural de Betania, que era una aldea distante 3 leguas de Jerusalén, residencia ordinaria de su familia, muy distinguida entre los judíos del país, ya fuese por los grandes bienes que poseía, ya por su nobleza y por su antigüedad.

San Antonio dice que su padre se llamaba Siró y su madre Eucaria, los cuales tuvieron 3 hijos: Lázaro, que era el primogénito, y dos hijas, Marta y María. Habiendo muerto el padre y la madre, los hijos dividieron los bienes entre sí. Se dice en la “Vida de Santa Magdalena" que Lázaro y Marta heredaron lo que tenían en Betania y alrededor de Jerusalén, y que las tierras y el castillo de Mágdalo o Magdelón, que estaban en Galilea, fueron la herencia de María.

No se sabe con certeza, el tiempo en que esta afortunada familia tuvo la dicha de conocer a Jesucristo por el Mesías tan ardientemente deseado y por tanto tiempo esperado; ni tampoco cuando empezaron a seguirle. Es muy probable que fuese una de las primeras de Judea que descubrió este tesoro escondido, y que Lázaro tenia una vida tan regular según la ley, de quien, a causa de la pureza de sus costumbres, se podía decir lo que el Salvador dijo de Natael, que era un verdadero israelita, en que no había dolo ni doblez; es probable, que era un hombre de bien y temeroso de Dios, y esperaba la consolación de Israel. Apenas hubo oído hablar del Salvador, o apenas le hubo visto, se hizo su discípulo.

Marta, que era una doncella muy ejemplar, siguió bien pronto el ejemplo y los consejos de su hermano; y si María no tuvo tan pronto parte en la misma dicha, reparó bien esta pérdida por su extremado amor y por la rigurosa penitencia, de que fue pasmoso ejemplo en adelante.

Las instrucciones del Salvador hicieron maravillosas presiones en el corazón y en el espíritu de Lázaro. Encontrando esta divina palabra una tierra tan bien preparada, es decir, un alma casta y un corazón noble y generoso, produjo abundantes frutos. Derramando el Hijo de Dios con abundancia sus gracias sobre el hermano y la hermana, los hizo bien pronto dignos de su benevolencia y cariño. Nunca pasó por Betania que no se hospedara en casa de este discípulo privilegiado. Las conversaciones que tenía con el Salvador encendieron en su corazón un amor para con Él de los más ardientes y más tiernos. La castidad que hizo a San Juan el discípulo amado, hacía a San Lázaro el amigo de corazón, sin que esta predilección del Salvador causase los menores celos entre los discípulos, ganando y previniendo a todo el mundo en su favor la mansedumbre, la humildad y la modestia de este santo.

Su casa servía de retiro al Salvador cuando predicaba en las inmediaciones; en la cual tomaba alimento, y dormía por la noche. 

El hermano y la hermana eran demasiado estimados del Salvador para no alcanzar la conversión de María, su hermana menor. Como ésta moraba en el castillo de Magdelón en Galilea, no se había aprovechado de las visitas de Jesucristo; por otra parte, su vida licenciosa era un gran obstáculo para que la gracia obrase en su corazón; pero las oraciones de Lázaro y de Marta consiguieron la conversión de una pecadora en cuya salvación estaban tan interesados. 

El hijo de Dios oyó favorablemente sus afectuosas plegarias; y predicando en Betsaida y en Cafarnaúm, pueblos vecinos al castillo de Magdelón, fue María a oírle, y se convirtió. Se sabe la generosidad y el ruido con que ella misma publicó su conversión, que fue una de las más insignes conquistas de la gracia; la amistad que tenía el Salvador con Lázaro fue causa de la dicha de su hermana; la que desde aquel punto dejó su tierra de Magdelón para vivir en la casa de sus padres, donde tenía la dicha de ver más a menudo al Salvador y aprovecharse de sus santas instrucciones.

Hacia  principios del año 30, cayó Lázaro peligrosamente enfermo en Betania. Sus dos hermanas, sobresaltadas a vista del peligro, enviaron a informar al Salvador la enfermedad de su hermano en estas pocas palabras: “Señor, mirad que el que amáis está enfermo”.

Jesucristo se contentó con responderles, por el mismo mensajero, que la enfermedad de su hermano no debía darles cuidado, que no moriría de ella absolutamente, y que Dios quería ser glorificado en ella; y que, con motivo de esta enfermedad, glorificaría el Señor maravillosamente a su Hijo. 

Esta respuesta serenó por algún tiempo a las dos hermanas; pero se sorprendieron mucho al ver que la enfermedad aumentaba, y que no venía el soberano médico. En efecto, el Salvador permaneció todavía dos días en el lugar donde estaba, y no partió hasta que conoció que su amigo había muerto. Entonces dijo a sus discípulos: “Volvamos a Judea”. Ellos le respondieron al punto: “Señor, ¿Cómo te atreves a volver tan pronto a un país donde hace poco tiempo te querían apedrear?”.

 “Nuestro amigo Lázaro duerme, replicó el Salvador, y quiero ir á despertarle”. No comprendiendo los discípulos su pensamiento, le dijeron: “Si duerme, es buena señal; él escapará de esta enfermedad”; imaginándose que hablaba del sueño ordinario, tan saludable a los enfermos; pero Jesucristo hablaba de la muerte de Lázaro. Entonces les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto, y me alegro de no haberme encontrado en su casa antes que muriera, para tener ocasión de afirmaros en la fe con el más estupendo milagro, de que vais a ser testigos: vamos a verle”.

Partió, pues, Jesús con sus discípulos para Betania. Luego que estuvo cerca le vinieron a decir que Lázaro había ya muerto, y que hacía ya cuatro días que estaba enterrado. Como Betania estaba cerca de Jerusalén, habían venido muchas personas de los alrededores a consolar a Marta y a María, y a llorar con ellas la muerte de su hermano. Pero ellas esperaban de otra parte su consuelo; sólo Jesús podía enjugar sus lágrimas. En efecto, luego que supo Marta que venía, dejó prontamente a su hermana y a toda las visitas para ir a presentarse; y, al punto que le vio, le dijo llorando: “Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; pero, con todo, no desespero de verle resucitado”.

“Tu hermano resucitará”, le dijo Jesús.

“Sé, replicó Marta, que resucitará en el último día, cuando se obre la resurrección general”.

“ ¿No sabes, le dijo el Salvador, que Yo soy la resurrección y la vida?. ¿Dónde está tu fe?”. Ella, sin replicar, se fue corriendo a casa a avisar a su hermana la llegada de su divino Maestro, diciéndole al oído que había llegado Jesús. María se levantó al punto, y le fue a encontrar. Viéndola partir con tanta precipitación los que habían ido a visitarla, le siguieron, creyendo que iba a llorar sobre la sepultura de su hermano. María encontró al Señor fuera del lugar, y, arrojándose a sus pies, le dijo: “¡Ah, Señor!, ¿Dónde habéis estado?. ¡Qué falta nos habéis hecho!. Si hubierais estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”. Dichas estas palabras, empezó á llorar, y los judíos que la acompañaban tampoco pudieron contener sus lágrimas.

Este triste espectáculo enterneció al Salvador de modo, que la emoción de su corazón se manifestó en el rostro. “¿Dónde le habéis enterrado?”, Les dijo, queriendo con esta pregunta excitar más su fe y su confianza.

“Venid, Señor”, respondieron las dos hermanas, “venid a ver dónde está enterrado”. A estas palabras no pudo el Salvador contener sus lágrimas. Lo cual hizo decir a los judíos: “Mirad cómo le amaba”; y aun hubo algunos que dijeron: “Este que abrió los ojos a un ciego de nacimiento, y que hizo tantos milagros, ¿no podía haber hecho que Lázaro no muriese?”.

Fue, pues, Jesús al sepulcro, que era una caverna en una roca cubierta con una gran piedra. Su ternura le hizo prorrumpir en algunos suspiros; luego mandó que se quitara la piedra que cubría la sepultura. A este tiempo le dijo Marta que hacía ya cuatro días que estaba enterrado, y que no podía dejar de oler mal; a lo que respondió el Señor: “No temas. ¿No te he dicho ya que si tienes fe verás la gloria de Dios?”.

Se quitó, pues, la piedra; y entonces Jesucristo, levantando los ojos al Cielo, dijo: “Padre, gracias os doy porque me habéis oído; pues aunque sé muy bien que siempre me oís, más he dicho esto por los que están aquí presentes, para que crean que Vos me habéis enviado, y para que su fe se avive y aumente”.

Después de estas palabras dijo en voz muy alta: “Lázaro, sal del sepulcro”. Estas palabras volvieron a la vida y al movimiento al difunto, el cual se levantó, salió y empezó a andar.


Pero como todavía tenía atados los pies y las manos con las vendas, y el rostro cubierto con el sudario con que había sido enterrado, mandó Jesús que le desataran y le quitaran el sudario.

Un milagro tan portentoso llenó de admiración a todos los que se hallaban presentes; los cuales levantaron las manos al Cielo, exclamando cada uno: “Este es el verdadero hijo de Dios; Este es el Mesías prometido a los hombres”. 

La fama de este prodigio llegó bien pronto a Jerusalén, y se extendió por toda la Judea con tanta mayor publicidad, cuanto Lázaro era hombre de representación, y muy conocido en toda la provincia. Su muerte había hecho mucho ruido, pero su resurrección dio todavía más golpe. 

De todos los alrededores venían las gentes en tropas a ver esta prueba sensible de la venida del Mesías. No se hablaba en todas partes de este nuevo Profeta sino con admiración, y todo el mundo empezó a creer en Él; lo cual excitó todavía más contra Él, el odio de los escribas y fariseos.

Después de este gran milagro, queriendo el Salvador evadirse de la multitud de gente que acudían a Él todos los días, se retiró con sus discípulos a Efrén, ciudad inmediata al desierto de Judea. Pero seis días antes de la última Pascua que celebró con sus discípulos, queriendo acercarse a Jerusalén, volvió a Betania, donde fue convidado a comer por uno de los más ricos vecinos, llamado Simón.

Lázaro fue uno de los convidados más distinguidos al convite; y, como se hubiese esparcido por todo el país la llegada del Salvador a Betania, fueron a esta ciudad muchos judíos, no sólo por tener la satisfacción de oír a Jesucristo, sino también por ver a Lázaro con sus propios ojos. 

Este hombre, vuelto del otro mundo, era un predicador que, sin hablar palabra, daba a conocer a todo el pueblo el poder y la santidad del que le había dado por segunda vez la vida. Sola su presencia daba tanto golpe en el corazón de muchas personas, que, convencidas de la verdad, renunciaban y se desengañaban de los errores de los saduceos, y daban de mano a las supersticiones judaicas. Lázaro, que era uno de los más fieles y más celosos discípulos de Jesucristo, no contribuía poco a estas conversiones con sus exhortaciones y su presencia.

Los sacerdotes concibieron tanta rabia contra Lázaro, que mirándole desde entonces como su enemigo, porque era el mayor amigo del Salvador, resolvieron deshacerse de él. Sin duda hubieran ejecutado su pernicioso designio, si no hubiesen temido dar al Salvador ocasión de hacer un nuevo milagro que los confundiera y abochornara más. Creyeron que era menester comenzar por hacer morir al que había resucitado a Lázaro; y esto es lo que ejecutaron pocos días después.

El Evangelio no nos dice nada más de Lázaro. Es cierto que entre todos los discípulos de Jesucristo fue San Lázaro uno de los que tuvieron más parte así en las humillaciones como en su gloria. La ternura con que el Salvador le amaba, y el amor que este santo tenía al Salvador; el insigne beneficio que había recibido de Él, y su fidelidad constante en seguirle, le hicieron muy sensible a los dolores e ignominias de su muerte, como también á la gloria de su triunfo. Amándole San Lázaro tan extremadamente, no se duda que sería uno de los testigos ordinarios de sus apariciones, después de su resurrección, y que recibiría el Espíritu Santo con los apóstoles y demás discípulos el día de Pentecostés.

Habiendo el furor de los judíos contra los discípulos de Jesucristo hecho morir a San Esteban, el primer mártir, se excitó una furiosa persecución contra todos los fieles, en la que fueron arrojados de Jerusalén, la mayor parte se vieron obligados a salir de Judea.

Pero la rabia de los sacerdotes, y de todos los que ocupaban los primeros puestos entre los judíos, se descargó con más particularidad contra Lázaro y su familia. Ninguna cosa los confundía más, ni probaba más invenciblemente que se había quitado la vida al Mesías, al verdadero Hijo de Dios, que este hombre resucitado, mientras estuviese en vida. El hacerle morir era un delito que manifestaba su injusticia y su impiedad. Era Lázaro un hombre irreprensible en sus costumbres, que no podía tener otro delito que el de ser amigo de Jesucristo, y haber sido resucitado por medio del más insigne milagro. Dejarle en Judea era dejar una prueba viva de la divinidad del Salvador; y así tomaron el partido de hacer desaparecer a Lázaro y a sus hermanas, que durante la sublevación del pueblo de Jerusalén contra los fieles se habían retirado a Jope, hoy Jaffa, ciudad marítima, distante 7 leguas de Jerusalén.

Habiéndolos metido en una nave muy maltratada, sin timón, sin mástiles, sin pertrechos, con todos los fieles que se encontraron con ellos, los expusieron de esta suerte a un evidente naufragio. Esto nos dicen muchos antiguos manuscritos, fundados en una antigua y piadosa tradición. De acuerdo con una tradición, o mejor dicho una serie de tradiciones combinando diferentes épocas, los miembros de la familia de Betania, los amigos de Cristo, juntos con algunas santas mujeres y otros de sus discípulos, fueron puestos al mar por el hostigamiento de los judíos hacia el cristianismo en naves sin marinos, remos, o timón, y después de un viaje milagroso desembarcaron en la Provenza (Francia) en un lugar llamado ahora Sainte-Maries.

 Se narra que ellos se separaron ahí para ir a predicar el evangelio en diferentes partes del sureste de Gaul. Lázaro, fue a Marsella, y, habiendo convertido un gran número de sus habitantes al cristianismo, fue su primer pastor.

Se cree que fue en el imperio de Vespasiano cuando el Procónsul que había sido enviado a Marsella por gobernador, cegado de las supersticiones paganas, solicitado por los sacerdotes de los ídolos, rabiosos por ver su reputación y sus rentas reducidas a nada, después que San Lázaro convirtió a la fe de Jesucristo una parte de la ciudad, mandó prender al santo Obispo.

 Le hizo despedazar con látigos armados de puntas de hierro, con tanta crueldad que su cuerpo quedó hecho una sola llaga. 

Acabado este cruel suplicio, le encerraron en un horrible calabozo; se creyó que este tormento le hubiera hecho negar la fe.

Pero, habiéndole preguntado de nuevo el Prefecto si permanecía todavía en su creencia, y habiéndole encontrado siempre más inflexible, le hizo atar a un poste y atravesarle de una multitud de flechas; pero Dios le conservó la vida en medio de este suplicio.

Cada llaga, dicen las actas de su martirio, era una boca que publicaba la gloria y el poder de su Dios. Le aplicaron después sobre todo el cuerpo láminas de hierro hechas ascua; el tormento era espantoso, pero la constancia del Santo no disminuyó ni aflojó un punto. Finalmente, corrido el juez de verse vencido de la paciencia heroica del Santo, mandó que le cortaran la cabeza, lo que se ejecutó el 17 de diciembre del año 72 de Nuestro Señor Jesucristo, a los 73 años de edad y 30 de su obispado. 

Su cuerpo fue enterrado por los cristianos en una cueva con los ornamentos pontificales de que se servía en la celebración de los divinos misterios. Se ve todavía el horrible calabozo donde fue enterrado en el célebre Monasterio de religiosas de San Benito, llamado San Salvador, delante del cual está la plaza donde le cortaron la cabeza. Se guarda con mucha veneración en la iglesia Catedral de Marsella la cabeza de San Lázaro en un relicario de plata sobredorada, que pasa por el más rico y de más bello gusto que hay en Francia. 

                                          Reliquias de San Lázaro en Autun, Francia

Se asegura que en el año 957, el resto de sus reliquias se llevó á Autun por el Obispo Vivaldo, en el reinado de Lotario, Rey de Francia. Lo cierto es que se conserva en Marsella, en la misma caja donde está la preciosa cabeza, un escrito muy antiguo, hecho por un sacerdote que parece haber sido sacristán de esta iglesia, y firmado por dos testigos, en que afirman que, habiendo sabido que querían llevarse el cuerpo de San Lázaro, el sacerdote había quitado secretamente la cabeza y había sustituido otra en su lugar. Este escrito, que se leyó durante la visita de la Catedral que hizo Monseñor Guillermo de Veintimilia de Luco, entonces Obispo de Marsella y después Arzobispo de París, tiene todas las señales de autenticidad que se pueden desear en uno de los más antiguos testimonios. Habiendo sido el Obispado de Marsella bajo San Lázaro, su primer Obispo, la Silla más antigua, debiera ser, al parecer, uno de los primeros de las Galias, si la Iglesia no hubiera seguido, por decirlo así, en la economía y distribución de las Sillas episcopales, el orden y distribución de la Magistratura romana.

De acuerdo con la tradicional Iglesia Griega, el cuerpo de San Lázaro hubo sido traído a Constantinopla, así como lo otros Santos del grupo de Palestina de quienes se dice murieron en Oriente, y habiendo sido sepultados, los trasladaron y honraron ahí. 

                                                        Tumba de San Lázaro en Chipre

Es solamente en el siglo XIII que se cree que Lázaro habiendo venido a Gaul con sus 2 hermanas y habiendo sido Obispo de Marsella se extendió en Provenza. Es cierto que una carta es citada (su origen se ignora), escrita en 1040 por el Papa Benedicto IX en ocasión de la consagración de una nueva iglesia de San Víctor es mencionado. Pero en este texto el Papa habla solamente de reliquias de San Lázaro, simplemente llamándolo “El santo que fue levantado otra vez a la vida”. El no habla de él como si hubiese vivido en Provenza, o como siendo Obispo de Marsella. El más antiguo texto demostrado aludiendo a su episcopado de San Lázaro es un pasaje en el “Otia imperialia” de Gervase de Tillbury de 1212. En la cripta de San Víctor en Marsella un epitafio del siglo V ha sido descubierto, que nos informa que un Obispo llamado Lázaro fue sepultado ahí. En la opinión de los más competentes arqueógrafos, sin embargo, este personaje es Lázaro, Obispo de Aix, quien era consagrado en Marsella cerca del 407, y quien, habiendo tenido que abandonar su obispado en 411, pasó algún tiempo en Palestina, cuando regresó al final de sus días a Marsella. Es más o menos seguro que es el nombre de este Obispo y su regreso a Palestina, que dio origen a la leyenda de la venida del bíblico Lázaro de Provenza, y su apostolado en la ciudad de Marsella.

Existen muchas pruebas de que, desde los primeros tiempos del cristianismo, se veneraba a Lázaro, tanto en Jerusalén como en la Iglesia entera. La peregrina Eteria del año 390, describe la procesión que se hacía el sábado anterior al Domingo de Ramos al “Lazarium”, es decir, el sitio en el que Lázaro había sido resucitado. Eteria quedó muy impresionada al ver la gran cantidad de gente que asistía a esa procesión. En la Iglesia de Occidente se hacían procesiones semejantes, casi siempre durante la Cuaresma. En Milán, el Domingo de Pasión se llamaba “Dominica de Lázaro”. San Agustín cuenta que el pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro se leía en África en el oficio de la Aurora del Domingo de Ramos.



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