San Luis de Francia

                                                         Rey de Francia. 1270.

Tuvo la dicha San Luis de tener por madre a una mujer admirable, Blanca de Castilla, que se preocupó por hacer de él un cristiano fervoroso y un gobernante intachable. Era hijo del Rey Luis VIII de Francia, y nació en 1214.  

                                                        Rey Luis VIII de Francia


                                                     Reina Blanca de Castilla

A los 12 años quedó huérfano de padre, y su madre Blanca asumió el mando del país mientras el hijo llegaba a mayoría de edad.  Doña Blanca de Castilla desempeñó un papel fundamental en la educación del futuro santo: en una época difícil, en que los excesos y la violencia caracterizaban la vida en la corte, la reina se esforzó por enseñar a su hijo los deberes propios del oficio de monarca; pero sobre todo procuró educarlo en los valores y en la piedad cristianos. 

Entre los maestros del joven Luis se encontraban algunos frailes menores. Con el tiempo, el monarca francés acabó por ingresar en la Tercera Orden Franciscana. 

Blanca se esforzó en recordar al joven Luis que ser rey consistía en estar al servicio del bien y la prosperidad de su pueblo, y que era necesario aceptar todos los sacrificios que dicho servicio implicara.  Al cumplir sus 21 años fue coronado como Rey, con el nombre de Luis IX.

Luis fue siempre un guerrero hábil, inteligente y valeroso, pero sumamente generoso con los vencidos. Cuando él subió al trono, muchos Condes y Marqueses, imaginándose que sería un joven débil y sin ánimos para hacerse respetar, se declararon en rebelión contra él. Luis organizó muy bien su ejército y los fue derrotando uno por uno. 

El Rey de Inglaterra invadió a Francia, y Luis con su ejército lo derrotó y los expulsó del país. Pero estaba siempre dispuesto a pactar la paz con sus enemigos tan pronto como ellos lo deseaban. Decía que sólo hacía la guerra para defender la patria, pero nunca por atacar a los demás.

Pocos gobernantes en la historia han sido tan amigos de la religión católica como el Rey San Luis. Le agradaba mucho ir a los conventos a rezar con los religiosos y asistir con ellos a las ceremonias religiosas. Alguien le dijo que había gente que le criticaba por ser tan piadoso y asistir a tantas reuniones donde se rezaba, y él le respondió: "De eso no me avergüenzo ni me avergonzaré jamás. Y esté seguro de que si en vez de ir a esas reuniones a orar, me fuera a otras reuniones a beber, bailar y parrandear, entonces sí que esas gentes no dirían nada. Prefiero que me alabe mi Dios aunque la gente me critique, porque por Él vivo y para Él trabajo, y de Él lo espero todo".

A los 19 años contrajo matrimonio con Margarita de Provenza, una mujer virtuosa y famosa por su belleza, que despertó los celos de la Reina Madre, Doña Blanca y que fue durante toda su vida su más fiel compañera y colaboradora. Su matrimonio fue verdaderamente feliz.

Tuvo 5 hijos y 6 hijas. Sus descendientes fueron Reyes de Francia mientras ese país tuvo monarquía, o sea hasta el año 1793 (por 7 siglos) hasta que fue muerto el Rey Luis XVI, al cual el sacerdote que lo acompañaba le dijo antes de morir: "Hijo de San Luis, ya puedes partir para la eternidad"

A sus hijos los educó con los más esmerados cuidados, tratando de que lo que más les preocupara siempre, fuera el tratar de no ofender a Dios. Sobre su relación con su esposa, la Reina Margarita, a quien el Rey llamaba “La Señora” se cuentan varias anécdotas:

En una ocasión en que ella le negó su permiso, fue cuando San Luis le hizo partícipe de su deseo de renunciar el trono (ya que su hijo mayor era de la edad necesaria para heredarlo) y hacerse religioso. Le pidió que accediera a su intención, pero ella firmemente rechazó la idea, mostrándole con argumentos por qué debía seguir como rey hasta su muerte. El se dejó convencer, y nunca más volvió a hablar del asunto.

En la siguiente anécdota, llega a un punto realmente gracioso, esto de la "obediencia mutua". Ella quería que él se vistiera con ropa más conforme con su dignidad real, y no la ropa común y corriente que él solía llevar. Al reclamarle una vez, él respondió "Mi señora, ¿quisiera que yo vistiera ropa más lujosa? "Sí, definitivamente -respondió ella- y quiero que lo hagas". "Bueno, de acuerdo -dijo el rey- estoy dispuesto a complacerte en esto, porque la ley del matrimonio exige que el esposo complazca a su esposa. Pero esta obligación es recíproca; tú entonces, estás obligada a conformarte a mi querer." "Y ¿Cuál será esto?" preguntó, seguramente desconfiada de lo que tramaba. "Que te vistas de ropa más humilde. Tú te vestirás mi traje, y yo el tuyo." No aceptó la Reina dicha propuesta, ¡así que quedaron las cosas como estaban!.

San Luis se propuso disminuir en su país la nefasta costumbre de maldecir, y mandaba dar muy fuertes castigos a quienes sorprendían maldiciendo delante de los demás. En esto era sumamente severo y fue logrando que las gentes no escandalizaran con sus palabras maldicientes. Otra ley que dio fue la prohibición de cobrar intereses demasiado altos por el dinero que se prestaba. En ese tiempo existían muchos usureros (especialmente judíos) que prestaban dinero al 5 o 6 % mensual y arruinaban a miles de personas. San Luis prohibió la usura (que consiste en cobrar intereses exagerados) y a quienes sorprendían aprovechándose de los pobres en esto, les hacía devolver todo lo que les habían quitado. Un rico millonario mandó matar a tres niños porque entraban a sus fincas a cazar conejos. El Rey San Luis hizo que al rico le quitaran sus haciendas y las repartieran entre la gente pobre.

Durante su reinado se vive un periodo de gran evolución cultural, intelectual y teológica. Luis dialoga con San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino; y junto a su capellán, Robert de Sorbon, funda la Universidad de la Sorbona en 1257. 

Sigue con gran atención los trabajos finales de la catedral de Notre Dame, en particular los rosetones y los pórticos. Así, París se convierte en la ciudad más prestigiosa de la cristiandad de Occidente gracias a su universidad, la Sainte-Chapelle y Notre-Dame.

Luis IX introdujo importantes novedades en la justicia real francesa: el rey adquirió el carácter de juez supremo de manera que, al menos en teoría cualquier persona podría apelar para obtener una sentencia del rey. Prohibió las ordalías, tomó medidas para eliminar el problema de las guerras privadas e introdujo la presunción de inocencia en los procedimientos criminales.

Cada día invitaba a almorzar a su mesa a 12 mendigos o gente muy pobre, mandaba repartir en las puertas de su palacio, ropas a centenares de pobres que llegaban a suplicar ayuda. Tenía una lista de gentes muy pobres pero que les daba vergüenza pedir (pobres vergonzantes) y les mandaba ayudas secretamente, sin que los demás se dieran cuenta. Buscaba por todos los medios que se evitaran las peleas y las luchas entre cristianos. Siempre estaba dispuesto a hacer de mediador entre los contendientes para arreglar todo a las buenas.

Por momentos parecía un anacoreta, entregándose a prácticas de mortificación como el hacerse azotar la espalda con cadenillas de hierro los viernes, o actos de auto-humillación como lavar los pies a los mendigos o compartir su mesa con leprosos.

Sabiendo que era un hombre extraordinariamente piadoso, le hicieron llegar desde Constantinopla, la Corona de Espinas de Jesús, y él entusiasmado le mandó construir una lujosa capilla para venerarla. 


Siguiendo el ideal de caballero cristiano de su época, quiso dar testimonio de su fe tomando parte en las Cruzadas. Por aquellos años había decaído mucho el espíritu religioso que había puesto en marcha estas expediciones para liberar Tierra Santa. Luis IX, sin embargo, volvió a darle nuevo vigor, al darles su sentido primitivo de la cruz y del sacrificio.

En 1244, el Papa Inocencio IV volvió a solicitar a los reyes de la Cristiandad la liberación de la ciudad de Jerusalén. 

Pese a la opinión contraria de sus consejeros, el Rey Luis, que pensaba que no amaba lo suficiente a Cristo crucificado y que no había sufrido bastante por Él, decidió acudir con sus tropas a la llamada del Papa.  Organizó una buena armada y en 1247 partió para Egipto, donde estaba el fuerte de los mahometanos. Allí combatió heroicamente contra los enemigos de la religión, los derrotó y se apoderó de la ciudad de Damieta. 

Entró a la ciudad, no con el orgullo de un triunfador, sino a pie y humildemente. Y prohibió a sus soldados que robaran o que mataran a la gente pacífica. Pero sucedió que el ejército del Rey San Luis fue atacado por la terrible epidemia de tifo negro y de disentería y murieron muchísimos. 

El mismo Rey cayó gravemente enfermo con altísima fiebre. Entonces los enemigos aprovecharon la ocasión, atacaron y lograron tomar prisionero al santo monarca. En la prisión tuvo que sufrir muchas humillaciones e incomodidades, pero cada día rezaba los salmos que rezan los sacerdotes diariamente.

Los mahometanos le exigieron como rescate un millón de monedas de oro y entregar la ciudad de Damieta para liberarlo a él y dejar libre a sus soldados. La Reina logró conseguir el millón de monedas de oro, y les fue devuelta la ciudad de Damieta. Pero los enemigos solamente dejaron libres al Rey y a algunos de sus soldados. A los enfermos y a los heridos los mataron. 

La serenidad y la resignación con la que el rey francés aceptó su cautiverio fue motivo de admiración, incluso entre sus mismos enemigos. Recobrada la libertad, Luis pudo visitar los Santos Lugares antes de regresar a Francia en 1254.

Cuenta la obra “Glorias del Carmelo” que San Luis tomó el hábito de la Tercera Orden del Carmen en el mismo Monte Carmelo, cuando fue a la Conquista de Tierra Santa (conquista que por tres veces le resultó un fracaso). Navegaba el santo rey por aquellos mares cuando se levantó una tremenda tempestad, que fue empujando la nave hacia los peñascos sobre los que se alza el monasterio de la Stella Maris (que no se llamaría así hasta muchísimo después). Al llegar a la roca, la nave dio dos golpes con gran fuerza y se hundía, cuando de pronto se oyó una campana que llamaba a Maitines. El santo se levantó de la oración y preguntó al piloto que campana era aquella. Este le respondió “estamos juntos al promontorio del Monte Carmelo, y la campana es del convento de los carmelitas”.

Entonces el rey prometió a la Santísima Virgen visitar su convento con todos los de la comitiva. Y se calmó la tempestad inmediatamente. Así subió el rey y la tripulación al monasterio, donde quedó prendado al ver la solemnidad y sencillez de la oración de aquellos monjes de capa blanca y su devoción por la Madre de Dios. Decidió entonces tomar algunos religiosos y llevarlos a Francia, donde fundaron varias casas con el tiempo. A un grupo los llevó al palacio de Fontainebleau (en realidad estuvieron los trinitarios, y aún se conservan vestigios de su presencia) donde convivía con ellos como un religioso más.

Pero San Luis no fue capaz de olvidar la situación crítica que vivían los cristianos de Tierra Santa y la idea de liberar Jerusalén. En 1267, con más de cincuenta años, el rey y su ejército marcharon hacia Túnez, donde el sultán parecía dispuesto a acoger la fe cristiana. Sin embargo, todo resultó ser un engaño, y los cruzados tuvieron que hacer frente a los ataques musulmanes. 

Pero el mayor enemigo fue la epidemia que se propagó entre las tropas francesas como consecuencia del excesivo calor. A consecuencia de esa enfermedad moría San Luis en tierras tunecinas en 1270, sin haber logrado cumplir su objetivo de liberar los Santos Lugares.

Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1297, era solemnemente canonizado por Su Santidad el Papa Bonifacio VIII en la iglesia de San Francisco de Orvieto (Italia).

Pese a sus fracasos en el ámbito de lo político y su empeño por empresas que resultaron fallidas y que acabaron por costarle la vida, San Luis gozó de una gran popularidad dentro y fuera de su país. Al mismo tiempo, su figura se convirtió en la encarnación del modelo ideal de monarca cristiano. 

Siglos más tarde, incluso un autor crítico frente a la Iglesia como Voltaire, uno de los padres del movimiento de la Ilustración, escribía de San Luis que “no es posible que ningún hombre haya llevado más lejos la virtud.”



Hoy en día pueden resultarnos chocantes para un cristiano muchas de las actitudes y de los hechos de San Luis, en especial su uso de la violencia. Sin embargo, no debemos olvidar que él era hijo de su tiempo, e intentó llevar a cabo lo mejor posible las tareas que se esperaban de un caballero cristiano de su época. Su incesante búsqueda de la justicia, y la manera en la que intentó hacer compatibles los deberes del político y del gobernante con la vida cristiana siguen haciendo de él un modelo para los laicos católicos en general, y los franciscanos en particular.



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