Santos Juan y Pablo
Hermanos. Mártires. 361.
Martirizados en Roma en junio. El año de su martirio es incierto, según sus Actas ocurrió bajo Julián el Apóstata (361-3). Los mártires fueron eunucos de Constantina, hija de Constantino el Grande, esto se dio a conocer por un tal Gallicano, quien construyó una iglesia en Ostia.
A la orden de Julián el Apóstata, fueron decapitados en secreto por Terentiano en su casa en el Celian, donde fueron sepultados y su iglesia levantada seguidamente. Las habitaciones en los cimientos de la antedicha casa de Pamaquio, fueron redescubiertas bajo la Basílica de los Santos Giovanni y Paolo, en Roma. Están decoradas con importantes e interesantes frescos, mientras la tumba original de los Santos Juan y Pablo está cubierta con pinturas en las que los mártires son el tema.
Ruinas de la casa de Juan y PabloLa Princesa Constancia, hija del Emperador Constantino el Grande, sanó repentinamente de cierta enfermedad por la intercesión de Santa Inés, y, agradecida por este beneficio del Cielo, determinó renunciar a las vanidades del mundo, haciendo voto de castidad, por lo que suplicó al Emperador su padre tuviese a bien que, sin dejar la Corte, hiciese una vida retirada, ejemplar y recogida.
Sorprendió gustosamente al piadoso Emperador la generosa resolución de la Princesa, y él mismo quiso disponer la casa echando mano de aquellos criados y oficiales cuya virtud y talentos juzgó habían de congeniar más con la cristiana inclinación de su hija, nombrando a Pablo por su Primer Caballerizo, y a Juan por su Mayordomo Mayor.
Los Escitas, nación bárbara y cruel, entraron en la Tracia con un formidable ejército, llenándolo todo de terror hasta las mismas puertas de Constantinopla, que actualmente estaba edificando Constantino, y todavía no se hallaba en estado de defensa.
Levantó prontamente el Emperador todas las tropas que pudo para oponerlas a aquel torrente, y, sabiendo que el mayor General de sus ejércitos era Galicano, le nombró General del Ejército que mandó marchar contra los escitas. Aunque Galicano estaba todavía sepultado en las tinieblas de la gentilidad, era un señor muy estimado en la Corte por su valor y por las victorias que había conseguido contra los persas. Ya había sido Cónsul, y aspiraba por sus méritos a los primeros empleos; por lo que no quiso admitir el mando de aquella expedición sino con las dos precisas condiciones de que, si volvía victorioso, se le había de hacer Cónsul por segunda vez, y el Emperador le había de dar por esposa a la Princesa Constancia.
En la primera no había dificultad; pero en la segunda se halló muy comprometido el Emperador, ya que no ignoraba la resolución de la Princesa, y no pudo disimular su inquietud. Informada Constancia de todo, pasó al cuarto del Emperador su padre, y conociendo la falta que le hacía aquel oficial, llena de confianza en Dios, dio su consentimiento para que la prometiese a Galicano por esposa; pero con la condición de que el General llevase en su compañía a sus dos gentiles caballeros, Juan y Pablo, dejando en la casa de la misma Princesa a sus dos hijas Ática y Artemia, que había tenido en el primer matrimonio.
Se aceptó prontamente la condición, y aquellas dos damas pasaron luego al servicio de Constancia, marchando Juan y Pablo al ejército en compañía de Galicano. Dio éste la batalla a los escitas, y fue casi del todo derrotado, quedando hecha pedazos una gran parte del ejército, de manera que ya sólo pensaba en retirarse, cuando los dos hermanos Juan y Pablo le aconsejaron, hiciese voto de abrazar la religión cristiana, si Dios le concedía la victoria. Así lo hizo, y de repente ocupó tal terror el corazón de los bárbaros que, bajando las armas y abatiendo las banderas, se le rindieron a discreción, cuando ya parecía tener en las manos una victoria completa.
Pero más gloriosa era la victoria que acababa de conseguir la Princesa, sobre la obstinación con que Ática y Artemia se habían atrincherado hasta entonces en el paganismo; pues abriendo finalmente los ojos a los rayos de la divina gracia, abrazaron ambas la religión cristiana.
Mientras en la Corte del Emperador se celebraba el triunfo de la fe en la insigne conversión de aquellas dos señoras, llegó la noticia de la completa victoria que Galicano había conseguido de los escitas; mas ninguna otra circunstancia la hizo tan plausible como la milagrosa conversión del General, que después de haber obligado a los bárbaros a abandonar todo el bagaje, a retirarse a su país y a pagar anualmente un tributo al Emperador, volvió a la Corte con la resolución de abrazar la religión cristiana y retirarse del mundo para dedicarse a Dios enteramente.
El Emperador Juliano Apóstata, que sucedió al hijo de Constantino en el año 361, informado del retiro de Galicano y del celo con que socorría a los cristianos, le envió orden para que sacrificase a los ídolos o saliese al punto de Italia. Se retiró a Alejandría, donde continuó sus oficios de caridad alentando a los fieles y atendiendo a sus necesidades por todos los medios posibles, hasta que mereció la corona del martirio en el día 25 de junio, en que la Iglesia celebra su memoria.
Mientras tanto, restituidos ya Juan y Pablo a la corte para servir sus empleos en el cuarto de la Princesa Constancia, proseguían con mayor fervor que nunca en el ejercicio de sus devociones y obras de misericordia, distinguiéndose cada día más por sus crecidas limosnas y por su insigne caridad. Del favor que lograban con la Princesa y con el Emperador sólo se valían para el consuelo de los infelices, recurriendo todos a ellos como a protectores de huérfanos, padres de pobres y amparo de desvalidos.
Muerto Constantino el Grande, se mantuvieron en la Corte Juan y Pablo, con el mismo valor y estimación de sus hijos que habían logrado durante la vida de su padre, conservándoseles en sus empleos aun después que murió también la Princesa. Pero luego que subió al trono Juliano el Apóstata y se declaró enemigo de Jesucristo, con la resolución de exterminar la religión cristiana, los santos hicieron dimisión de sus cargos; renunciaron al elevado lugar que ocupaban en el Estado, y retirándose de la corte, como personas particulares, se dedicaron enteramente al ejercicio de buenas obras.
Disimuló por algún tiempo Juliano, conteniéndole la calidad y el mérito de los dos santos hermanos; pero informado del bien que hacían a los cristianos, y de la singular veneración que se merecían, tanto de los grandes como del menudo pueblo, resolvió pervertirlos o perderlos. Con este intento dio orden a Terenciano, capitán de una compañía de sus guardias, para que pasase a verse con ellos, y les dijese de su parte que, siendo su ánimo honrar a los oficiales antiguos de Constantino y de los hijos de este Príncipe, sus predecesores, deseaba viniesen a la corte y ejerciesen las funciones de sus empleos. Respondieron los dos santos que estaban sumamente reconocidos al honor con que la bondad del Emperador se dignaba distinguirlos; pero que, siendo cristianos los dos, no se podían resolver a servir en el palacio de un Emperador que tan altamente se había declarado contra la religión que profesaban.
Dio cuenta Terenciano al Emperador de esta respuesta; mostró irritarse mucho con ella, y en tono colérico y arrebatado protestó que solamente les concedía 10 días de término para que tomasen su partido, y que si, pasados éstos, no se rendían a su voluntad, él los haría experimentar hasta dónde podían llegar los efectos de su indignación. Informados los Santos de las amenazas del Emperador, respondieron que ni 10 días ni 10 años los harían apostatar. Pasados los 10 días, los buscó en su casa Terenciano, y, después de mil protestas de amistad, no perdonó a diligencia alguna para persuadirlos que, a lo menos en la apariencia, condescendiesen con la voluntad del Emperador. “No os pide Su Majestad, les decía, que renunciéis públicamente a vuestra religión; no pretende que concurráis a los templos, y que en ellos rindáis adoraciones a los dioses del Imperio: contentase con que privadamente tributéis culto al gran Júpiter, cuya imagen os presento”; y, diciendo esto, sacó de debajo de la capa un ídolo de aquella mentida deidad. Horrorizados los dos Santos al ver dentro de su casa aquella sacrílega estatua dijeron: “Hacednos, Señor, merced, exclamaron sobresaltados, de apartar de nuestros ojos objeto tan abominable. ¿Es posible que un hombre, no ya de vuestro despejado entendimiento, sino de mediana razón, pueda incurrir en semejantes desaciertos, y que la idea sola que tenemos de Dios no baste a convenceros que no es posible haya más que uno, y que todo aquel risible montón de soñadas deidades no es más que una impía extravagancia?”.
Los interrumpió Terenciano, y les dijo que, pues persistían en ser cristianos, era preciso se resolviesen a perder la vida. Al oír esta sentencia los dos santos hermanos se hincaron de rodillas, y, levantando los ojos al Cielo, rindieron mil gracias a Dios por la merced que les hacía. Se temió una sedición en Roma, por la general estimación que se merecían los dos santos, si llegaba a los oídos del pueblo la noticia de su muerte; por lo que se dio orden al oficial que la ejecutase en secreto. Así lo hizo, mandándoles cortar las cabezas a media noche dentro de su misma casa, en cuya huerta hizo abrir una profunda fosa, donde los mandó enterrar, muy satisfecho de que igualmente quedaba sepultada la noticia de su martirio.
Pero quedó extrañamente sorprendido cuando supo que a la mañana siguiente, la publicaban todos los poseídos del demonio, quejándose a gritos de lo mucho que los atormentaba el Dios de los mártires Juan y Pablo; siendo el que levantaba la voz un hijo del mismo Terenciano, de quien se apoderó de repente el enemigo. Pero, implorando su padre la intercesión de los mismos santos, quedó el hijo repentinamente libre; con cuyo milagro se convirtió Terenciano y toda su familia.
Desde entonces, esto es, desde el año 363, fue célebre en toda la Iglesia el culto de los dos santos, erigiéndose poco tiempo después una muy magnífica iglesia en el sitio de su misma casa, que hasta el día de hoy tiene su nombre y es título de un Cardenal, venerándose en ella sus reliquias.
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