San Elzeario y la Beata Delfina

 

                         Conde y Condesa de Ariano. Esposos Terciarios. 1323 y 1358.

Elzeario de Sabrán y Delfina de Provenza, esposos, vivieron virginalmente el matrimonio. Vistieron el hábito de la Tercera Orden Franciscana, cuyo espíritu orientó y conformó sus vidas. De condición noble y rica, distribuían abundantes limosnas a los pobres, y se dedicaban de continuo a la oración y a las obras buenas. La Beata Delfina vivió 35 años en santa viudez.

Tengamos en cuenta, antes de entrar en la vida de este matrimonio santo, que también la santidad, como todas las cosas, sufre las influencias del ambiente. Muchas cosas hay en los santos enteramente acordes con las ideas del tiempo en que vivieron, y que hoy, o no resultarían imitables, o en algunos casos podrían llegar a ser perjudiciales. Esto no quita para que podamos leer con fruto su vida, porque aunque no podamos imitar detalladamente los ejemplos concretos que nos dieron, podemos y debemos, en cambio, sentir el estímulo que supone la contemplación de la generosidad con que ellos respondieron al llamamiento divino. Así, aunque en la vida de este santo matrimonio haya cosas que choquen con nuestra mentalidad actual, no podemos menos de reconocer que constituye un magnífico ejemplo de dócil entrega a los impulsos del Espíritu Santo y que en lo sustancial puede servir como  lección de lo que ha de ser un hogar cristiano.

Delfina nació en Provenza en 1282, hija de los Condes de Marsella. Tenía catorce años, cuando le propusieron el matrimonio con Elzear, quien había nacido en el año 1285, y era dos años más joven que ella.


Elzeario era hijo de Ermangao de Sabrán, Conde de Ariano, en el reino de Nápoles. Su madre, Lauduna d´Albe de Roquemartine, una mujer de gran piedad y caridad, ofreció a su hijo, tras el bautismo, al Señor con el fin de que fuera preservado de todo pecado. Elzeario fue educado por su tío Guillermo de Sabran, abad del monasterio benedictino de San Víctor, donde vivió durante su infancia. 


Delfina a sus 14 años, rechazó con energía aquella unión que le proponían. Sin embargo, y cediendo a los consejos de un franciscano, terminó por consentir, y dos años después se celebró el matrimonio. 

Los dos jovencitos así unidos, quedaron solos, después de cuatro días de fiesta, y entonces tuvo lugar en realidad, históricamente demostrado, lo que tantas veces ha sido un elemento claramente legendario en la vida de los santos. Solos en su cámara nupcial, Delfina mostró a su esposo el gran deseo que tenía de quedar siempre virgen. Él consintió en ello, pero sin querer en manera alguna obligarse con voto, como ella se lo pedía. Entonces ella insistió una y otra vez en los ejemplos de San Alejo y de Santa Cecilia, en consideraciones sobre la brevedad de esta vida, lo despreciable del mundo, lo hermoso de la gloria eterna. Con todo, Elzear no consentía en el voto, aunque continuaba respetando la virginidad de su esposa. 

Un día cayó ésta gravemente enferma y declaró de manera rotunda a su esposo que estaba persuadida de que sólo el doble voto de castidad la curaría. Entonces Elzear prometió satisfacerle. Ambos hicieron su voto ante un franciscano, que era su confesor, y entraron en la Tercera Orden.

Fue un matrimonio “blanco”, porque los dos jóvenes esposos escogieron la castidad, un medio de perfección espiritual más alto y arduo. En el castillo de Ansouis, los dos nobles cónyuges vivieron no como castellanos sino como penitentes; no como señores feudales sino como ascetas dignos de los tiempos heroicos de la primitiva Iglesia.

Su santidad se inserta de lleno en la maravillosa corriente de espiritualidad franciscana que recorre toda la Edad Media. Ambos pertenecían a familias de la primera nobleza, y gozaban, por consiguiente, de gran abundancia de bienes de fortuna. Pero, como San Luis de Francia, San Fernando de Castilla, Santa Isabel de Portugal y Santa Isabel de Hungría, supieron en medio de las riquezas conservar enteramente libre su corazón, y aplicar, a su vida de seglares, el admirable contenido evangélico de la regla de los Terciarios franciscanos.



Marido y mujer llevaban la estameña bajo sus nobles vestidos. Por la noche se reunían para pasarla en oración y disciplinarse. Delfina no tocó nunca a su marido más que para hacerle pequeños servicios. Elzear había hecho un reglamento muy preciso y detallado para la buena marcha de la casa, que le exigía, entre otras cosas, la misa diaria y una especie de círculo de estudios familiar.

Eleazar tenía 23 años cuando heredó los títulos, la fortuna y las tierras de su padre y se vio obligado a viajar a Italia para tomar posesión de las propiedades en Ariano. Ahí encontró a sus vasallos, los campesinos napolitanos que habitaban en sus tierras, con una mala disposición manifiesta hacia el nuevo señor y Eleazar tuvo que echar mano de todo su tacto y natural bondad, para arreglar las cosas satisfactoriamente. En aquella ocasión, un primo suyo comentó que sus maneras delicadas y sus métodos suaves no servían de nada y le propuso: "Déjame tratar con esas gentes en tu nombre. Mandaré ahorcar a unos cuantos y te dejaré al resto suaves como un guante. Está bien conducirse como un cordero en el rebaño, pero si andas entre los lobos tiene que ser como un león. La insolencia de tus siervos debe ser castigada. Dame mano libre y propinaré en tu lugar golpes tan fuertes y efectivos que esa plebe no volverá a molestarte nunca". A aquella perorata repuso sonriente Eleazar: "¿Me pides que comience a gobernar mis señoríos con matanzas y sangre? Yo llegaré a ganarme la voluntad de esos hombres con el bien. No es ninguna hazaña que el león devore a los corderos, pero que una oveja despedace a un león ya es otra cosa. Ahora, con la ayuda de Dios, verás realizarse ese milagro". Los resultados que obtuvo Eleazar con sus métodos, confirmaron plenamente su predicción.

Su existencia venía repartiéndose entre la Provenza natal y aquellas tierras de Italia. Hacia 1317, Elzear ve aumentarse sus responsabilidades, porque el Rey Roberto I le encarga administrar justicia en el Abruzo citerior. Poco después el matrimonio tiene que marchar a París, nombrado Elzear, Embajador Extraordinario por el mismo Rey Roberto para negociar un matrimonio de príncipes.

En París, en 1323, cuando solo tenía 38 años, moría Elzear. El Rey de Francia Carlos IV enviaba rápidamente un correo que diera la noticia a su esposa. Pero ya ella la había conocido misteriosamente. Sin vacilar un momento, abandonó la Corte del Rey y se volvió a sus tierras. Elzear dejaba tras de de sí el recuerdo de una vida verdaderamente santa. Como el Rey San Luis, se le había visto visitar los hospitales, atender a los leprosos, cuidarles con sus propias manos y besarles. 

Verdadero asceta en el mundo, había sido un constante abogado de los pobres, un mentor ejemplar del joven Príncipe Carlos de Calabria, hijo de Roberto I, y un esposo modelo para su mujer, que confesaba que junto a él sentía una constante invitación a crecer en la gracia divina, y veía a su esposo como a su ángel guardián. Un año después de su muerte, Elzear se apareció a su esposa y le reprochó con dulzura la pena que mostraba por su muerte. “El lazo se ha roto, y ahora estamos libres”, le dijo recordando las palabras del salmo 123 y la liturgia de los Santos Inocentes. Delfina sonrió en medio de sus lágrimas, volvió a su antigua alegría, y se dedicó de lleno a la tarea de santificarse más y más. Fiel a la espiritualidad franciscana, quiso abrazarse con la pobreza. Pero eso no era fácil. Poco a poco fue despojándose de sus bienes. Abandonó sus tierras de Provenza y se fue a Nápoles. Aunque le ofrecieron alojamiento en la Corte, ella prefirió vivir miserablemente y mendigando. Los chiquillos la injuriaban por la calle, y ella se gozaba en aquella humillación.

Pero he aquí que sobreviene algo imprevisto: la Reina Doña Sancha había quedado viuda del Rey Roberto en 1343 y quería tener junto a sí alguien que le apoyara en su vida espiritual. Llamó a Delfina y la hizo su consejera. Por indicación de ella, entró la Reina en las franciscanas de Santa Cruz de Nápoles, donde murió en el año 1345.

Delfina volvió a la ciudad francesa de Apt, donde ya había vivido buena parte de la última fase de su vida, y allí pasó sus 15 últimos años. Humilde y pobre, no desatendió, sin embargo, a sus conciudadanos. Cuando una guerra local amenaza arruinar el país, Delfina, aunque enferma, se interpone y consigue un apaciguamiento. Es hermoso también verla organizando una caja rural, en la que ella actuaba de secretaria y de fiadora. Prestando sin interés, conseguía resolver difíciles situaciones de los pobres labradores. La santidad, bien conocida por todos, de Delfina, era la garantía que permitía que aquella interesante empresa funcionara. Por fin, en 1360, a sus 78 años, murió en Apt, donde se la enterró, juntamente con su marido, en la iglesia de los franciscanos.

El pueblo rodeó aquella tumba bien pronto de una espontánea y cariñosa veneración. Tres años después de la muerte de Delfina, los Comisarios Apostólicos enviaban al Papa un informe sumamente favorable a su causa. Pero el resultado no fue decisivo por el momento. Había temor de que Delfina, en su trato con la Reina Doña Sancha y los franciscanos espirituales, rebeldes a la Santa Sede, se hubiera contaminado de algunos de sus errores. Sólo años después su nombre empieza a aparecer en los martirologios franciscanos, y el Papa Inocencio XII aprobó su culto en 1694. Por lo que hace a Elzear, fue canonizado solemnemente en la Basílica de San Pedro de Roma por el Papa Urbano V en 1369. Se conserva su proceso de canonización, en el que, desgraciadamente, falta la declaración, que tan interesante hubiese sido, de su esposa Delfina.


A propósito del caso de estos santos esposos escribió Blondel unas palabras con las que terminamos esta semblanza: “Asociarse en el matrimonio para ayudarse mutuamente en la caridad humana y divina o para realizar una especie de respetuosa inmolación doblemente meritoria, no es incompatible con la confianza en gracias excepcionales o en circunstancias impuestas por estados físicos y morales. Por eso ha sido posible canonizar vocaciones paradójicas y de una virtud singular, como la de San Elzear y la Beata Delfina de Provenza, verdaderos esposos, pero unidos en una emulación virginal”.

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