San Leandro de Sevilla
Obispo de Sevilla. 600.
Nació en Cartago (Túnez, África) cerca de 534, de una familia romana que se estableció en esa ciudad. Algunos historiadores sostienen que Severino, su padre, fue Duque o Gobernador de Cartago y su madre era hija de Teodorico, Rey de los Ostrogodos.
La familia emigró de Cartago cerca del año 554 y viajó a Sevilla. Severino tuvo tres hijos, San Leandro, San Isidoro, San Fulgencio, y una hija, Santa Florentina. Tanto San Leandro cuanto San Isidoro fueron Obispos de Sevilla; San Fulgencio, Obispo de Cartagena y Santa Florentina, una monja, quien dirigió 4.000 hermanas religiosas. También se creyó, pero equivocadamente, que Theodosia, otra hija de Severino, fue la esposa del Rey visigodo Leovigildo.
Del siglo III al V, la península ibérica fue el blanco de diversos invasores bárbaros germánicos (vándalos, suevos y alanos), cuya población superó a la hispano-romana. En el segundo cuarto del siglo V, venciendo a otros pueblos, los suevos conquistaron gran parte de España.
Para recuperar el dominio perdido, Honorio, Emperador del Imperio Romano de Occidente, pidió al rey visigodo de Toulouse, Francia, que defendiera sus derechos frente a los invasores. Así, en el año 416, los visigodos penetraron en España como aliados de Roma, derrotando a los suevos, que se refugiaron en el noroeste del país.
Años más tarde, derrotados por los francos en el año 507, los visigodos de Francia pasaron en masa a España, donde establecieron su reino. En 526 su capital era Sevilla; después pasó a ser Toledo. En un país dominado en gran medida por los visigodos arrianos heréticos, creció San Leandro.
Leandro fue primero un monje benedictino para luego ser nombrado Obispo de Sevilla en 579. Mientras tanto fundó una célebre escuela, que pronto se convirtió en un centro de aprendizaje y ortodoxia.
Para afianzar su poder, Leovigildo mandó a su hijo y heredero Hermenegildo a representarlo en la antigua capital, Sevilla. Aunque era arriano como su padre, el príncipe se había casado con Ingunda, hija del rey de Austrasia, que era firmemente católica.
Bajo la influencia de su piadosa esposa y de San Leandro, Hermenegildo acabó convirtiéndose a la fe católica. Y con tal radicalidad, que se volvió un campeón de la ortodoxia.
Durante la dominación visigoda en España, que duró más de dos siglos, reinaba la persecución religiosa, pues sus dominadores, como hemos señalado, eran herejes arrianos. La fe católica fue perseguida en aquellas tierras como nunca lo había sido antes. Así, “gran milagro, sin duda, que el odio sectario de los conquistadores no lograse vencer la constancia de los católicos y que España toda no se viese arrastrada a una apostasía general. La herejía no logró sino aumentar el número de mártires”, entre ellos un santo abad, Vicente, con doce de sus monjes.
Leovigildo, cuya ambición era que toda España fuese arriana, no pudo soportar la defección de su hijo. Y como éste se negó a ir a Toledo para excusarse, le declaró la guerra. Este padre desnaturalizado derrotó a su hijo en combate y lo encarceló. Después, como Hermenegildo se rehusó a recibir la comunión de manos de un obispo arriano en la ceremonia de Pascua, mandó decapitarlo el día 13 de abril de 585.
Leovigildo continuó persiguiendo rudamente a los católicos y desterrando a muchos de ellos. Por eso mismo expatrió de su reino a algunos obispos, entre ellos a San Leandro, que se fue a Constantinopla, como a su hermano San Fulgencio. Pero no quedaron ahí sus afrentas a la religión verdadera: Leovigildo se apoderó de las rentas de las iglesias, anuló los privilegios de los eclesiásticos y ejecutó a muchos católicos eminentes, para apoderarse de sus patrimonios.
Desde su exilio en Constantinopla, San Leandro no cesaba de luchar contra los herejes. Escribió dos tratados sobre los errores de los arrianos y los hizo difundir por toda España. Escribió también un tratado para su hermana Santa Florentina, "De la institución de las vírgenes y del desprecio del mundo", “tan bello, tan original, tan natural y enjundioso en su contenido, tan férvido y puro en su lenguaje, que puede considerarse como uno de los frutos más sazonados de la literatura ascética”.
Jugando con el nombre de su madre —Turtur (tórtola, en latín), que también había terminado su vida en el claustro se dirige así a su querida hermana: “No quieras irte del tejado en donde la tórtola tiene sus pequeñuelos. Eres hija de la inocencia, del candor, tú precisamente que tuviste a la tórtola por madre. Pero ama mucho más a la Iglesia, tórtola mística que todos los días te engendra para Cristo. Descanse tu ancianidad en su seno, como antaño descansabas y tu ardor mecías en el regazo de la que cuidó tu infancia”.
En Constantinopla, San Leandro se unió por una estrecha amistad al futuro San Gregorio Magno, gloria de la Iglesia y del papado, que era entonces embajador del Papa Pelagio II en la corte bizantina. Fue a pedido de San Leandro que San Gregorio escribió sus “Morales”, una serie de disertaciones sobre el Libro de Job.
Cuando los dos amigos regresaron a sus respectivos países, siguieron comunicándose a través de una frecuente correspondencia. Así, ocupando ya el solio pontificio, San Gregorio le escribe a San Leandro: “Ausente de cuerpo, estáis siempre presente a mis ojos. […] Mi carta es muy corta. Ella os hará ver a qué punto estoy aplastado por los procesos y tempestades de mi Iglesia, porque tan poco escribo a quien más admiro en este mundo”.
Sin embargo, en el año 588, Leovigildo fue aquejado por una enfermedad mortal. Arrepentido de todo lo que hiciera, mandó llamar a los obispos del exilio, entre ellos a San Leandro, a quien hizo guía de su hijo y sucesor, Recaredo. Algunos afirman que aquel rey, “grande hasta en sus extravíos”, habría abjurado de la herejía en su lecho de muerte. No obstante, San Gregorio Magno afirma que el rey, “por acomodarse al tiempo, y por miedo de sus vasallos, no abrazó la verdad católica con las obras, como la conocía con el corazón”. Y así murió.
La sangre de San Hermenegildo no fue derramada en vano, pues su hermano Recaredo y todos sus vasallos abjuraron del arrianismo, abrazando la fe católica. Y “produjo por toda España una floración de fe, una epifanía de vida católica, que estalló delirante en el tercer Concilio de Toledo. Era el 4 de mayo del año 589; una de las fechas más gloriosas de la Historia de España”. A tal concilio comparecieron todos los obispos sometidos a la autoridad de Recaredo, o sea, de España y de la Galia Narbonense, haciendo un total de 78 prelados.
En el discurso de clausura de la asamblea conciliar, San Leandro (quien, como legado del Papa, fue su alma) exclamó: “Nuevos pueblos han nacido de repente para la Iglesia. ¡Regocíjate, santa Iglesia de Dios! Sabiendo cuán dulce es la caridad y cuán agradable la unidad, tú no predicas sino la alianza de las naciones, no suspiras sino por la unidad de los pueblos. El orgullo ha dividido las razas con la diversidad de las lenguas; es menester que la caridad los vuelva a unir. […] Alégrate y regocíjate, Iglesia de Dios, que formas un solo cuerpo con Cristo; vístete de fortaleza, llénate de júbilo, porque han cesado tus lágrimas, has logrado tus deseos, has depuesto los vestidos de luto; entre gemidos y oraciones concebiste, y después de los hielos, las lluvias y las nieves, contemplas en dulce primavera los campos llenos de flores y pendientes de la vid los racimos. […] Gemíamos cuando nos oprimían; pero aquellos gemidos son hoy nuestra corona”.
“Así se efectuó en la península, bajo los auspicios de un gran Papa y de un gran obispo, los dos monjes y amigos, el triunfo de esa ortodoxia de la cual el pueblo español fue, durante diez siglos, el paladín, y de la cual él guardó, hasta en el seno de su decadencia, el instinto y la tradición”. Los historiadores consideran que después de esa conversión la cultura visigoda alcanzó su cenit en España. Para recordarle a la gente, que Jesucristo es Dios como el Padre y el Espíritu Santo, mandó este buen Arzobispo que en la santa misa se recitara el Credo que ahora se dice en las misas de los domingos (costumbre que después siguió la Iglesia Católica en todo el mundo).
Como San Gregorio Magno, en sus últimos días, San Leandro padeció terriblemente a causa de la gota. Por entonces, se dirige al Sumo Pontífice en los siguientes términos: “Escríbame vuestra santidad, si la gota le aflige; y yo tengo tan continuos dolores de ella, que estoy muy debilitado y casi consumido. Pero fácilmente nos consolaremos, si entre los azotes de Dios nos acordáremos de nuestros pecados; y entendiéremos, que no son azotes sino dones del Señor, para que paguemos los deleites de la carne con los dolores de la carne”.
San Leandro murió octogenario, el día 27 de febrero del año 603. Después de numerosas traslaciones, su cuerpo fue finalmente inhumado en la Catedral de Sevilla, donde reposa junto al cuerpo del inmortal rey San Fernando III, que reconquistó esa ciudad del poder de los moros.
Reliquias de San Leandro
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