Beata Florida o Lucrecia Cevoli

 

                                                    Abadesa. Clarisa Capuchina.1767.

Discípula y compañera de Santa Verónica Giuliani, a la que sucedió en el cargo de Abadesa, se distinguió por su espíritu de oración, su inserción en las tareas sencillas y cotidianas de la vida comunitaria, y por el impulso que dio a su Orden en la observancia fiel de la Regla.

Florida Cevoli, hija del Conde Curzio Cevoli y de la Condesa Laura della Seta, nació en Pisa (Italia) en 1685 con el nombre de Lucrecia Elena. “Salió una niña agraciada, de índole despierta y de buena inteligencia”, afirman quienes oyeron hablar de sus primeros años. En contraste con la precocidad mental, tardó en aprender a andar; era gordita y no podía tenerse en pie. La Condesa, su madre, lo atribuía al vicio de hacerse llevar en brazos y hacía responsable del retraso a la nodriza; pero hubo de convencerse de que la causa estaba en la debilidad de las piernas, que no sostenían el peso del cuerpo.

Sorprendía a los demás con imprevistos desplantes, que desconcertaban. Hallándose toda la familia de veraneo en su quinta de Cevoli, la turba de los hermanos organizó una comedia de títeres. Todos se dieron a componer y vestir los muñecos y a disponer la sucesión de las escenas. A Lucrecia se le confió el encargo de manejar los hilos, escondida bajo el tablado. En lo mejor de la representación, ante numerosos invitados, he aquí que las figuras se paran de pronto; la pequeña operadora se niega a continuar no obstante todas las insistencias. Aquella normal satisfacción ante el aplauso general por el éxito, produjo en ella una repulsa súbita, como si estuviera sustrayendo a Dios lo que a Él solo pertenecía. 

A este sentido de rectitud se unía una capacidad tal de discernimiento que la hacía descubrir sin esfuerzo el desagrado de Dios en sus acciones y en sus sentimientos. Hasta el afecto que profesaba a su buena nodriza le pareció quitárselo a Dios. Una de las infidelidades de la infancia, que dejó en ella recuerdo permanente, fue en relación con la Virgen María. Una mañana le había ofrecido un hermoso clavel ante un gran cuadro que había en una sala; pero más tarde, con la volubilidad propia de la edad, fue a quitarlo y llevárselo. Por la noche, en el examen de conciencia que acostumbraba a hacer, tuvo fuerte remordimiento de semejante conducta.

Entre los hermanos mayores había uno, Doménico, que supo ganarse de modo especial su confianza, tal vez por cierta afinidad de temperamento y de riqueza interior. Era aficionado a la pintura y pasaba parte del tiempo encerrado en su estudio, donde nadie tenía entrada excepto Lucrecia, 11 años más joven que él. Vino a ser su confidente y también su maestro de dibujo, habilidad que le sería muy útil después en la vida claustral. Este pintor y ermitaño, que moriría en fama de santidad, ejerció sin duda un influjo en la orientación ascética de la hermanita. 

Lucrecia aprendió las primeras letras y se había iniciado en las labores femeninas en la casa paterna; pero su rango familiar exigía una formación intelectual y social en un internado según el uso de la época. A los 13 años entró como estudiante en el Noble Monasterio de Clarisas de San Martín, donde ya la habían precedido dos hermanas suyas. Bajo la guía de las religiosas adquirió una esmerada formación literaria, con un dominio notable de la lengua latina e italiana, sin excluir la poesía; se perfeccionó en el bordado y demás aptitudes femeninas.

Cuando Lucrecia se despidió de las clarisas a sus 18 años, su vocación estaba ya decidida. Ella misma refirió más tarde el porqué de su opción por el lejano Monasterio de las Capuchinas de Città di Castello. Estando todavía en el colegio, aprovechó la presencia de un confesor extraordinario, barnabita, que gozaba fama de docto y de santo, para exponerle sus anhelos de una vida de recogimiento y de austeridad, en pobreza total. El religioso examinó el espíritu de la joven y sus motivos. Luego lo hizo delante de sus padres. Al reparo de éstos sobre la lejanía de aquel monasterio, respondió Lucrecia que precisamente por eso lo había preferido, para poner distancia entre su vida retirada y su patria y familia. Había además otro motivo: hasta Pisa había llegado la fama de Santa Verónica Giuliani, la estigmatizada, que formaba parte de aquella comunidad.

                                                             Santa Verónica Giuliani

No fue fácil lograr el consentimiento de las Capuchinas; fue necesario valerse de algunas influencias, entre otras la de la Princesa Violante de Baviera, esposa de Fernando de Medici, hijo del Gran Duque de Toscana. En marzo de 1703 llegó la respuesta afirmativa. Y comenzaron los preparativos para el viaje. Era costumbre entonces que, antes de dejar el mundo para encerrarse en el convento, la joven aspirante hiciera una gira, en traje nupcial, para despedirse de parientes y conocidos, emprendiendo después el viaje. Llegado el día de la vestición, la postulante era llevada por las calles hasta la iglesia conventual, en carroza, bien escoltada de damas y caballeros. Pues bien, Lucrecia había soñado para tal ocasión un vestido de brocado con fondo rosa; pero, cuando llegó el momento de probárselo, se halló con que el que le habían preparado tenía el fondo blanco. Pudo dominar el primer sentimiento de contrariedad acordándose de que había pedido al Señor verse privada, en aquella gira, de toda satisfacción por legítima que fuera.

Recorrió primero los monasterios de Pisa. Después, acompañada de sus padres, se puso en camino, haciendo etapa en Florencia, donde fue muy agasajada por el Gran Duque y su familia. Reanudó el viaje, hacia el Santuario de Loreto, donde pidió por devoción el honor de barrer la Santa Casa, y lo hizo de rodillas, vestida de novia, con el alma llena de consuelo. Llegada a Città di Castello, esperó la admisión formal, con el voto de la comunidad, y la vestición; ésta se celebró el 7 de junio de 1703, fiesta de Corpus Christi; la presidió el Obispo, quien le impuso el nombre de Sor Florida, por devoción al patrono de la ciudad, San Florido.

 Se había preparado a la nueva vida mediante la renuncia a toda satisfacción terrena; Dios le hizo ver, en ese mismo momento, que debía renunciar también a los consuelos espirituales. El rito de la vestición se concluía con un gesto de elocuente significado: el Obispo ponía en el hombro de la novicia una cruz desnuda de madera, y ella se encaminaba, a lo largo de la iglesia, hacia la puerta del monasterio. La cruz era ligera, pero Sor Florida la halló tan pesada, que a duras penas podía andar.

Sor Verónica había sido depuesta del cargo de Maestra de Novicias en 1699, en virtud de las medidas tomadas por el Santo Oficio respecto a ella después de la estigmatización. Pero la comunidad pensó que nadie mejor que ella podía hacerse cargo de la formación de la noble candidata y obtuvo que le fuera levantada la suspensión. Ella ha dejado descrita en su Diario la lucha interior que hubo de sostener, no sintiéndose a la altura de una misión tan delicada: ¿Qué podía enseñar a una joven dotada de una cultura muy superior a la suya y con una madurez espiritual poco común?. Pero se sintió confortada cuando Jesús le prometió: “Yo seré el maestro tuyo y de la novicia”. También la Virgen María vino en su ayuda, dándole a entender que se trataba de un alma muy selecta: “Te recomiendo, Verónica, a mi Florida, gozo mío y gozo de mi divino Hijo”. Cuando Sor Florida se puso bajo la dirección de Sor Verónica, ésta gozaba ya de gran aceptación entre las Hermanas; habían quedado atrás sus penitencias rebuscadas, aquellas que ella definía ahora “locuras que me hacía hacer el amor”, y también en gran parte los fenómenos externos; todo en ella era más íntimo y secreto. La novicia sería muy pronto, no sólo su mejor discípula, sino su confidente y testigo de algunas de sus experiencias corporales, ello por disposición de los confesores.

No fue difícil la sintonía entre maestra y novicia, especialmente cuando Sor Verónica descubrió que la joven estaba llamada a recorrer, como ella, el camino de la cruz. Le costó, sí, a la Condesa hacerse al modo llano y espontáneo, quizá no siempre delicado, tradicional en las Capuchinas; pero no tardó en asimilarlo, contenta de sacudirse el amaneramiento del ambiente en que había crecido. Sufría cuando se veía tratada con especiales miramientos por causa de su origen familiar. A un confesor, que le preguntó sobre su condición social, le respondió: “Mi padre vendía aceite”. Y no mentía: uno de los mejores ingresos de los nobles de Toscana provenía, en efecto, de la cosecha de los olivares de sus tierras. Hubiera querido abrazar con el máximo rigor todas las observancias conventuales, de modo particular el ayuno perpetuo impuesto por la Regla; pero, después de varias pruebas, hubo de convencerse de que no era ésa la voluntad de Dios: su estómago no soportaba tal régimen, por causa de la rapidez de su digestión; por prescripción médica se veía obligada a tomar alimento varias veces al día.

Emitió la profesión en junio de 1704. Era norma que las nuevas profesas continuaran en régimen de noviciado por otros 2 años, si bien con velo negro y colaborando con las otras profesas en los oficios. Sor Florida pidió, por gracia, proseguir con el velo blanco, observando el silencio como lo había hecho el primer año. En 1708, Sor Florida tuvo la amarga noticia de la muerte de su querido padre, el Conde Curzio Cevoli, seguida a los pocos días de la de su madre, ambas repentinas. Al dolor de la pérdida se juntó la incertidumbre sobre la suerte eterna de los dos. Sólo recobró la paz cuando su santa maestra conoció por luz superior que estaban en camino de salvación y cuando, juntamente con ella, se ofreció a satisfacer por ellos las penas del purgatorio. Discípula e hija espiritual de Sor Verónica, no fue sin embargo una copia de ella. Ni por carácter ni por fe era una mujer propensa a mimetismos infantiles. Amó a su maestra, la admiró profundamente, veneró en ella la riqueza de dones superiores de que estaba adornada; fue para ella un modelo de fidelidad a Dios, pero no un patrón que reproducir; más aún, reaccionaría siempre con repulsa ante favores o fenómenos extraordinarios que pudieran colocarla a la par con la estigmatizada.

                                                           Santa Verónica Giuliani

De profesa Sor Florida se ejercitó en los varios servicios a la comunidad, aun los más humildes, como era uso entre las Capuchinas: cocina, lavandería, enfermería, etc. Desempeñó, todavía joven, el importante cargo de portera o tornera. Pero el empleo en el cual la hallamos habitualmente es el de boticaria o encargada de la farmacia conventual, donde eran preparados los remedios empíricos, siempre bajo vigilancia del médico. Es posible que tuviera ya de antes alguna preparación en este ramo. Lo cierto es que a esta su especialización debe el monasterio el valioso botiquín portátil, regalo de la familia Medici de Florencia.

En abril de 1716, después de haber obtenido de Roma la revocación de la privación de la voz pasiva, que pesaba sobre Sor Verónica, ésta fue elegida Abadesa; la comunidad le dio como Vicaria a Sor Florida, que entonces contaba 31 años de edad. Terminado el primer trienio, fueron reelegidas ambas para los mismos cargos; lo cual se fue repitiendo al cabo de cada trienio hasta la muerte de Sor Verónica. Sor Florida será siempre la colaboradora fiel y válida de la que para ella seguirá siendo maestra más que superiora. Ésta halló en su Vicaria una ayuda verdaderamente preciosa, una verdadera secretaria, ante todo en el sentido etimológico del término, o sea, una confidente con quien podía compartir los secretos de Dios, tareas que requerían un nivel cultural superior al de la Giuliani. Recibía y respondía a las cartas que le llegaban en gran número, ya que Verónica tenía prohibido mantener correspondencia si no era con el Obispo, con el confesor y con sus hermanas clarisas. Le transcribía largas secciones del diario, ya sea porque se requería el duplicado, ya para una mejor presentación ortográfica. Y Verónica siguió ayudándola en la respuesta cada día más generosa a la acción de la gracia, dejándola caminar bajo la guía del Espíritu.

En la Corte de los Medici se mantenía viva la impresión dejada por Lucrecia en su visita de despedida. De manera especial le había quedado aficionada la Princesa Violante, la cual, en 1714, fue a visitar el monasterio para verla y venerar a Sor Verónica. Más tarde, cuando ella era Vicaria, el Gran Duque Cosme III, espléndido bienhechor del monasterio, se propuso fundar un Convento de Capuchinas en la capital de su Estado, Florencia; hizo cuanto pudo para obtener que fuera como fundadora “su Cevolina”, como él la llamaba, pero halló siempre la negativa cerrada, sea por parte de Sor Verónica, apoyada por la comunidad, que no se resignaba a perder a una religiosa de tanta valía, como por parte de la misma Sor Florida que, en su voluntad de desapego total, se resistía a volver al ambiente social y familiar del cual se había alejado para seguir su vocación. La fundación se hizo, pero con Capuchinas del Monasterio de Perusa.

El 9 de julio de 1727, la muerte ponía fin a la peregrinación de amor y de dolor de Verónica Giuliani. El 21 del mismo mes se celebró el Capítulo, en el cual fue elegida Abadesa Sor Florida. Ninguna como ella, pensaron las religiosas, estaba en grado de dar continuidad al magisterio y a las directivas de la santa maestra. Con sus 42 años de edad, poseía cuanto se podía desear de madurez humana, de talla espiritual y de dotes morales para ser guía y modelo de la numerosa comunidad.

Ella, en cambio, no se sentía a la altura de semejante responsabilidad. Orando ante una imagen de la Virgen que tenía en su celda, le pareció entender que la misma Virgen le aseguraba que no sería elegida mientras tuviera consigo la imagen. Al exponer esta esperanza suya al confesor, éste le dio orden de llevar al coro aquella imagen; así es cómo María mantuvo su palabra y ella se vio elegida. Y sería reelegida por 3 trienios consecutivos (1730, 1733 y 1736); después de un trienio de reposo, fue nuevamente elegida en 1742 y luego reelegida otras 2 veces. Y todavía en 1761, con 76 años de edad, cuando pensaba en ir preparándose “para morir como capuchina”, según escribía a la Abadesa del Convento de Siena, hubo de plegarse una vez más a la voluntad de las hermanas. Apoyada en un bastoncito, logró seguir la observancia y atender a las exigencias del cargo. Ejerció el oficio de Abadesa por 25 años y el de Vicaria por otros 20. No asumió la responsabilidad inmediata de la formación de las novicias, pero ejerció este oficio en forma indirecta, ya que las actas capitulares añaden al nombre de la designada como maestra: “Con la ayuda de la Abadesa”.

Hermana entre las hermanas, tomaba parte como cualquier otra en las faenas conventuales, aun las más humildes. No permitía actitudes obsequiosas con su persona. Repetía: “Jesús me guarde de la tentación de dejarme servir”. Obediencia pronta y alegre sí, pero nunca manifestaciones serviles. Una hermana, viéndola moverse con dificultad, se ofreció a barrerle la celda, pero no se lo permitió en manera alguna. Hubiera querido estar a los pies de todas. No perdía oportunidad de satisfacer este deseo mediante actos de humillación pública, entonces en uso en las comunidades claustrales. Lejos de usar modos autoritarios, cuando debía dar una orden o una corrección lo hacía con gran caridad y humildad. No obstante dejó en el monasterio el recuerdo de un rigorismo inflexible en el modo de guiar la comunidad, atenta a la pura observancia de la Regla y de las Constituciones, especialmente por lo que hace a la pobreza. No se contentó con mantener el nivel alcanzado bajo el gobierno de Santa Verónica, quiso ir más adelante, contando con el fervor de las hermanas y con la confianza que éstas depositaban en ella al reelegirla. Con los años, como sucede de ordinario, fue suavizando aquel rigor y se mostró más comprensiva y condescendiente, convencida tal vez de que la tensión permanente en pretender lo perfecto puede degenerar en un formalismo sin vigor evangélico.

Insistía sobre la caridad fraterna, que se debía manifestar en la solicitud de las unas por las otras, en la colaboración y hasta en las maneras delicadas y corteses del trato. Todo en un clima de alegre sencillez franciscana y de igualdad, sin diferencia entre hermanas de coro y conversas o de obediencia, sin títulos ni tratamientos rebuscados. Ella se hacía llamar sencillamente “Sor Florida”.  No contenta con la igualdad interna, sin discriminación alguna, hubiera querido volver también a la Regla de Santa Clara en lo tocante a las hermanas externas, que no profesaban clausura. Por propia cuenta pidió y obtuvo de Roma hacerlas vivir con las demás dentro del convento, a fin de que pudieran compartir la vida comunitaria con las demás. Pero halló fuerte oposición entre las claustrales y, probablemente, también entre las interesadas; y tuvo que renunciar a su intento.

Desde novicia Sor Florida se distinguió por una extrema pobreza personal. En la renovación de la comunidad, llevada a cabo por Santa Verónica durante su gobierno, la pobreza ocupaba el centro del programa, y se pensaba que no se podía ir más lejos en la expropiación de las hermanas. Pero Sor Florida desplegó un celo todavía más avanzado, imponiendo un desprendimiento radical y una línea de austeridad y de sencillez así personal como comunitaria. No toleró ninguna curiosidad en las celdas. En 1732, el Capítulo de la comunidad tomó la decisión de quitar de los ornamentos sagrados toda ornamentación en oro. Otro paso audaz dio en 1737, asimismo por decisión capitular, y fue la sustitución de los cuadros al óleo, que había en el coro, con sencillas estampas de papel de las estaciones del Vía Crucis. Todo ello con el consiguiente consentimiento del Obispo.

En todos esos años, Sor Florida se sintió obligada con una doble deuda para con Santa Verónica. Ante todo, se ocupó de impulsar la prosecución del Proceso de Canonización de la que todos designaban con el título de Venerable; había sido iniciado ya el mismo año de su muerte, en 1727, en el ámbito diocesano; durante el proceso apostólico, con una larga declaración muy detallada. La comunidad halló modo de afrontar los gastos gracias a la ayuda de válidos bienhechores, entre los que figuraban los hermanos de la Abadesa. Ella seguía de cerca todos los pasos de la causa; hacía imprimir y difundir estampas de la Venerable. Pero los procedimientos eran lentos y los gastos se multiplicaban. Sor Florida murió sin ver logrado su anhelo: la beatificación de Verónica no llegaría hasta el año 1804 y su canonización en 1839.

                                                             Santa Verónica Giuliani

La otra deuda con su venerada maestra era la fundación de un Monasterio de Capuchinas en Mercatello, en la antigua casa de los Giuliani. No le fue fácil lograr que el proyecto fuera aceptado por el Obispo de Urbania y por el clero de Mercatello, población pequeña de montaña, donde ya existía el Monasterio de Santa Clara. Pero logró conseguir buenos colaboradores y bienhechores. En 1753 fue colocada la primera piedra. Sor Florida estaba al tanto de cada particular; se conservan medio centenar de cartas suyas a los delegados del Obispo para la construcción del edificio. Antes de morir, en 1767, pudo tener el consuelo de saber que la obra estaba terminada y que sólo se esperaba la aprobación pontificia para realizar la fundación. El monasterio sería inaugurado 6 años después, en 1773.

Por mucho que la hija de los Condes de Cevoli tratara de olvidar y hacer olvidar su rango social, era aquella una realidad que no era posible anular. Sus hermanos y sus hermanas se sentían muy unidos a ella y se convirtieron en bienhechores habituales del monasterio. Familiares y parientes eran conscientes de tener una santa en la Capuchina de Città di Castello. Esta fama de santidad tuvo amplia difusión desde que Sor Florida fue elegida Abadesa. Según algunos testimonios, el radio de expansión de la fama de la Cevoli fue más vasto de lo que había sido el de Santa Verónica, teniendo en cuenta que ésta vivió totalmente incomunicada con el exterior, mientras que Florida recibía visitas de toda clase de personas y mantenía una constante correspondencia. Casi todas las cartas recibidas por ella tenían como fin pedirle oraciones y consejo en situaciones delicadas. 

Sería largo enumerar las personalidades de quienes se tiene noticia que mantuvieron comunicación con ella. De la familia Medici de Florencia, además de la ya mencionada Princesa Violante, la visitó en 1728, la Princesa Eleonora y el Marqués Lucas de Medici, que le consultó sobre su elección de estado. Mención especial merece la amistad espiritual con María Clementina Sowieski, Princesa polaca, esposa de Jacobo III Stuardo, pretendiente al trono de Inglaterra, residente en Roma.

Città di Castello es deudora a Sor Florida por su mediación de paz en una coyuntura grave de su historia. A la muerte del Papa Benedicto XIV, en 1758, estalló en la ciudad un motín popular contra la autoridad local; durante un mes los amotinados fueron dueños de la población, hasta que llegó la noticia de la elección del nuevo Papa Clemente XIII, y las tropas lograron poner orden. Fueron procesados los numerosos responsables de la sublevación.  El Obispo, Monseñor Lattanzi, apoyado por el clero secular y regular, asumió el difícil cometido de lograr la amnistía; para ello se sirvió de un expediente que consideró eficaz: invitó al Comisario Pontificio a hacer una visita al Monasterio de las Capuchinas; en un momento, como estaba planeado, Sor Florida, que era Vicaria, se arrodilló a los pies del Comisario y, con gran vehemencia, pidió misericordia para los imputados y compasión para sus familias. El Comisario prometió referir al Papa la petición de la religiosa. Siguieron días de incertidumbre. Sor Florida escribió personalmente al Secretario de Estado, Cardenal Torregiani, que la veneraba desde que fue gobernador de Città di Castello. Por fin llegó el decreto de amnistía total, que fue recibido con general algarabío por toda la ciudadanía.

En el segundo año de su cargo de Abadesa, tuvo un cúmulo de gracias y de experiencias místicas, a las que siguieron otras en años posteriores, entre ellas el desposorio místico, la corona de espinas, la herida en el corazón. Cuando ésta se produjo, por el año 1747, lloró copiosamente, sea por la confusión de verse con aquella señal externa, sea porque miraba con horror todo cuanto pudiera asemejarla a Santa Verónica. 

A las hermanas, que le preguntaban qué le sucedía, les dijo que la atormentaba un cáncer que se le había formado en el pecho; pero al confesor hubo de decirle la verdad, y le rogó que interpusiera su obediencia para verse libre de la herida externa; se ofrecía a Dios para verse llena de llagas de la cabeza a los pies antes que recibir tales favores divinos. Así lo hizo el confesor, y ella se vio libre de los efectos de la herida; y fue diciendo a las hermanas que el confesor la había curado milagrosamente del cáncer. Parece que la misma sustitución del favor místico por una llaga general en todo el cuerpo pidió al Señor cuando, en un éxtasis ante el crucifijo, Él le hizo comprender que quería comunicarle sus sagradas llagas. Tal debió de ser el origen del herpes que la invadió totalmente y la tuvo en un estado digno de compasión en los dos últimos decenios de su vida.

En los primeros años de vida religiosa hizo largo uso de disciplinas, cadenas, cilicios y otros instrumentos de mortificación corporal; pero más tarde le fue suficiente para tener sujeta la parte inferior el sufrimiento de sus dolencias; todavía, sin embargo, la oyeron las hermanas ensañarse con sus miembros hechos pura llaga. El padecer interior, más cruel que el exterior, la acompañó desde su ingreso en el monasterio. Durante 30 años fue acosada por horribles tentaciones contra la virtud de la fe y de la esperanza, hasta ponerla a veces al borde de la desesperación. Ella misma refirió en el proceso de canonización de Santa Verónica cómo, siendo novicia, fue liberada por su maestra de una fortísima tentación en que llegó a ver el infierno abierto delante de sí. Otra vez, hallándose enferma la misma Santa, fue a verla, presa de verdadero desvarío, y le dijo: “¿Me salvaré o no me salvaré?”. La Santa le mandó traer un niño Jesús, al que pidió una señal de la seguridad de la salvación de su hija espiritual. El Niño tomó con su manecita un dedo de Verónica, teniéndolo muy estrecho por espacio de una hora. Sor Florida fue a llamar a las religiosas para que presenciaran el prodigio. A duras penas se consiguió separar la mano del Niño. “Quedó en el dedo de Sor Verónica -concluye Sor Florida su declaración- la señal de la comprensión. Todo ello, ocurrió en mi presencia”. Y efectivamente, todavía hoy se conserva el milagroso Niño con su dedito encorvado, como se le vio entonces. Pero las ansiedades de la joven no terminaron. Y llegaron al punto de no poder quedarse sola de noche en su celda, por lo que intervino el confesor a fin de que fuera a dormir en la de Sor Verónica, como lo hizo durante 7 años.

Los males volvieron con mayor gravedad. Su cuerpo era una pura llaga; no podía caminar sino apoyada en una o dos hermanas. Y, lo que es más sensible, su cerebro, a los 80 años, mostraba las señales de la senilidad que la infantilizaba. La Abadesa, de acuerdo con el confesor, encomendó el cuidado continuo de la anciana Vicaria a una joven profesa, imponiéndole a ella que le obedeciera en todo. Era conmovedor verla ejecutar puntualmente cuanto le mandaba la joven, estarse junto a ella y responderle con sencillez a sus preguntas. La Eucaristía seguía siendo el centro de su vida. No se podía resignar a verse privada de la comunión. En los últimos meses las hermanas la llevaban en una silla; se hacía llevar también a visitar al Santísimo y más de una vez la hallaron arrastrándose trabajosamente para ir al coro de la enfermería. A los sufrimientos exteriores se unieron crueles crisis interiores. Pero fueron tempestades de breve duración: la impresión que daba a quien se le acercaba era de una profunda paz interior; su espíritu, aun en aquella situación de chochez, se hallaba absorto en el deseo del sumo Bien, aún con evidentes ímpetus de amor.

Recibió en pleno uso de sus facultades el santo Viático y la unción de los enfermos, y el 12 de junio de 1767, de madrugada, expiró plácidamente. Su rostro quedó sonrosado, con una expresión de gozo como si estuviera en éxtasis. Sabiendo que Sor Florida, de modo semejante a Santa Verónica, había hablado alguna vez, en plan íntimo, de ciertos signos que tenía grabados en el corazón, el Obispo autorizó el examen necroscópico, bajo la dirección del cirujano Bonzi. Se hicieron detenidas inspecciones y se pudo comprobar que, en el arranque de la arteria aorta, se distinguían unas formaciones que no tenían una explicación natural.

Apenas se esparció la noticia de la muerte de Sor Florida, hubo una conmoción en la ciudad. Por 3 días, desfiló toda clase de personas para venerar su cuerpo. Y comenzaron a difundirse las gracias obtenidas por intercesión de la Sierva de Dios. Habían pasado sólo unos meses desde el funeral, cuando apareció en Città di Castello el Padre Carlos de Padua, capuchino, con especial comisión pontificia para mover el proceso informativo diocesano en orden a la beatificación. Logró reunir buena documentación y, sobre todo, numerosas relaciones escritas por las capuchinas; pero el proceso no fue iniciado canónicamente hasta el año 1827, y procedió muy lentamente; sólo en 1910, Pío X promulgó el decreto de la heroicidad de las virtudes. Todavía se ha tenido que esperar largo tiempo hasta contar con el requisito del milagro; pero también éste ha llegado, al reconocerse el carácter sobrenatural de una curación obtenida por intercesión de Sor Florida, en virtud del decreto de Juan Pablo II en 1992. Tras lo cual, el mismo Romano Pontífice procedió a la solemne beatificación en 1993.



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