San Macario de Alejandría o el Alejandrino el Joven

                                                       

                                                               Ermitaño. 401.

San Macario el joven, ciudadano de Alejandría (Egipto), era pastelero de oficio. Deseoso de servir plenamente a Dios, abandonó el mundo en la flor de su edad y pasó más de sesenta años en contemplación y penitencia en el desierto. Primero, se retiró a la Tebaida, en el año 335. 
Una mujer le acusó falsamente de que había intentado abusar de ella. A resultas de ello, Macario fue arrastrado por las calles, apaleado y tratado de hipócrita disfrazado de monje. Todo lo sufrió con paciencia, y aun envió a la mujer el producto de su trabajo, diciéndose: "Macario, ahora tienes que trabajar más, pues tienes que sostener a otro". Pero Dios dio a conocer su inocencia: la mujer que le había calumniado no pudo dar a luz, hasta que reveló el nombre del verdadero padre del niño. Con ello, el furor del pueblo se tornó en admiración por la humildad y paciencia del santo. Para huir de la estima de los hombres, Macario se refugió en el vasto y melancólico desierto de Scete, cuando tenía alrededor de treinta años.
Después de un período de introducción a la práctica de la virtud, bajo la dirección de maestros de gran santidad, se trasladó del alto al bajo Egipto, en el año 373. En dicha región había tres desiertos casi limítrofes: el de Escitia, en las fronteras de Libia; el de Celles, que debía su nombre a las celdas de ermitaños que abundaban en él, y el de Nitria, que confinaba con el ramal occidental del Nilo. San Macario tenía una celda en cada uno de dichos desiertos, pero su residencia principal se hallaba en el de Celles. Cada uno de los anacoretas vivía confinado en su propia celda, excepto los sábados y domingos, cuando todos se reunían en una iglesia para celebrar y recibir los divinos misterios. Cuando llegaba un nuevo candidato, todos los anacoretas ponían sus celdas a su disposición, dispuestos como estaban a construirse otra. Las celdas estaban a suficiente distancia unas de otras, para que los monjes no pudieran verse. 
El trabajo manual, que consistía en tejer cestos, no interrumpía la oración del corazón. En toda la región reinaba el silencio más profundo. Macario recibió la ordenación en el desierto de Celles, y en él fue la edificación de sus hermanos, en tanto que San Macario el Viejo era la edificación de los monjes de Escete. Paladio nos cuenta un ejemplo de la extraordinaria abnegación de los anacoretas. Habiendo recibido como regalo un racimo de uvas frescas, San Macario lo llevó a un monje vecino que se hallaba enfermo, el cual a su vez lo regaló a un tercero; de esta suerte el racimo pasó por todas las celdas y volvió a manos de Macario, quien se regocijó sobremanera de ver el espíritu de mortificación de sus hermanos y dejó intacto el racimo.

La austeridad de todos los ermitaños era extremada, pero en esto, Macario dejaba atrás a sus hermanos. Durante siete años no se alimentó más que de raíces silvestres y, en los tres años siguientes, sólo comía cuatro o cinco onzas de pan al día y unas gotas de aceite, según narra Paladio. 

Sus vigilias no eran menos sorprendentes. Dios le había dado un cuerpo capaz de soportar todos los rigores, y su fervor era tan grande, que adoptaba sin vacilar cuantas prácticas de penitencia veía empleadas por los otros. Poco antes del año 349, la fama del monasterio de Tabennisi, dirigido por San Pacomio, le movió a ir a él disfrazado. San Pacomio le dijo que le encontraba demasiado viejo para adaptarse a las penitencias y vigilias del monasterio, pero finalmente se decidió a admitirle, a condición de que observara todas las reglas. Como se aproximara la cuaresma, cada uno de los monjes se preparaba a emplear ese santo tiempo según su fervor y sus fuerzas, ya fuera ayunando totalmente dos, tres y hasta cuatro días enteros; ya trabajando intensamente. Macario recogió una buena cantidad de hojas de palma para ocuparse en la confección de cestos, y pasó los cuarenta días en el retiro, sin comer más que unas cuantas yerbas los domingos. Mientras sus manos trabajaban activamente, su corazón se perdía en Dios. 

Tal prodigio sorprendió a los mismos monjes, quienes en Pascua manifestaron al abad que, de no ponerle coto, tal singularidad podía perjudicar a la comunidad. San Pacomio hizo oración para saber quién era en realidad el nuevo monje; y, habiendo conocido por revelación divina, que se trataba del gran Macario, le abrazó, le dio las gracias por la edificación que había dado a la comunidad y le rogó que no les olvidase en sus oraciones al volver a su desierto.

Las tentaciones no faltaron al santo. Una de ellas fue la idea de dejar el desierto e ir a Roma a cuidar a los enfermos de los hospitales. Pero, reflexionando sobre ello, Macario comprendió que sólo le movía un secreto deseo de ser conocido y estimado por su virtud. Sólo una humildad tan profunda como la suya era capaz de descubrir el veneno de la vanagloria, escondido bajo esa apariencia de caridad. Convencido del grave peligro que la vanagloria constituía para él, Macario se arrojó por tierra en su celda, gritando al demonio: "Sácame de aquí por la fuerza, si eres tan poderoso, que yo no he de ir por mi propio pie". En tal actitud permaneció hasta la noche; pero, en cuanto se puso en pie, el enemigo renovó su asalto. Para resistirle, Macario llenó de arena dos cestos, se los echó al hombro y se puso a marchar en el desierto. Un amigo que le encontró en el camino, le preguntó qué hacía y se ofreció a ayudarle a transportar la arena; el santo sólo le respondió: "Estoy atormentando a mi verdugo". Al volver a su celda, la tentación había desaparecido. 

Paladio nos cuenta que, deseando Macario entregarse a la contemplación celestial sin interrupción alguna durante cinco días, se encerró en su celda y dijo a su alma: "Has plantado tu tienda en el cielo para conversar con Dios y sus ángeles; guárdate, pues, de volver tus ojos a la tierra a mirar las cosas bajas". Pasó los dos primeros días en éxtasis; pero el demonio le combatió en tal forma al tercer día, que Macario tuvo que volver a su vida ordinaria. Como lo observó el santo en esta ocasión, Dios se retira algunas veces de sus escogidos, para que sientan su propia debilidad y comprendan que la vida del hombre es una lucha sin fin. 

San Jerónimo y otros autores narran que, habiendo un anacoreta dejado a su muerte cien coronas que había ganado tejiendo túnicas, los monjes se reunieron para deliberar lo que debía hacerse con aquel dinero. Algunos pensaban que convenía repartirlo entre los pobres, otros que debía darse a la Iglesia; pero Macario, Pambo, Isidoro y el resto de los "Padres", ordenaron que se arrojase el dinero sobre la tumba con estas palabras: "Tu dinero sea contigo para tu perdición". Este ejemplo aterrorizó a los monjes y acabó con toda tentación de codicia.

Paladio, que vivió bajo la dirección de Macario algún tiempo, hacia el año 391, fue testigo de algunos de los milagros obrados por él. Según su relato, Macario se negó a recibir y aun a dirigir la palabra a cierto sacerdote, cuyo rostro estaba desfigurado por una excrecencia cancerosa. Paladio se apresuró a rogar al santo anacoreta que dijera cuando menos unas palabras de consuelo al infeliz, a lo que Macario respondió que la enfermedad era un castigo de Dios por un pecado de la carne, pero que rogaría por él, en caso de que prometiera arrepentirse sinceramente y no volver a celebrar los divinos misterios. El sacerdote confesó su pecado y prometió enmendarse; el santo le absolvió y le impuso las manos; pocos días más tarde el sacerdote volvió perfectamente curado, glorificando a Dios y proclamando su agradecimiento a Macario.

Los dos Macarios cruzaban un día el Nilo en la misma barca, y algunos oficiales que en ella se hallaban no pudieron dejar de observar en voz alta que, a juzgar por la alegría de sus rostros, los monjes debían ser muy felices en medio de su pobreza. A lo cual Macario de Alejandría respondió, haciendo alusión a su nombre, que en griego significa "feliz": "Tenéis razón en llamarnos felices, pues tal es nuestro nombre. Como veis, nosotros somos felices despreciando al mundo, en tanto que vosotros sois miserables sirviéndolo". Estas palabras, pronunciadas con un acento de inmensa verdad, hicieron tal efecto al tribuno que les había interpelado, que distribuyó todo su haber entre los pobres y abrazó la vida eremítica.

Para vencer el sueño que le estorbaba la oración, estuvo veinte noches sin acostarse debajo de tejado; y viéndose una vez tentado del espíritu de la fornicación, pasó seis meses desnudo en carnes en un lugar donde había innumerables y grandes mosquitos, los cuales dejaron su cuerpo tan lastimado, que parecía un leproso. 

Caminó veinte días por un desierto sin comer bocado, y estando fatigado y desmayado le proveyó el Señor milagrosamente de sustento. Una vez cavando en un pozo le mordió un áspid: lo tomó el santo en las manos y lo hizo pedazos sin recibir lesión alguna.

Macario ordenó a un joven que le pedía consejos que fuese a un cementerio a insultar a los muertos y a alabarlos. Cuando volvió el joven, Macario le preguntó qué le habían respondido los difuntos. "Los muertos no contestaron a mis insultos, ni a mis alabanzas", le dijo el joven. "Pues bien, —le aconsejó Macario—, haz tú lo mismo y no te dejes impresionar ni por los insultos, ni por las alabanzas. Sólo muriendo para el mundo y para ti mismo, podrás empezar a servir a Cristo". 

A otro le aconsejó: "Estate pronto a recibir de la mano de Dios la pobreza, tan alegremente como la abundancia; así dominarás tus pasiones y vencerás al demonio". Como cierto monje se quejara de que en la soledad sufría grandes tentaciones para quebrantar el ayuno, en tanto que en el monasterio lo soportaba gozosamente, Macario le dijo: "El ayuno resulta agradable cuando otros lo ven, pero es muy duro cuando está oculto a las miradas de los hombres". 

Un ermitaño que sufría de fuertes tentaciones de impureza, fue a consultar a Macario. El santo, después de examinar el caso, llegó el convencimiento de que las tentaciones se debían a la indolencia del ermitaño; así pues, le aconsejó que no comiera nunca antes de la caída del sol, que se entregara a la contemplación durante el trabajo, y que trabajara sin cesar. El otro siguió estos consejos y se vio libre de sus tentaciones. 

Un hereje de la secta de los hieracitas, que negaban la resurrección de los muertos, había inquietado en su fe a varios cristianos. Sozomeno, Paladio y Rufino relatan que San Macario resucitó a un muerto para confirmar a esos cristianos en su fe. Según Casiano, el santo se limitó a hacer hablar al muerto y le ordenó que esperase la resurrección en el sepulcro. 

Lucio, obispo arriano que había usurpado la sede de Alejandría, envió tropas al desierto para que dispersaran a los piadosos monjes, algunos de los cuales sellaron con su sangre el testimonio de su fe. Los principales ascetas. Isidoro, Pambo, los dos Macarios y algunos otros, fueron desterrados a una pequeña isla del delta del Nilo, rodeada de pantanos. El ejemplo y la predicación de los hombres de Dios convirtió a todos los habitantes de la isla, que eran paganos. Lucio autorizó más tarde a los monjes a retornar a sus celdas. Sintiendo que se acercaba a su fin, Macario hizo una visita a los monjes de Nitria y les exhortó, con palabras tan sentidas, que estos se arrodillaron a sus pies llorando. "Sí, hermanos, —les dijo Macario—, dejemos que nuestros ojos derramen ríos de lágrimas en esta vida, para que no vayamos al sitio en que las lágrimas alimentan el fuego de la tortura".

Finalmente, lleno de virtudes y merecimientos, murió de edad muy avanzada por el año 394, dejando a los monjes preciosísimos documentos de altísima perfección. La vida de este santo la escribió Paladio, que moró tres años con él en la soledad. Macario fue llamado por Dios a los 90 años, después de haber pasado sesenta en el desierto de Scete. Según el testimonio de Casiano, Macario fue el primer anacoreta de este vasto desierto. Algunos autores sostienen que fue discípulo de San Antonio, quien vivía a unos quince días de viaje del sitio en donde estaba Macario. San Macario es conmemorado en el canon de la misa en los ritos copto y armenio.

Un monasterio que llevaba el nombre de San Macario subsistió varios siglos en el desierto de Nitria. En su carta a Rústico, San Jerónimo parece haber trascrito una buena parte de los documentos espirituales del santo. En la Concordia Regularum o «Colección de reglas» se halla otra serie de normas espirituales de los dos Macarios, de Serapión (de Arsinoe o de Nitria), de Pafnucio de Bekbale (sacerdote del desierto de Escete) y de otros treinta y cuatro abades. Según narra este último, los monjes ayunaban todo el año, excepto los domingos y el período del año que va de Pascua a Pentecostés; observaban igualmente la más estricta pobreza y pasaban el día en la oración y el trabajo manual. La hospitalidad era considerada como una gran virtud; pero, a fin de favorecer la vida de retiro, estaba prohibido a los monjes dirigir la palabra a los extraños sin licencia especial, excepto a aquél de los ermitaños cuyo cargo consistía en ocuparse de los huéspedes. 



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